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Los tres grandes sueños del paisa Óscar Montero

Fuentes: Semanario Voz

Jamás pudo sacarse de la cabeza el llanto de hombres apaleados salvajemente por la guardia en las prisiones, quizás la muestra más evidente de la injusticia y la indolencia que dominan a Colombia. El conflicto interno colombiano puede ser comparado con una erupción volcánica. La violenta explosión de gases, rocas, tierra y lava hirvientes es […]

Jamás pudo sacarse de la cabeza el llanto de hombres apaleados salvajemente por la guardia en las prisiones, quizás la muestra más evidente de la injusticia y la indolencia que dominan a Colombia.

El conflicto interno colombiano puede ser comparado con una erupción volcánica. La violenta explosión de gases, rocas, tierra y lava hirvientes es apenas la grieta de escape que encuentran poderosas fuerzas agitadas y enfrentadas en lo más profundo del subsuelo.

Para los sectores dominantes, que además sólo reparan en algunos efectos del accionar insurgente, lo único que existe es la inconcebible expulsión de materias ardientes, sin ninguna causa subyacente. Por eso, aun la Mesa de La Habana, su inclinación ha sido siempre a someter, a apagar el fuego del modo que sea, y nada más. Lo que cuenta para el bando que las enfrenta, es el reconocimiento de la tempestad interna. Para éste el énfasis se halla en la solución de al menos las más graves contradicciones e injusticias latentes bajo el supuesto orden.

Es por eso que las visiones de la realidad de los de arriba y los de abajo difieren radicalmente. Los primeros sólo ven su mundo de privilegios y comodidades, les preocupa en qué lugar pasarán las próximas vacaciones o la universidad del exterior en la que matricularán a sus hijos. Cualquier cosa que atente contra su tranquilidad es un horror. Y no dudan en calificar de monstruos a quienes les parezcan responsables. Y en desear aplastarlos como a cucarachas.

Desconocen que existe otro país, con gente completamente distinta a ellos, que vive y sobrevive en interminables dramas. Y que en ese país suceden a diario millones de historias, protagonizadas por mujeres y hombres, niñas y niños cuyos destinos obedecen en gran medida a las decisiones que ellos, los todopoderosos y pulcros señores de la alta sociedad, tomaron de prisa un día.

Este relato no es más que un ligero vistazo a una de ellas. Las cosas generalmente no son como parecen, indagar en ellas y comprender es mucho más útil que disparar y calumniar como poseídos. Si al menos eso quedara del proceso de La Habana, ya en Colombia habríamos dado un enorme paso adelante. Esperemos que así sea.

El primero: ser marinero y viajar por todo el mundo en un barco mercante

Si vamos a hablar de sueños, deberíamos comenzar por el de estudiar, el de adquirir muchos conocimientos, superarse intelectualmente y destacarse en el futuro como un profesional y hombre de trabajo. Pero este, al menos en su modo formal, en un colegio y luego en una universidad, fue en realidad el primero de todos en frustrarse. Con enorme amargura, Óscar debió entonces empeñarse en los otros, en diferentes ilusiones que aparecieron con el tiempo en sus años de infancia y adolescencia.

Su familia era muy pobre y en busca de un futuro mejor decidió mudarse de Remedios, el municipio en el que Óscar vino al mundo, a Medellín, la capital del departamento, en donde su padre comenzó a trabajar como un empleado de muy bajo rango en las empresas públicas. Óscar tenía dos o tres años cuando aquello ocurrió, a mediados de los años sesenta, por eso no recuerda nada de su vida en el nordeste antioqueño. En cambio jamás se olvidaría de las necesidades que pasaban en su humilde vivienda en un barrio popular de Medellín.

Eran cuatro hermanos, que junto con sus padres habitaban en una pequeñísima casa, por la que el pago del impuesto predial representaba cada año una enorme dificultad a su padre. Este era militante del partido conservador, gracias a lo cual había conseguido el puesto que desempeñaba, y que lo ataba a una lealtad política que le resultaba cada día más difícil de comprender. Nada le indicaba que su crítica situación económica pudiera cambiar y eso lo hacía inconforme, aunque no supiera qué le correspondía hacer.

