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Sobre El invierno en Lisboa, de A. Muñoz Molina

Mal tiempo en Lisboa

Fuentes: Rebelión

La novela que me dispongo a comentar, siguiendo el método de la crítica acompasada, ofrece el interés añadido (el básico es el de pertenecer el autor, como los demás de los que me ocupo en estos artículos, al grupo de los promocionados por el sistema de la industria cultural) de tratarse de una obra paradigmática […]

La novela que me dispongo a comentar, siguiendo el método de la crítica acompasada, ofrece el interés añadido (el básico es el de pertenecer el autor, como los demás de los que me ocupo en estos artículos, al grupo de los promocionados por el sistema de la industria cultural) de tratarse de una obra paradigmática de la generación de la que Muñoz es considerado uno de los dos o tres más conspicuos representantes y, sobre todo, de eso que la crítica más influyente, y no pocos profesores de literatura, ha llamado «nueva narrativa», por razones de tan poca entidad literaria como que inició su andadura con la democracia y sus obras se venden en cantidades hasta ahora desconocidas en nuestro país. Paradigmática también porque con Muñoz se ha empleado, como con Javier Marías cuando se pide el Premio Nobel para él, la publicidad subliminal con grotesca exageración, haciéndosele el inmerecido honor de que sea el académico más joven de la Real Española de la Lengua y concediéndole, precisamente por El invierno en Lisboa, el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica de 1998. Se trata, sin embargo, de una obra en la que se cometen tantos errores de ésos que nunca debe cometer un novelista, que, en contra del que parece ser el sentir general, yo, que no conozco otras del autor, la situaría, junto con toda la producción de Javier Marías, Rosa Montero, Almudena Grandes, Juan Luis Cebrián y Maruja Torres, entre los más estremecedores engendros de la antiliteratura española de hoy, tan abundosa en ellos. El primero de estos errores, tan evidente que parece increíble que nadie lo haya señalado, es la desastrosa elección del punto de vista, probablemente la más torpe de toda la historia del género. Al narrar en primera persona, a través de un personaje con el que a todas luces el autor se identifica, que no está presente en más del noventa por ciento de las acciones que narra, se ve obligado a hacerle «recordar» pormenorizadamente, con absoluta inverosimilitud, lo que los demás -seis o siete- le cuentan, incluso de situaciones íntimas eróticas o higiénicas, con un lujo de detalles que resulta ridículo. Otros dos errores de bulto derivan ambos del afán de Muñoz, que se advierte desde las primeras líneas, de hacer literatura, y cierto que la hace, pero en el peor sentido de la palabra. Todas las manifestaciones -continuas- de este afán vienen a reducirse a especies de rebuscadas metáforas u otro tipo de comparaciones entreveradas de rebuscadísimas imágenes, de las que se pueden separar, por lo características que resultan al final de la lectura, las que llamo generalizaciones, siempre acompañadas de un adjetivación rebuscada y pedante -la mayoría provocan risa-, propias no sólo de este escritor -aunque en él de manera más llamativa y abundante-, sino de los miembros de su generación y de otro autor de muchísima más edad, pero que empezó a publicar «novelas» al mismo tiempo que ellos: Antonio Gala. Habrá que estudiar esto alguna vez en relación con su impotencia para hacer auténtica novela, por la ignorancia de todos ellos del hecho de que novelar no consiste en ponerse a contar cosas. En El invierno en Lisboa no hay una sola descripción de acciones o de lugares que resulte funcional, como debe ser en un género literario que, por definición, tiende a evocar y, sobre todo, levantar una realidad en la mente del lector con consistencia, bulto y expresividad. ¿Qué lector se imagina cómo es un rostro si le dicen que «ofrecía una sumaria dignidad vertical»? (p. 10). ¿Qué intuye de cómo se movían unas manos si le dicen que lo hacían «a una velocidad que parece excluir la premeditación y la técnica»? (id.). ¿Quién el aspecto de una persona del que le dicen, que «era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo»? (14). Uno anda muy deprisa, «como si huyera sin convicción de un despertar mediocre» (41). «Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia» (51). Se verán muchas más, pero mi predilecta es ésta: «Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias». ¿Quién no comprende cómo hablaba Morton nuestra lengua si le dan pistas tan claras? Que no son las únicas, por lo demás. Morton habla otras lenguas, y «se trasladaba [de una a otra] con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso». (57) Completamente en serio me atrevo a jurar que en ningún tiempo o lugar se han escrito imbecilidades más grandes. Quienes hicieron académico a Muñoz y los miembros de los jurados del Premio de la Crítica y Nacional de Literatura de 1998, si tienen dignidad, deberían suicidarse. Están también las generalizaciones. Según Muñoz, «a los treinta años, todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez». (p. 10). Es una generalización a todas luces estúpida. Ni yo ni nadie que yo conozca hemos caído en esa claudicación. Otro ejemplo: «En un hotel, nadie lo engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida». (17-18). ¿Sería capaz de explicar por qué dice esto? ¡Él! a quien, como todo el mundo sabe, le dieron en el vestíbulo del Palace el timo de la estampita… ¡Y con la cantidad de cuernos que se fabrican en los hoteles! Y otro error de bulto que empapa esta vulgar narración del robo de un cuadro es la presentación, puramente voluntarista, de todo cuanto ocurre -una reiteración de encuentros adobados en una mezcla de alcohol, cigarrillos, aporreamiento de teclados e ingenuas alusiones al sexo- como misterioso. Debería saber Muñoz que un personaje no es interesante ni un suceso misterioso porque el autor lo diga. Hay que presentar la actuación de aquél o el desarrollo de éste de manera que el lector deduzca que lo es. Produce estupor, a quienes no participamos de no sé qué tinglado que cubre a los implicados, en el aspecto, sobre todo, de la producción y promoción de sus novelas, que libros como Un invierno en Lisboa sean premiados por las instituciones públicas y privadas y jaleados por los críticos más influyentes y muchos profesores de literatura y académicos. Aunque no fuera lo ridículo -y lo mal estructurado, desordenadamente compuesto, en ignorancia completa de los principales elementos que tipifican una narración como novela y con faltas gramaticales y de léxico impropias de un académico y hasta de un bachiller-, lo ridículo, iba a decir, que es, sólo por la estética -o amago de ella- obsoleta, decimonónica, hasta pregaldosiana, en que se sustenta, completamente olvidado el autor de las cúspides artísticas e intelectuales que alcanzó el género novelístico en la primera mitad y un poco más del siglo XX, merece ser descalificado. Pero hay muchísmo más, como vamos a ver.

Capítulo primero.- La novela arranca con este párrafo:

Pág. 9,. «Habían pasado casi dos años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado bebiendo juntos la noche anterior no en Madrid, sino en San Sebastián, en el bar de Floro Blum, donde él había estado tocando durante una larga temporada».

Fíjate, oh lector normalizado y equiparable, cuánta torpeza de lenguaje, imprecisión incorporada: 1º.- ¿Quiere decir que la falta de énfasis tiene que ver con que el reencuentro tenga lugar en Madrid y no en San Sebastián y, concretamente, en el bar de Floro? («Mutuo saludo» no es, por ende, una expresión literaria.) 2º.- ¿Quiere decir que, aun habiendo ocurrido en San Sebastián, el artilugio medidor del énfasis hubiese marcado otro número de grados si el encuentro hubiese tenido lugar en otro bar? 3º.- ¿Es la bebida factor que puede introducir variaciones en el énfasis saludatorio de Muñoz y su amigo de extraño apellido? 4º.- La lógica interna, la prosa novelística, exigían escribir «una media noche», porque si se le dice, como se le dice, «a media noche», el lector deduce que no es irrelevante la hora y espera que un Muñoz bien dispuesto le aclare por qué. ¿Deduces, lector, la razón de todo esto? No he necesitado más que siete líneas para descubrirlo. Es la primera novela que leo de Muñoz y ya he podido deducir que no es novelista. Pertenece a esa fauna, tan extendida por el solar hispano, de los que creen que novelar es ponerse a contar cosas. De los que ignoran la importancia de la composición, de la forma de presentación de la realidad, del tratamiento del espacio, el tiempo, el juego de alusiones y elusiones, el extrañamiento, el punto de vista, el perspectivismo, el contraste y todos los demás factores que contribuyen a constituir una novela en obra de arte -de otro modo, será novela sólo aparentemente-, algo que es mucho más que el simple relato de unos sucesos en secuencia más o menos entretenida. El verdadero novelista -no el relator de historias que, con la complicidad de académicos, profesores de literatura, críticos literarios y ministros de cultura de este país culturalmente subdesarrollado, pasa por tal- configura en su propia mollera un proyector y una pantalla, con las que, al toque mágico de una prosa evocadora, presentizadora, realizadora, va construyendo los sucesivos fragmentos del mundo novelesco en la cámara oscura en que se constituye, por mor de ese mismo estímulo, la mirada interior del lector. El falso novelista relata, no novela. El falso novelista como Muñoz no maneja imágenes evocadoras ni representaciones, sino palabras. Es más, no es que no sea capaz de hacerlo, que no lo es, es que cree que es eso lo que tiene que manejar: palabras. Y de esta actitud mental a la de creer que da igual cuáles sean esas palabras no hay más que un paso. 2º párrafo, 1ª línea.- Si nos dice usted, Muñoz, que el batería francés era nervioso, muy joven, tenía aspecto nórdico y se llamaba Buby, ¿por qué no nos da ningún detalle del bajista negro? ¿Tiene usted algo contra los negros? Pág. 9.- «…no era un seudónimo sonoro para su oficio de pianista» es una frase torpe en todos sus binarios: «seudónimo sonoro», «sonoro para su oficio», «oficio de pianista». La blandura mental de Muñoz, provocadora de chorradas tales, hace lamentar que, mediante técnicas de marketing, lo hayan convertido en personaje. (El mismo día en que redacto estas líneas, el diario El País anuncia a toda vela en su primera página un artículo de Muñoz sobre el terrorismo, que resulta tener más lugares comunes y tópicos que palabras.) Por delitos menores contra la madurez, alumnos del Taller de Literatura del Centro de Documentación de la Novela Española han dejado de serlo. Para comentar las dieciséis atribuladas líneas que vienen a continuación, necesitaría un número de páginas que ni Muñoz, ni los académicos que lo tomaron por docto e inmortal ni los críticos y profesores de literatura que lo tienen por escritor se merecen. Quien pueda seguirme, que me siga en las siguientes afirmaciones que mis colegas del Círculo de Fuencarral, constituidos en Comité de Expertos, consideran indiscutibles: el conocimiento que Muñoz tiene de la realidad es equivalente al que tendría un octogenario ciego que se hubiese pasado la vida andando de espaldas y con la cabeza metida entre los gandumbales; es decir, nulo. No comparo su situación con la de un colgado en la última percha de la caverna platónica porque no estoy por hacerle una lisonja después de los disgustos que me lleva dados y los que amenaza con darme. Pero sí la comparo con la de Ña Encarnación, la madre de Enedina, la portera del Fierabuilding, que, como aquel Mr. Chance interpretado por Peter Sellers, sólo conoce la vida por el sucedáneo de ella que ofrecen los seriales de la televisión. Por otra parte, la descripción muñoziana de la música de su amigo de extraño apellido resulta un despropósito tan rebuscado y sin gracia como lo sería la deposición de un tartaja español analfabeto y borracho en un juicio celebrado en Londres por hurto de ropa interior en unos grandes almacenes. Entiéndaseme: Muñoz tiene tan poco mundo, que cree que, mencionando un bar de San Sebastián que se llama Lady Bird, está poniendo una nota de exotismo o cosmopolitismo capaz de impresionar a un lector hodierno, incluso a un lector avezado en lides viajeras. Id.- «Le reconocí en seguida, pero no puedo decir que no hubiera cambiado». En rigor, esta frase no es incorrecta, pero es tan pobre, tan de hablar con amigos en un bar, donostiarra o no, que se llame Casa Pepe, que resulta intolerable en una obra que se pretende literaria. De hecho, suena a frase del estilo de «era invierno y sin embargo llovía». Si Muñoz aspira a ser académico y a que le den el Premio Nacional y el de la Crítica debe evitar tales atentados contra el decir inteligente y claro. La prosa novelística no sólo no tiene que ser la de un telegrafista en huelga de celo, sino que, por el contrario, ha de acudir a la perífrasis o el circunloquio si es necesario. No ritmo de la prosa, que esto pertenece a la lírica, sino potencia evocadora y presentizadora es lo que requiere. Pág. 10.- «Llevaba una camisa oscura y una corbata negra (¿es que el negro no te parece oscuro, Muñoz?) y el tiempo había añadido a su rostro una sumaria dignidad vertical». Quien no perciba la torpeza de quien recurre a una copulativa propia de lenguaje burocrático o de barbería de pueblo, para arrebujar corbatas y camisas con tiempos y rostros es que no tiene sensibilidad para el arte literario. Y quien no capte lo ridículo que resulta un jefe de negociado o un barbero intentando manipular el espaciotiempo einsteniano para que haga cosas tan raras como añadir sumarias dignidades verticales a un rostro humano es que tiene menos vista que Pepe Leche, aquel que tropezaba con un poste de la luz y le pedía disculpas. (Es increíble que a un tipo con la mentalidad de Zoñito Muñoz y que escribe como lo hace Zoñito Muñoz, lo nombren académico y le otorguen, por esta novela precisamente, los premios Nacional y de la Crítica. Si se piensa que Zoñito Muñoz ingresó en la Academia Española el mismo día que Marguerite Yourcenar ingresó en la Francesa y que por el mismo tiempo se negó el acceso a la misma a José Luis Castillo Puche y al profesor Quilis en beneficio de Cebrián, jefe de Muñoz, se comprenderá que en la UE se diga que España es una deformación grotesca de la civilización europea. Dudo que Zoñito Muñoz limpie, fije ni de esplendor a nada, como no sea a los botines del director de la docta casa. Sé perfectamente -por las pruebas- que en España no hay nadie capacitado para darse cuenta de las cosas de que yo me doy, por mi ascendencia anglosajona y mi asistencia desde muy niño a un colegio de pago. Aquí la gente, si se entera de lo que un escritor quiere decir, no repara en incorrecciones gramaticales ni, como es el caso, en pobrezas de estilo ni gachupinadas conceptuales. Sírvanse atender a mi batuta. Comprobarán qué claro está que la prosa de quien no ha merecido el honor de ser el académico más joven de la historia, pero se lo han dispensado, discurre sin fluidez, a trompicones, torpemente y entre escollos que en ningún caso quien la escribe salva airosamente. ) Pág.- 10.- «Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez.» Al leer esto me cabreé y salí corriendo a ponerle un telegrama a Muñoz: «¡Claudicarás tú, gilipollas!» Y no es esta chorra generalización lo único que se puede señalar a propósito de esas doce palabras, que son tan memas formalmente como conceptualmente. «Claudicar hacia» no es el tipo de expresión que uno pondría de ejemplo en un manual de preposiciones en su tinta. Por otra parte, el hecho de que bebé Muñoz, cada vez que entre en la docta casa, se encuentre rodeado de vejestorios innobles no le autoriza a -segunda generalización estúpida- a calificar de innoble la, desde Séneca a Maruja Torres, considerada nobilísima senectud. Y conste que no creo la desdichada afirmación producto de la malquerencia, no. Muñoz, que «claudica hacia» la chochez como cada quisque, al igual que todos los bestsellerados españoles, ésos que creen que novelar es ponerse a contar cosas, incurre en estos dos galatasarais o defectos graves: 1.- Habla por hablar, es decir, escribe por escribir, para llenar páginas. 2.- Enrevesa las palabras y las (pocas) ideas, para parecer cultivado y profundo. En el siguiente párrafo, un claro ejemplo de ello. Id.- Según Muñoz, el personaje sobre el que lleva casi dos páginas diciendo tonterías -no podemos señalarlas todas- era de ésos «que viven, aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado en la adolescencia». Lee esto Freud y entra en coma. Es un ejemplo supremo del vicio de hablar por hablar, sin previa reflexión; lo contrario de lo que, según todos los códigos, debe hacer quien aspire a un sillón en la Academia y a que un día le otorguen el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura. -Si viven con arreglo a lo que sea, ¿cómo lo van a ignorar? -«Probablemente». Si no estás seguro, Muñoz, ¿cómo puedes afirmar todo lo demás? -¿Quién le fijó el destino? Esas cosas, si no se dicen porque no se saben y no se saben porque no ocurren, vienen a parar en expresiones huecas o, como yo suel decir, en tonterías. Usted debería saber, Muñoz, ustedes deberían saber, señores académicos y jurados de los premios Nacional y de la Crítica, que el destino que se fija es el que implica otra acepción del término. A Muñoz, por ejemplo, le fijaron el destino después de que ganara una plaza de auxiliar administrativo de segunda en el ayuntamiento de Granada, de donde nunca debió marcharse. Como Antonio Gala, como Almudena Grandes, como Javier Marías, como tantos bestsellerados, Muñoz esparce abundante cantidad de yoes por todas sus páginas: yo miré, yo fui, yo le dije… Propio de mal escritor, pero puede que de buen administrativo. Atiende, Muñoz: si conjugas la primera persona del singular del pretérito imperfecto de indicativo, no hace falta que yoyees; todo el mundo sabrá que detrás de esa forma verbal se esconde un yo felizmente reinante. Siguiendo con el párrafo sin desperdicio -o puro desperdicio, según se mire- de la página 10, diré que puedo entender qué es una juventud serena (mi primo Sebastián, sin ir más lejos, vivió una juventud que podría calificarse así, por lo que todos le envidiábamos), pero ¿qué es «una juventud enconada», por el Dios Padre de todas las batallas? ¿O quisiste decir enmadrada, en su torpe acepción de encoñada, y se escapó la tilde? Y tampoco entiendo qué quiere decir el encausado al afirmar que quien es como su personaje «se afianza en una extraña juventud». Por otra parte, con tantas frases de sonido y/o contenido funcionarial, sigue sin decir nada. Un personaje, una juventud, no son extrañas porque un balbuciente escritor lo afirme. Tendría que hacernos ver la extrañeza mediante la adecuada presentización de la realidad novelesca. Pág. 10.- «La mirada fue el cambio más indudable que noté aquella noche en Biralbo…» Señores académicos, señoras y señores del jurado, consideren esta expresión, denotativa de una corpulenta y manumitida falta de recursos para expresar lo que se quiere expresar: «La mirada fue el cambio…» ¿De verdad? ¿Una mirada puede bajo algún supuesto ser un cambio? Es evidente que este pésimo redactor, que no hubiese aprobado el ingreso en el Centro de Documentación de la Novela Española, quiso decir algo así como: «El que se había producido en su mirada fue el cambio…» [Cambio] más aparente, más llamativo, más perceptible… Cualquier adjetivo hubiese sido más literario que el funcionarial y pedestre «indudable» que tú empleas, oh académico de la lengua sucia. ¡Cuánta torpeza, Virgen de la Almudena, en este escribiente injustificadamente envanecido! ¡Cuánta falsedad, cuánta corrupción, cuánto desprecio a la inteligencia y a la cultura por parte de quienes, desde Prisa y la Academia, lo han llevado a ocupar un lugar que no merece! ¡Y cuánta incompetencia, cuánto conformismo, cuánta deshonestidad la de los directores de suplementos literarios, críticos y profesores de literatura que dan por bueno lo que Prisa y la Academia dictan! ¡Puto país, donde la mediocridad es una garantía de supervivencia! (Mientras otras literaturas han producido Ulises, A la busca del tiempo perdido, Doña Bárbara, Sobre héroes y tumbas, Rayuela, El extranjero, Cada hombre en su noche, Ciego en Gaza, Luz de Agosto, El viejo y el mar, Manhatan Transfer,La conciencia de Zeno, El hombre sin atributos, Farenheit 451, Los idus de marzo, Alexis Zorba, Memoria de Adriano, Una mujer para el apocalipsis, La hora veinticinco, Heliópolis, Los ojos de Ezequiel están abiertos, La primera y la última humanidad, El castillo, Las uvas de la ira, La celosía, Malone muere, etc., etc., etc., aquí se vienen considerando, desde hace más de medio siglo, acontecimientos literarios Viaje a la Alcarria, La colmena, y capulladas como la que estoy comentando, de la que dijo el director de Seix Barral, una editorial que pasa por seria, y repitieron los críticos y los periodistas hacedores de entrevistas y de entuertos: «es al mismo tiempo un homenaje al cine ‘negro’ americano […] y al mundo del jazz […], una singular y poderosa creación literaria […con…] un envolvente aliento poético […que…] confirma plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la novela española». Consignas que, adobadas en baba literaricida, repitieron todos los críticos del sistema y sus aledaños. Estamos aviados. Como diría el maestro de maestros Timothy Alexander O’Garthia: ¿por qué cojones tiene que homenajear el cine americano un escritor español? ¿Ha homenajeado algún americano a Antonio Resines o a Marisol? ¿O es ésa la excusa para entrar a saco en unas cuantas películas y aliñar una historia porque la imaginación non da ni Salamanca presta?) Id.- «…pero aquella firme mirada de indiferencia o ironía era la de un adolescente fortalecido por el conocimiento. Aprendí que por eso era tan difícil sostenerla». Insultada la noble ancianidad, Muñoz no se recata ante la adolescencia. ¿A quién le era difícil? ¿A él? ¿A su [de Muñoz] portavoz? ¿Por qué te empeñas en decir que Biralbo era un bicho raro, si no eres capaz de presentarlo como tal? Haz la prueba, oh lector indefenso y fieriforme: pregúntale a Muñoz qué quiso decir con eso de la firme mirada de indiferencia o ironía como propia de un adolescente fortalecido por el conocimiento y el fosglutén. Si te lo dice y consideras satisfactoria su respuesta, ven a celebrarlo con nosotros. Id.- «Durante más de media hora bebí cerveza oscura y helada.» Aparte señalar que en este punto tendría que haber aclarado si le entraron o no las muchas ganas de mear que tanta cerveza provoca, hay que decir que bebé Muñoz tuvo que aprender el adjetivo oscuro en jueves, tantísimas veces lo repite.

