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Ocio y negocio

Fuentes: La Calle del Medio

No conviene abusar de las etimologías, pero a veces son útiles para introducir, con la historia de las palabras, la de de esos cambios materiales que han cambiado, junto a la realidad humana, su propio significado. En un mundo en el que el capitalismo, organizando y explotando el trabajo, centró todas las resistencias en torno […]

No conviene abusar de las etimologías, pero a veces son útiles para introducir, con la historia de las palabras, la de de esos cambios materiales que han cambiado, junto a la realidad humana, su propio significado. En un mundo en el que el capitalismo, organizando y explotando el trabajo, centró todas las resistencias en torno al salario, como cifra de dignidad, y al horario, como condición de reposo y de biografía, conviene recordar que en latín el estado normal, original, ciudadano, era el «ocio», el otium, término a partir del cual, como vocablo marcado o negativo, se formó la palabra «negocio», el nec-otium, el trabajo entendido como servidumbre, también en el sentido de que era lo propio de los «siervos» o los esclavos. Mientras que hoy, bajo las presiones del capitalismo, interpretamos el «ocio» como un tiempo robado al trabajo, en la antigüedad clásica, al contrario, el trabajo era el tiempo robado al ocio, el tiempo engrilletado de los que -esclavos y mujeres- no se podían permitir la libertad. Que ese mundo clásico fuera severamente clasista y patriarcal no debe impedirnos explorar a nuestro favor la esperanzadora escala de valores, inversión de la nuestra, que lo caracterizaba.

Bajo el capitalismo, el ocio es el «resto», el tiempo que resta, tras el cumplimiento de la jornada laboral. Para los griegos y romanos era, al contrario, la condición misma de la ciudadanía. El ocio, como opuesto al trabajo esclavo, era la posibilidad de inscribir la propia libertad en dos espacios indisociablemente ligados: uno la ciudad (la polis o república), donde se discutían entre iguales los problemas comunes. El otro era la academia. El término que los griegos utilizaban para lo que los romanos llamaron luego «ocio» es skholé, de donde procede nuestra palabra «escuela». Los «ociosos» eran, pues, los escolares, los filósofos, los amantes del saber. ¿No resulta un poco desconcertante y provocativo? A la luz de esta inesperada etimología, podemos pensar entonces en los negociantes o negociosos -en esos «hombres de negocios» en los que nos gustaría que se convirtiesen nuestros hijos y con los que nos gustaría que se casaran nuestras hijas- como lo que realmente son: personas que, al renunciar al ocio, han renunciado a las dos ejes de la condición humana emancipada: la política y el saber. Los «hombres de negocios», como los esclavos antiguos, son los hombres que no participan de la vida política y que no van a la escuela; los «privados» o «idiotas», según otra etimología griega; y ellos son, como responsables apolíticos y sin saber de la economía, los que deciden desde fuera los destinos de la ciudad y el contenido de nuestras vidas individuales; es decir, de nuestro «ocio».

Cuando pensamos en el capitalismo siempre pensamos en la explotación del trabajo, pero lo que realmente lo define es su presión sobre el tiempo libre. La conocida filósofa Hanna Arendt, que analizó de un modo muy bello esta relación antigua entre escuela, política y ocio, denunciaba con amargura que los ciudadanos -pensaba concretamente en los estadounidenses de los años 50- que se habían visto relativamente liberados del trabajo asalariado a través de horarios más benévolos no empleaban su tiempo libre, como los antiguos, en la política y el saber sino en el consumo. Hannah Arendt, al contrario que Marx, veía en en la producción y consumo ilimitado de mercancías una tentación inscrita en la «condición humana», tentación que el progreso industrial y tecnológico había liberado de sus límites «naturales». Ahora bien, las sociedades son precisamente complejos dispositivos colectivos concebidos para seleccionar, jerarquizar y estimular (o frenar) las tentaciones; es lo que llamamos «culturas» y las hay y las ha habido, casi todas malas pero no igualmente malas, de todos los tipos. La sociedad capitalista es una «sociedad de consumo», no una timocracia o una teocracia, y lo es precisamente porque, al contrario que otros modelos anteriores, ha identificado el ocio con el consumo y ha convertido por eso mismo el ocio, aún más que el trabajo, en una de las llaves de su reproducción. El ocio, parafraseando una famosa frase, es la prolongación del trabajo con otro nombre; no dejamos de ser capitalistas cuando dejamos de trabajar, en nuestras horas libres, en el centro comercial, en internet o en Burger King. Ni siquiera en el cine, en el museo o en el sexo. Es lo que otro filósofo, Bernard Stiegler, ha llamado «proletarización del ocio» para referirse a ese proceso de colonización capitalista del tiempo libre en virtud del cual, del mismo modo que renunciamos como trabajadores al control sobre nuestros medios de producción, hemos renunciado como consumidores al control sobre nuestro medios recreativos. Nuestros placeres son tan poco nuestros como nuestros dolores. El ocio es, además, el verdadero negocio: sólo en España genera 28.000 millones de euros de beneficios al año.