Al igual que para tantos otros niños, aquella situación representaba para Óscar la normalidad del mundo. Crecía y estudiaba, jugaba en el barrio con los vecinos y con ellos conocía cada vez más una ciudad que le parecía inmensa. Uno de ellos, un poco mayor, se marchó un buen día a aventurar, y cuando apareció de nuevo deleitaba a sus amigos con sus historias de marinería. Trabajaba en una empresa mercante y viajaba en barco por muchos lugares. Sus relatos fascinaron a Óscar, quien pronto empezó a soñar con lograr lo mismo un día. Pero le parecía imposible, la Escuela Naval de Cartagena le resultaba inalcanzable y el mar se hallaba demasiado lejos.

Entonces sucedió un hecho que marcaría su vida. Al terminar su tercer año de secundaria perdió la materia de biología. Habilitó y rehabilitó cuantas veces fue necesario, preparándose lo mejor que pudo cada vez, pero su profesor se mostró siempre implacable. Aquello le costó perder el año lectivo, quizás la mayor humillación que hubiera tenido que soportar en su vida.

El hecho implicaba también su salida del colegio, la búsqueda de uno nuevo, la obligación de repetir el año escolar. No podía presentarse ante su padre con semejante noticia. Conocía mejor que nadie el sacrificio que este hacía para pagar el estudio a sus hijos. Él mismo jamás supo lo que era una mesada, un dinero para comprar alguna golosina en el recreo. Escasamente podían darle para pagar el bus hasta el colegio. Después de tantas privaciones, la pérdida del año equivalía a una grave derrota para toda su familia.

De cuclillas en un rincón del tercer piso del colegio, Óscar lloró aquel día con una tristeza infinita. Y fue de allí donde nació la decisión de marcharse de la casa para ver en adelante por sí mismo. Libraría a su familia de la carga que representaba sostenerlo y encontraría su propio modo de vivir. Pero antes tuvo que pasar por otro trago amargo. Su madre lo halló empacando su ropa en una caja de cartón y al enterarse de su propósito le rogó en todas las formas posibles que desistiera de él.

Jamás olvidaría Óscar el llanto adolorido de su madre a fin de conmoverlo. La viejita, tan linda, le prometió incluso regalarle una bicicleta para que no se fuera. Esa había sido siempre su gran ilusión. Pero nunca había habido dinero para ello. Óscar sabía que ella no tenía con qué comprársela, aunque conociendo de su talento antioqueño, no dudó un instante en que se la conseguiría. Se endeudaría, la pagaría a plazos, lo que fuera. Pero no podía aceptarlo, no creía tener derecho a ello. Allí la dejó, llorando amargamente en la puerta de la casa.

Como era apenas de esperarse su primer destino fue el mar. Así que llegó a Santa Marta con todo el cuerpo empolvado en el vagón de un tren. Para esa época el después narcotraficante Pablo Escobar se dedicaba en Medellín a robar carros, lo cual derrumba de un soplo la leyenda difundida por las autoridades y la gran prensa, según la cual Óscar sirvió como sicario en sus bandas criminales. Ni siquiera existía aún el fenómeno mafioso que explotaría con toda su fuerza en los años ochenta. Eso sólo lo conocería Óscar años después, estando ya en un bando completamente contrario, las FARC, algo de lo que podemos hablar más adelante.

En la costa aprendería rápidamente Óscar que en cualquier otro lugar del mundo que no sea el departamento de Antioquia, sus naturales son llamados paisas por todos. Así que el muchacho de escasos catorce o quince años que comenzó a rebuscarse la vida, como tantos otros colombianos que viven una suerte semejante, tuvo que resignarse a que en el lugar de su nombre siempre figurara su gentilicio. De fácil conversación y con su simpatía de púber no le fue difícil conseguir uno u otro trabajo. Subir y bajar carga a vehículos, lavarlos, ayudar en ventas callejeras, lo importante era conseguirse la comida y la dormida cada día.

