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Los yonquis del dinero

Fuentes: Rebelión

«Sufrimos después la certeza entre tanto feliz timador de que tú, ni yo, ni nadie era mejor. Si todos somos ladrones, el delito solo puede ser que te pillen con la mano en el pastel»

(Loquillo y los Trogloditas: El molino.)

Aún hoy alguien habrá a quien le dirá algo el nombre de Marcos Benavent. Para quien se le haya borrado del registro de nombres que estuvieron en su día en el candelero mediático recordaré que se trata del que fuera en su día bautizado por la prensa nacional como «el comisionista de Alfonso Rus» (de segundo apellido Terol para más señas). En la entrada de Wikipedia correspondiente a este último sujeto encontrará el curioso únicamente una breve semblanza biográfica y un par de escuetos párrafos en el apartado bajo el epígrafe de «corrupción». No es para sentirse precisamente orgulloso.

En 2015 el señor Rus era el alcalde de Játiva (Valencia) desde hacía veinte años, presidente de la Diputación de Valencia, presidente del Partido Popular en la provincia de Valencia y –last, but not least– presidente del Club Deportivo Olimpic de Xátiva. No cabe duda de que Don Alfonso era alguien importante, de esos que en algún momento comprometido pueden llegar a soltar aquello de «¡no sabe usted con quién está hablando!».

El 2 de mayo del dicho año el señor Rus fue suspendido de militancia del Partido Popular y retirado de la Presidencia del partido en Valencia. El motivo de esta caída en desgracia del notable prócer valenciano no fue otro que la publicación de unas conversaciones en las que se le escuchaba supuestamente contando dinero del cobro de una comisión (también supuesta), ​ aunque él negó una y mil veces ser la persona grabada. ​ El 26 de enero de 2016 fue detenido en una operación contra la corrupción a nivel local y regional en la Comunidad Valenciana junto a varias decenas de personas. El interfecto pudo adjudicar contratos de forma ilegal a ciertas empresas a cambio de suculentas mordidas. No nos interesa saber más de Alfonso Rus Terol. ​

Pues bien, Marcos Benavent era el socio de corruptelas de don señor importante Rus. En la época de autos el primero hacía como que trabajaba de gerente en la empresa pública Imelsa (Impulso Económico Local, S.A.) dependiente de la Diputación Provincial de Valencia; pero más que nada se dedicaba a gestionar las contrataciones fraudulentas, las comisiones, y a procurar el blanqueo del dinero proveniente de tanto chanchullo para el PP. Si se destapó semejante albañal de trapicheos fue gracias a unas grabaciones y confesiones, precisamente, del cachorro Benavent.

Con lo apuntado ya habrá quien se acuerde de lo que en su momento fue una revelación mediática que vino a sumarse a la pléyade de escándalos protagonizados por el PP y que tenía al así llamado caso Gürtel como su más brillante astro irradiador de mezquindad. Todo ello en un momento en el que España aún se encontraba noqueada económica y socialmente a causa de la gran recesión iniciada en 2008. En fin, nauseabundo.

No ejecuto esta anamnesis por capricho o porque me sienta nostálgico de esos tiempos, los cuales, no siendo tan lejanos, dada la aceleración de los acontecimientos de alto impacto ocurridos en el último par de años, se le antojan a uno ya de otro siglo. Me acuerdo de ellos por una de esas perlas que a veces, sin querer, son legadas a la posteridad en forma de frases que están preñadas de un significado que trascienden el momento y la intención de cuando fueron pronunciadas. Me refiero a lo que dijo el susodicho Marcos Benavent cuando en mayo de 2015 se presentó a declarar como imputado en los juzgados de Valencia. «Yo era un yonqui del dinero», manifestó, al tiempo que pedía perdón por haberse llevado «dinero de todo» según confesó. Este Saulo posmoderno, igual que el que se cayó del caballo camino de Damasco, experimentó una especie de epifanía estilo new age de lo que es la virtud de la honestidad reconociendo, según sus propias palabras, que había vivido en la inconsciencia: «uno vive en la inconsciencia y entra en una historia en la que casi todo el mundo está así y es lo que hay». (Para quien quiera disfrutar, dicho sea de paso, de una magnífica película en la que se recrea con un alto grado de verosimilitud lo que pudo ser esa historia en la que casi todo el mundo estaba así –de corrupto, hay que entender– que vea El Reino de Rodrigo Sorogoyen producida en 2018.)

Virtud y consciencia son dos asuntos de larga presencia en la tradición de la filosofía. Nos podemos remontar prácticamente a los orígenes históricos de la misma, allá por el siglo V antes de Cristo cuando uno de esos sabios reconocidos universalmente, el singular Sócrates, andaba por las calles y el ágora de la antigua Atenas conversando con sus conciudadanos, sobre todo con los jóvenes, acerca de las cuestiones que él consideraba de mayor interés, a saber, las relativas a la ética y la política, las cuales en aquella prototípica democracia se tenían por primas hermanas.

