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Los papeles de Pandora: corrupción del capitalismo global y cinismo democrático

Fuentes: Rebelión

«En este sistema, nuestro sistema, los esclavos no son conscientes de su estatus ni de que tienen amos que viven en un mundo paralelo en el que los grilletes se esconden entre un revoltijo de jerga legal inaccesible… El sistema de controles y equilibrios de la democracia ha fallado; una gravísima inestabilidad podría estar a la vuelta de la esquina.» (Manifiesto de John Doe, seudónimo de quien filtró los papeles de Panamá).

La frase «¡qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!» de Casablanca (1942) ocupa un lugar de privilegio en la antología de citas cinematográficas de obligado uso para lucimiento personal cuando la conversación lo requiere. Recordemos el momento de la historia que se nos narra en la película: el capitán Renault (Claude Rains), oficial de policía francés del gobierno colaboracionista de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, irrumpe en el bar que regenta Rick (Humphrey Bogart), un sarcástico norteamericano cosmopolita de vuelta de todo, donde se incumple sistemáticamente la norma que prohíbe el juego, lo que por supuesto es de dominio público, también de la susodicha autoridad. Cuando el capitán Renault pronuncia las referidas palabras en el interior del local quedan en evidencia su cinismo y su hipocresía. Su frase en el contexto mostrado en el filme es una excelente representación de esa práctica tan humana –en unas culturas más que en otras, eso sí– de eso que en el habla coloquial llamamos «hacerse el loco». Cuando una práctica ética o legalmente censurable se ha convertido en una costumbre de algunos, de la que todos somos sabedores y/o cómplices, nos hacemos los locos por las razones que sea en cada caso particular, sin que nada se haga para detenerla o modificarla como resultado. Esta es la turbia entraña de la corrupción como muy bien sabemos en este nuestro país.

Los llamados «papeles de Pandora» son la versión periodística de la frase de Casablanca; es decir, son la muestra que revela el cinismo que corroe la salud de las democracias liberales contemporáneas. No es la primera evidencia de ello, pues ya tuvimos en 2016 el antecedente de los «papeles de Panamá», cuando se supo de las prácticas torticeras del despacho de abogados Mossack Fonseca. Entonces el responsable de la filtración de sus documentos en un manifiesto publicado por Südeutsche Zeitung advirtió de que debían ser considerados «un síntoma evidente del tejido moral progresivamente enfermo y en descomposición de nuestra sociedad».¿Que no sabíamos que existen los paraísos fiscales? ¿Que no sabíamos que hay ejércitos de abogados y asesores fiscales dispuestos a hacer lo que sea menester –legal o no tan legal– para que sus adinerados clientes se libren todo lo que puedan y más del pago de sus impuestos? ¿Que no sabíamos que hay una élite con mucho dinero que entiende que es moralmente legítimo hacer las trampas que el sistema les permite para conservar para sí el máximo de sus ganancias porque para eso la han ganado ellos y nadie más? ¿Que no sabíamos que los Gobiernos de nuestras democracias, las que se tienen por el único sistema de gobierno que vela por el bien común, se hacen los locos ante tamaña burla del principio de solidaridad esencial para asegurar la cohesión social imprescindible si queremos disfrutar de una buena convivencia?

En las últimas décadas la economía global se ha desarrollado de la mano de un proceso inexorable al que Peter Fleming, profesor de Negocios y Sociedad en la Cass Business School University de Londres, ha dado en llamar «desformalización». Según él –como expone en su libro Capitalismo sugar daddy: la cara oculta de la nueva economía– el resultado de la revolución neoliberal inspirada por las ideas de Friedrich A. von Hayek y Milton Friedman a partir, sobre todo, de la década de los ochenta del siglo pasado ha sido la desformalización del capitalismo occidental, es decir, la desaparición en la práctica de la oficialidad y de la protección reglamentaria en el mundo de los negocios. Esto, y no otra cosa, es el gran tesoro a cuidar tras la defensa a ultranza del valor de la libertad que lleva aparejada una campaña de inoculación del miedo a cualquier gesto político que trate de recuperar algo de la capacidad de protección reglamentaria que se supone que ha de tener cualquier gobierno democrático. Porque si una democracia no es capaz de identificar y corregir las injusticias no es descabellado pensar que la ciudadanía empiece a albergar cierta desafección respecto de su régimen político. En un contexto así el populismo más radical y retrógrado puede encontrar su más propicio caldo de cultivo con el riesgo cierto de desencadenamiento de una imparable regresión histórica en términos éticos. El caso de Trump en los Estados Unidos de Norteamérica puede considerarse el más reciente experimento ofrecido por la historia que da pábulo el susodicho temor. Sin embargo, el remedio de los conservadores contra el fenómeno populista desestabilizador de las democracias es más de lo mismo que ya implantó el presidente Ronald Reagan, uno de los adalides políticos de la aludida revolución neoliberal, a saber: más rebajas fiscales para los ricos y las corporaciones, menos regulaciones, un papel del Estado aún más restringido.