En su afán de presentarnos al del extraño apellido como un tipo raro, proclama que «sus manos se movían a una velocidad que parecía excluir la premeditación o la técnica». ¿Quién, antes que yo, se dio cuenta de que esto es pura verborrea, incoherencia pestidonte, impotencia expresiva? ¿Quién se ha dado cuenta de que éste que viene pasando por «uno de los valores más firmes de la novela española» y ha sido el más joven académico de la lengua (de una Academia ciertamente devaluada al haberse convertido en una factoría de prestigios sociales ajenos a la literatura), premio Nacional, premio de la Crítica, no es más que un gilipuertas? Ahora, deléitese el lector, sin mi ayuda, con las chorradas que escribe Zoñito Muñoz -cuya cultura, evidentemente, es de oídas- acerca del azar y la necesidad, antes de vomitar sobre el teclado lo siquiente, en pleno ataque de ufanía: «igual que el humo de un cigarrillo adquiere forma de volutas azules». El humo de un cigarrillo, querido Muñoz, consiste en volutas azules. ¿Cómo va a adquirir forma de aquello que ya es? Continúa regurgitando el inmortal en cierne: «En cualquier caso (expresión funcionarial; por tanto, aliteraria), era como si nada de eso concerniera al pensamiento o a la atención de Biralbo». ¿Qué querías? ¿Que se pasara la vida preocupado por que las volutas azules no le entraran en los ojos, el color de la cerveza que usted toma o el número de teclas que tiene ante las narices? Señalémoslo una vez más: todo esto es hablar por hablar, escribir por escribir, impotencia creativa. De un capítulo de siete densas páginas, apenas veinte líneas son funcionales, que es lo primero que debe ser la prosa novelística. Muñoz no deja de mirar a Biralbo. Ahora se interesa por «sus gestos menores». En numerosas áreas de habla española, «gestos menores» equivale a orinar en cuclillas. De efectuarlo de pie, serían aguas menores. ¿Por qué ese interés extravagante? No lo dice. Pág. 10-11.- ¿Por qué presenta como un misterio trascendental que un pianista le pida a la camarera un whisky por señas? ¿Por qué considera que, para comprender el trance, es necesario precisar que era rubia y vestía uniforme? ¿Por qué no utiliza su influencia de personaje alcurne para que la despidan, si es incapaz de comprender una señal si no la miran muchas veces? En fin: ¿por qué puntualiza que la camarera servía las mesas? ¿Qué iba a servir? ¿Las papeleras? Y otra ristra de yoes: yo advertía, yo miraba, yo pensaba… Las digresiones son de agradecer cuando las hace un escritor de talento, como Aldous Huxley o Andrés Bosch. Cuando las hace quien, como Muñoz, no tiene nada gracioso o inteligente que decir y, además, se ha propuesto como sagrada misión llenar líneas, el lector corre el riesgo de contraer el baile de San Vito. Todo cuanto Muñoz escribe en estas páginas sobre posturas, sonrisas, señales, tragos, manoseo del teclado es absolutamente chorridento. Seguro que el lector, dispuesto a perdonárselo todo, menos que se fume un cigarrillo después de echar un polvo, cambiaría todas estas informaciones por un banco de pista en el Vicente Calderón. Hay que tener pocas cosas que decir, para decir las que dice esta hombrecito. Pág 11.- Sospechando tal vez que todo cuanto lleva escrito pueda resultar incoherente y memoncio, ensaya una coartada: «El abuso de la soledad y de la cerveza helada me conducía a iluminaciones arbitrarias». Desde luego, el Muñoz no pertenece al Club del Hachís. Empezó con las aceitunas en su terruño natal y de la cerveza de grifo no ha pasado. Lo mismo en cuestión de libros. Los columnistas moralistas de El País representan el techo de su formación filosófica. Si Pablo de Tarso se hubiese iluminado con tanta facilidad, hoy tendríamos un papa campeón de decatlon. Para evitar males mayores, aconsejamos a la administración de la Academia Lenguaraz que, cuando se prevea la llegada de Muñoz, abarroten el bar y calienten la cerveza.Tan claro veo, desde este primer capítulo, que ninguna de las divagaciones chorridentas de este primer capítulo representa el más mínimo papel en la economía del relato, que tentado me siento de poner una denuncia. Pág. 11.- Hablar de «un trabajo prolongado y liviano» en medio del relato de la conmoción que, según Muñoz, se produjo cuando los tres músicos dejaron de tocar, puede no ser un pecado mortal bajo la óptica de determinadas sectas protestantes, pero en una Academia en la que son figuras cuspidernes Francisco Rico y De la Concha, debería serlo. Id.- Ahora Muñoz supone todo lo que el raro de apellidos y modales había visto en él, con exactitud, desde la tarima. ¿Por qué no se lo preguntaste, oh inmortal, cuando llegó a tu lado. Te hubieses ahorrado una metedura de extremidad inferior, porque en «suponer con exactitud» hay contradictio in terminis.

Una vez, me puse ante el espejo, mientras una gran amiga, dispuesta a todo por mi felicidad, me iba dictando los movimientos de un personaje, secundum Juan Luis Cebrián (apud La rusa, cfr. pp. 1 y passim): «Sacó el labio inferior mientras adelantaba el mentón y encogía los hombros, para ocultar el temblor de las orejas y los párpados, que arrugó mediante una contracción repentina de la frente. La nuez subía y bajaba como un ascensor en día de cobro. Entonces tragó saliva, haciendo que las mandíbulas se contrajeran, al tiempo que inflaba las mejillas y enarcaba las cejas…», etc. Terminé con tortícolis y feo para el resto de mis días. No aconsejaría al lector del invierno lisboeta, por su bien y el de sus seres queridos, que tratase de imitar los movimientos físicos y del ánimo que realiza Biralbo en cuatro páginas. Acabaría en la UCI. Desde extraviarse inmóvil («como quien entra en un lugar con demasiada luz», precisa Muñoz) hasta «andar de una manera elusiva»; desde moverse con lentitud y sagacidad, «como si ocupara un lugar duradero en el espacio», hasta «beber con solvencia» imprudentes martinis, pasando por acumular pasado sobre sus hombros, tocar mirando hacia el público, el tronco erecto, la mirada hacia arriba y haciendo rápidas contraseñas, sonreir «como puede sonreir un ciego, seguro de que nadie va a averiguar la causa de su regocijo», y rascarse el culo con el pico de una mesa, hace todo cuanto aseguran hace Muñoz apenas se levanta, dispuesto a iniciar un carrerón que lo lleve un día a la Academia.

