En el Foro Social de Porto Alegre de 2005 Eduardo Galeano recordó la respuesta que alguna vez dio su amigo Fernando Birri a la pregunta «¿Para qué sirve la utopía?» «Yo sé que ella está en el horizonte», contesto Birri. «Cada vez que doy un paso ella se aleja un paso… ¿Para qué sirve entonces, […]
En el Foro Social de Porto Alegre de 2005 Eduardo Galeano recordó la respuesta que alguna vez dio su amigo Fernando Birri a la pregunta «¿Para qué sirve la utopía?» «Yo sé que ella está en el horizonte», contesto Birri. «Cada vez que doy un paso ella se aleja un paso… ¿Para qué sirve entonces, entonces? Sirve para eso, para caminar. José Saramago no estuvo de acuerdo: «las utopías no sirven para nada; lo que ha transformado al mundo fue la necesidad».
Ésta, entiendo, es una respuesta que intenta ser pragmática pero refleja no solo la frustración de los intelectuales de izquierda desde los ochenta sino también un pensamiento muy anterior que data del siglo XIX: el pensamiento marxista según el cual la base material es la que dicta sus leyes a la superestructura, es decir, las necesidades materiales y los sistemas de producción sobre la ética, la educación, la religión, el arte, etc. Afirmar que algo como una idea (una utopía) desde la superestructura es capaz de cambiar la realidad material no pertenece al marxismo ortodoxo. De igual forma, Ernesto Che Guevara era marxista en la teoría e inadvertidamente antimarxista en su concepción más profunda: no solo por su romántica idea de que un grupo o un individuo como Don Quijote podía cambiar el mundo, sino por su insistencia en la fuerza de un cambio moral como motor para cambiar una realidad social.
Uno de los libros fundacionales de las utopías moderas fue, precisamente, Utopía (1516), de Thomas More. Lo que hoy es América Latina iba a jugar en esta nueva tradición un rol decisivo: More se inspiró en las cartas que Américo Vespucio escribió a principios de la era del descubrimiento del Nuevo Mundo. Vespucio había reportado que en estas tierras los nativos eran pueblos muy saludables y tenían extraños hábitos: no tenían en gran estima por las riquezas materiales, desconocían la propiedad privada y se bañaban todos los días. El machismo, una institución consolidada en Europa y exportada al nuevo mundo, no era lo suficientemente fuerte como para estimar la virginidad en la mujer o mantenerla alejada de los asuntos públicos.
Más allá del hecho de si las cartas de Vespucio (como las de Hernán Cortés o las de Bartolomé de las Casas) son exageradas o no, lo cierto es que revelan una época: tanto América como Utopía expresaban los sueños y las aspiraciones de una Europa que se abandonaba a la pasión individualista, de la conquista y del dinero; la avaricia, cupiditas, dejaba de ser un pecado para convertirse en una virtud. El cristianismo renacentista desacralizó el mundo y sacralizó la salvación individual: si el mundo ya no era sagrado sino materia, estaba bien explotarlo sin condenar a la humanidad a la perdición. Es decir que la utopía fue, desde muchos puntos de vista un sueño colectivo, la expresión simbólica del deseo de lo que no se es o no se tiene, la culpa por lo que no se ha hecho o se ha hecho mal, un sueño que en muchos casos terminó en pesadilla.
El tiempo europeo que, gracias a los primeros humanistas modernos del siglo XIV, dejó de ser concebido según las Eras de los metales como un proceso inevitable de degradación y corrupción y en los siglos posteriores pasó a ser una gráfica ascendente, donde todo tiempo pasado fue peor; lo mejor estaba por delante, hacia el futuro: el progreso y la superación de todos los males gracias al conocimiento del hombre y del mundo.
El capitalismo y el marxismo serán dos versiones de esta misma concepción fundadora: existe el progreso ético y material y hacia atrás están los tiempos oscuros, los mitos y el Cosmos encantado. Desarrollo era, y en muchos casos lo es todavía, simplemente riqueza, industrialización. Pero si en décadas anteriores las altas y humeantes chimeneas eran orgullo nacional y hasta los poetas cantaban loas a la contaminación, en nuestro tiempo es el consumo y las torres de cristal que se acumulan una al lado de la otra y compiten por su tamaño sin vestigios de la perdida sacralidad de la sangre y del mundo.
Diferente, el mundo amerindio no separó la sangre del espíritu, los hombres y las mujeres del universo natural ni se regían por la concepción judeocristiana del tiempo lineal. Como en muchas otras culturas, era un tiempo circular. El progreso, la virtud, el sentido de justicia era y vuelve a ser más bien una restauración del origen. Así, la utopía termina en los intelectuales comprometidos, en los revolucionarios tal como comenzó en el siglo XVI: inspirada en Amerindia, en el cuestionamiento a la irracionalidad del consumismo, a la avaricia y al individualismo desde una visión ecologista, que también es una reivindicación indígena e indigenista.
