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Los secundarios del MIR y las luchas actuales

Fuentes: Rebelión

Estábamos en 1973 y los estudiantes secundarios miristas de entre 15 y 18 años nos preparábamos para el debate sobre la Escuela Nacional Unificada, ENU. Simultáneamente, éramos parte de trabajos voluntarios en la comuna de Padre Hurtado durante los meses de enero y febrero; participábamos de la coyuntura electoral de marzo; nos manteníamos acuartelados en […]

Estábamos en 1973 y los estudiantes secundarios miristas de entre 15 y 18 años nos preparábamos para el debate sobre la Escuela Nacional Unificada, ENU. Simultáneamente, éramos parte de trabajos voluntarios en la comuna de Padre Hurtado durante los meses de enero y febrero; participábamos de la coyuntura electoral de marzo; nos manteníamos acuartelados en liceos «tomados», mientras impulsábamos la ofensiva propagandística «soldado, desobedece al oficial golpista«. Simultáneamente, integrábamos las asambleas del Poder Popular y el rechazo al tanquetazo del 29 de junio.

El caupolicanazo con Miguel en agosto, sería el último de los hitos importantes de ese ciclo. La vida se aceleraba y el golpe ya venía.

Allí estaría Mauricio Jorquera, con 18 años, un secundario en 4to medio del Instituto Nacional. El «chico Pedro» muy de uniforme escolar con esas chaquetas sin cuello y un chaleco de lana de color celeste. Él, era el mismo que poco antes del golpe sería herido a bala en el cuello por el grupo fascista Patria y Libertad, en Alameda frente a la casa central de la Universidad de Chile. Minutos más tarde, lo ingresábamos vivo a la Posta Central, desconociendo su verdadero nombre.

Luis Valenzuela, sería «Leonidas» en la interna. En 1972, había sido el candidato a presidente a la Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago, la FESES, por el Frente de Estudiantes Revolucionarios, el FER, que en nuestra nomenclatura correspondía a un «frente intermedio de masas» del MIR. Él usaba un chaquetón marino de cuello alto, repitiendo el modelo de Miguel Enríquez y la Comisión Política del MIR.

No lejos, estaba María Isabel Joui del Liceo 3 de Niñas y apenas 18 años. De nombre político «Maritza» que, con el pelo suelto y un bolso de lana colgado al hombro preparaba un informe político. O Jorge Herrera Cofre, de 17 años del Liceo San Luis de San Miguel, el «chico Antonio».

Cualquier secundario era capaz de subirse a una silla e improvisadamente referirse de manera consistente a cualquiera de los temas contingentes. Tras esas palabras habían muchas horas y madrugadas de lectura, y apasionantes discusiones. Por esos meses la novedad era la aparición por Ediciones El Rebelde de «La Insurrección Armada» de Neuberg.

Todo era muy contradictorio. Había un gobierno popular con Allende a la cabeza, pero la represión efectuada por las Fuerzas Armadas, a propósito de la Ley de Control de Armas en fábricas, poblaciones e incluso liceos, se enseñoreaba de la situación.

Un saco de dormir, un cepillo de dientes y un libro era el rápido equipaje de un secundario mirista, para esas noches ocupando los liceos y haciendo «guardia». Días que transcurrían, entre asambleas, reuniones, ollas comunes de tallarín con huevo y esos primeros amores, serios y graves, intensos y comprometidos.

Recuerdo un diálogo con el ministro de educación Aníbal Palma, «el pibe» en una sala del Liceo 8. Un ministro que llegó de noche a conversar con nosotros sobre la ENU y que sostuvo un dialogo inteligente sentado sobre la mesa del profesor, inimaginable en estos días, menos en un establecimiento «tomado».

En el Liceo Barros Borgoño, en la base del MIR, estaba Iván Olivares Coronel, «el Chucu». Un compañero de tez muy oscura que calzaba habitualmente gruesos bototos de seguridad, calzado de mineros muy habituales en esos tiempos.

El aprendizaje era múltiple y desbordaba las salas de clases. Trabajos voluntarios junto a campesinos de asentamientos donde fuera de conversar mucho sobre el momento político, aprendíamos a cosechar tomates y sandias, mientras nos protegíamos de los zancudos y saboreábamos ese delicioso chancho chino enlatado. Luego al retornar a Santiago, vendría la recreación visionando un ciclo de cine latinoamericano en el cine Bandera a precios mínimos y alcanzables.

Nuestras «armas» más habituales eran los linchakos y los bastones de coligues. En tanto, los revólveres y pistolas sólo las conoceríamos en apuradas instrucciones al interior de liceos o en instalaciones de faenas en construcciones.

El golpe nos parecía inexorable. Miguel lo diría en ese último aquelarre de los miristas en el teatro Caupolicán. Allí, estarían muchos de los futuros detenidos desaparecidos del 74 y 75 en los cuarteles de la DINA de Londres y Villa Grimaldi.

Vino el 11. El objetivo de ese día fue llegar a los lugares de reunión previamente acordados. No era fácil, varios anillos con tropas militares cercaban el centro de Santiago y los desvíos de la locomoción estaban por todos lados. Por Matucana avanzaban soldados en tenida de combate que además se identificaban con brazaletes blancos en sus brazos derechos, lo que nos hacía suponer que estaban divididos. Los veíamos avanzar desde calles interiores, mientras sacamos los químicos de la sala correspondiente del Liceo Amunátegui, porque pensábamos que nos podrían servir para lo que vendría. Eran ya las 11:00 y La Moneda sitiada muy pronto sería bombardeada.

Luego, vino lo que ya se sabe. Se guardaron o quemaron las banderas y los panfletos, se embarretinaron los libros, nos sacamos los bototos y rasuramos barbas y bigotes. Las compañeras se pusieron vestidos, en suma nos «normalizamos» como pudimos. La clandestinidad sería la próxima parada. Allí, comenzaría lo que hasta entonces era inimaginable; una dictadura terrorista que nos cobraría cada sueño y consigna. Así, pasaron a convertirse en detenidos desaparecidos: «Pedro» y «Leonidas», «la chica Maritza», «el Chuco» y «el Antonio» de Industriales.

Este es otro tiempo, pero en las marchas de hoy, parece que los viéramos voceando consignas a cada uno y a todos ellos, tan convencidos como hace casi 40 años.