Sigamos -todavía página 11-: también Muñoz supone muchas cosas de Biralbo, en Biralbo y por Biralbo, y es de temer que no nos va a ahorrar la descripción de ninguna. Algunas ya las hemos considerado: «pensé que se había vuelto más lento o más sagaz, como si ocupara un lugar duradero en el espacio». ¿Qué querrá decir esto? Pienso en Sthepen Hawking, en el disgusto que se llevaría leyendo tal cosa, y decido dar un consejo a Muñoz, de manera absolutamente desinteresada: Muñoz, prenda, está seguro de una cosa: cuanto más te estrujes la sesera, peor, más chorradas expeles. Hazme caso: escribe como hablas. Será terrible, pero menos peligroso. Y, al menos, dejarás tranquilo a Hawking. Págs. 11-12.- El raro y el corrientito se saludan sin efusión y ello, afirma Muñoz, es consecuencia de lo siguiente: A).- La de ellos había sido «una amistad discontínua y nocturna». B).- Dicha amistad «se había fundado más en la similitud de preferencias alcohólicas que en cualquier clase de impudor confidencial» (sic). C).- Aunque bebedores solventes, ambos desconfiaban «de las exageraciones del entusiasmo y la amistad que traen consigo la bebida y la noche.» Pero… Como no hay regla sin excepción, una vez Biralbo le habló «de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmante -Lucrecia- y de un viaje del que acababa de volver». Una vez más, ¡cuánta pobreza, Dios tonante del Sinaí! Y, para colmo, luego de detallarnos hasta la pesadez todas estas simplezas va y nos dice que, al día suguiente, no se acordaba de nada de lo que su amigo intermitente y nocturno le había contado. ¡Si se llega a acordar! Pág. 12.- ¿Es correcto decir «yo insistí en la cerveza»? Lo que es sonar, suena muy mal, y yo critico con arreglo a la ley de la entropía y el buen gusto, en las antípodas de la académica de la retórica y el diccionario . De ser la frase, además de malsonante, incorrecta, constituiría la joya de un párrafo tontorrón sobre los olores que porta la camarera, que Muñoz califica de planos y agradece. Como apuntaba un jueves santo Manuel Asensio, quien no tiene nada que decir, en cuanto se le presenta la ocasión, se pone a hablar de olores. Pág. 12.- Las evocaciones de Muñoz y el pianista de su común pasado donostiarra son tan poco interesantes como lo que nos dice Muñoz de su presente. Pág. 13.- que YO estuve… YO no estaba… YO dije… ¡Pesado! Id.- Digna criatura del relator Muñoz, Biralbo excrementa la siguiente memez: «Pero un músico sabe que el pasado no existe. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado (¿cómo -tercio-, si no existe?) sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente». Exactamente lo que piensan los tontos de pueblo: que si ellos cierran los ojos, el mundo desaparece. Pobres realistas dogmáticos cuyo remedo de pensamiento fluye con la baba que resbala desde las comisuras de sus labios. Y otra cosa, Muñoz, antes de abandonar este párrafo indesperdicie: la expresión «esos que pintan o escriben» acredita a quien la ha concebido como un negado para el arte literario, ¿qué digo?, para la simple redacción colegial aspirante a un aprobado por los pelos. (¡Qué afortunado eres, Muñoz! ¡Qué poco tuviste que hacer para entrar en la Academia! Fíjate: José Luis Castillo Puche, manejando el idioma como pocos lo han hecho en este siglo, tocando temas trascendentales, levantando mundos irrepetibles, dibujando personajes inolvidables, no lo ha conseguido! En cambio, tú, con cuatro chorraditas, ya ves. Reconozco tu mérito: te has sabido mover -con algún empujoncito, por supuesto- por este estercolero cultural situado en los suburbios del continente. Pág. 13.- Apuesto la inclinada cerviz a que Muñoz, tan digno número cuando militaba en la Guardia Civil como indigno numerario de la Academia, se cree muy ingenioso con ese lío que se arma hablando del pasado y de la música, el presente salvado en los discos, la exposición de tontería comparada de fotos, discos y sellos de correo… Todo ello demostrativo de su ignorancia de lo que son las artes espaciales y las temporales. Nada más patético -sentencio- que un cateto creyéndose Oscar Wilde, porque ha ido al cine más veces que el alcalde de su pueblo. Id.- «reprobación del pasado…» No del pasado de su personaje o del tan desperdiciado suyo, no: se refiere al segmento así llamado del espaciotiempo. ¿Sabrá lo que dice esta criatura perdida en la confusión de su ignorancia irredimible? Id.- Menos mal que su maldad, rayana en la perversión, literaria la compensa con agudas observaciones psicológico-conductistas: de la mirada, los gestos y la manera de andar de una persona deduce en ella «una involuntaria propensión a lo patético». Nadie, absolutamente nadie que no estuviese seguro de escribir para españoles en general y para académicos, críticos, profesores y editores españoles en particular, se arriesgaría a escribir semejante majadería sin pararse a pensar en las consecuencias. Continúa transitando su órbita beoda el aerolito: admitido que un ente, real o de ficción, encarnase tan elevado grado de estulticia, a nadie le extrañaría que se pasase el día mirando a los ojos. Según Muñoz, ello es posible «si se pierde el hábito [anterior] de vigilar de soslayo las puertas que se abren». Id.- ¿Hasta qué abismos de gilimanjarez eres capaz de descender, oh Muñoz? ¿Cómo, después de autopresentarte como un tipo cosmopolita que bebe cerveza oscura y fuma habanos mentolados, de ingenio wildeano -de hecho, ni pseudobenaventino- escribes aquestotro:? «Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que YO la estaba mirando». Reconócelo, criatura: tú no te has librado aún del polvillo de la dehesa… Es eso ¿no? Parece caspa. Por ende, reprimido sexual a lo Umbral, a lo Cela, a lo Almudena Grandes. Pág. 13, últimas líneas.- Un problema para ti, lector avizorante y despendolado. Escribe Muñoz: «Pensé: Biralbo se acuesta con ella, y me acordé de Lucrecia, de una vez que la vi sola en el paseo Marítimo y me preguntó por él». Si adivinas qué dice y/o quiere decir quien, además de académico, Premio de la Crítica y Premio Nacional de Literatura, es valor firme de nuestra narrativa y suscitador de envolventes alientos poéticos (y de cerveza, supongo) sin parangón posible, escríbeme utilizando el sobre adjunto. No necesita franqueo. Pág. 14.- La inaugura también con una observación aguda, made in Muñoz: «Su aspecto [de Lucrecia] era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo». Tiene que ser maravilloso dar un paseo con este portentoso observador, por el Real de su pueblo. ¿Se imaginan sus comentarios, productos de una aguda introspección en las almas en pena? -Mira esa: mueve el culo como quien pasea por Sunset Boulevard, mientras mira de reojo si llueve café en el campo. -Ese que va ahí, se rasca las pelotas no porque le pican, sino para compensar los veinte duros que ha perdido jugando a la petanca. En el fondo, sabe muy bien que las pelotas no existen, que son un invento de los curas franquistas. -Daba la impresión de ser un tipo que suele dormir con la ventana abierta, como arrepentido de su orgullo de hincha del Real Madrid. Y así sucesivamente. Id.- ¿Creías, lector adobado y ecuánime, que Muñoz había vaciado ya el tarro de las vaciedades? Po eccusha: «Me he librado del chantaje de la felicidad […]. De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio». ¡Por los clavos de Cristo, en serio! ¿Cómo se pueden decir tales gilipolleces? -Ésta vale para descalificar a un indivíduo como sapiens– ¿Cómo es posible que de más de cuarenta millones de españoles ni uno solo la haya señalado como lo que es? Pregunten al Muñoz qué carajo quiso decir y le verán temblar como quien abdica temporalmente del orgullo injustificable en un desertor de la Benemérita. Este tío, por comparación, convierte a don Francisco Umbral en un intelectual muy serio. A continuación -y no se puede ya caer más bajo- se erige en precursor o seguidor de Almudena Grandes: «Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo». Sino que Almudenne hubiese llevado la deducción hasta el límite: «Aunque se nota que hace meses que no follas».

El Centro de Documentación de la Novela Española pugna por elevar el techo intelectual. imaginativo, técnico y estético de nuestra narrativa, pero, ante los desmanes de estos/tas analfabetos/tas, preferiríamos -y así se lo aconsejamos con todo afecto- que se limiten a lo suyo, que es el porrón y los betuneros, la caspa y la pringue, los jodedores y las folladoras, el magisterio de Cela, las procesiones de pueblo y los toros destripados… A ser posible, presentados a través del cristal de un espejo cóncavo, donde se refleje como es la miserable literatura de España. Id.- Muñoz decide dejar de beber cerveza, porque, si no, razonablemente vivo como se sentía, iba a empezar a hablarle al otro de su vida. «Lástima que no abrazara el noble estado de abstemio antes de empezar la novela», pensará el lector, con más razón que un santo, que diría Antonio Gala. Id.- De nuevo toma la palabra Biralbo, quien, al parecer, no tenía prejuicios anticerveceros: «Uno no se resigna. Esa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña». Digo yo: -Muñoz ignora lo que es una superstición. -Muñoz cree que el orbe católico se reduce al colegio de ursulinas donde se educó y cuyas influencias aún acusa. -Muñoz pretende quedar razonablemente bien haciendo decir al pianista tonterías mayores que las suyas. -Muñoz se empieza a poner pesado con lo de las suspersticiones católicas. Se comprende la advertencia del cardenal Ratzinger al papa: «Con Muñoz hemos topado, Karol». Id.- «En aquellos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y terrible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro». Aparte de que ni el propio literaturicida sabe lo que quieren decir estas líneas, ¿de dónde, cuándo deduce el personaje tantos despropósitos lógicos y conceptuales? Algunos negros, cierto, tocan el piano; también algunos blancos lo hacen. ¿Puede alguien dudar de que hay muchos negros y blancos que se muestran bastante torpes en ese menester? ¿Por qué, entonces, nos da a entender Muñoz que todos los negros tocan bien y además con ironía? ¿Qué leches quiere decir tocar el piano con ironía? ¿Sabe el rellenador de páginas lo que dice? ¿Por qué los críticos, académicos y profesores de literatura españoles se tragan tantas estupideces y además las premian? (Lo primero que se les inculca a los alumnos del CDNE es a no hablar por hablar y a no tomar el nombre de la novela en vano, en celebrada expresión de Leo Bastardi. De donde se siguen, entre otras, las exigencias de no cacarear subido en un andamio ni masturbarse la mente para parecer profundo, ir a la escuela primaria antes de ponerse a escribir una novela, etc.) Id.- El hecho de que Biralbo hubiese aprendido a desdeñar y a elegir (no se informa al lector expectante y bien dispuesto de qué deduce el narrador que lo hubiese hecho) y a tocar el piano con ironía (tampoco se le dice en qué consiste esto) da por resultado que sus amigos, incluido Muñoz, no le reconozcan. Sorprende que, en tal caso, se haya decidido a saludarle. Pág. 14.- «…oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos». ¿Por qué «con una cierta»? ¿Por qué afirmas tácitamente que los bebedores tempraneros son dignos? ¡Muñoz de los cojones! ¡Eres un desgraciado si te crees escritor! Post Data: Las generalizaciones estúpidas son propias de los bestsellerados españoles. El record que ostentan ex aequo Almudena y Javier Marías creemos que, concluida esta novela, va a pasar a las vitrinas del académico Muñoz. Pág. 15.- Primero dice que por fin había logrado vivir de la música y a continuación afirma que se gana la vida de una manera irregular. ¿En qué quedamos, Muñoz, que nos vas a volver locos? Mas no concluye ahí la alegre información. Dice que «irregular y un poco errante». ¿Qué puñetas «un poco»? O errante o sedentaria. Esto es como los empleos: no los hay medio fijos. Id.- A continuación, un nuevo lío: «…tocando casi siempre en los clubs de Madrid (¿en todos, Muñoz?; en otro caso, sobra los), y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann». Si hubieses escrito «muchas veces, aunque no con tanta frecuencia», estaría bien; pero si escribes «de tarde en tarde», lo de «no con tanta frecuencia» no concuerda. Continúa el pensador: » ‘Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música’, dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos». Dejando aparte lo de ser «sublime sin interrupción», que sonroja a un mochuelo de cerámica, digamos que lo que a continuación quería decir Muñoz es «citando una frase de los viejos tiempos», no «usando una cita», pues es ahora cuando la frase se convierte en cita. ¿Lo entendéis, patres conscripti? ¿Lo pescáis, enfants de la patrie? Muñoz, ¿te das cuén? Luego pone dos puntos (¡¡¡), regresa a lo que estaba diciendo antes del punto y seguido y espeta por sorpresa que «tocaba algunas veces […] en discos imperdonables». ¿Cómo se toca en discos, Muñoz? Y ¿qué puñetas son discos imperdonables? Id.- «Si YO oía un piano en una de esas canciones de la radio…» Vamos a ver: el piano ¿lo oías «en las canciones»? No es exacto. Por otra parte, ¿qué quieres decir con esa generalización tan chorra como injusta? ¿Por ventura desprecias todas las canciones que se oyen en la radio? Son demasiadas. Id. Por fin logra Muñoz convencernos de que el pianista es un tipo raro: se aparta de él «junto al resplandor helado (???) de los ventanales de la telefónica…» Como Spiderman. Para coronar el inolvidable capítulo, Muñoz, al ver regresar a su amigo al resplandor helado de donde él no se ha movido, dice la siguiente memez: «cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver». O sea, que John Wayne, con una novela en el bolsillo, tiene una intensa sugestión de carácter, ¿no, Muñoz?

Capítulo segundo , pág 16.- Continúa Muñoz homenajeando al jazz y Biralbo «tocando en un disco». ¿Encima? ¿Dentro, luego de empequeñecido por Asimov? Muñoz se confiesa a medias: «Soy más bien impermeable a la música». ¡Y a la literatura, hombre! Puesto a confesar, ¡confesión general! Y yo, y yo… ¡Si ya sabemos que eres tú el que escribe, muchacho. No yoyees más. Es falta común a los bestsellerados. Cualquier día nos informa García Posada de que, capitaneada por Muñoz y Marías, existe en España la escuela narrativa del yo-yo. El afán de Muñoz de querer hacer ver que hay misterio donde no hay más que palabrería se manifiesta contínuamente. Contínua y vanamente. 1.- En la música de Billy Swan (el del disco) hay algo muy importante para Muñoz pero que Muñoz no aprehende. No se comprende entonces cómo sabe que es importante. 2.- Dice Muñoz que Billy Swan no es uno de los mejores trompetistas de este siglo, según ha leído en un libro de su amigo, sino que, según se desprende de este disco (el disco de Muñoz), «parecería que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo». Tabarra aparte, ¡qué ganas de amenazar con el paro a tanto honesto trompetero! 3.- Y no digamos ya -no diga Muñoz- si, además de soplar, canta: «era la voz de un aparecido o de un muerto». Como no sea a un muerto de aburrimiento, no creo que Muñoz haya oído cantar a muchos muertos. Pág. 16.-«Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas…» Mira, Muñoz., que no estoy dispuesto a pasarte una: ni todo el que bebe a solas se torna lúcido, ni aquéllos a los que el alcohol les clarifica las entendederas dejan de gozar de este gratificante efecto porque beban en compañía. Déjate, pues, de generalizaciones memas y calla si no tienes nada que decir. Y, a todo esto, fíjense cómo aprovecha Muñoz la lucidez que le proporciona el alcohol: se pregunta «cómo sería amar a una mujer llamada Burma [precisamente Burma ¿eh?], cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad». Como, a pesar de la lucidez, no obtiene respuesta, ¿qué hace el bueno de Muñoz? Él mismo nos lo dice: «Interrumpí la música, cogí el impermeable y fui a buscar a Biralbo». Seguramente para preguntarle cómo es un polvo burmano.

La función de la prosa novelística es hacer presente, en la mente del lector, la realidad novelesca, con el mayor bulto, consistencia y expresividad. Pues bien, dígame usted, lector solidario y anónimo, qué realidad «presentiza» Muñoz diciendo lo que dice al principio del segundo párrafo de la página 16: «La recepción de su hotel era como el vestíbulo de uno de esos cines antiguos que parecen templos desertados». Quizá haya un continente donde todos los vestíbulos de los cines antiguos sean iguales y parezcan templos. Como en mi continente no es así, resulta que a mí el académico Muñoz no me hace evocar nada. Me deja sólo el runruneo de las palabras y éstas me parecen sin contenido. Y la curiosidad de saber qué es un templo desertado. El recepcionista le hace un gesto a Muñoz y éste nos dice que era «un gesto de recelo y complicidad». ¡Como para enterarse de qué clase de gesto le hicieron a Muñoz! Otras veces, en cambio, Muñoz es muy preciso: «Un botones que muy pronto cumpliría cuarenta años me dijo…» ¿Pretenderá que preparemos una tarta con cuarenta velas? Pág. 17.- «El atardecer de diciembre se apresuraba en ellas [las cortinas], era como si la noche se atribuyera allí, en la oquedad sombría, reconquistas parciales». Seguro que se le pregunta a Muñoz qué quiere decir todo esto y mira para otro lado. Pero ha cumplido su objetivo: rellenar tres líneas. A continuación: «Nada de eso parecía concernir a Biralbo…» Ni a ti, Muñoz, ni a nadie. ¿A quién le van a concernir las oquedades de no nos dices qué, las reconquistas parciales (id) ni los apresuramientos de un atardecer? Pero este ser verborreico, transmutado en plumorreico, no para: como ni una sola de las flatus vocis le concierne, Biralbo recibe a Muñoz «con la sonrisa de hospitalidad que otros usan únicamente en el comedor de su casa». ¡Joder, Muñoz, cuántas cosas dices para no decir nada! O para decir tonterías incoherentes: en una de las paredes del comedor biralbiano, «uno de esos murales abstractos que uno tiende a tomar por ofensas personales». ¿Entenderías, Muñoz, que yo tome esta «novela» como una ofensa personal? A mitad de la página, Muñoz entra de nuevo en boxes. Necesita repostar para seguir diciendo sandeces. Es verdaderamente penoso el afán de esta criatura de decir cosas originales, ingeniosas, poéticas, profundas, por causa de su evidente creencia de que eso se consigue escribiendo despropósitos. Lo que consigue es ofender la inteligencia de los lectores inteligentes, que por lo visto no abundan entre los críticos. Un «sofá de cuero dudoso» debe de ser lo contrario de un sofá de cuero cierto.