Así llegó después a Barranquilla. Uno de sus primeros descubrimientos fue la predilección de los costeños por el banano verde, al que llaman guineo y consumen preparado de diversas formas. Existen puestos callejeros de venta de patacones, que no son otra cosa que el guineo verde aplastado y frito. Trabajó pelando guineos en uno de ellos, situado en una esquina del paseo Bolívar.

Una mañana vio cuadrarse un bus de transporte intermunicipal cerca al puesto y observó que sus ocupantes, todos muchachos de aspecto escolar, una vez descendían se aprestaban a aproximarse al puesto donde él servía. En un segundo descubrió que se trataba de una excursión de sus compañeros de colegio de Medellín. De inmediato dejó su trabajo abandonado y emprendió carrera en sentido opuesto, dando toda la vuelta al paseo. Sintió vergüenza de que lo vieran allí, en las condiciones en que se hallaba.

En algún momento de su rebusque en Barranquilla creyó encontrar su mayor sueño. Un grupo de marineros jóvenes, sonrientes, fuertes como toros pasó por frente al lugar donde él laboraba. Sin pensarlo dos veces fue tras ellos, y a la primera oportunidad se les acercó con una propuesta que los dejó atónitos. Quería que lo llevaran con él, a su barco, trabajaría en lo que fuera. Podía lavar platos, pisos o ropa, cocinar, cargar y descargar cajas, lo que dijeran, lo importante para él era iniciarse en la vida de mar. Los marinos se mostraron curiosos en un comienzo, pero pronto le dijeron que no. Aquello sólo le produjo el afán de insistir. Ya no se les despegó y los seguía por todas partes con la misma súplica. Hasta que se irritaron con él porque les pareció sospechoso. Y lo dejaron plantado de modo categórico en medio de la calle. Ese día supo Óscar que el primero de sus sueños se había desvanecido.

El segundo: si no podía ser marinero, al menos conseguiría mucho dinero

Óscar conservaba el recuerdo de su padre como el de un hombre que pese a su pobreza, siempre fue honesto y recto en todas sus actuaciones. No había conocido en su casa ejemplos de vida desordenada o de algún modo viciosa. Cualquier centavo ganado con el trabajo había que emplearlo del modo más cuidadoso, sin dilapidar nunca el menor recurso. Siempre había la esperanza de mejorar con el tiempo. Así que cuando tuvo claro que no sería marinero, se dijo que procuraría ahorrar y hacerse a algún capital para tener su propio negocio y progresar. Para ello sería necesario buscar una actividad productiva y aprovechar la ocasión.

Comenzó a trabajar en un restaurante a la espera de su oportunidad. Lavaba platos, fregaba pisos y hasta ayudaba a atender. Un día un cliente que dijo ser de Pereira, y a quien llamó la atención su acento paisa, entabló con él una conversación amigable. Tras preguntarle cuánto le pagaban y por qué se resignaba a ganar tan poco, lo convidó a irse con él a coger café en la Sierra Nevada de Santa Marta. Era cosecha y había trabajo para todos. Según el rendimiento, podía ganarse mucho dinero. Él le enseñaría cómo coger el café, una labor manual nada difícil, pero que como todo tenía su arte.

Por primera vez Óscar trocó su vida citadina por el ambiente del campo. Primero fueron a Fundación, y ascendieron al filo de Santa Clara, en un clima tan delicioso que le recordó a Medellín. La vista del paisaje era hermosísima, filos inmensos, verdaderas cordilleras separadas casi todas por corrientes caudalosas de aguas que descendían de una corona de nevados que se distinguía a la distancia. Pese a las instrucciones de su consejero, no le fue fácil aprender la cogida del café. Sus manos de ciudad carecían de habilidades y su rendimiento era muy bajo. Por ello el dueño de la finca ofreció pagarle un sueldo fijo y que se ocupara más bien en aprontar y picar la leña para la estufa de la cocina. Tampoco sabía manejar un hacha, pero le resultó más fácil aprender.

