Me enamoré de la región de Magallanes. De su gente hospitalaria, de su historia de lucha social, de su orgullo patagón y, sobre todo, de la lucidez política de sus habitantes, aquella que sospecho les otorga la distancia física y mental de Santiago, la Gran Babilonia. Invitados por el Colegio de Periodistas y la CONADI, […]
Me enamoré de la región de Magallanes. De su gente hospitalaria, de su historia de lucha social, de su orgullo patagón y, sobre todo, de la lucidez política de sus habitantes, aquella que sospecho les otorga la distancia física y mental de Santiago, la Gran Babilonia. Invitados por el Colegio de Periodistas y la CONADI, arribamos junto a un par de colegas a la ciudad más austral del mundo (después de Ushuaia y Puerto Williams, nobleza obliga mis amigos) para compartir con periodistas de la región nuestras reflexiones en torno a la interculturalidad y los medios. Menudo desafío. Sobre todo tratándose de una zona donde, hasta no hace mucho, se aseguraba y a pie juntillas la no existencia de pueblos originarios «vivos». Así como lo lee.
Razones tenían para pensar aquello. Mal que mal, hasta bien entrado el siglo XX, Kaweskar, Aonikenk, Selknam y Yámanas eran cazados en tierras australes como verdaderos conejos. Tristemente célebre sería Julius Popper, mercenario rumano y buscador de oro. Macabros registros fotográficos regalados por él al Presidente de Argentina de aquel entonces, Miguel Ángel Juárez, que lo muestran en plena actividad de cacería, dan cuenta que los Yámanas de Tierra del Fuego eran su especialidad. Se desconoce la cantidad que habría matado. Se sospecha de cientos por temporada. Una libra esterlina por cada indígena muerto llegaron a pagar las grandes compañías ovejeras australes. A quienes no mató Julius Popper se los llevó la viruela, la tuberculosis, la asimilación o simplemente la pena. Un genocidio por donde se le mire.
Triste historia la de Magallanes, silenciada -era que no- por la educación pública chilena. «¿Cuántos de nuestros colegas de Punta Arenas conocen en profundidad el calibre del drama que ustedes han vivido?», pregunté a Juan Carlos Tonko, destacado comunicador Kaweskar, previo al inicio del Seminario. «Muy pocos», me respondió casi resignado. Tonko, habitante de Puerto Eden, poblado Kaweskar ubicado en los fiordos al sur del temido Golfo de Penas, había sido invitado para compartir con el gremio la historia de su pueblo, diezmado a más no poder «pero vivos y todavía en resistencia», según nos enseñó. Su relato emocionó a todos. Cero resentimiento. Toneladas de dignidad. «Esta región le ha dado la espalda, históricamente, a su identidad originaria. El relato magallánico ha invisibilizado nuestra propia historia. Es tiempo de reconocernos, es tiempo de que nos veamos», señaló.
Cuando fue nuestro turno -me acompañaban los colegas Elías Paillan y Paulina Acevedo- solo nos quedó reforzar sus palabras. Lo medular ya estaba dicho. Y es que el principal desafío de la interculturalidad, sobre todo para quienes transitan el camino de la comunicación, es precisamente aquel de «reconocer» y «reconocerse» en el otro. Lo expresó y de manera meridiana el colega Kaweskar a todos los presentes. Y vaya si así lo entendieron. «¿Entonces podemos ser magallánicos y a su vez Kaweskar o Mapuches?», me preguntó intrigado un locutor radial de Porvenir tras la charla. «Algo así. Míreme a mí, soy mapuche y además chileno. ¿Por qué usted no podría?», le dije, medio en broma, medio en serio. «Lo encuentro maravilloso», me respondió.
«Última esperanza» es el nombre de una de las provincias de Magallanes. No pude dejar de pensar en ello mientras volaba de regreso a Temuco. Y es que allí, en Punta Arenas, estalló hace no mucho la mayor movilización ciudadana en democracia de la que Chile tenga memoria. El «Segundo Magallanazo» se le llamó, en alusión a la revuelta social acontecida en plena dictadura militar de Pinochet. O «La Guerra del Gas», haciendo un símil con lo acontecido hace unos años en Bolivia. Se trató en los hechos de una bofetada histórica al centralismo asfixiante de un Estado que se jura OCDE y aun no sale del siglo XIX. «En Magallanes durante días quien gobernó fue la Asamblea Ciudadana», me señaló en su taller Juan Carlos Alegría, destacado artista gráfico local, editor de «El Pingüino Mutante» y colaborador de La Prensa Austral entre otros periódicos locales. «El Estado central aquí desapareció. Corrijo; lo hicimos desaparecer», agregó entusiasta, mientras compartía con nosotros parte de su trabajo y unas botellas de tinto para capear el frío.
Antes que la CONFECH siquiera imaginará poner en entredicho la prepotencia del poder central, a orillas del estrecho un puñado de chilenos daba lecciones de dignidad a un país entero. Y lo hicieron recuperando la memoria, aquella que les habla de organización obrera, educación popular y apoyo mutuo. De sindicalismo obrero y socialismo libertario en definitiva, conceptos de seguro muy lejanos para los apóstoles santiaguinos de la guerra social con extintores. Solo agregar que semanas antes de nuestra visita, la ciudadanía local había conmemorado los 91 años de la Masacre de la Federación Obrera de Magallanes. Un magnificó libro del periodista puntarenense Carlos Vega recupera aquel fatídico capítulo, borrado y de un plumazo de la sacrosanta historia oficial. En fin. «Chile Federal», «Viva la República Independiente de Magallanes», «Punta Arenas nuestro Santiago», tan solo algunos de los rayados desparramados por los muros de la ciudad. Gracias Magallanes por tanta belleza.