Lucía Morett Álvarez, única mexicana sobreviviente del bombardeo colombiano contra el campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en Ecuador, no pudo llamar a su casa hasta el 2 de marzo, cuando ya estaba internada en el nosocomio militar de Quito. Contestó María Jesús, Chuy, su madre. «Ma’ -le dijo-, no te asustes, pero […]
Lucía Morett Álvarez, única mexicana sobreviviente del bombardeo colombiano contra el campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en Ecuador, no pudo llamar a su casa hasta el 2 de marzo, cuando ya estaba internada en el nosocomio militar de Quito. Contestó María Jesús, Chuy, su madre. «Ma’ -le dijo-, no te asustes, pero tuve un pequeño accidente aquí en Ecuador. Estoy en el hospital.»
Ahora, cuando están juntas y platican, se acuerdan de la anécdota y ríen hasta que Lucía pide tregua, porque la risa le provoca dolor en sus lesiones. Pero Chuy y Jorge Morett, que conversa en entrevista telefónica con La Jornada desde esa ciudad, tuvieron la fortuna de que su hija sobreviviera.
Los padres de Juan, Verónica Natalia, Fernando y Soren no tuvieron la misma fortuna. Sus hijos murieron. Los progenitores de los tres primeros ya están en Quito y han podido confirmar, con las autoridades de la morgue municipal, la identidad de los chicos. Al padre de Soren Ulises, estudiante politécnico, aún lo esperan.
«Ya nos vimos todos, nos abrazamos y hemos llorado juntos. Ellos encontraron los cuerpos de sus hijos en condiciones tremendas. ¿Te imaginas que un papá tenga que identificar a un hijo por una mano o un pie?», cuenta Morett, antropólogo, como su esposa, y maestro de sociología rural en la Universidad Autónoma Chapingo.
Formarán una asociación de padres de la masacre
Hermanados por la tragedia, los mexicanos han empezado a platicar una idea: «Queremos formar una asociación de padres de la masacre de Lago Agrio. No sé cómo la vamos a llamar. Queremos formalizar el grupo cuando estemos todos».
Morett se duele de la conducta de las autoridades de su país: «El gobierno mexicano ha guardado silencio y este silencio puede ser cómplice. Nuestros hijos, y lo digo así porque ya siento a todos como míos, eran mexicanos desarmados, civiles que fueron masacrados mientras dormían. Y el gobierno responde con que esperará las investigaciones para ver qué es lo que estaban haciendo ahí. No es así».
Opina que, «conforme al derecho internacional, México tendría que irse a una condena a fondo contra Colombia y contra quien apoyó a ese país en el ataque. Y esto implica contradicciones para el gobierno actual».
Se queja, de manera específica, de la insensibilidad con la que se condujo el embajador José Ignacio Piña, director del área de América Latina de la cancillería, enviado para atender en Quito el caso de los mexicanos caídos en el ataque aéreo colombiano. «Llegó al hospital con el embajador Héctor Romero. Por primera vez, ante ellos, nuestra hija pudo hacer un relato detallado del horror que sufrió. En una secuencia muy fuerte, muy emotiva, relató que llegó a contar 12 bombas.
«Yo la escuchaba conmocionado. Imagínate, como padre, escuchar eso. Lo más terrible para ella fue la vejación sexual que sufrió al tiempo que le daban los primeros auxilios, los comentarios humillantes y obscenos de los militares colombianos frente a una mujer herida. Eso me parece una agravante imperdonable.
«Luego Lucía destacó la amabilidad del trato de los ecuatorianos y el contraste con la frialdad del cónsul mexicano que la había estado visitando, por minutos, en el hospital. Y les reclamó a los señores embajadores. Creo que no les gustó, porque Piña se retiró sin siquiera despedirse de ella.»
Además de atravesar «los días más angustiosos de nuestras vidas» por la tragedia, las familias de las víctimas «hemos tenido que soportar los señalamientos de algunos medios de prensa, sobre todo mexicanos, que toman como información veraz, sin análisis alguno, supuestas fichas de órganos de inteligencia que consideran a los muchachos caídos subversivos, guerrilleros y poco menos que narcotraficantes».
Jorge Morett estalla: «¡Es un asco! Además, como Lucía es la única que vivió del grupo, la tildan de ser la dirigente, la coordinadora, la que lleva la mayor carga de culpa. O como dijo aquí, ofensivamente, un periódico, ‘la mera mera guerrillera’. No se puede calificar a los chavos así».
Por el contrario, insiste, estos chicos eran «inconformes, cada uno tenía sus causas, sus luchas. Son de la gente más valiosa del país. Jóvenes con inquietudes sociales, con responsabilidad ante el país y su gente. Si nuestros hijos tuvieron tantas inquietudes, si querían cambiar tantas cosas injustas, nosotros, ahora, no los podemos defraudar. Y así pasesn muchos años para que logremos la justicia por nuestros hijos, no vamos a cejar. Como hicieron los chilenos, que esperaron tanto tiempo para que se reconociera el genocidio. Vamos a luchar contra esta violencia atroz».
En la medida en que habla, Morett se emociona: «Yo y Chuy somos los únicos del grupo que tenemos la suerte de contar con nuestra hija, de poderle darle todos los días su masaje en la cama del hospital».
Analiza que, a sus 26 años, Lucía lleva hoy una carga tremenda por haber sido la única sobreviviente. «Su mamá y yo nos damos cuenta cómo bulle su cabeza de ideas. Queremos dejar que fluyan sus pensamientos, que hable lo que quiera, que nos vaya contando cómo fue, qué es lo que siente».
Su preocupación inmediata son las dos colombianas, Doris Bohórquez y Marta Pérez, que también sobrevivieron y son compañeras de cuarto de su hija en el hospital. «Las hemos adoptado. Ahora llevamos manzanas para las tres, champú y chunches para el pelo para las tres. Ellas, si no fuera por las organizaciones de derechos humanos ecuatorianas, estarían en una gran soledad.»