Pero veía claro que coger café era de verdad un trabajo jugoso. De finca en finca, trabajando aquí o allá, Oscar terminó siendo de los mejores cogedores de café y por primera vez disfrutó de una situación económica solvente. No era hombre de derrochar el dinero conseguido, pero procuraba vivir bien. Estuvo del lado de arriba de Santa Marta, de Ciénaga, en San Pedro de la Sierra, hasta en las profundidades de una región que llamaban La Reserva. En su andar conoció de una actividad aún más rentable. Coger marihuana. En las partes más altas de la sierra había enormes cultivos de esa planta, y siempre estaban necesitando trabajadores. Si cogiendo café podían ganarse cien pesos, en el mismo tiempo, cogiendo marihuana, se ganaban quinientos. No era difícil elegir.

Los empresarios de la marihuana, llamados marimberos en el lenguaje popular, sabían organizar la producción con verdadero sentido comercial. Contrataban obreros para cada una de las etapas del negocio. Y el único requisito aparte del rendimiento era el secreto que debían mantener sus trabajadores. La actividad era ilegal, y ya había agentes norteamericanos dirigiendo en el país la lucha contra el cultivo y la comercialización de la hierba. Había cuerpos especializados de la Policía para su persecución. Por eso los jornales que se pagaban eran altos. Aparte de la cogida de la marihuana había otros trabajos, como el transporte de sus bultos a los puertos de embarque.

Por este se pagaba mucho más. Los enclaves se hallaban en los sitios más alejados de la población rural, y la necesidad de mantenerlos clandestinos incidía seguramente en que hasta allá no entraran animales de carga. Se accedía hasta ellos por picas abiertas entre la montaña, por las que apenas podían transitar hombres a pie. La carga se sacaba a la espalda de trabajadores, en bultos de cuatro arrobas. Las marchas consumían muchas horas y había que ser verdaderamente fuerte para soportarlas. A Óscar le resultaba casi imposible aquello, pero lo hacía con auténtico sacrificio puesto que los mil quinientos pesos pagados por viaje eran mucho dinero. Por suerte, su juventud y su carácter amigable siempre le generaron simpatías y los demás solían solidarizarse, escogiendo para él los bultos más livianos y a veces esperándolo si se retrasaba. Había quienes eran capaces de hacer dos viajes seguidos, una verdadera proeza a los ojos de Óscar.

Desde cierto punto en adelante la carga podían bajarla en bestias. Óscar también se desempeñó como ayudante de arriería, otro trabajo que pagaban bien. Desde las partes más altas de la sierra la carga llegaba hasta el mar. Por los lados de Santa Marta la ruta conducía a un sitio delante de Don Diego, donde cruzaban la llamada carretera negra y seguían hasta el propio embarcadero por entre inmensos terrenos planos sembrados con palmas. Un bongo, embarcación grande de madera, esperaba la carga para trasladarla a los barcos que esperaban más afuera. Acomodar la carga en él era otra fuente de trabajo por la que se pagaba bien.

Para alguien que pensara en progresar sin necesidad de matarse tanto, resultaba atractiva la posibilidad de alquilar un buen terreno para sembrarlo con marihuana y vender luego la producción a los marimberos. Lo más que tendrían que hacer era entenderse con los cogedores cuando la cosecha. Óscar y otro par de muchachos como él, acordaron poner sus ahorros en ello, con miras a reproducirlos. Fue toda una ilusión invertir el producto de tanto trabajo en su nuevo sueño. Esperaban ganar mucho dinero, para luego arrendar un terreno mayor y seguir creciendo. Pero todo acabó cuando vino la avioneta de fumigación y redujo a cenizas sus esperanzas. Entonces tuvo claro que en definitiva ese tampoco iba a ser su destino.

El tercero: ser guerrillero y derrotar la oligarquía

En su trabajo como ayudante de arriería, Óscar tuvo oportunidad de conocer a un arriero con muchas mulas que llegó en busca de trabajo a la vertiente norte de la sierra. En una conversación con él, el hombre le comentó que había salido huyendo del Guaviare, más exactamente de una región muy lejana en donde había un sitio llamado Calamar.

