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Los silencios de Chávez

Fuentes: Rebelión

El líder bolivariano no tiene porque convertirse en blanco de los salivazos del provocador Juan Manuel Santos. Éste no es propiamente el más brillante de los Santos. En cierta forma, para que se entienda, es el «lento» de la casa . Pero en sus arranques primarios de imitar a su jefe, que disfruta el que […]

El líder bolivariano no tiene porque convertirse en blanco de los salivazos del provocador Juan Manuel Santos. Éste no es propiamente el más brillante de los Santos. En cierta forma, para que se entienda, es el «lento» de la casa . Pero en sus arranques primarios de imitar a su jefe, que disfruta el que las FARC le hayan facilitado dos periodos presidenciales y ve en ellas a un tercero, él puede encontrar en Chávez el músculo que lo lleve a buen sitio en la competencia presidencial interna. El prestigio y la sombra de un hombre como Chávez son factores multidinámicos; quitan y ponen. Su locuacidad y mutismo son combustibles demoledores. Están los ejemplos de Perú, México y recién de El Salvador. Sus pronunciamientos y silencios en todos los casos juegan en uno u otro sentido.

Santos sabe que el escupir a Caracas se lo celebran en Washington y le produce votos en Bogotá. A eso se va a dedicar a partir de Abril cuando deje el ministerio de Defensa y se lance al albur de reemplazar a su jefe. Está en su derecho, tanto como que el bobito del pueblo se cree dueño de la iglesia y la plaza. «No le digo imbécil, porque nunca hubiese entendido», recitó Facundo Cabral.

Cada vez que el dirigente venezolano menciona a Santos, éste sube puntos en las encuestas colombianas. El mindefensa no tiene otra estrategia que barruntar de la imagen de Chávez para hacerse un espacio en la contienda electoral que se avecina. Igual ocurre con Uribe; su monotemática obsesión con las FARC lo mantiene arriba. Su tercer mandato en línea lo garantiza el empate extremo. Las FARC no han sido derrotadas y el país formal está dispuesto a seguir secuestrado por la promesa Uribe de lograrlo. Santos no podría medrar de tal extravagancia, pero a cambio hará uso y abuso del vecindario. La estrategia es frágil porque si la provocación no encuentra respuesta al otro lado de la frontera Santos se desinfla.

Y, claro, Chávez se siente en la obligación de defender su patria, y eso se entiende, sólo, que de paso, es convertido en instrumento proselitista por la derecha colombiana. De todas maneras, los Estados, y es el caso del bolivariano, tienen muchos mecanismos para proteger su soberanía.

Pero además hay otro ingrediente; es la presión de esas capillas ortodoxas que ofician como logias en todas las naciones sin tener responsabilidad de administración pública alguna y que se enfermaron de oposición perenne. Esas confesiones radicalizadas que ya pintan canas piden pugnacidad verbal y reciedumbre en el discurso. Para ellas un paso atrás o al costado es entrega de principios.

Tengo la seguridad que si estas izquierdas hubieran tenido incidencia en Fidel del 59 no habrían aceptado el proceso gradual de los primeros años de la revolución. Es todo o nada. Y pues como nunca logran el todo siempre son dueñas de nada. Y administrar la nada permite todo tipo de exabruptos.

Lo mejor que le pasó a Fidel y a los barbudos fue entrar gloriosos con la escarapela del 26 de Julio a la Habana y no con el carné del militante instituido para decir no a todo. No tengo dudas de que si los ortodoxos de hoy hubiesen liderado la epopeya de la Sierra Maestra, la historia de la revolución cubana sería otra, y muy temprano los «hombres de negocios» de la vecindad, a 90 millas, hubieran vuelto a la rutina de garito de la isla.

Esa izquierda en Colombia, por ejemplo, no hubiera aceptado a Funes como candidato presidencial por el simple prurito de tener, este periodista, en su hoja de vida, el cargo de corresponsal de la CNN. De tal caletre está alimentada la doctrina principista.

Cuando el presidente Chávez mencionó alborozado en medio de sus ministros los nombres de Oscar Arnulfo Romero y Schafik Jorge Handal y celebró a su manera el triunfo del FMLN, antes ya, lo doy por cierto, había rastrillado sus dientes y en privado ensombrecido su gesto al escuchar de boca del recién elegido Funes, decir ante el mundo, que su gobierno privilegiará las relaciones con EE UU antes que alinearse con Venezuela. Pero el Chávez de ahora es un hombre que ha aprendido, que ha evolucionado, que revisa; sólo los dogmáticos creen que la exploración es un pecado capital. El Salvador no es Venezuela. El pulgarcito de América tiene la tercera parte de su población radicada en EE UU. Y buena parte de sus ingresos está atada a las remesas.