La segunda mitad de la página la llena con la enumeración de las razones que tiene Biralbo para preferir los hoteles de categoría intermedia, y para «amarlos con perverso e inalterable amor de hombre solo», que sólo pueden interesar a un lector que sea masoquista o padezca insomnio (en adelante, pondré una g entre paréntesis cuando quiera señalar que Muñoz ha incurrido en generalizaciones chorrentas: «porque las moquetas son beiges (g), porque las puertas están cerradas (!), por la sucesiva exageración de los números de la habitaciones (?), por los ascensores casi nunca compartidos con nadie en los que sin embargo hallaba señales de huéspedes tan desconocidos y solos como él, quemaduras de cigarrillos en el suelo, arañazos o iniciales en el aluminio de la puerta automática […y…] ese olor del aire fustigado por la respiración de gente invisible…» Si estas son las razones que tiene el personaje muñoztarra para amar un hotel, seguro que más de un lector se quedará con las ganas de saber cuáles son aquéllas por las que ama a una mujer. Y ello pasando por alto la inverosimilitud de que alguien haga tantas precisiones sobre lo que piensa en sus momentos tontos. Págs. 17-18.- Amigos desde la infancia, es hoy sin embargo cuando Biralbo confidencia a Muñoz la historia de todos sus amores, preferencias y rarezas; para mi desgracia, pues noto a Muñoz dispuesto a transmitírmelas todas. Algunas, deberían figurar entre las causas por las que ama los hoteles: el rumor de las aspiradoras tras las puertas entornadas, el volteo de la pesada llave, la sensación de propietario despojado «que lo enaltecía» (seguro que quiso decir que lo excitaba), la carrerilla hacia el waterclós cuando venía meándose, etc. Todo por el estilo. Y ¿cómo iba a faltar el toque de profundidad, la expresión de pensamiento kantiano de Muñoz?: «En un hotel, me dijo [Biralbo a Muñoz], nadie lo engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida». ¡Pero qué gilipollez, puñeta! ¿Cómo nadie se da cuenta? Sobre generalización estúpida, vacío. Ante un comentario así, se me ocurre: 1.- Es producto de las muchas veces que Muñoz ha hecho ejercicios espirituales en hoteles de la costa giennense. 2.- Puesto a no reflexionar antes de escribir, se olvida de los millones de cornudos que se han fabricado en habitaciones de hotel. ¡Nadie engaña en un hotel! Muñoz: ¿te has fijado en las facturas cuando te toman por lila? Pág. 18.- En menos de diez líneas, tres veces «me dijo». Hecha la crónica de los amores de Biralbo, le toca el turno a la fe de Lucrecia. A saber qué nos depara la enumeración de los motivos de esperanza, que serán los del propio cronista, académico y varias veces laureado por la crítica escritor. Lucrecia cree: 1º.- En los lugares (en contraposición a los hoteles, que, por lo visto, para Muñoz no son lugares). 2.- En las casas antiguas con aparadores y cuadros… 3.- En los cafés con espejos. 4.- En los inodoros Roca. Me quedo a la luna llena de Palencia ante la expresión muñoziana: «hay lugares poéticos de antemano». Cuando leí, al principio del segundo párrafo, que Biralbo «habló de Lucrecia con ironía y distancia» me sentí feliz. ¡Había entendido una frase de siete palabras de Muñoz! ¡Aleluya! Y es que no había contado con la glosa: «Habló de Lucrecia con ironía y distancia, de esa manera que a veces uno elige para hablar de sí mismo, para labrarse un pasado». Lector ventricular y refractante: ya te he dado bastantes claves para un deleitar aprovechando moderado del ingenio de Muñoz. Analiza por ti mismo este nuevo regalo: «El camarero vino y se marchó con el sigilo de esos seres que sobrellevan con melancolía el don de la invisibilidad». El televisor está encendido y: «Biralbo lo miraba de vez en cuando como quien empieza a familiarizarse con las ventajas de una tolerancia infinita». Te advierto, Muñoz, que estás empezando a tocarme la flauta. Porque es que, de ese sandwiche de macarrones que es lo del televisor y la familiaridad con las ventajas y la tolerancia deduces que Biralbo no estaba más gordo (lo que, por otra parte, a nadie importa), sino que había crecido (!!!). Y el abrigo lo agrandaba. (Muñoz: ¿tú has leído Otra vuelta de tuerca, El viejo y el mar, Demián, Varouna, Sparkenbrouke, Doctor Faustus, Génitrix, Santuario? ¿Y no te entran ganas de hacerte el harakrisna, es decir, algo intermedio entre el autodescabello y el autodescapulle? Jurados del Premio de la Crítica y del Premio Nacional: ¿no sentís vergüenza?) Me doy permiso para saltarme el último párrafo de la página 18 y el primero de la 19. Que se jodan uno a otro estos dos gilipollas «exaltados o absueltos», «sin dignidad y sin paraguas», bajo la lluvia «tranquila y misericordiosa», «asídua y acariciadora»: Biralbo, añorando no ser negro; Muñoz, añorando no ser escritor. Pág. 19.- Un académico no debe escribir «atado con una goma elástica», Muñoz. Mira en el diccionario el significado del verbo atar…. ¡En la hache, no, cenutrio!

Cada página es un centón de inexactitudes expresivas; es imposible señalarlas todas sin escribir un libro tan gordo como el de Muñoz. Como ésta: «Eran sobres […] con los filos azules y rojos del correo aéreo». Ni esos son filos, ni es el correo aéreo el que tiene franjas bicolores, sino los sobres. Fíjense, por favor, lo pido completamente en serio, cómo escribe quien es tenido por la crítica por uno de los mejores escritores actuales y a quien hicieron el honor de ser el académico más joven de la historia y a quien otorgaron, precisamente por esta novela, los premios Nacional y de la Crítica: «Luego me dijo Biralbo que aquella correspondencia había durado dos años y que se detuvo tan abruptamente como si Lucrecia hubiera muerto o nunca hubiese existido». 1.- Detenerse no es el verbo que, para referirse a la interrupción de una correspondencia, emplearía un académico de la lengua ni, mucho menos, un artista de la palabra. 2.- Abruptamente. Cualquier correspondencia que se interrumpe, se interrumpe y se acabó. Hay una última carta y -como diría Antonio Gala- si te he visto no me acuerdo. Por qué utilizar un adverbio rimbombante como si se tratase de algo excepcional. 3.- «…como si Lucrecia hubiese muerto o nunca hubiese existido» No se nos dice quién fué el que decidió dejar de contestar al otro. ¿Por qué la exagerada y cateta presunción de muerte o inexistencia en Lucrecia y no en el otro? En todo caso, suponer que nunca hubiese existido, teniendo en las manos veinticinco cartas suyas y habiendo tenido relaciones, aunque fuesen castas, con ella resulta bastante tontizuelo. Lee cualquier página, lector benévolo y atemperado, y comprobarás hasta qué punto Muñoz quiere tejer una cesta de misterio, intriga y suspense con unos mimbres muy vulgares. Me ratifico en lo que ya dije comentando el capítulo primero: 1º.- Muñoz conoce la vida a través del cine. 2º.- Las lecturas que más le han influido han sido las de novelas de género norteamericanas. 3º.- Es un provinciano irredimible. En otro país, en un país serio de nuestro entorno cultural, no es que no le hubiesen ofrecido un sillón en la Academia, es que, como mucho, le hubiesen dado a elegir entre una ventanilla en la seguridad social y un sillón de barbero. Ahora va y dice que era Biralbo «quien había tenido en aquel (durante aquel, quería decir) tiempo la sensación de no existir». Resulta asombroso que con personajes inexistentes haya compuesto el autor una obra tan pesada. Pág. 20.- Este crítico no es de los que la tienen tomada con los adjetivos. Ni de los que piensan que la prosa novelística tiene que ser lo más sobria posible. Lo que pasa es que una cosa es emplear todas las palabras necesarias (y los adjetivos son palabras y, bien empleados, ayudan a evocar una realidad con mayor precisión) y otra muy distinta es la verborrea. Muñoz, por lo general, adjetiva muy mal y, muchas veces, no da con el término más adecuado para hacer ver lo que quiere hacer ver. Ignora, por ende, esta verdad fundamental: para el novelista (no para el poeta, según Mallarmé), lo primero es la realidad (¡la realidad novelística, cuidado!), después la forma de hacerla presente ante el lector, que es única para cada caso e irrepetible; y, en tercero y último lugar, las palabras con que la dibuja. Para Muñoz, es evidente que en primero, segundo y tercer lugar no están más que las palabras, que, para colmo, emplea caprichosamente, sin pararse a buscar las más adecuadas. Al principio de esta página, por ejemplo, dice que el personaje amartilla el revólver «con gestos secos y fluidos». Esos dos adjetivos se llevan tan bien entre sí como Muñoz y un profesor de gramática. Se podría hasta decir que son contradictorios. Léase el contexto. Personalmente, me temo lo peor: la versión muñoziana de una escena de una película de Robert Ryan en la que, en vez de un corredor de apuestas, aparezca un primo hermano de Muñoz con un boleto de la Primitiva. Id.- Lo que sigue: la entrega de las cartas «sin mirar el paquete», «mirándome a los ojos», etc., etc. roza lo ridículo. Pág. 20.- Como he dicho, la función de la prosa novelística es hacer presente una realidad delante del lector con bulto, consistencia y expresividad. Entre la mente del escritor cuando crea imágenes de esa realidad y la mente del lector, que es la pantalla que las recibe, se forma una especie de cámara oscura, dentro de la cual se produce la magia que traduce la proyección en imágenes que el lector no imagina (esto ocurre en el relato), sino que ve. Bien, pues piénsese qué es lo que ve el lector si le dicen esto, referido a un personaje: «alto y tranquilo entre los faldones de su abrigo». Puede pensar remotamente en la criatura del doctor Frankenstein, en un mendigo o en el propio Muñoz, pero no en un pianista. Id.- Hacia la mitad. Ahora que se va a ir, describe Muñoz la habitación y nos comunica sus dimensiones. ¡A buenas horas, mangas tranquilas y oscuras! Antes hubiésemos necesitado esa descripción, para saber dónde y cómo está pasando lo que está pasando. Esto es lo mismo que decir que el atraco se cometió a las cinco de la madrugada, hora española. Lo que nos «dice» bien lo que pasó es la precisión de que era mediodía, hora local, y en medio de la bulla. Id.- Muñoz nos ha dicho que Biralbo es tranquilo. Pues, anda que él, que lleva un cuarto de hora mirándolo fumar tumbado en la cama y sin que el otro le eche cuenta. A Muñoz no le importa; a él lo que le importa es, como he dicho, llenar páginas. Nueva sentencia de Muñoz: nueva generalización estúpida: «uno llega a los sitios cuando ya no le importan». (Me dicen que Muñoz era todos los meses el primero de la cola, en la oficina del brigada, cuando servía en la Benemérita.) Pág. 21.- [Biralbo] «fingió sorprenderse de lo tarde que era». ¿Y tú como sabes que fingía? Id.- Como se supone que está rindiendo un homenaje al jazz (que maldita la necesidad que tiene de un homenaje de Muñoz), se siente obligado a poner un disco en cada página. ¿A quién homenajeará diciendo chorradas como ésta:? «Cuando uno bebe solo se comporta como el ayuda de cámara de un fantasma». Si es un sucedáneo de greguería, el ayuda de cámara habría tenido que ser el fantasma. Si de lo que se trata es de definir una situación, es una nueva generalización inconsistente, sin el menor viso, además, de relación con lo que de verdad ocurre. Lo he experimentado: ayer estaba sólo, me serví un vaso de vino y me comporté exactamente, y con toda propiedad, como uno que está esperando al del butano. Pero Muñoz tiene más cuerda: «En silencio se dicta [el ayuda de cámara del fantasma] órdenes y las obedece con la vaga precisión (¡contradictio in terminis!) de un criado sonámbulo: el vaso, los cubitos de hielo, la dosis justa de ginebra o de whisky, el prudente posavasos (el prudente no es el posavasos, Muñoz, sino el que lo pone) sobre la mesa de cristal, no sea que luego venga y descubra la reprobable huella circular no borrada por la balleta húmeda». ¿Y qué, Muñoz? ¿Tan horteras son tus visitantes? Pero, tonterías aparte: ¿no te das cuenta, lector sorprendido in fraganti, de que todo esto no constituye sino una forma hueca y tontorrona de llenar líneas? ¿No te resulta escandaloso que, en el siglo en que se descubrió una nueva forma de hacer novela y el género novelístico alcanzó las mayores alturas estéticas de la historia, con obras como La metamorfosis, La ruta de Flandes, La celosía, La revuelta, Adolfo Hitler está en mi casa, Un nudo en la eclíptica, Moderato cantábile, El planetario, El empleo del tiempo, La conciencia de Zeno, El lobo estepario, los supuestamente más entendidos de un país le den a este amasijo de balbuceos los dos galardones más importantes? Y vosotros, académicos, que acogísteis a este chupatintas en vuestro cálido y docto enfaldo, ¿sois conscientes de que estáis estragando el gusto de los lectores? De que, en unión de los críticos y los directores de los suplementos y revistas culturales, estáis desterrando la buena literatura de las librerías y de los medios de comunicación? ¿Qué sois? ¿Unos ignorantes, unos vendidos o unos malvados? Id.- «La primera canción estaba llena de oscuridad y de una tensión muy semejante al miedo y sostenida hasta el límite». Flatus vocis. «Y luego el sonido lento y agudo de su trompeta se prolongaba hasta quebrarse en crudas notas que desataban al mismo tiempo el terror y el desorden». Flatus vocis, sí, contradicciones e incoherencias… Obsérvese que, para el avance en la trama de apenas un gesto, en este libro se emplea una ristra de comparaciones forzadas, contradicciones, afirmaciones absurdas, que lo único que revelan es impotencia. Pág. 22.- Si lo que nos quiere señalar es que una carta, aunque esté franqueada, no ha sido enviada por correo, no es que los sellos están «intactos» lo que nos tienes que decir, Muñoz. Un sello puede estar intacto y matado. En las últimas líneas de la página 21y la 22, volvemos a asistir al intento fallido de Muñoz de hacernos ver que hay un misterio donde no hay más que una sarta de vaciedades que, como tales, no comunican nada.