La zona era buena, había mucho trabajo porque los colonos se dedicaban al cultivo de la mata de coca. Pero también había guerrillas, y eran ellas las que lo habían aburrido. Siempre encontraban un pretexto para presentarse y pedirle que les prestara varias mulas, asunto que a él lo afectaba económicamente pues le representaba pérdidas. Había oído de la Sierra Nevada y los cultivos de marihuana y había optado por emigrar a ella. Por fortuna ahí no había guerrillas.

A Óscar le interesó de inmediato el tema de las guerrillas y quiso saber más sobre ellas. No fue mucho lo que obtuvo del hombre, salvo que se trataba de un grupo llamado FARC. Le dijo que si quería conocer podía viajar allá. No había sino que llegar a Villavicencio, desde Bogotá, y luego en un bus de La Macarena hasta San José del Guaviare. La vía era pésima, pero se conseguía. Ahí podría conseguir tractores y zorros que llevaban carga hasta Calamar. Allá un obrero ganaba mucho más dinero cogiendo hoja de coca, que el que se ganaba en la sierra con la marihuana. El comercio de la hoja era un buen negocio. En esos territorios iba a encontrar mucha guerrilla.

Por qué lo seducía el asunto de las guerrillas, del que poco o nada conocía, era algo que ni siquiera para él estaba claro. Pero desde cuando llegó a la Sierra Nevada tenía intención de conocerlas. En alguna parte había oído nombrar al ELN, Ejército de Liberación Nacional, y quería encontrarse con alguien de esa organización. Pero para entonces las guerrillas no habían hecho aparición en la Sierra Nevada. Quizás su inclinación se remontaba a los años de colegio en Medellín.

Había conocido un compañero en el colegio, que debía pertenecer a algo que nunca quiso mencionar a los demás, pero quien insistió siempre en insuflarles conciencia política. Recordaba haberle visto libros de Mao Tse Tung, de los que leía y explicaba frases a sus compañeros. También les hablaba de la necesidad de organizarse y luchar para alcanzar el poder mediante una revolución. Pero lo mejor era que los convidaba siempre a la acción. A sumarse a los paros y protestas de manera combativa, enfrentando con piedras a la policía y la tropa. Fue por él que Óscar comenzó a acompañar las protestas en el Colegio Pascual Bravo y otros. Y a lanzarles sus primeros proyectiles a las autoridades uniformadas. Eso sucedía a escondidas de sus padres.

También recordaba algo particular en su casa. Su padre era conservador y votaba por ese partido, pero también era miembro del sindicato de las empresas departamentales. Y se sumaba a las protestas por mejorar sus salarios y condiciones de trabajo. Había un dirigente sindical que se llamaba Luis Carlos Cárdenas, de gran reputación entre los trabajadores. Para el padre de Óscar era un auténtico ídolo. Un hombre alto y bueno que llegaba a casa y saludaba con singular cariño a toda la familia, antes de sentarse en un rincón a conversar en voz baja con él. Óscar siempre se preguntó por qué hablarían siempre en susurros, como si maduraran en secreto algún proyecto misterioso.

Un día llegó la noticia de que Luis Carlos había sido asesinado en Medellín. Óscar observó la tristeza que el hecho originó en su padre. Para él fue sorprendente verlo llorar como un niño, absolutamente dominado por el dolor. Días después lo vio llegar a su casa con un calendario pequeño que procedió a ubicar bajo el vidrio de la mesa que usaba como escritorio. Siempre lo intrigó su contenido. A un lado tenía la fotografía de Luis Carlos y al otro la del Che Guevara. Unos días después escuchó de labios de su padre, en medio de la amargura que lo consumía, una expresión que no olvidaría nunca, Quisiera tener la oportunidad de poner en el paredón a dos miembros de la oligarquía colombiana, para fusilarlos con el mayor gusto.

