El racismo, como el machismo, emana de las entrañas. En India, ambos espectros se hermanan en los rincones más íntimos del deseo gracias a un ungüento. Se llama Clean and Wash Intimate Dry y la compañía Midas Care lo vende al módico precio de 1,5 euros. Su función: conseguir que la mujer que lo use […]
El racismo, como el machismo, emana de las entrañas. En India, ambos espectros se hermanan en los rincones más íntimos del deseo gracias a un ungüento. Se llama Clean and Wash Intimate Dry y la compañía Midas Care lo vende al módico precio de 1,5 euros. Su función: conseguir que la mujer que lo use pueda proyectar al mundo una vagina limpia, fresca, brillante y, sobre todo, bien blanca. Un sexo níveo capaz de acrecentar el deseo en los encuentros con sus amantes, libre de la negra suerte epidérmica de una campesina de Kerala o de una vulgar mendiga de Varanasi. El milagro económico indio alcanza así las más altas latitudes del monte del Venus, con un lucrativo negocio blanqueador que mueve cada año más de 430 millones de dólares.
Pero sería erróneo pensar que los vendedores de vaginas blancas limitan sus ofertas a los acomplejados nuevos ricos del gigante asiático, o a las desesperadas infelices que esperan eliminar con un cosmético la miseria social que se oculta bajo el sari del prejuicio. Porque en todas las latitudes parece imponerse esta asfixiante exigencia de una pureza en nuestras intimidades que vuelva a encender los deseos apagados, aunque para ello tengamos que recurrir a los afeites más corrosivos que nos ofrecen los charlatanes.
Una vagina bien blanca es, por ejemplo, lo que parecen reclamar estos días los defensores de la monarquía española. Una tonalidad casi transparente que, en su opinión, se conseguiría con la renuncia del rey a favor de su hijo, el Príncipe Felipe, siguiendo lo pasos de ese otro gran monarca que es Luciano Benetton, que esta misma semana tiene previsto ceder las riendas del imperio a su vástago Alessandro. Para estos vendedores de bálsamos regios, la abdicación de Juan Carlos se ha convertido en el producto milagroso para que la Corona recupere un sexo limpio y apetecible para los súbditos, a salvo de las negritudes de la caza africana y, sobre todo, libre de los parduscos colores que Iñaqui Urdangarín y su socio Diego Torres amenazan con desarrollar en los pliegues más profundos del trono.
No menos blanco se espera dejar la imagen de un político tan relevante como Federico Trillo, al que las oscuridades de la tragedia del Yak-42 venían afeando el sexo de su prestigio. Trabajo nada fácil que ha necesitado de una doble ración de pomada para clarear el luto de demasiados muertos. Primero una pócima diplomática con destino a la embajada en Londres. Ahora, unas friegas de loción judicial para indultar a los comandantes José Ramón Ramírez y Miguel Ángel Sáez, encarcelados por los servicios prestados al falsificar la identidad de una treintena de cadáveres. La benevolencia gubernamental permitirá a tan leales servidores evitar no solo la prisión, sino también su expulsión del Ejercito, para seguir vistiendo sus, como no, blancas batas de médico militar.
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