A Sócrates se le atribuye, entre otros felices hallazgos intelectuales, la originalidad de acuñar una noción de virtud que desde sus días no ha hecho sino inspirar muchos y muy interesantes debates de carácter ético. Se conoce en la jerga filosófica como intelectualismo moral o ético la idea según la cual la virtud consiste en el conocimiento de lo que es el bien; es decir, que quien hace el mal lo hace por su ignorancia de lo que es lo correcto. Justo lo que dijo el tal Benavent: él hizo lo que hizo porque no era consciente de que lo que hacía estaba mal. Si todo el mundo lo hacía, era la costumbre, la mos, moris (que era como los romanos llamaban al hábito social, y de ahí nuestra palabra moral), lo normal.

Pero nuestro filósofo valenciano –que diríase discípulo tardío del maestro Sócrates– no sólo apuntó al hábito social (o moral) como explicación de su deplorable comportamiento sino también al psíquico. Porque al confesarse «yonqui del dinero» estaba aludiendo a su condición de adicto al pelotazo monetario. Y aquí pasamos de la ética a la psicología. Algo que suele ocurrir más a menudo de lo deseable, pues permite la existencia de una franja de terreno fronterizo conformado por arenas movedizas en las que es bien fácil que se acabe hundiendo sin remisión el sentido de la responsabilidad, tan necesario para fundamentar un juicio ético sobre las conductas que suponen un daño para el bien común.

Pensemos en nuestro escándalo actual relativo a la compra por parte del Ayuntamiento de Madrid de material sanitario (defectuoso) en el momento peor de la pandemia. Hemos sabido recientemente que dos caballeros, Alberto Luceño y Luis Medina, se embolsaron varios millones de euros (qué más da su cantidad exacta si para usted y para mí un solo millón ya es una entelequia) por trapichear con un ciudadano chino (de nombre con fonética muy parecida a «salchichón») para que el consistorio de la capital pudiese adquirir a precio de oro y a la desesperada mascarillas y demás material sanitario, escasísimo y de importancia vital hace dos años.

Se dirá que muy mal, que aprovecharse del sufrimiento y de la desesperación, en un momento de dolor por tanta pérdida de vidas a diario, para hacerse aún más rico de lo que ya se es –porque los dos señores mencionados no es que fueran precisamente pobres–, no es conducirse acorde con el elemental principio de la decencia. Pero, claro, esto es si lo miramos desde el punto de vista ético. Con las gafas de la psicología puestas, la cosa cambia.

Contemplen a nuestros dos comisionistas de las mascarillas, como su colega Benavent nos propuso, como yonquis del dinero. Entonces, su responsabilidad se diluye, su mal comportamiento no es sino el resultado ineluctable de una adicción, un mal hábito adquirido al dictado de los resortes que hacen que nuestro cerebro funcione y de las leyes del refuerzo social. ¿Cómo podían ser ellos conscientes de que lo que hacían estaba mal? Solo respondían al estímulo del dinero público ofrecido lascivamente sin control debido a la coyuntura por parte de una institución pública que buscaba resolver urgentemente un problema del que dependía la vida de ciudadanas y ciudadanos. ¡Si es que van provocando las administraciones del Estado con sus arcas rebosantes de suculento dinero obtenido vía impuestos de los bolsillos más o menos llenos de los contribuyentes!

Analicemos el asunto con frialdad y al margen de sesgos ideológicos. Pongámonos en el lugar de estos yonquis del dinero en pleno confinamiento, zaheridos en su sentido ultraliberal de la libertad por culpa de un gobierno cuasi bolchevique y con el comecome de la pertinaz adicción a las jugosas comisiones. Habrá quien, más riguroso en su juicio, dirá que todo hijo de vecino sufre de sus particulares adicciones; pero en aquella coyuntura sin posibilidad de moverse, los que sufrimos adicciones como la lectura o la papiroflexia no lo pasamos tan mal, al contrario. Pero ellos, mientras que la mayoría nos encontrábamos anonadados por la magnitud de la catástrofe sanitaria y la incertidumbre laboral y económica, más valientes y dotados de un voraz espíritu emprendedor, sentían la pulsión del chute financiero. ¿Quién puede culparles por ello?

Téngase en cuenta, además, que para muchos, seguramente la mayoría de los que componen la élite que ha decidido el camino que ha seguido el capitalismo hiperglobal en las últimas décadas, estos dos caballeros son unos emprendedores. Y que nadie venga a señalar sutiles matices y distingos en torno a la esencia del emprendimiento; porque aquí es tan emprendedor un comisionista de estos que se vale de contactos merced a su estatus social para intermediar en la compra de un material defectuoso inflado de precio como quien decide abrir una librería, fundar una editorial, montar una red de solidaridad vecinal o emprende una investigación que resulte en una innovación tecnológica beneficiosa para todos. Lo mismo da; ¿que se abusa del término emprendedor metiendo en el mismo saco a verdaderos creadores de valor que a parásitos cuyo mérito radica únicamente en saber hallar la forma de hincarle el diente a la yugular del dinero público? Detalles sin importancia, fruslerías.