Atraído por la irresistible voz que lo llamaba en silencio, Óscar voló de Barranquilla a Bogotá en un avión de Avianca. De la capital tomó un bus a Villavicencio y luego el de La Macarena que lo condujo a San José del Guaviare. Una vez allí se percató de que sus fondos estaban agotados por completo. Caminó hasta el puerto, donde vio bajar grandes cargas de distintas embarcaciones. El tamaño del río le produjo una enorme impresión. Sabía trabajar en cualquier cosa y no vaciló para acercarse a ofrecer sus servicios. Un rato después trabajaba por primera vez allí, bajando bultos y cajas a tierra. Con su primera carga entró a un restaurante y comió un almuerzo abundante. No le preocupaba nada, contaba con trabajo y suficiente dinero para sus gastos.

Un par de días después, mientras desempeñaba su labor en el puerto, vio aproximarse a él un tractor que arrastraba un zorro. Se acercó a su encargado y le preguntó cuál era su destino. Venía por una carga para llevar a Calamar. Sin pensarlo dos veces le pidió el favor de llevarlo con él. Podía ayudarle a cargar el zorro y servirle durante el viaje para lo que se le pudiera ofrecer. El hombre sólo le hizo el reparo de que no tendría cómo llevarlo, a no ser que viajara en el zorro, montado sobre la carga, con evidente incomodidad.

Óscar no vio problema en ello, aunque nunca olvidaría aquel viaje porque fueron cuatro días con sus noches enfrentando toda clase de percances. El terreno era plano, pero las dificultades de la selva sucedían una tras otra. Una vez en Calamar, pese a llegar cansado y maltratado por la dura experiencia, una avalancha de hombres se halló tras él ofreciéndole engancharlo en una u otra finca como recogedor de hoja de coca. Era cierto, había trabajo para cualquiera, y la paga que ofrecían era altamente estimulante. A los pocos días era ya un buen recogedor de hoja.

Cualquier mañana de esas se topó en la finca de frente con tres guerrilleros. Su jefe se llamaba Juvenal, y a él se dirigió Óscar para pedirle el ingreso a filas como si fuera otro trabajo más de los de la región. Para su sorpresa, el guerrillero no se mostró interesado en absoluto. Primero lo bombardeó con toda clase de preguntas acerca de su pasado y origen. Y luego le dijo que lo pensara bien, que trabajara otros seis meses por ahí, y que si después de eso todavía pensaba igual podría recogerlo. Antes no. Por increíble que pudiera parecer, fueron varios los episodios semejantes por los que pasó cada vez que encontró una comisión de las FARC y pidió ingreso.

Trabajaba toda la semana recogiendo hoja y como los demás obreros, los sábados y domingos salía a Calamar a descansar y divertirse. Para alguien como él, joven y buen conversador, no resultó difícil entablar amistad con muchos de sus pobladores. Pronto percibió el vínculo permanente que uno de ellos sostenía con el Primer Frente de las FARC. Les conseguía cosas y los aprovisionaba, parecía tener excelentes relaciones con ellos. Se propuso ganar su confianza, y un día se resolvió a hablarle de sus propósitos de ingresar a filas. Para su sorpresa, el hombre estaba enterado de todo, y le dijo que cualquier día de estos iba a presentárselo al Comandante del Frente.

Y así ocurrió. El mando se llamaba Arnulfo y fue la primera persona en explicarle en qué consistía la guerrilla, por qué luchaba y qué era lo que se proponía. En una paciente explicación, lo puso en conocimiento de los reglamentos de la organización, de su disciplina y de su seriedad. Tenía que pensarlo bien, el movimiento no tenía el menor interés en llevar problemas a sus filas. Óscar no puso reparos, sentía que estaba a punto de realizar el último de sus sueños. Cuando Arnulfo le preguntó si podía acompañarlo de una vez, Óscar le dijo que sí. Llevaba su equipaje en un costal de fibra, una hamaca grande y varias mudas de ropa, lo único que se necesitaba por allí.

