«cuando a Medellín le da por llover es como cuando le da por matar, sin términos medios con todas las de la ley y a conciencia» Fernando Vallejo, La Virgen de los sicarios. [1] Medellín tuvo días azules. Bellos a pesar del aroma parroquial. Tanto costumbrismo pacato. Días de tradición conservadora. También tuvo […]
«cuando a Medellín le da por llover es como cuando le da por matar, sin términos medios con todas las de la ley y a conciencia» Fernando Vallejo, La Virgen de los sicarios. [1]
Medellín tuvo días azules. Bellos a pesar del aroma parroquial. Tanto costumbrismo pacato. Días de tradición conservadora. También tuvo -¿tiene?- días terribles, empañados, nublados. Medellín tuvo cinco mil asesinatos anuales, más de un centenar de iglesias y el metro más grande de Colombia. Cómo no, si es el único.
Girar de Los días azules, la descripción de una ciudad pueblerina donde la única perdición transitaba la calle Guayaquil, a La Virgen de los sicarios, representa el desmoronamiento de la sociedad paisa, cercada por comunas repletas de asesinos consumados o en potencia. Nadie mejor que Fernando Vallejo para escenificarlo; a la postre su supuesta iconoclastia encubre un conservador en estado puro, un monárquico sin Rey, encajando a la perfección en esa Antioquia de abolengos y señoras rezanderas que se fue a la mierda. Vallejo dejó una Medellín que apenas subía hasta Manrique y retornó al infierno de las motocicletas envenenadas.
Al principio imposible creer la relamida diatriba del autor, aquello de miserable escritor en primera persona que sólo sabe hablar de sí mismo. Se resiste uno a contemplar los hechos de esa novela como autobiográficos. ¿Vallejo cómplice y determinador de homicidios? ¿Amante de jóvenes asesinos que matan increíblemente, naturalmente, porque sí? ¿Vallejo consiguiéndole balas a su novio? Cuando la trama deriva al romance del escritor con el asesino de su primer amante, de su niño, su enamorado, la luz de sus ojos, cambia la conclusión: todo el relato tiene que ser verídico por completo, es necesario que sea preciso. Esta pluma demasiado inteligente, piensa uno, sería incapaz de forzar aquel delirio donde él narrador acaba acostándose con el matón de su primer enamorado. Un final de esos, de telenovela mexicana, sólo es posible si (y sólo si) el escritor lo experimentó en carne propia. Toda la narración del maldito es cierta, una desafortunada coincidencia. Incluye matanzas de taxistas, ataques de pistola o pasión, rabietas vallejianas exuberantes de odio, impulsos extraños de ternura. El clímax: Vallejo, un viejo descreído de la vida pero obsesionado con sus jovencitos delincuentes. El segundo mata al primero. Ahí se supone la tragedia del asunto.
Se nota que Vallejo recarga las páginas de crímenes exagerando una época de por si exagerada. ¿Un muchacho con cien asesinatos impunes? ¿Matar peatones por la calle sólo porque andan alborotados por la calle? Seguro que son posibilidades de esta Colombia hundida en sí misma, sin embargo son posibilidades obvias, de crónica judicial, de periodista mediocre, y empieza uno a dudar otra vez del escritor en primera persona que no falsea hechos ni se inventa ficciones. Ese Vallejo revolcándose en la sangre que ensució su vieja Medellín de curas y matronas es el más endeble que he leído. Lástima que sea el más famoso. Dio incluso para película.
La Virgen de los sicarios vale por la descripción íntima del fracaso de aquella tacita de plata, la capital de la montaña orgullo de nuestra cultura paisa. Vale por ser testimonio de los años más duros que tuvo Colombia en épocas recientes a través de una vivencia personal del sicariato. Será de lejos el gran relato sobre aquel fenómeno al combinar la pasión por la sangre con la pasión de un erotismo entre iguales, que de forma maravillosa, no incurre en tópicos. Acá Vallejo acierta. No es un erotismo sucio como el de tantos autores que abordan la homosexualidad con el cristal de los prejuicios. Por eso otra vez toca abandonar la duda y creerle al autor sus aventuras en la Medellín desquiciada. Importa acaso que exagere, si sigue siendo brillante y feroz, sublime y brutal.
Pero viene el final y con el final de nuevo la sospecha. Tres líneas de un estribillo vulgar rematan la narración emocionante. Sería sublime si el estribillo no fuera un mal chiste, una chanza mortífera que, otra vez, le cambia el sentido al texto, porque sólo a Fernando Vallejo se le ocurre finalizar una novela esencialmente trágica con una broma de mal gusto, como queriendo insinuar que no, que todo es una tomadura de pelo, que él nunca desvistió esos pistoleros ni durmió abrazado a sus cuerpos homicidas, que jamás fue en taxi a la comuna nororiental, que no celebró cuando su muchacho despachaba a bala una mujer embarazada. Vallejo es así de impredecible. Vallejo, el gran oxímoron antioqueño, aunque esto es redundancia.
@camilagroso
NOTAS:
[1] Fernando Vallejo, La Virgen de los sicarios, Alfaguara, Bogotá, 1998, pp. 88.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.