Demasiada fe (sí, ciega, religiosa) en los mercados para solucionar todos nuestros problemas. En España tenemos ahora ejemplos candentes con la imparablemente creciente carestía de la electricidad, así como con la situación dramática del (in)cumplimiento del derecho constitucional a la vivienda (artículo 47) y también con el conflicto que ha supuesto la decisión de incrementar el salario mínimo interprofesional en la ridícula cantidad de 15 euros mensuales. En seguida, cuando el Gobierno ha apuntado a la toma de decisiones sobre esos asuntos el ataque ha sido unánime desde los sectores que se tienen a sí mismo por los únicos defensores de la libertad: este es un Gobierno intervencionista y radical que atenta contra un derecho fundamental –parece ser que el principal de todos desde esta perspectiva neoliberal– como el de la propiedad privada. Pero incluso este sacrosanto derecho está legítimamente sujeto a regulación legal, y así lo reconoce nuestra Constitución en su artículo 33.2 donde estipula: «La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes.» Claro, que nuestra carta magna es de 1978, y la neoliberal por entonces era una revolución incipiente. Aún en aquellos años todavía no había consumado su completo control ideológico.

De esto se trata en gran medida: de armonizar intereses particulares con el bien común. El gobierno, al menos en los regímenes que se tienen por democráticos, debe tener ésa entre sus funciones principales. De otra forma, ¿cómo hacer posible una convivencia pacífica en una sociedad si no garantiza unos mínimos de bienestar para toda la ciudadanía?

Lo hemos comprobado en este episodio inconcluso aún de la pandemia. Cuando se ha hecho visible esa tensión entre los intereses particulares y el bien común de la salud pública. Primero con el confinamiento decretado desde el Gobierno y todas las consabidas restricciones y posteriormente con la campaña masiva de vacunación. Siempre hay una minoría resistente al mandato del bien común que ahora se ha constituido en iglesia de la sacrosanta libertad. Para ellos todo sacrificio requerido en pro del bienestar de la mayoría es inaceptable si les supone un coste o una incomodidad. Desde sus púlpitos políticos, mediáticos y académicos se lanza una cruzada contra toda regulación con evidente éxito ideológico a juzgar por la timidez mostrada por quienes tienen el deber de defender el interés público. En el fondo de este conflicto subyace una cuestión que considero determinante a la hora de medir el grado de fortaleza o de debilidad de una democracia. Se trata de decidir si creemos que la democracia tiene un fundamento ético o no. Si de verdad lo creemos todo aquello que contribuya a diluirlo tendrá como efecto el debilitamiento de este sistema político que se supone debería ganar por sí solo el corazón de todos los miembros de las comunidades políticas del orbe entero. Es lo que profetizó Francis Fukuyama al inicio de la última década del siglo pasado cuando decretó el final de la historia tras el derrumbe del bloque comunista y la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Hoy por hoy no se puede decir que su profecía finisecular haya recibido la bendición de la historia. A juzgar por los hechos el horizonte del futuro inmediato de las democracias liberales se atisba sombrío.

Reconozcamos que la guerra ideológica entre la ética del bien común y la ética de los intereses particulares ha sido ganada en las últimas décadas por los adalides de la segunda. En buena medida merced al encumbramiento académico y político de una visión económica omnímoda que se ha identificado dogmáticamente con el discurso indiscutible de la ciencia. Sobre sus fundamentos se ha hecho del libre mercado toda una religión que, como toda religión, tiene un catecismo que rige implacable para el conjunto de sus fieles, pero no para aquellos que se hallan en lo más alto de su cúspide de poder. Esto es lo que explica que, en la práctica, nos encontremos ante un crecimiento de los oligopolios debido a la dejación de las funciones de control y regulación por parte del Estado.