Arnulfo lo observó con curiosidad y luego le dijo que no le haría falta. En adelante todo se lo daría el movimiento. En el campamento Óscar preguntó cuándo tendría un arma. Le dijeron que esperara, no había aún para todos y las iban dotando a medida que llegaban. A los pocos días pidió hablar con Arnulfo para hacerle una propuesta. En su trabajo había viajado a varias poblaciones de la región. Conocía La Libertad y El Retorno. En su opinión no era difícil quitarle su arma de dotación a unos policías. Si le daban la oportunidad, él iría a conseguirse una carabina. Arnulfo le dijo que debía esperar siquiera a hacer su curso básico, después verían.

Durante varios meses Arnulfo tuvo que soportar la insistencia de Óscar con su tema. Hasta que un día decidió enviarlo con otro guerrillero a El Retorno. Cada uno llevó una pistola pequeña. Óscar ya había estado allá y sabía que el sitio preferido de los policías era la zona de tolerancia. Allá se la pasaban, rebuscando plata con los visitantes por cualquier motivo. Óscar sugirió a su compañero recorrer el lugar a fin de explorar la mejor vía de escape. Cuando lo hacían descubrieron un par de policías dedicados a su labor cotidiana de extorsión. Se los veía completamente confiados. No lo pensó dos veces para proponerle a su acompañante que hicieran el trabajo de una vez.

Se aproximaron por la espalda a los agentes, que dialogaban entretenidos con algunas mujeres. El par de policías sólo se percató del asunto cuando se vieron encañonados en la sien por las pistolas. Entregaron sus armas sin la menor resistencia, mientras suplicaban asustados que no los fueran a matar. Hablaban de sus hijos, de sus esposas, de sus madres. También se quitaron y entregaron sus reatas con el parque. El regreso triunfal de Óscar con dos carabinas casi nuevas recuperadas a la Policía sin hacer un solo disparo, constituyó una verdadera fiesta.

La osadía de su acción le valió para que un tiempo después fuera escogido para hacer parte de una estructura de las FARC que tenía como misión el trabajo urbano en todo el país. En eso se le pasó casi toda la década de los ochenta. Desde su ingreso a las FARC, quizás apenas a los diecisiete, han trascurrido casi treinta y seis años, tiempo durante el cual pasó de guerrillero de base a miembro del Estado Mayor Central de la organización. Fue en las FARC en donde se hizo comunista y aprendió el oficio de revolucionario integral. Nunca una conducta suya fue reprochada por violar las normas de la organización o haberse saltado la subordinación debida a los organismos superiores de dirección. Todo cuanto se afirma en contrario es completamente falso.

Quizás alguna vez haya el espacio para relatar con fidelidad su vida de combatiente. Aunque es obvio que a él no le gusta hacer ostentación de su historia, que al fin y al cabo es tan solo una parte de la historia completa de la formidable organización que son las FARC. Sólo para terminar contaré de prisa algunas cosas. Como el doloroso drama de su hermano, capturado en Cali por los servicios de inteligencia, golpeado, lacerado y torturado salvajemente por ellos antes de propinarle dos disparos y abandonar su cadáver.

Pese a su conocimiento de que el joven muchacho no tenía nada que ver con las FARC, lo mataron para enviarle el mensaje a Óscar de lo que le esperaba por su lucha. Con el coraje que siempre lo ha caracterizado, él mismo se presentó a la morgue a reclamar su cadáver, algo que jamás imaginaron sus cobardes enemigos. Cuidó de que en la funeraria compusieran lo mejor que se pudiera su cuerpo, para que cuando su madre lo viera no sufriera más al descubrir las quemaduras en su rostro, las cortaduras bajo sus brazos y las demás huellas de los horrores que le practicaron. Aún lo acompañan el llanto y el dolor de su familia.

Versiones policiales o militares difundidas por la gran prensa, dan cuenta de que su ingreso a filas se produjo tras su estadía en la cárcel después de verse vuelto envuelto en el escándalo de las armas decomisadas en Jamaica en el año 89. Para entonces Óscar completaba nueve o diez años en las FARC, la mayoría en trabajo urbano, en donde se aprende so pena de morir a manos del enemigo, que existen unas normas inviolables de seguridad.