Capítulo tercero , pág. 23.- Tres primeras líneas: «No siempre nos encontrábamos en el Metropolitano o en su hotel. De hecho, cuando me entregó las cartas, pasó algún tiempo antes de que volviéramos a vernos». «De hecho» es una expresión funcionarial, incompatible con la prosa literaria. Pero observa, Muñoz, la confusión que hay dentro de tu testa coronada: si después de la primera frase hubieras dicho, por ejemplo: «De hecho, algunas veces, nos encontrábamos en Casa Paco, en Cuatro Caminos», hubieses escrito con lógica, pero ¿qué hilación hay entre el hecho de que no os encontrárais siempre en uno de esos dos sitios y el de que pasaseis tiempo sin veros? La segunda frase no abunda en lo dicho en la primera. Id.- Para colmo, la explicación que das del aplazamiento de los encuentros parece de Maruja Torres. Id.- Decir que uno no se reconoce en la impaciencia es indigno de un académico. También te pareces a la Torres en tu pretensión de presentar como trascendentales las que son auténticas vaciedades. Aunque estoy seguro de que no es eso lo que quisiste decir, el caso es que dices que te pasaste todo el tiempo que estuviste sin ver a tu amigo oyendo el mismo disco y mirando sobres. Pág. 23, hacia la mitad.- ¿Es que el bar de Floro Bloom estaba unas veces en el paseo marítimo y otras en el de los tamarindos? Id.- Si la sonrisa era atenta, ¿cómo puedes decir que ignoraba a la persona [la sonrisa, dices, no la sonriente] a la que va dirigida? Por otra parte, cómo es que esa sonrisa tan particular que pareces haberte sacado de las gandumbas «ignoraba a uno al tiempo que lo envolvía sin motivo en una certidumbre cálida de predilección (sic), como si uno no le importara nada o fuese exactamente la persona que ella deseaba ver en aquel justo instante». Esto es una advinanza o qué… Qué ganas de hablar por hablar o escribir por escribir. Estás a punto de marearme, Muñoz, con esta dichosa sonrisa que, según tú, que no tienes otra cosa que decir, significa una cosa y la contraria. Id.- Y ahora una señora que se parece a una ciudad. ¿Es que la ciudad tenía tetas, Muñoz? ¿Es que la señora, en vez de nariz, tenía un campanario? ¿Te importa decirnos, Muñoz, a quiénes te refieres al hablar de «las improbables mujeres»? A continuación, bate el record de emplear muchas palabras para no decir nada. Id:- Adjetiva Muñoz de forma tan chirriante, como cuando habla de «serenidad extravagante», «tramposa ternura» o «improbables mujeres», que cuando, por sorpresa, se refiere al «rosa de los atardeceres» le entran a uno ganas de sentarse en un banco público y tocar las palmas. Págs. 23-24.- Se advierte claramente que estás queriendo alargar a toda costa una chorrada. Pero ¿no te das cuenta, Muñoz, de que la nada alargada sigue siendo igual de nada, según el primer principio de la termodinámica? Pág. 24.- Tu mentalidad de provinciano irrecuperable se refleja en tu pretensión de convencerme a mí, un tipo curtido y experimentado con dos cortes en la cara, de que es cosa de hombres esperar a que se apaguen las últimas luces de los bares para que «con el amanecer [se despierte en las prostitutas] la premura del deseo». Además, ¡para madrugones están las pobrecitas! Id.- «En aquella época yo andaba más bien justo de fondos». Esta frase es propia de un charcutero haciendo el relato oral de su viaje a Andorra. Id.- Desengáñate, Muñoz. Que te cites en San Sebastián con Bruce Malcolm, en lugar de con Aitor Pagazaurtundua o con Antonio Molina ni te da ningún lustre ni te confiere estatus de aventurero. Dice Muñoz que al tal Bruce Malcolm (mezcla este nombre de los de Bruce Willis y Malcolm Lowry, sin duda, pues su experiencia la ha adquirido Muñoz en la que Antonio Gala llama con acierto la pequeña pantalla) «en ciertos lugares llamaban el Americano». En el pasaporte, sin duda. Y, de paso: el artículo tendrías que haberlo escrito con mayúsculas, pues forma parte del nombre. No te señalo la cantidad de comas mal puestas que hay en esta página; ni las que faltan; ni lo aburrido que es todo esto, ni que lo de la exposición de pinturas y antigüedades es tan de inspiración cinematográfica como poco novelesco en su expresión. Id.- El americano, que con facilidad tima al provinciano que es Muñoz, «llegó acompañado de una muchacha alta y delgada», seguramente como su madre. Muñoz dedica más de media página a describir a la morená saladá, un personaje episódico que, como tal, no va a volver a salir: que si dientes, que si pómulos, que si andares… Rellenamiento de páginas al más puro estilo alfaguarrano. Pág. 25.- Ahora, más de media página de consejos de El Americano a Muñoz sobre banalidades y otros tópicos amargos. ¡Con decir que el más interesante se refiere a unas pastillas para la garganta! Eso sí: las dotes de observación de Muñoz causan pasmo: «La copa de Lucrecia permanecía intacta y vertical ante ella». Lo raro hubiera sido que permaneciese horizontal y sin perder ni una gota de su contenido. Quizá, lector, te sorprendas al saber que, mientras la copa permanece intacta y vertical, la mujer se mantiene «invulnerable e idéntica a sí misma». Más vale así. (Creo un deber recordar que esta novela, escrita por un académico (quien mejor conoce la lengua española, Antonio Quilis, no lo es: fue desplazado por un compadre de Muñoz, Juan Luis Cebrián, de quien se dice que, en vez de guardaespaldas, lleva guardalenguas, para que no meta la pata) fue, en 1988, Premio Nacional y Premio de la Crítica.)

Como, de los cuatro músicos habituales, faltan dos, la música tiene «una cualidad despojada y abstracta, como la de un dibujo cubista resuelto sólo con el lápiz». ¿Sabría explicar Muñoz qué quiere decir esta gilipollez? Vuelvo a señalar como una constante de este supuesto escritor la de hablar por hablar, derivada sin duda de una mala intelección de lo que son los tropos, incluidas las greguerías. Id.- «En realidad, ahora me acuerdo -pero han pasado cinco años- [,]no advertí que había comenzado la música…» ¿Por qué «pero», Muñoz? Muñoz: eres de la misma escuela que Maruja Torres y Almudena Grandes: la escuela de los que creen que, amontonando incongruencias y vaciedades, pueden pasar por profundos: «Fue un solo gesto, un fulgor clandestino y tan breve como la luz de un relámpago, como esa mirada que uno sorprende en un espejo. (Pues vaya los críticos, profesores, incluso colegas de Muñoz que tomaron esto de no decir nada con sencillez, sino rebuscadamente y sin sentido, por literariedad…). Que setecientos miserables dólares te impulsaran a «coger taxis», «beber licores de lujo» y comprarte unos botines de charol denuncia tu procedencia rural. Págs. 25-26.- Que si las copas, que si las miradas, que si ésta mira a éste, que si éste mira al otro… Eres un pelmazo, Muñoz: llevas así página y media. Pág. 26.- «…nos interesábamos sin demasiado éxito en la música…» O se interesa uno o no se interesa… ¿Sabrás decir, Muñoz, cómo se tiene éxito al interesarse por algo? Id.- El músico responde a los aplausos «con una carcajada obscena». ¿Es que se rio con la bragueta, Muñoz? Id.- Las miradas de Muñoz y su amigo de extraño apellido se encuentran «desde la lejanía del humo». El lector inteligente intuye lo que quiere decir; el lector normal se pregunta qué puñetas es «la lejanía del humo». Continúa Muñoz con el baile de miradas que iniciara hace tres o cuatro páginas. Empieza a ponerse pesado. Se pone tan trascendente para decir que escuchó un disco, como no se puso el Aquinate para explicar la encarnación del Verbo. Y una auténtica joya de la Filosofía de la Historia muñoztarra: «He observado que los extranjeros no tienen el menor escrúpulo en cancelar sin previo aviso su amistad o su copiosa cortesía». Todos los extranjeros, ¿eh? O sea, todos los habitantes del globo terráqueo, menos los españoles. Ahora comprendo, Muñoz, que Lindurri haya confidenciado que te afeitas cantando eso de «España no hay más que una». Pero, hablando de otra cosa: será difícil hallar generalización más imbécil. ¡Y vengan miradas! Este capítulo podría servir para el anuncio de una óptica. Muñoz no sabe inglés, pero sabe cuándo unas palabras en ese idioma son educadas y finas. Pág. 27.- Al principio de esta página, no sólo mira, ve. Va progresando. Id.- Aunque el tal Malcolm trafica con obras antiguas, tiene los «dedos sucios de pintura». Y más miradas, después de media página para explicar cómo el de las manos sucias suelta la copa. Los informes de Muñoz, como los de Marías, no suelen servir para nada. Aquí, el tipo agita un fajo de billetes «con petulancia o con rabia». Y más y más miradas: ora de soslayo, ora como por encima de un muro. ¡Qué pocos miramientos, Muñoz, con tus lectores! Id.- «La trompeta de Billy Swan cortaba el aire igual que una sostenida navaja». El subrayado es mío. Pág. 28.- ¡La leche que mamó! Cuando vuelve a ver a Lucrecia, no era la misma, sino otra: «con el pelo mucho más largo, menos serena y más pálida, con la voluntad maltratada o perdida, con esa grave y recta expresión de quien ha visto la verdadera oscuridad y no ha permanecido limpio ni impune». ¿Qué habrá que escribir en este país para que a un tipo, en vez de darle el premio Nacional y el de la Crítica, lo declaren sencillamente tonto del culo? Como un deus ex machina -todo lo contrario a un novelista-, Muñoz no sólo teje una red de miradas, sino que sabe lo que dicen sus personajes en una lengua que desconoce, sus pensamientos, sus intenciones, lo que recuerdan, lo que van a hacer y hasta si, a kilómetros de distancia de dónde él se encuentra, se meten un papel en el bolsillo, en las alforjas o en las angarillas.

Capítulo cuarto.- En una página memorable, nos enteramos de lo que le gusta hacer a Muñoz los domingos por la mañana: una serie de chorradas coronadas, menos mal, por esta gran ocurrencia que nos ensancha el espíritu: «Hacia las dos y media, doblaba cuidadosamente el periódico y lo tiraba en una papelera, y eso me daba una sensación de ligereza…» Si llegas a tirar también el manuscrito de esta novela, hubieses ascendido como un globo. Pág. 29.- Un día, aligerado ya, pero dispuesto a tornarse pesado de nuevo mediante la ingestión de una suculenta chuleta, «llegaron Biralbo y una mujer muy atractiva […]. Tenían el aire demorado (?) y risueño de quienes acaban de levantarse juntos». Que diga lo que dice cuando lo que quería decir era «de quienes han dormido juntos», dota de tontería suplementaria la estúpida generalización. ¿O es que de verdad se levantaban a la vez, luego de decir aquello de «a la una, a las dos, y a las ¡tres!? Id.- «Pensé que no me importaba que la melena rubia de la camarera fuese teñida». Y si te hubiese importado ¿qué? ¡No nos dejes en la incertidumbre, Muñoz! Págs. 29-30.- «Mientras conversaban sosteniendo vasos y cigarrillos, [Biralbo] le acariciaba la espalda». ¿Con qué mano, Muñoz? Pág. 30.- Muñoz se pone a imaginar cómo han dejado el cuarto los que imagina que se «han levantado juntos» y de esta forma llena algunas líneas. Nueva parrafada en la que Muñoz vuelve a entonar el Torna Chorrento. Es la constante más acusada de este libro: el intento contínuo de presentar como misterios las que no son sino memeces: «Nos quedamos solos Biralbo y yo, mirándonos con desconfianza y pudor…» Su presente en un bar, su pasado en un bar y quién sabe si también su futuro… Bueno, ¿y qué, Muñoz de mi alma? Id.- «…un preludio que nos permitía no recordarla en voz alta». Recordar no es el verbo apropiado. Pág. 31.- Escribe «minutos futuros» cuando quería escribir «minutos siguientes». Y sigue imaginando: ahora, lo ocurrido entre Biralbo y otra mujer. Id.- Si ellos se miran con desconfianza y pudor, no es extraño que a Biralbo lo miren en todas las tiendas, absolutamente en todas, con recelo. Muñoz dispone de un buen repertorio de miradas. Págs. 31-32.- Ahora, más de treinta líneas «imaginando» lo que hace Malcolm en Berlín: lo que come, cómo duerme, lo que espera, etc., etc. ¿Por qué no empleaste la tercera persona, Muñoz y, aunque no las tonterías, te hubieses ahorrado las inverosimilitudes? ¡Hasta cómo son las zapatillas del americano imagina Muñoz! Pág. 32.- Y si imagina lo que ocurre en Alemania, ¿cómo no va a adivinar lo que piensa y está a punto de decirle el fulano que tiene delante? Para un imaginativo como Muñoz esto es pan comido. Id.- Para colmo, el Biralbo, digno amigo de Muñoz, carece de memoria, pero es clarividente. Pág. 32-33.- Una conversación chorridenta, demostrativa también de que Muñoz «conoce» la vida a través de películas americanas en programas dobles. Quiere hacernos ver que conoce el tema del tráfico de obras de arte, pistolas y rubias incluidas; pero el lector avisado y cicunspecto -y no digamos yo, que he traficado con más obras que André Malraux- adivina que lo conoce menos que un canguro amante del hogar materno. Pág. 33.- Escribe a lo Marías: «y no llegó a atreverse», cuando debió escribir: «y no se atrevió». Id.- Biralbo dice algo, Muñoz lo imagina y afirma que notó un escalofrío, se nota que con el secreto deseo de que el lector lo sienta también. Ignora que las sandeces lo que producen son bostezos en cadena. Pág. 34.- En la cuarta línea, después de «cuenta», tendría que haber punto y coma. En todo caso, punto y seguido. En ningún caso una simple coma, académico Muñoz. Más y más líneas de relleno. Id.- Muñoz agradece que Biralbo proponga ir, en vez de al Metropolitano, «a uno de esos bares neutrales y vacíos con la barra acolchada». ¿Ves, Muñoz? En esto estoy contigo. Los bares que no tienen la barra acolchada son parciales y están siempre abarrotados. Id.- «En tardes así, continúa Muñoz con sus revelaciones, no hay compañía que mitigue el desconsuelo…» Lo vuelvo a decir: las generalizaciones chorridentas son una característica común a Umbral, Gala, Marías, Torres, Espido Freire, Grandes, Montero, Guelbenzu, Millás, De Prada, Marías, Regás… Y no digamos ya Fernando Delgado, Fernando Schwartz, Javier Marías y demás bestsellerados. Aunque tal vez Muñoz sea el primus inter pares, por su afán desmedido de no nombrar nada por su nombre, de eludir el lenguaje sencillo y funcional hasta extremos grotescos, de referirse a todo mediante especies de imágenes y metáforas o acertijos, creyendo que así va a dotar de literariedad su, en el fondo y, quitada la hojarasca verborreica, paupérrima prosa. Id.- Biralbo se decide a hablar «al cabo de un par de bares». El «bar» debe de ser una nueva unidad de tiempo para quienes tienen la esfera del reloj dividida, no en minutos y segundos, sino en chatos y medias cañas, como es el caso de Muñoz y el mío. Un chato equivale a sesenta medias cañas y sesenta medias cañas, a un bar. Yo, por ejemplo, llevo bostezando con esta novela cuatro bares cuarto. Id.- Muñoz sigue imaginando y, ante la sorpresa que adivina en el lector, explica: «el alcohol me daba una rápida lucidez para adivinar las vidas de los otros». Y antes, ¿qué te la dio? ¿La sopa? Aparte de esto, «rápida» es adjetivo inadecuado para el caso, y el verbo «dar» resulta muy pobre en una prosa literaria. Id.- En la línea sexta empezando por el fín, emplea el verbo «halagar», que no es el adecuado para lo que quiere decir. Págs. 34-35.- Conversación de besugos que ocupa media y media página. Pág. 35.- Muñoz sigue dando muestras de ser voyant extralucide. «Ve» el miedo ¡y el amor! En lo tocante a la elección de verbos, es de una ceguera churrigueresca. Id.- Muñoz confunde nunca con jamás. Lee esta página tú también, lector almibarado y expectante. ¿Ves cómo Muñoz se empeña, sin conseguirlo, en dar importancia a lo que no la tiene? Quienes, formados en el Círculo de Fuencarral, nos hemos sumergido en la gran novela de la primera mitad del siglo XX y hasta el 68, sentimos tristeza por que a esto se le haya concedido el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica, y todos los críticos, no sólo los del jurado del último, lo hayan tratado como un libro excepcional. Págs. 35-36.- La reiteración, la premiosidad y la pesadez son las tres principales características de la prosa de Muñoz. ¡Y más y más miradas! Pág. 36.- Media página hablando de la caligrafía de Lucrecia. Ni yo me lo podía esperar. «…se olvidó las comas», acusa el infracome Muñoz. Nuevas adivinaciones de lo que pasó y de lo que piensa el otro. Id.- Antes era Malcolm quien daba vueltas ante el portal de la casa donde supone que está Biralbo; ahora es Biralbo el que da vueltas ante el portal de la casa donde supone que está Malcolm. Se ve que el clarividente Muñoz no sabe imaginar otras situaciones que no consistan en dar vueltas delante de un portal. Pág. 37.- He dejado sin anotar muchas frases hechas. La relación de las que suelen emplear los bestsellerados hacen estas críticas muy extensas. Pero ante «a cada timbrazo se me paraba el corazón» no puedo contenerme. ¡Cuánta pobreza, Nuestra Señora de la Bien Aparecida, en su advocación de la Mejor Aparecida! Id.- «Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno». Frase en verdad de una complicación inútil, como un grifo de bañera. Para alargar el libro, Muñoz acude con frecuencia a estas especies de tropos chorrunos que, cuando no resultan cursis como éste, por lo menos son tonterías. Se ve que no viajas mucho, Muñoz. En tren y de una sola cabezada sólo puedes ir a Portugal y a Francia. En todo caso, para ir a un país cuyas estaciones climáticas no sean las mismas que en el tuyo, tienes que ir en globo ¡capullo! Id.- «…y la lluvia arreciaba con la misma saña del mar contra los acantilados.» Es evidente: Muñoz, el pobre, cree que está haciendo literatura, cuando lo que está haciendo no es más que literatura. Id.- Me pregunto qué es más acusado, su horterismo o su torpeza: «Echó a correr mientras buscaba un taxi». ¡No, hombre, no! Echó a correr para buscar un taxi. Todos los alfaguarranos, planetanos, espasacalpanos, tusquetanos, plazajanesanos, etc. creen que los lectores son tan tontos como ellos, por lo que se sienten obligados a explicar todas las acciones de los personajes. Aquí Muñoz: busca un taxi «porque el bar estaba lejos». Id.- El lío que se forma con el fulano que ve la hora en el salpicadero, pero «se hallaba extraviado en el tiempo» es producto de una de estas tres cosas: A.- Muñoz llena páginas por llenar páginas. B.- Muñoz quiere dar importancia a cualquier banalidad. C.- Muñoz no tiene ni idea que lo que es una novela. Id.- «…él ya no sabía calcular la dirección del tiempo». Ni él, ni Einstein, ni Hawking, ni Penrose ni Hedwig Conrad Marthius. Pág. 38.- El extraviado en el tiempo, bajo un aguacero que le alcanzaba hasta el mismísimo culo, se pone a fijarse y a describir la indumentaria de la encontrada en el espacio. Id.- «Por el modo en que me sonrió me di cuenta de que no íbamos a besarnos». Este es un lince, no cabe duda, pero ¡y lo que demuestra la observación de ella!: «¿Has visto cómo llueve?» Es como dándole la entrada a él para que se luzca: «…así llueve siempre en las películas cuando la gente va a despedirse». Y ella, a lo Lolita Sevilla: «¡Digo!». (Con la sana vida que llevaba Muñoz destripando terrones por los olivares de Jaén… Era lo suyo. Sigue siendo lo suyo. Por eso, las páginas más ridículas de esto que únicamente a un crítico español se le ocurriría considerar novela, son aquéllas en las que se quiere mostrar cosmopolita y mundano. Por la sonrisa de ella, comprende que no van a besarse. ¿Será posible? ¡Claro! Como nunca lo besan, acierta siempre. Igual podría haber dicho: por la manera de bostezar cuando me vio, me di cuenta, etc. ) Ella, sin duda asombrada de la lucidez de él, le pregunta que por qué sabía que aquel encuentro era el último. Y él responde: «Pues por las películas (coma, que debería ser punto y coma o dos puntos), cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre». No seas chorra, Muñoz. En Casablanca, que llueve, no es «para siempre». En Memoria de África, que es para siempre, luce un sol espléndido. Según Muñoz, «el olor a pescado es una injuria más irreparable que la velocidad del tiempo» !!! No para el degustador de mero, Muñoz, que no tiene prisa, señalo. Ni para el caníbal que se zampa a un misionero. Como en páginas anteriores, las especulaciones de Muñoz sobre el tiempo, la ausencia, el vacío, los recuerdos, las despedidas, el dolor, el pescado frito, etc. no constituyen el enunciado de una teoría física o metafísica, como él sin duda cree, sino una sarta de lugares comunes, tópicos y vaciedades. Como en todas las malas novelas, aquí los personajes se pasan todo el tiempo encogiéndose de hombros, levantando la barbilla, apretando los labios, guiñando los ojos, adelantando el mentón, desprediendo la ceniza del cigarrilllo con el meñique, mirando por encima de las gafas, etc., etc. Muñoz -lo digo totalmente en serio- cree que ha aprendido a novelar viendo películas de serie B y leyendo literatura americana quiosquera mal traducida. Y «eso que hace » lo premian y ensalzan los «entendidos» de este país, también de serie B. Págs. 38-39.- Dice que no se acuerda de nada y luego resulta que se acuerda de todo con detalle. Pág. 39.- Malcolm tiene una pistola. Bueno ¿y qué? Mucha gente tiene una pistola. Muñoz se empeña en que el lector crea, tema, que va a matar a Lucrecia.