Los papeles de Pandora revelan la corrupción (ética) intrínseca de este capitalismo global hipercomercializado, como lo llama el economista serbioestadounidense Branco Milanovic. En su libro, publicado el año pasado, titulado Capitalismo, nada más: el futuro del sistema que domina el mundo explica sus causas. La primera radica en su sistema de valores, el cual sitúa el lucro del tipo que sea como lo más importante. La segunda tiene que ver, precisamente, con la existencia de toda una batería de servicios, ya sea en países ricos ya en paraísos fiscales, que no buscan otra cosa que atraer a los ladrones de fondos de los países pobres o a los evasores de impuestos de los países ricos. La tercera se concreta en la legión de banqueros y abogados residentes en los países ricos que hacen negocio con las prácticas lesivas para el bien común, y que favorecen a los agentes y promotores inmobiliarios que ganan dinero con los extranjeros corruptos. Todos ellos actúan con impunidad pues encuentran no pocas complicidades entre los políticos, las universidades, las ONG y los laboratorios de ideas que participan en el blanqueo moral de dinero. Ni que decir tiene que Milanovic no es nada optimista respecto a la posibilidad de que la política tenga capacidad de corregir las perversiones éticas del capitalismo global, máxime cuando en ella reconoce abiertamente la hipocresía que tan bien representa el personaje del capitán Renault en Casablanca.

El offshoring es la quintaesencia de las prácticas que se recogen en los papeles de Pandora; un procedimiento que el capitalismo global financiero ha convertido en pura alquimia. Su práctica sistemática permite ocultar la parte más sustancial de las fortunas y, por ende, sus fuentes de procedencia, así como también se optimizan y se eluden las obligaciones fiscales. La mejor definición del offshoring nos la ofrecen los profesores Antonio Ariño y Juan Romero en su libro titulado La secesión de los ricos.Merece la pena citarla completa: el offshoring consiste en «un conjunto de prácticas, que crea un ecosistema global, mediante el que el movimiento de recursos, gentes, monedas, basuras, de un territorio nacional a otro se oculta total o parcialmente a la vista de la gente y de las autoridades mediante sistemas de pericia legal. El offshoring comporta desbordar las leyes, ir contra el espíritu de la ley o usar las leyes en una jurisdicción para socavar o eludir las leyes de otra». Su justificación moral se fundamenta en la crítica de las élites al Estado impositivo y fiscal que impide que uno pueda decidir libremente cómo y a quién reparte sus riquezas, por lo que no queda más alternativa que escapar y huir. Al mismo tiempo que el brazo político del capitalismo extractivo critica la intervención redistribuidora del Estado propone resolver la cuestión social como en la Edad Media, mediante el donativo. Estamos en la era de la plutonomía, del imperio de la economía del lujo, que funciona autónomamente como un sector separado del resto del campo económico. Hay quien incluso se plantea si no atravesamos una época de neofeudalismo en la que los señores feudales actuales viven tras las murallas de sus lujosas mansiones mientras crece el número de ciudadanos pobres que viven peor que sus padres.

Los paraísos fiscales son esenciales para hacerlo posible. Conforman una jurisdicción secreta con sus exclusivas prácticas económicas, donde cabe evadirse de la ley y hacer realidad el sueño del capitalismo libertario gracias al oficio de los profesionales de las finanzas y las leyes que liberan a las gentes más ricas del planeta no solo de sus obligaciones fiscales sino también de cualquier otra ley que consideren inconveniente.

Los papeles de Pandora vienen a ser la más reciente radiografía del cáncer que corroe la salud de la democracia, que es una delicada rareza histórica en verdad de la que disfrutan los países más ricos, en los que crece la percepción del reparto desigual de su riqueza. Pandora es el personaje femenino del mito de Prometeo. En él se nos relata que abrió una caja de la que salieron todos los males que asolan a la humanidad desde la noche de los tiempos. Con este nombre se ha querido identificar la filtración de documentos que ha expuesto a la luz pública una vez más –y no será la última– la enorme injusticia de nuestro sistema político-económico. Desconozco la razón por la que se consideró que periodísticamente los dichosos documentos debían llamarse así, pero sí estoy seguro de que en ellos, como en la caja de Pandora, se halla uno de los males más corrosivos para la democracia liberal: la pérdida de confianza en lo que promete. Cuando la distancia entre los discursos y los hechos se agranda el cinismo anida en los corazones de quienes los padecen.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.