Pero como apunté antes hay otra manera de contemplar todo este asunto. Es la que nos ofrece Platón, discípulo de Sócrates, otro de esos filósofos atenienses preocupado por los principios éticos de la Polis, del Estado, de la política en definitiva. Quedó expuesta en su diálogo titulado Gorgias. En él, entre otros temas, se plantea el del ejercicio del poder. Es introducido en la conversación, en la que el principal interlocutor es Sócrates, por Calicles, discípulo de Gorgias, el sofista que enunció de forma explícita la tesis del escepticismo radical.

El poder es definido por Calicles como la capacidad sin límite de satisfacer los deseos propios cueste lo que cueste, algo que encaja perfectamente con la conducta de los yonquis del dinero, pues éste es para ellos el medio por el que alcanzan a cumplir todos sus caprichos (coches de alta gama, yates, estancias en hoteles de lujo). Pero el deseo, por su propia naturaleza, sin nada que lo contenga, es de una dinámica ineluctable que se traduce en una actividad constante que exige satisfacción puntual. A esta identificación entre poder y satisfacción del deseo el Sócrates platónico replica con la noción de moderación. Para Calicles, sin embargo, la moderación no es más que la felicidad de los muertos; según su lógica la persona moderada es como un muerto o una piedra pues la vida es justamente la persecución del poder.

Para refutar la tesis de Calicles Platón acude a una alegoría, recurso literario al que el filósofo ateniense era bastante aficionado. En este caso se vale del símil de unos toneles para representar los deseos que todo ser humano alberga en su alma. Presenta a dos hombres, cada uno con sus toneles donde guarda aquellos líquidos (miel, vino, aceite) que le son necesarios y costosos de lograr. Uno de ellos conserva sus recipientes en buen estado, libres de fugas; el otro, sin embargo, no se preocupa de su mantenimiento, por lo que se encuentran podridos y agujereados. Es obvio que el primero de esos hombres, cuando alcance con mil trabajos a llenar sus toneles, podrá despreocuparse al menos por un tiempo y quedar libre para otras actividades que no sean reponer su contenido, mientras que el segundo no podrá en ningún momento dejar de dedicar su vida a ello. La moraleja de este pasaje platónico es evidente: nadie tiene poder si carece de autodominio.

En el capitalismo más ultramontano se fomenta el descuido de los toneles. El consumo sin límite lo requiere. Y en efecto se nos hace creer que esa brega continua por reponer el contenido de nuestros toneles podridos y agujereados nos confiere libertad y poder.

Los yonquis del dinero no conseguirán nunca llenar sus toneles, pero es que nos quitan de los nuestros (a esto lo llaman los economistas transferencia de rentas). Es lo que se revela como una verdad contundente cuando tenemos noticia de casos como la presunta estafa al Ayuntamiento de Madrid protagonizada –otra vez, presuntamente– por la ya famosa pareja de «emprendedores». Ese «pa la saca» que le escribe Alberto Luceño a Luis Medina en un correo electrónico tras cerrar el contrato con el consistorio de la capital no es sino la versión tercer milenio de los símbolos del dólar que le aparecían al Tío Gilito (yonqui del dinero del universo Disney) cuando ingresaba, lo mismo que le pasa, en referencia más actual, al Señor Cangrejo de los dibujos animados de Bob Esponja. Es la plasmación icónica de algo muy serio, de lo que sucede en el cerebro de cualquier yonqui del dinero cuando su sistema límbico, la parte más primitiva (emocional) del encéfalo humano, recibe un chute de dopamina, es decir, siente un inmenso placer. Y creen que tienen el poder porque son de la estirpe de Calicles, o sea, de los que piensan que el poder significa no tener que privarse de ningún placer que se les antoje.

El inconveniente de este íntimo proceso que los yonquis del dinero experimentan es que lo disfrutan a costa de la degradación de la vida en común. Para tener siempre repletos sus incontinentes toneles tienen que acudir a nutrirse de los toneles ajenos, lo que implica empobrecimiento para muchos, aumento de la desigualdad y, en consecuencia, deterioro del clima social. Viene pasando desde hace ya demasiado tiempo. Se hizo evidente en 2008, cuando la crisis financiera, momento en que la codicia gozó de barra libre debido a un proceso de desregulación, puesto en marcha hace unos cuarenta años, que hizo las delicias de los yonquis del dinero, y muy especialmente de los bancos, sin duda los más grandes comisionistas de todos por esas proverbiales comisiones que nos cobran. Al cabo de la década sufrimos en nuestro tiempo las repercusiones políticas en términos de un indiscutible debilitamiento de las democracias liberales asociado a una creciente fatiga ciudadana (sintomático el resultado de las últimas elecciones presidenciales en Francia).

No se les puede exigir conciencia moral ni sentido ético a los yonquis del dinero. Los pobres son eso, adictos, patéticas criaturas inconscientes que carecen por completo del poder que otorga la moderación. Por eso, porque en el libre mercado no rige la conciencia moral es menester que exista el Estado, el Derecho y la política, es decir, instituciones que marquen sus límites externos, no mercantiles.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.