Capítulo quinto.- Intuyo que la mente muñozna está a punto de entrar en ignición. Y así es. Lo que me temía: Muñoz no tiene piedad con sus lectores devotos. Por el momento, continúa con la misma canción: Lisboa.

A continuación, especula con ciudades y rostros y olvidos y sueños, con una filosofía troglodítica que, menos mal, como él mismo sugiere, desaparece en unos pocos minutos, al inclinarse [uno] sobre el agua fría del lavabo. Ni siquiera hace falta mojarse, ya ven. Pág. 40.- «Pero era mentira esa afirmación…» No es cierto, quizá, lo que Biralbo afirma; pero en ningún caso miente, puesto que él cree en lo que dice. Id.- Quien no tiene pasado tiene, según Muñoz, imperiosos atributos. ¿Viriles? ¿Administrativos? No lo aclara. Por otra parte, no es correcto calificar de imperiosos unos atributos, sean de la índole que sean. Págs. 40-41.- Otra vez, como en las treinta y nueve páginas anteriores, dale que te pego con Biralbo, San Sebastián, Lisboa, Billy Swan, lo mucho que beben todos, Muñoz venga a perorar… Estoy convencido de que Muñoz ha trabajado concienzudamente cada frase de este libro, buscando ser profundo, original, metafórico y onomatopéyico. El resultado ha sido más horrendo que si hubiese escrito con sencillez. Pág. 41.- «Billy Swan tocaba como si temiera despertar a alguien». Se olvida de que páginas antes ha dicho todo lo contrario: que tocaba como si quisiera despertar a una tribu de lirones. De verdad: todo cuanto Muñoz escribe en este capítulo lo recuerda el lector de haberlo leído ya. Obsérvense además las artificiosas comparaciones que establece cada vez que habla de los efectos de la música. Voy a aducir sólo tres ejemplos: uno de esta página: se oye la melodía y «es como si después de que uno se extraviara en la niebla lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada (para colmo, una ciudad dilatada) por la luz». Otro de la anterior: la canción «no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal». Y la tercera, de un capítulo futuro: «Las notas caían como arpegios de cristal de botella de Cariñena, que resbalaran desde la nuca, por la espina dorsal, hasta el culo, produciendo la sensación de que uno se había sentado en la silla manchada de potage de un merendero en la carretera de Lepe». La función de la prosa novelística, señor Muñoz, es evocar una realidad posible en la mente del lector; algo que no se logra con esas gratuitas comparaciones de ciudades dilatadas y tiempos transparentes. Id.- «Nunca he estado en Lisboa». ¿Nos tomas el pelo? ¿Y lo dices después de haber llenado dos páginas con partes meteorológicos de la capital lusitana? Id.- Y otra vez párrafos y párrafos imaginando lo que habían hecho Malcolm y Lucrecia. Si después ocurre que lo imaginado no se corresponde con la realidad, resultará que no habremos leído una historia, sino las chorraditas que se le han ocurrido a Muñoz, sus suposiciones acerca de cómo entraron en el banco, cuántas maletas llevaban, qué barcos había en el puerto, etc. etc. Pero la cosa no queda en la pareja nombrada: también supone lo que Biralbo y los demás estarían haciendo en aquel momento. Págs. 42-43.- Y luego empieza a preguntar cosas. Lógicamente, el lector, pillado desprevenido, no puede responderle nada. Pág. 42.- Muñoz debería explicar al lector desamparado y correcto por qué considera una ignominia tocar el órgano eléctrico. Y por qué considera desleales a los que deciden curarse del alcoholismo. Id.- Biralbo decide dejar de dar la tabarra en el bar y se coloca de profesor de música en un colegio. «Un colegio femenino y católico», precisa Muñoz. Me parece una buena decisión, pero no me parece bien que reduzca su programa a Litz, Chopin y la sonata Claro de luna. Continúa reiterando lo ya reiterado varias veces. Menos mal que, de vez en cuando, Muñoz nos sorprende con una imagen y nos despierta. Aquí habla de uno que anda muy de prisa: «como si huyera sin convicción de un despertar mediocre» (el subrayado es mío; la chorrada, de Muñoz. No se entiende lo que quiere decir, pero ahí debe de estar la gracia). Aunque ha dicho que a Biralbo no lo ve nunca, se lo encuentra a cada momento: ora aquí, ora allá, ora acullá. Págs. 42-43.- En el tránsito de una página a otra, nueva perla: «Tenía entonces una manera irrevocable y extraña de irse: al decir adiós ingresaba bruscamente en la soledad.» Está visto que, cuando Muñoz se esmera, es peor. Ahora supone lo que hizo Biralbo ¡durante dos años! con un detallismo que mosquea. Pág. 43.- «Supongo que hay ciudades a las que se vuelve». ¡Pues supones mal, puñeta, que no dejas de escribir por escribir! Hay ciudades a las que se vuelve, ciudades a las que no se vuelve, ciudades a las que no se va nunca, etc. etc. Págs. 43-44.- Si no se trata de bablar por bablar, ¿por qué dices cosas como que un puente de San Sebastían es «como si estuviera en un acantilado de Sudáfrica», donde no hay acantilados? ¿Por qué demonizas los dos faroles del puente, diciendo de ellos, que nada malo te han hecho, «que parecen los faros de una costa imposible, anunciadores de naufragios». Por ende: ¿qué faro conoces tú, que esté dedicado a anunciar naufragios? Págs. 44-45.- Nuevas vulgares y repetidas andanzas de Billy, de Floro y de Biralbo. El cosmopolitismo que quiere demostrar Muñoz a base de citas de folletos de agencia de viaje resulta verdaderamente provinciano. Es evidente que no se ha quitado del todo el uniforme verde de la Benemérita, donde no llegó ni a cabo. Los citados se pasan la vida preguntándose uno por otro, especialmente por el que está más lejos, para que Muñoz, para nuestra desdicha, nos lo cuente con su estilo solemne, ditirámbico y lleno de tropos. Aquí, en efecto, nadie hace nada con sencillez. Si toca el piano es «con una delicadeza semejante al pudor». Y si habla lo hace «con menos atención que cualidades adivinatorias». Y si se come un sandwich es «con el estremecimiento de comerse vivo al animal que proporcionó la materia primera de aquella pasta gelatinosa». ¡Habría que ver la descripción de las deposiciones matinales de uno de éstos! ¿O serán nocturnas y dolorosas, aunque menos ruidosas y olorosas que relajantes y expresivas? Seguro que todos padecen de colon irritable. Pág. 44.- ¿No les digo? El Floro, «desde que salió del hospital [,] vivía en un estado de permanente urgencia: tenía prisa por comprobar que no estaba muerto». Si el hospital hubiera sido de la Seguridad Social, las prisas hubieran sido por comprobar si estaba entero. Id.- En «América, según el generalizante Muñoz, [un músico] es menos que un perro». Esto es cierto: se lo he oído decir a Cole Porter, a Gershwin, a Cugat, a Bernstein… A muchos. Swan se indigna cuando se entera de que Biralbo es profesor en un colegio de monjas y reniega de él «con esa ira sagrada que exalta a veces a los viejos alcohólicos». Los miembros numerarios del Círculo de Fuencarral lo han dicho muchas veces en sus libros: las generalizaciones chorridentas constituyen una característica de los habitantes permanentes de las listas de libros más vendidos, esto es, del grupo de novelistas que el sistema de la industrial cultural ha impuesto para sonrojo de los españoles cultos del puente de los siglos. Pág. 45.- Seguimos enterándonos de la historieta por testaferros o personajes interpuestos. Menos mal que todos son detallistas y nos dicen hasta cómo hincan los codos y si se les salen o no los puños de la camisa, así como si éstos están sucios o limpios, son «duros o sucardos» y llevan «unos enfáticos (???) gemelos de oro». Apasionante. Y es que, dignos retoños del solemne Muñoz, todos hablan y actúan pensando en la posteridad. Biralbo y Swan se pasan dos días bebiendo (seguro que Muñoz es de los que piensan que beber «es cosa de hombres»). El segundo, menos resistente, tiene que ser ingresado en un hospital; un hospital del que sale a lo Muñoz: «con la vacilante dignidad de quien ha pasado algunos días en la cárcel». Me pregunto si Muñoz lee lo que escribe. Pienso que sí y que hasta se autofelicita. Y que después telefonea a Javier Marías (a quien, se dice, nunca ha perdonado que escriba peor que él) y se lo lee con la voz plena de trémolos de quien ha regresado de una cacería de patos con los pantalones mojados hasta las pelotas. Pág. 46.- Las sinécdoques, metonimias, metáforas, imágenes y simples comparaciones de Muñoz, además de chorras, son gratuitas, de puro rebuscadas. ¿Por qué, al hablar de un tipo con sombrero, dice que era «uno de esos sombreros que usaban los actores secundarios en las películas antiguas? El caso es que los usaban los secundarios, los primarios, los cámaras, el director y el productor. Y hasta los especialistas. Y se metían en tremendos fregados, caían al agua, reaparecían por el cráter del Vesubio y no se les había caído el sombrero. Aunque fueran a trescientas millas por hora en un descapotable sin parabrisas o se tiraran en un paracaídas roto, no se les caía… Id.- «Lucrecia no se parece nada a mis recuerdos». ¿Y por qué había de darse un parecido tan raro? Sin duda quisiste decir que no se parecía a la imagen de ella que tenías en tu recuerdo ¿no, académico? Págs. 46-47.- ¿Marear la perdiz con la Lucrecia, el Biralbo, Malcolm? Este tipo marea una manada de elefantes para que, al cabo, el lector no sepa de qué demonios está hablando. Pág. 47.- Insiste Muñoz en sus frases solemnes o truculentas, intentando convencer al lector de que le está contando algo muy interesante y misterioso. Pero, con esos intentos, lo que consigue son más bien chistes involuntarios. Y malos. Resulta que el Billy va a Berlín, donde vive Lucrecia, y la visita. El propio Muñoz se encarga de instruirnos acerca de la desmesurada reacción de Biralbo: «que Billy Swan hubiera estado con ella en Berlín, provocaba en él un raro estado de estupor, casi de miedo, de incredulidad». Menos rimbombantes, pero igual de pesadas, son otras reacciones biralbianas que, en más de una página, nos detalla Muñoz. Id.- A los lectores atentos y respetuosos de Muñoz nos quedará para siempre la curiosidad acerca de qué clase de letra tenía Lucrecia, de la que el gran escritor nos dice que era una «letra que nunca vulnerarían la soledad ni la desgracia». En este libro, como se ve, todo tira a ligeramente complicado. ¿Conocerá Muñoz alguna letra vulnerable por la soledad y la desgracia? ¿Tal vez lo es la de Viruca Lindurri, su santa, cuando narra en El País, para que toda España se entere, sus ataques de almorranas? ¡Ni un remite es normal en esta novela, leches! En cuanto al sobre -de fabricación especial, sin duda- era «liso y sensitivo» -como una lombriz, supongo- y «bajo la yema de los dedos [era] como el marfil de un teclado que aún no se decidiera a pulsar». No quiero ni pensar cómo describiría Muñoz el laberinto de Creta. Siguiendo la lógica del relato, que a algún malaúva se le antojaría cursi, cuando el Billy habla, «su voz era más lenta y nasal que nunca. Hablaba como repitiendo circularmente los primeros versos de un blues«. Pág. 47-48.- Biralbo siente una gran satisfacción al poder discutir con el otro sobre si Lucrecia fuma o no fuma. La discusión dura media apasionante página. Pág. 48.- Biralbo necesita todo su valor para preguntar si Lucrecia dijo algo. Cualquiera puede suponer que, si estuvieron un rato en el camerino, no estuvo todo el tiempo callada. Id.- «…pero yo me acordaba. Me acordé…» escribe Muñoz al estilo Marías. Id.- El Billy tiene una cualidad especial y presume de ella: «Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas». No crea el lector comunitario que la explicación de cómo adquirió ese don es una chorrada, aunque a primera vista lo parezca. Algunos no entendemos la siguiente pregunta ni su respuesta: «-¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos. -Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas…» Ni lo que sigue… Lucrecia saca del bolso los cigarrillos, el lápiz de labios, un pañuelo, las llaves… Y Muñoz apostilla, generalizador como siempre: «todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres». Pero esta vez lleva razón: si quiere fumar, pintarse los labios, limpiarse la nariz o abrir la puerta de su casa, ¿para que diablos quiere los cigarrillos, el lápiz de labios, el pañuelo o las llaves? Más racional sería llevar un cogollo de lechuga y una vinagrera, por si se encuentra a Muñoz y le quiere obsequiar con una ensalada. Como muy bien dice Muñoz, «no hay nada que una mujer no pueda llevar en su bolso». Inclusive otro bolso, supongo. O un Seat Panda. Id.- Billy ha estado meses en Nueva York, pero no recuerda si fue porque se equivocó de avión. Por eso y, sin duda, porque ni los empleados de los aeropuertos, ni los policías, ni la azafatas ni nadie se dio cuenta de que el billete era para otro lado. Pág. 49.- Continúa la ristra de extrañas sensaciones. Biralbo despide a Billy «con una doble sospecha de orfandad y de alivio». Id.- Los dos amigos, esos dos sencillotes personajes de Muñoz, se despiden en el vestíbulo, se despiden en la estación y, como si rezaran un viacrucis, intercambian -primera estación: «en el vestíbulo»; segunda: «en la cantina»; tercera: «en el ándén», etc.- «unas cuantas promesas embusteras»: «que Billy Swan abandonaría provisionalmente (sic) el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema (sic) para despedirse de las monjas», etc. ¡Ocurrente Muñoz! Ocurrente y competente gramático donde los haya, porque la frase completa dice: «que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde». Uno no entiende por qué las monjas, tras el lógico disgusto, tuvieran que viajar a Escandinavia. Mas sin duda fue otra cosa lo que quiso decir el académico. Final de tango: «Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido». ¡Qué antiguo hay que ser para decir estas cosas! Id.- «eludiendo sin éxito». Si eludió fue con éxito, Muñoz. ¿O quisiste decir «intentando eludir sin éxito»?