Claro, las utopías son tan antiguas como las religiones. El paraíso cristiano y musulmán ola moksha, la liberación del Samsara hindú son claros ejemplos. Pero en nuestro tiempo las grandes utopías son unánimemente entendidas y asociadas a formas ideales de sociedad. Este tipo de utopías modernas tuvieron un auge en el siglo XIX y un declive en la posmodernidad. Como hemos dicho antes, a finales del siglo pasado (por entonces, a la angustia de las persistentes catástrofes sociales ya se había sumado la angustia por la catástrofe ecológica), en la Era moderna los hombres discutían cómo organizar la sociedad perfecta; en la Era posmoderna o neo medieval los hombres (y ahora las mujeres también) estamos preocupados en saber cómo vamos a salvar al mundo de la catástrofe. Desde el fin de la modernidad, tanto en la academia como en Hollywood las distopías comoTerminator son más populares y bastante más verosímiles que las utopías.
Muerta la Era moderna, o más bien desprestigiada, la Era posmoderna hizo el camino inverso: si la anterior había sacrificado seguridad a cambio de una novedad, la libertad, nuestro tiempo sacrificó libertad por seguridad, desde las incontables y diversas dictaduras del segundo y tercer mundo hasta las democracias contemporáneas del primer mundo, controladas por el gran capital privado y el espionaje estatal de la vida privada.
Pero la Era moderna nos legó dos viejos demonios que hoy son dioses: la igualdad y la diversidad. Ambos son caras de la misma moneda, ya que somos iguales porque somos diferentes y no se puede revindicar uno sin defender el otro. Pero no cualquier diferencia vale. Las diferencias que llamamos diversidad y que no contradicen la igualdad de derechos son las diferencias horizontales, que antes eran verticales, no solo en la práctica sino también en su legitimidad social. Tanto la igualdad como la diversidad necesitan de la libertad y de la seguridad, pero no administradas verticalmente sino horizontalmente. Es decir, la libertad no se opone a la igualdad si es una igual libertad, si todos los que somos diferentes tenemos una cuota, si no semejante al menos suficiente de libertad. Pero para que esto ocurra, es necesaria una distribución mínima, razonable o necesaria, del poder. A este tipo de utopías, que en cierto grado han dejado de serlo, llamamos progreso, a los que críticos como Eduardo Galeano han contribuido decisivamente, no solo por su crítica a los poderes hegemónicos sino por suconcepción existencial, que es más propia del mundo amerindio que de la filosofía (marxista) europea.
Tiempo y lenguaje
Es común considerar que el pasado está hacia atrás y el futuro hacia adelante. Ésta es una concepción, aunque unánime, del todo arbitraria. Así como el norte no está hacia arriba, el futuro no está hacia adelante. El idioma ha atrapado la idea de nuestro cuerpo que camina hacia adelante y lo ha fijado en nuestra concepción del tiempo. Mucho más en inglés, donde las acciones son más recurrentes que las contemplaciones, donde no se distingue ser de estar pero se distinguen diferentes formas de hacer (to make/to do, sin entrar a considerar el vasto vocabulario coloquial que se refiere al dinero o a los negocios hasta en el acto de comer o simplemente de saludar), donde las distinciones en tiempo pasado son menos sofisticadas que en otras lenguas como el español.
En mentalidades y civilizaciones como la nuestra, la acción predomina sobre la contemplación de la existencia, y por lo tanto el futuro está hacia adelante. En culturas más contemplativas como en la antigua Grecia o en las andinas, el tiempo era un rio que fluía desde nuestra espalda hacia lo que tenemos por delante. Es decir, el pasado estaba hacia adelante y el futuro hacia atrás. Esta concepción, que en principio puede parecernos absurda es aún más lógica que nuestra propia concepción del tiempo: si podemos ver el pasado en formas de recuerdos y no podemos ver el futuro incierto, entonces lo que tenemos delante de nosotros no es lo que vendrá sino lo que ha sido, es decir, la memoria. En el mundo andino, ese tiempo es el ñaupa-q, palabra que sobrevive hasta en las regiones más euroamericanas como en el Cono Sur rural.
Quizás por naturaleza los humanos siempre tratamos de proteger nuestro optimismo, por poco que sea, negando la realidad y negando las consecuencias negativas de nuestras acciones en nombre del progreso y de la supuesta felicidad de ser ricos, que se sostiene sobre todo por el hecho de que por norma general es una aspiración perpetua, es decir, una utopía individual, renacentista.
La utopía capitalista y marxista de un futuro hacia adelante y hacia arriba llamada progreso no sería, para la mentalidad indoamericana, algo que está delante nuestro sino atrás. La utopía americana (en la versión elaborada de Thomas More y en sus percepciones nativistas), la utopía de un hombre nuevo y de una sociedad nueva sería, en realidad, un regreso al origen o, al menos, la recuperación de nuestra naturaleza humana corrompida por la ambición y la explotación de los hombres y de la naturaleza. Para tomar conciencia de esta utopía, que es también resolver el problema creado por la misma humanidad, deberíamos mirar hacia el pasado. Es decir, debemos mirar hacia adelante antes de prever los problemas que nos depara el futuro.
No es casualidad, entonces, que Eduardo Galeano haya dedicado su vida, al menos su vida literaria a criticar el poder mientras otros dedicaron su vida a criticar a Galeano. Tampoco es casualidad que haya sido el ensayista que menos empleó el yo y la primera persona en su prosa poética, ni que su principal arma dialéctica haya sido la recuperación de la memoria y que sus libros fuesen variaciones de su obra cumbre, la trilogía Memoria del fuego.
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