Renunciando a aquello que los antiguos identificaban con el ocio -la política y el saber- es como si los humanos no dejásemos de trabajar nunca, como si siguiésemos en la fábrica o en la oficina tras concluir nuestra jornada laboral. Cuando podíamos pensar que la liberación relativa del trabajo en las sociedades occidentales nos iba a convertir por fin en ciudadanos, sin diferencias de género o de clase, nos hemos convertido todos en «consumidores», al menos virtuales o potenciales, en un mercado -idealmente- sin diferencias de género o de clase que, sin embargo, pone el poder en manos de unos pocos «hombres de negocios» y destruye los recursos finitos del planeta. Para los antiguos «libertad» era libertad para el bien común y para la sabiduría; bajo el capitalismo, la libertad se reduce a la adquisición y destrucción acelerada de mercancías. En este sentido, como bien observa Luciano Canfora, la libertad neoliberal se ha separado, como su opuesto estricto, de la democracia, pero también de la «mayoría de edad» ilustrada. Lo único que «libera» la libertad del consumo es la niñez y la animalidad del hombre.

Tan importante es liberar el trabajo de la proletarización como liberar el ocio -porque es lo mismo- del consumo proletarizado. Leía con amargura estos días el libro El fin del homo sovieticus, de la flamante premio Nobel bielorusa Svetlana Aleksievich, estremecido por los testimonios de rusos antiestalinistas que creyeron en la perestroika como una posibilidad de recuperación del socialismo y se encontraron con Yeltsin, el bombardeo del parlamento y el establecimiento en diez días -los mismos que acabaron en 1917 con el zar- de un capitalismo salvaje. No se puede negar la responsabilidad de la URSS en la facilidad con que se impuso antropológicamente, frente al homo sovieticus, el consumidor mercantil. Pero en todo caso la Rusia de los años 90 debe hacernos pensar en lo que nos jugamos en todas partes. «El descubrimiento del consumo y el dinero fue como la deflagración de una bomba atómica», dice un seguidor de Gorbachov decepcionado. Otro añade: «todos estábamos dispuestos a morir por la libertad, no por el capitalismo». Y en el prólogo, la propia Svetlana lo resume así: «La libertad resultó ser la rehabilitación de los sueños pequeñoburgueses que solíamos despreciar en Rusia. La libertad de Su Majestad el Consumo. La consagración de las tinieblas, el afloramiento de deseos e instintos tenebrosos, de toda una vida secreta de la que apenas teníamos una vaga noción». En una entrevista concedida tras la concesión del máximo galardón literario, la autora abundaba en esta idea: «Creíamos que lo más importante era abrir una puerta a la libertad y, cuando esa puerta se abrió, la gente corrió en la dirección opuesta (…) De cada una de estas personas bien vestidas ha emergido un monstruo terrible».

Rusia, dice Svetlana Alexievich, no estaba preparada para ese cambio: «no tenemos las habilidades culturales para enfrentarnos a ello». Es la humanidad la que no está preparada para la libertad salvaje, sin política y sin saber, del consumo; ningún país tiene las habilidades culturales para enfrentarse a ello. Parir y criar esas «habilidades» debe ser la tarea de todos los que creemos que otra libertad es posible y, aún más, necesaria si es que queremos decidir nuestros propios destinos y garantizar un mundo chapucero, pero habitable, a nuestros descendientes. El ocio, como política y como escuela, debe ser el verdadero trabajo de una humanidad encadenada a la naturaleza y liberada de los negocios.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.