Capítulo sexto.- Fiel a su pesadez, Muñoz continúa queriendo hacer un misterio poético de las vulgaridades más temibles. «Que Floro no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable». ¿Por qué? se encrespa el lector, a punto ya de pasar al insulto. Tiembla de ira el educado leyendo: Muñoz dedica más de media página a explicar por qué él supone que Floro Bloom se llama Floro Bloom. Y ahora, con música de Tatuaje: «era gordo y rubio» [como la cerveza]. Pág. 50.- «Sus recuerdos, como su vida visible (¿incluso cuando hacía mayores?), eran de una confortable simplicidad». Pues tus noticias de él, Muñoz, son de una inconfortable simpleza. Id.- Bastaba que el Floro se tomase un par de copas, informa Muñoz, «para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped…» Hasta más de media página hablando de ardillas, incluídos vaticinios y supuestos acerca de lo que pasaría si las ardillas se presentasen en un bar de San Sebastián. Para discursear sobre tan apasionante tema, dice Muñoz que «Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda». Pág. 51.- Ahora nos refiere Muñoz -otra media página- cómo le va la temporada al gordo y rubio. Como le va bien -siempre según Muñoz-, lógicamente «asistía a ella con un poco de fastidio». Es cierto. ¿A quién en este mundo, si tiene un negocio, no le fastidia que le vaya bien? El Bloom es un tipo tan excepcional, que prefiere a los clientes habituales, que sólo pagan de tarde en tarde, a los desconocidos que invadían su bar, a los que miraba con estupor y para atender las peticiones de los cuales «tenía que vencer una íntima reprobación». Lo que llaman los neokantianos un extraño tabernero. A continuación de una nueva memez, acerca de que Floro, dueño de un negocio, en vez de escuchar a los borrachos que se dejan allí sus buenos dólares, prefiere pensar en las ardillas canadienses, estas tres líneas: «Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que le eximía de atender a quienes no le importaban». (Voy por la página cincuenta de un libro de ciento ochenta. Me gustaría que uno solo de los jurados o críticos que han festejado este libro justificase este cúmulo de vaciedades. Y de paso me dijera qué tiene que ver lo del contrato con lo del ensayo de muecas ante la máquina registradora, para justificar esos dos puntos tras la palabra camarero.) ¡Otra vez el Biralbo al piano! Y, entretando, ¿qué creen ustedes que hace Muñoz? Pues hablar con Floro de la Ley de Cultos de la República. Todos los días, sí, señor, según se expresa. Id.- De cuando en vez, interrumpen su cotidiana conversación sobre la Ley de Cultos, para darle uno un codazo al otro y, cual adolescente zangolotino, decir: «-Vuélvete y mira a la rubia.» Aclara Muñoz: «Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido». Hay que reconocer que una melena larga y lisa es un buen antídoto contra la soledad. Un poco rara sí que era la muchacha. Muñoz nos lo traduce con uno de sus habituales tropos: «Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia». Por si acaso, Muñoz, no le hables de la frialdad de una desgracia a un amigo mío bombero que se chamuscó la entrepierna. Insisto: Muñoz no sabe decir nada con sencillez. Tras un tercio de página hablando de las piernas de la rubia cuya presencia ha interrumpido su diaria disertación sobre la Ley de Cultos, comunica al lector que la beldad mira a Biralbo… ¿Como miraría cualquiera? Nooooo: «como una estatua puede contemplar el mar». ¡La leche que mamaste, Muñoz! ¿Tú no has oído decir, en tu Andalucía natal, eso de «ve menos que un gato de yeso»? Pues a las estatuas les pasa igual ¡boludo! Aun faltan dos líneas para concluir esta poco afortunada página cuando el lector, que se creía ya vacunado contra los sobresaltos se encuentra, con que el hombre que acompañaba a la contemplativa estatua era «trivial como la explicación de un grabado». Pág. 52.-Contagiado de muñozitis, el Floro, en lugar de decir, como todo fiel cristiano, que la pareja acudía a su bar desde hacía tres noches, dice que «no faltan desde hace dos o tres noches». Retorcimiento agresivo para los ojos lectores, que se convierte en alevoso con eso de las «dos o tres noches». Si un fulano duda entre dos o tres, más vale que se calle, porque es capaz de dudar entre ninguna o una. Muñoz es incontinente. O es tanta la sabiduría que acumula en su chorla, que se le derrama. Sin venir a cuento, larga esta sentencia: «a uno nunca le falta clarividencia para juzgar la vida de los otros». Pásmome. ¿Se trata de un slogan para un psicólogo o simplemente de una tontería? Ahora dedica una página a esta pareja de personajes episódicos, señalando detalles que no le interesan a nadie. Para referirse al acompañante de la estatua sedente, dice aquesto: «Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro». Mi educación no me permite ofender a nadie. Pero sí expresar opiniones, y opino que hay que ser imbécil para escribir algo así. O así: «Siempre sonreía lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta». O así: «Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés». Memez aparte, «ejercer» no es ahí el verbo adecuado. Y, como era de esperar, Biralbo aporta su ración de misterio a la estremecedora escena: le dice a Muñoz que lo conoce: por Malcolm, claro. «La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado». Y sin duda es un portento: no sólo dice que la rubiales es su secretaria «con notorio orgullo, con humildad» (contradictio in terminis), sino que lleva a cabo «un hecho milagroso […]: sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse el cigarro de la boca [deposita] una tarjeta en la barra». Pág. 53.- «Me miró igual que cuando su jefe y Malcolm estaban a punto de matarme». Id.- «Adoptaba […] un aire como de somnolencia o desdén, una tranquila frialdad de testigo de su propia música o de sus palabras, tan indudables y fugaces como una melodía recién ejecutada». Id.- «También él [el negro prestidigitador] venía de Berlín, de aquella inconcebible (?) región donde Lucrecia seguía siendo una criatura real» (!). Pág. 54.- Muñoz adivina lo que piensa Floro de las extranjeras de piernas ligeramente peludas (¿todas?) que acuden a su bar. Muñoz y sus amigos siguen comportándose como estudiantes patosos que se dan un codazo y señalan con la barbilla cada vez que aparece una gachí, ¡oh, cosmopolita Muñoz, aún no te has desprendido del pelo de la dehesa! ¡Estáis aviados, jurados del Nacional y el de la Crítica! Id.- Biralbo mira a la rubia y Muñoz sabe con quién le encuentra parecido y lo que piensa de ella. Otras cosas, en cambio, se las dice el interesado, como que «la música ha de ser una pasión fría y absoluta». Lo cual resulta creíble y diáfano como un «amén» en comparación con lo que puede leerse en el último párrafo de la página 54 y el primero -casi media- de la 55. Léalos y asómbrese el lector. Insisto: sobre tantos ridículos tropos, sobre tantos errores de lógica y de gramática,

Muñoz comete uno fundamental que afecta a todo el libro: elegir el punto de vista del personaje con el que se identifica. Ello hace que resulte completamente inverosímil todo cuanto adivina de lo que piensan o han hecho fuera de su presencia los demás. Entre esto y la ingenua creencia, demostrativa de carencia total de instinto literario, de que podía dotar de literariedad su prosa, sus descripciones, su relato expresándose por medio de arbitrarios, rebuscados, incomprensibles tropos o greguerías importadas de Taiwan fabrica una tarta absolutamente indigerible. Pasma que los críticos, los profesores, muchos escritores hayan picado, situándose al mismo nivel de incompetencia y vacío craneal que el escribiente, un día orgullo de aquel maestro de escuela que ensalzaba su pluma galana. Pág. 55.- Fuera de la presencia de Muñoz está Biralbo cuando «cierta noche de julio un rostro se precisó ante él: un gesto fortuito que actuó en su memoria como esa mano que al posarse sobre una cicatriz revive involuntariamente el dolor crudo de la herida». Tal vez hubiera sido prudente guisar el dolor. Pág. 56.- No hablo en broma. La crítica acompasada que practica el Círculo de Fuencarral, incluye el humor, la ironía, que son figuras muy serias, mal que les pese a los solemnes como García de la Concha y como Rico. Al principio de esta página, me encuentro con esta descripción que incluye una comparación: «Era un lugar sucio y mal iluminado, con ese aire de devastación que tienen siempre los vestíbulos de las estaciones antes del amanecer». Pues muy bien. Correcto. Comunica una impresión que es exacta. Pero es la primera comparación, en cincuenta y seis páginas, que no constituye un gilipotegma. 57.- Impresionante gilipotegma. Como para mandar a Muñoz a hacer puñetas: «Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias». ¿Se imagina alguien a Muñoz hablando inglés como quien se come un aceitoso bocadillo de calamares y luego eructa y se limpia los hocicos con la manga? Tal vez haga lo que el tal Morton: que, cuando no encontraba una palabra ni se la proporcionaba un guardia escarnecido, «se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso». A Muñoz, menos suelto que Morton, o más tonto, le pescaron en la aduana varias latas de calamares en su tinta. Por otro lado, «trasladar» no es el verbo más adecuado para describir esa acción. Pág. 58.- «se internaron en el corredor con el interés complacido de quien visita un museo de provincias». Está visto que Muñoz se siente obligado, por su condición de latarato en cierne, a colocar un gilipotegma a continuación de cada frase informativa. Nadie, en esta novela, se limita simplemente a estornudar: lo hace como gruñe el elefante que se ha tirado a la elefanta y sólo ha quedado a medias complacido, pero espera que la próxima vez todo irá mejor. No los señalo todos. Sólo los más llamativos. Pág. 60.- Vuelven a hablar de lo mismo, de lo que ya han hablado varias veces y, como esas veces, intercalando largas descripciones de los dedos de una, el pantalón y la chaqueta del otro, etc. etc. Id.- El Morton, lo mismo habla como un piel roja de película, que larga expresiones como de Lavapiés. Pág. 61.- Se supera Muñoz en su gilipotegmismo: «empezaba a escucharlo con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada». ¿Es posible que ni un solo crítico español se haya dado cuenta de que todas estas comparaciones no son más que sandeces? ¿O es que admiten como verdad científicamente probada que los joyeros que se avienen a comprar mercancía robada por segunda vez atienden de aquestotra guisa? Al final del capítulo, y como todos los bestsellerados, confunde escuchar con oir. Escribo esto el 5 de junio de 2001. El domingo pasado, don Fernando Lázaro Carreter, en El País, se refería a quienes cometen este error. Los tales nunca podrían llegar a ser académicos, venía a decir.