Eso necesariamente imprime un talante conspirativo al combatiente, de acuerdo con el cual entre menos se sepa de él, más oportunidades tiene de vivir y trabajar por la revolución. Óscar aprendió a permanecer en la sombra y está seguro de que por eso pudo sobrevivir hasta llegar a La Habana. No se trata de decisiones malignas como difunden sus enemigos, sino de la más elemental disciplina revolucionaria. En cuanto a lo de las armas de Jamaica, bastó con que Óscar y su compañero detenidos se enteraran de que Jacobo Arenas había definido la denuncia contra las FARC como un novelón, para saber que lo que les correspondía era negarlo todo e inventar un cuento.

Y así lo hicieron pese a las crueles torturas que les practicaron en el exterior y una vez fueron traídos a Colombia. Fue precisamente esa actitud la que indujo a la duda a las mismas autoridades encargadas de la investigación. Al fin y al cabo la sorprendente juventud de Óscar y su inconfundible acento de Medellín también podía indicar que Pablo Escobar estuviera involucrado. De allí nacerían diversas leyendas. Pese a todo, ni las autoridades judiciales tuvieron nunca claro a qué organización pertenecía Óscar. Gracias a ello, tres años después consiguió que lo incluyeran en la lista de desmovilizados del EPL, lo que le permitió recuperar su libertad.

Pero la duda también había dado para que en lugar de incluirlo en el patio de los prisioneros políticos, las autoridades carcelarias optaran por encerrarlo en el patio con los más peligrosos narcotraficantes detenidos en la Modelo de Bogotá. Allí viviría Óscar otra de su más amargas experiencias. Un Henao, cuñado de Pablo Escobar y poderoso jefe mafioso que odiaba las FARC, hacía compañía a Pocillo, el hijo de Gonzalo Rodríguez Gacha y a uno de sus primos. También a Rocha, el paramilitar y antiguo guerrillero que había asesinado a Luis Carlos Galán. Y a varios oficiales de la Policía destituidos tras descubrírseles sus vínculos con el narcotráfico.

Allí conoció Óscar eso que recién sacudió al país al darse a conocer la maquinaria criminal paramilitar que dominaba la cárcel Modelo en el año 2001, con sus más de cien prisioneros desaparecidos, picados y botados a las alcantarillas. Ya ese era el estado de la cárcel diez años atrás, con aquellos capos dominando dentro. No era extraño que en el fondo de los arroces y sopas cocinados en ollas gigantes para los internos, aparecieran restos de dedos u otros órganos humanos. Las autoridades carcelarias siempre han convivido con el poder de esas bandas criminales y les han servido para garantizar su impunidad. Al igual que casi veinte años después, los guardianes de prisiones siguen propinando un trato brutal a los prisioneros, particularmente a los políticos y políticas, a las que además de torturar humillan con increíble inhumanidad.

De cosas así ha sido testigo Óscar durante toda su vida. Y de algo se siente completamente seguro. Una buena parte de aquellos que lo sindican y señalan con horror, son en realidad mucho peores que todo cuanto le atribuyen a él. Otros son víctimas de la desinformación abrumadora difundida desde las alturas. Y también están los afectados por la guerra, por el terrible conflicto que ha estremecido nuestro país durante más de medio siglo. Está seguro de entenderse con estos últimos, seres humanos tan sensibles como él, que han tenido que llorar muchas veces.

Si algo conmueve a Óscar en lo más profundo es el llanto humano adolorido. Por eso jamás pudo sacarse de la cabeza los gritos de dolor de los hombres apaleados salvajemente por la guardia en las prisiones, quizás la muestra más evidente de la injusticia y la indolencia que siguen dominando a Colombia. Es lo que aspiramos a terminar definitivamente con el Acuerdo Final de La Habana.

Fuente: http://www.semanariovoz.com/2016/05/01/los-tres-grandes-suenos-del-paisa-oscar-montero/