El Chávez de ahora hizo un manejo impecable en la campaña salvadoreña. Cuanto hubiera dado la derecha arenera porque Chávez hiciera eco de la provocación constante. El silencio de Chávez es el único dueño de esos 2 puntos y medio que Funes le sacó al policía Ávila. Y lo digo de un hombre que vale por lo que dice, pero que ahora también cotiza en bolsa lo que calla. Es el valor agregado de un líder en permanente crecimiento. Él sabe que en El Salvador hay miles de corazones silenciosos que palpitan agradecidos.

Chávez rectifica. Así como pidió un minuto de silencio en memoria de «Raúl Reyes», que le salió espontáneo del rincón fraterno del luchador de trinchera, también fue contundente al condenar el secuestro y la inutilidad de las armas por fuera del Estado. El mismo Fidel lo dijo hace ya varios lustros. Pero esas máximas de ruptura no son escuchadas con el mismo fervor. La izquierda auténtica tiene oídos selectivos.

No se cómo las FARC mastiquen la hazaña que acaba de lograr el FMLN. Y cómo reciban los primeros anuncios, pero lo hecho por la insurgencia salvadoreña devenida en partido político es obra de filigrana, paciencia y realismo.

De puros está asfaltado el fracaso del socialismo real. Pol Pot ordenó cegar la vida de cerca de 2 millones de camboyanos que con su silencio elocuente humillaron a sus verdugos. Henver Houxa, batiendo el incensario del dogma, instaló en plena Europa un Haití albanés. Stalin el más distinguido de los irreductibles no solo inundó de gulags la anchurosa estepa soviética pincelada por Tolstoi y Gorki sino que pasó por las armas a la dirigencia que lo superaba en inteligencia y sacrificio, y, a centenares de miles de cerebros lúcidos los arreó hacia el suicidio, induciéndoles, como política de Estado, la muerte piadosa. ¿Son esas las expresiones de libertad y humanismo de que están tallados los cimientos del socialismo?

Esa izquierda, que en 100 años nunca superó el 5 por ciento de la participación electoral en toda América Latina, y que no cuenta con un solo proceso coronado con éxito, es la que aún cuestiona, señala, proscribe, expulsa y lamenta la ausencia de paredón en muchos rincones de nuestros países. Tampoco ofreció réditos con el uso de las armas. Los sorprendentes avances de los reformistas de hoy, que tienen réplicas en todas partes, se han logrado no por la izquierda clasista sino a pesar de ella. En el fondo tal divisa es un embuste; su mejor símil es la bicicleta estática de los gimnasios: Pedalea a mil revoluciones por minuto sin moverse un centímetro, pero eso sí, sin conciliar doctrina.

Se que esta palabras merecerán todo tipo de amonestaciones y encontrarán oídos ofendidos pero las dice un observador que valora como un avance incuestionable lo que ocurre desde la inexplicable concertación chilena, las dudas kishneristas de Argentina, las contradicciones frenteamplistas del Uruguay, el milagro de sotana del Paraguay, el billar a tres bandas de Lula en el Brasil, la humildad cocalera de Evo en Bolivia, las camisas bordadas de Correa en el Ecuador sin corbata, ese altar paradigmático que atracó en medio del Caribe mirando insolente hacia La Florida, el regreso no bien enmendado del sandinismo en la tierra de Darío, el equilibrio de trapecio de los hijos de Farabundo salvadoreño y ese inagotable repertorio de audacias del chavismo. No es poca cosa haber desmontado la brutalidad de Pinochet formateada por la CIA, afeitarle las patillas de capo arruinado a Menem, trapear las babas de Sanguinetti, desprenderle los remiendos a los manteles colorados de sangre dejados por Strossner, evidenciar los bolsillos rotos de Cardozo en pleno sambódromo, derrumbar el naipe golpista de los chafarotes bolivianos, desmalezar la finca bananera ecuatoriana, instalar una revolución clásica bajo la égida de Martí sin pedir permiso, derrotar primero con las armas y luego con los votos a los Somoza, reivindicar en las urnas la frente limpia de Romero y la voz adolorida de Roque Dalton, y poner ante el continente y el mundo el brazo en alto de un barinés.

Pero eso no les parece suficiente a los radicales, incluso muchos lo objetan. Prefirieron descartar a López Obrador y con sus votos «incólumes» permitir el triunfo de Vicente Calderón; son los mismos que en Colombia admiten un tercer mandato de la caverna uribista antes que morigerar ligeramente el catecismo. A Chávez en un principio lo miraron con desconfianza por provenir su escudo de las filas militares. Salir del inmovilismo y pensar con realismo es para ellos una flaqueza, una traición, una vacilación sospechosa. Es triste decirlo, pero mejores aliados para esa derecha blanca y rezandera que tortura sus nalgas con el bronce del Opus Dei, que esa izquierda fundamentalista y monástica, no se encontrarán jamás. Esa izquierda radical que se niega a interlocutar con las masas urbanas es la que deja todo el espacio libre para que una cometa como lo es Juan Manuel Santos se vuelva objeto rutilante.

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