Capítulo séptimo.- El libro sigue navegando por la nada en un barco de hueca palabrería. Dado el tipo de novela que ha intentado, sin éxito, Muñoz, la comparación agraviativa -uno de los instrumentos, como es sabido, de la crítica acompasada- se puede establecer con Hemingway, con Graham Greene, con los guionistas de Hollywood… Se verá a Muñoz desaparecer por el finis terrae, a menos que se esté muy obligado a complacer los deseos de Polanco Gutiérrez. Pág. 63.- Muñoz se asoma a la ventana de un décimo, ve en la acera de enfrente a Morton y sabe que está sonriendo y las seis o siete cosas de Madrid que aprueba para su coleto. Biralbo, para no ser menos, le adivina las intenciones y los pensamientos. Id.- Suena el teléfono y Muñoz dedica tres líneas a describir el aparato que, entre otras cosas, «parecía únicamente concebido para transmitir desgracias». Págs. 63-64.- El último párrafo de una página y el primero de la otra para decir cómo sonaba el timbre del fúnebre aparato. Págs. 64-65.- El último párrafo de una página y el primero de la otra para decir cómo era el revólver de Biralbo. Dice entre otras cosas: «Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada». Cuando hagas este tipo de comparaciones chorridentas, Muñoz, deberías añadir precisiones como «la extraña belleza que tiene para mí»; no tienes derecho a pensar que para todo el mundo. A mí, por ejemplo, una navaja recién afilada más bien me parece un lenguado o una sardina sin escamas. Pág. 65.- Un tercio de página ahora, para narrar los antecedentes familiares del revólver. Nueva y contundente irrupción del equivocado punto de vista elegido por Muñoz para narrar esta serie de vaciedades lisboetas e invernales: varias páginas comportándose como un deus ex machina -lo contrario de un novelista del siglo XX- para narrar el encuentro de Biralbo con Lucrecia y hasta decir lo que pensaban y sentían, incluida la preocupación por el extravío de los calzoncillos de Biralbo. Pág. 67.- Más de lo mismo, además de esta gema: «sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles». Si se mecían, ¿cómo iban a estar inmóviles? Id.- ¡Qué ganas de hacer «literatura»!: [en el bar] «había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo». Pienso que hay que leer con el arraigado prejuicio de que se tiene entre las manos una obra maestra, para no darse cuenta de que este libro sale a media docena de chorradas por página. Cada comparación, cada imagen, constituye un retorcimiento tontorrón del sinsentido. Id.- Biralbo entra en el bar como Moisés entre las nubes sinaíticas que ocultaban a Yaveh. Págs. 67-68.- Para injustificar lo injustificable: contar con tanto detalle un encuentro del que no fue testigo, Muñoz hace extrañas especulaciones sobre sus dotes adivinatorias. Pág. 68.- Sólo el lector que se haya percatado de la truculencia de los temores y dudas de Biralbo ante el encuentro con Lucrecia, se dará cuenta de la gilipollez en que consiste el encuentro, que incluye miradas a ver si está más delgada o más llenita, si se ha cortado el pelo, si fuma otra marca, si viste con colores más vivos… Págs. 68-69.- Los del anunciado encuentro truculento cotorrean como dos tortolitos. Pág. 70.- Dotes adivinatorias in crescendo, Muñoz comunica al asombrado lector lo que Biralbo aprenderá «dos años más tarde, en Lisboa».

Capítulo octavo.- Pág. 72.- «…iba diciendo en voz baja los versos de un canción que Lucrecia había preferido siempre…» Preferido ¿a qué, académico? No es el verbo adecuado. Que a Lucrecia le había gustado siempre, es lo que quería decir. Biralbo toca «notas indudables», lo que convertía la canción preferida en «una impúdica declaración de amor». Unas notas sin letra no pueden ser jamás impúdicas, según el diccionario de Muñoz y Cía. Claro que si, como dice Swann, «no le importamos a la música… Se sirve de nosotros…» De una música tan descastada se puede esperar todo, hasta que contenga notas indudables. Id.- Lucrecia también se las trae. Pide al Muñoz que la lleve a un restaurante «como si exigiera [que la llevara] a un país desconocido. Págs. 72-73.- Cuando se largaba, dejaba a Muñoz «solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil». ¿Dónde estaría situada la cama? me pregunto. En cuanto a que lo dejara solo no me parece noticiable. ¿O es que hay quienes hacen esas cosas con testigos? Caigo en la cuenta, pero no vuelvo atrás -en crítica acompasada no se suele-, de que no es Muñoz, sino Biralbo, quien se ve envuelto en tantas rarezas. ¡Como resulta tan increíble que aquél conozca tan al detalle las intimidades de éste, he errado! Desde un presente en el que no pasa nada, vuelve una y otra vez el narrador a un pasado igualmente vacío. Pág. 73.- Una monja al teléfono responde con «una voz clerical». Creo que el académico confunde «clerical» con «eclesial» o «religioso». Las monjas no pertenecen al clero. Para redondear la faena, asegura que «sólo a una monja se le ocurre hoy en día utilizar la palabra indispuesto» [para significar que uno está indispuesto]. Si lo dice un académico… Dios mío. Me siento fuera de lugar, me siento monja, porque yo utilizo la palabra indispuesto. Y sigue y sigue Muñoz adivinando lo que han hecho, hacen y harán todos los personajes lejos de su, como diría Marías, mirada rauda. Id.- «… a medida que descrecía en su porvenir como músico…» Se adivina lo que quiere decir, pero no está correctamente expresado. Muñoz pretende hacer tal tragedia del hecho de que un músico al que no le van bien las cosas dé clases de solfeo en un colegio de monjas, que el lector se queda sin saber qué pensar de las huelgas de pilotos. Pág. 74.- Nueva vez la «voz clerical» de la monja al teléfono. Quizá por causa de la reincidencia, a Floro Bloom se le renueva «un institinto hereditario de profanar conventos». Quien esté empezando a pensar que este Muñoz es gilipórtico no anda muy descaminado. ¿Debemos entender que don Floro padre también tenía ese instinto? A continuación, un párrafo lleno de comas tan mal puestas, que entran ganas de fundar una sociedad de amigos del punto y coma. Esta novela parece el resultado de una contínua improvisación. Para mí no sólo es indudable que Muñoz no ha planificado su relato, sino que, como todos los «novelistas» del sistema, carece de una imprescindible teoría. Encadena tan retorcidas memeces en torno a un pianista de café, que el lector hace una novena para que no le encarguen nunca la biografía de Chopin. Id.- Muñoz se plantea la posibilidad que tal vez él no haya existido nunca. ¡Cojonudo! Entonces ¿quién ha escrito estas chorradas? Págs. 74-75.- La tontorrona curiosidad que el narrador muestra ante los demás personajes resulta ridícula. Muñoz, ya lo dije, podría haber evitado tener que acudir a este inverosímil recurso escribiendo en tercera persona. De cualquier forma, su estética es decimonónica… Le pregunta a Biralbo, para después comunicárselo al lector -por mí, se lo podría haber ahorrado-, dónde estuvo con Lucrecia, cómo iba vestida, de qué hablaron… ¿Alguien encuentra normal esto? Pues ¿y esto?: el otro no se acuerda de nada de lo que, con cierta generosidad, se podría considerar importante, pero sí del taxi, la carretera, las luces, los faros, las casas, el humo del cigarrillo, las colinas, los edificios, un gato despanzurrado y la parda niebla. Y menos mal que el Biral tiene su vaticinador particular -el vacío en el estómago- que si no… Pág. 75.- Y otra vez la descripción de un apartamento, y otra vez las ventanas, y otra vez la vista, y otra vez los cigarrilllos, los ceniceros, las copas, la cama, el cuarto de baño, la cortina de plástico, la falta de apetito, las olas… Id.- Al mirarlas [las olas], en Biralbo suscitan una serie de ensoñaciones, evocaciones, presentimientos, etc., que Muñoz nos traslada con todo detalle. Págs. 75-76.- Ahora le toca al apartamento de Lucrecia, que, como está sucio, ofrece más material a la descripción muñoziana. Lo que no sabe o no le dice ella, Biralbo lo adivina: «Imaginó que era [el bolso negro] el mismo donde ella guardó la carta que le entregó a Billy Swan». Y Muñoz nos lo traslada a los lectores generosamente y sin perder detalle. Hasta los sentimientos biralbianos: «Biralbo abrió del todo el bolso, sintiéndose ligeramente abyecto». Naturalmente, Muñoz nos da cuenta de las catorce puñetitas que el dicho bolso contenía. Y, cómo no, de lo que sintió el curiosón cuando fue sorprendido registrando sus alforjas, por una Lucrecia medio empelotada. Págs. 76-77.- Que si jazz, que si whisky, que si nombres de ciudades cosmopolitas… Y resulta que los personajes se comportan, hablan, piensan y se escriben cartas más tradicionales que un paraguas negro. Como las que hubiera escrito una monja clerical. Pág. 77.- Todo es igual en esta «novela»: ansiosos Lucrecia y Biralbo por largarse a una ciudad extranjera, lejana, exótica, distinta a las que conocen, se ponen a pensar y se deciden por Lisboa. ¿No hubiera sido mejor Albacete? se pregunta, atónito, el leyendo. Págs. 77-78.- Confunde escuchar con oir. Pág. 78:- Hacía páginas que Muñoz no destapaba la cantimplora de las esencias. Lo hace aquí: «Los nombres, como la música, me dijo una vez Biralbo con la sabiduría de la tercera o cuarta ginebra, arrancan del tiempo a los seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el misterio de su sonoridad». Chorrez aparte, tendría que haber escrito «a que aluden». Id.- Biralbo, voyant extralucide, descubre que Lisboa existía antes de que él la visitara. Id.- Muñoz se sabe de memoria todas las memeces que Biralbo ha dicho en su vida. Entre ellas, ésta: «Pero hasta de los nombres es preciso despojarse, porque también en ellos habita una clandestina posibilidad de memoria, y hace falta arrancársela entera para poder vivir, para salir a la calle y caminar hacia un café como si de verdad uno estuviera vivo». ¡Cómo no va a estar vivo, collons, si va camino de un café! Y, si tiene dudas, pues que vaya a un médico o a la funeraria, no a un café. Seguro que Muñoz cree haber esparcido por su libreto auténticas perlas de la sabiduría, cuando el hecho cierto es que no ha logrado introducir ni un crucigrama. Nada más grotesco que un paleto dándoselas de intelectual. Id.- «…le había sido arrebatado el derecho a sobrevivir en la memoria de lo que ya no existía». ¿De las gandumbas de Amalarico, por ejemplo? Y más bares, y más güicky. Resulta que, cuando los personajes hablan, no dicen más que vulgaridades; pero cuando piensan y Muñoz les lee el pensamiento, se disfrazan de Sócrates acrisostomado y lo que dicen son rebuscadas tonterías con chero chorruno. Vea el lector curioso y atormentado la mitad inferior de esta página. Id.- «… la bahía, quieta y nocturna como un lago.» ¿Por qué noctura como un lago? ¿Los lagos son nocturnos de día? Y vengan bares y vengan tropos: «… amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer». ¿He de pensar que, cuando está contento, Muñoz se pasa la vida mirando el reloj y abriendo el monedero? Pág. 79.- ¿Que Muñorri es rebuscado? Nooo… Lea con qué sencillez dice que «Como la ciudad al otro lado de los ventanales, la noche entera parecía ofrecérsele ilimitadamente, un poco amarga, oscura y no del todo propicia, pero sí real, casi accesible, reconocida e impura como el rostro de Lucrecia. Eran otros: aceptaron serlo, mirarse como si se vieran por primra vez, no invocar el fuego sagrado y corrompido por la lejanía, reprobar la nostalgia, pues era cierto que el tiempo los había mejorado y que la lealtad no fue inútil. Crudamente Biralbo entendió que nada de eso lo salvaba, que el mútuo y ávido reconocimiento no excluia la severa evidencia de la soledad: más bien la confirmaba, como un axioma melancólico». De los cincuenta alumnos de segundo curso de Escrituras raras de significado no evidente, del C.D.N.E., veinticinco sólo entendieron de este párrafo lo de «como si se vieran por primera vez»; los otros veinticinco no entendieron nada. Para unos y otros, Muñoz resume al final de la perorata: Biralbo quería echar un polvo. Vuelven las miradas, ¡horreur! Lucrecia mira al pelmazo de Biralbo tras el humo de los cigarrillos… pero no: «desde otro extremo del mundo» (o sea, que están en uno de los varios extremos)… Mejor dicho, como si estuviera dentro de Biralbo (¿cual extraño feto) y se viera a sí misma con las pupilas del pelma. Algo intolerable: Lucrecia pretende que el otro toque «aquella canción: Todas las cosas que tú eres«. ¡Ese es el himno de los puriempleados, Muñoz! ¡Un respeto!

Más taxis, más bares, lugares que cambián de olor por causa de la oscuridad (¡¡¡)… Más chaquetones, más cuellos altos, más bahía y más chorradas por causa del fundamental error en la elección del punto de vista: Muñoz, que hace dos horas que se ha largado del Lady Bird, es quien nos cuenta lo que hacen Lucrecia y el pelma cuando llegan a las puertas del bar, y lo que piensan y lo que sienten, frío incluido. No se explica como, habiéndose marchado el dueño, cerrando previamente, como es natural, es Biralbo quien decide si luce o no el letrero de neon. El caso es que también entran y Lucrecia Bergman dice: «Tócala otra vez. Tócala otra vez para mí». Y el otro remata: «Sam», recordándonos que este rollo zangolotino es un homenaje del exguardia al cine negro norteamericano… Sepa el lector que este es uno de los trucos de la industria cultural, para remediar la falta de imaginación de sus muchachos: ponerlos a hacer homenajes, que consisten en copiar unos temas y unas formas acreditadas. La escena que prometía acabar en verde acaba en rosa, por obra y gracia de la cursilería del autor. Lucrecia es una mujer extraña: parece más alta si lleva tacones. Págs. 80-81.- Con frases supuestamente enigmáticas, Muñoz intenta dotar de misterio la vaciedad: «seguía en pie…, firme y lejana», «entornando los ojos para no aceptar la temible verdad que había visto en los ojos de Lucrecia», «como si la música pudiera protegerlo o salvarlo», «antes de verte ya te estaba imaginando», «no soy la misma de entonces», «lo miró con la melancolía de un enfermo», «no te das cuenta de que el tiempo ha pasado», «esa pregunta no le fue respondida», «en el espacio entre sus dos miradas» (no iban a ser cuatro, Muñoz), «percibió como una bofetada lentísima (???) el tamaño y la oscuridad del abismo vacío que por primera vez era capaz de medir», «le extrañó que el dolor no hubiera llegado todavía»…

Capítulo noveno.- Pág. 82.- Más de lo mismo: Floro examinan el cenicero «con unción eucarística». Claro que también se frota las manos «con una envolvente suavidad eclesiástica». Se ve que Muñoz ha descubierto un nuevo filón para sus necesidades metafóricas: el clerical. Pero ¡por Mesalina!: Floro Bloom, en el sótano del Lady Bird, lleva sotana. A saber lo que nos depara este capítulo. Me temo lo peor. Por de pronto, el Floro nos informa de que los bares que «llevan mucho tiempo abiertos se llenan de fantasmas»: «Uno entra en el retrete y hay un fantasma lavándose las manos. Animas del Purgatorio». Al final resulta que Floro, como el propio Muñoz, fue seminarista y usa la antigua sotana como guardapolvo y bata de casa. Buena ocurrencia en verdad. Pág. 83.- Floro adivina que quien estuvo en el bar por la noche con Biralbo era «una mujer fantasma y casta». O quizá que se puso el guardapolvos, digo yo. Floro, vidente como todos los personajes de esta tan premiada como necia historia, está seguro de que «no se acostó con ella. Por lo menos aquí. De modo que hay una sola posibilidad: la bella Lucrecia». El lector aristotélico y mesurado no entiende el silogismo, y deplora que, amén de adivinos, los personajes muñozianos sean tan cotillas que se llevan unos a otros la cuenta de las copas y los coitos. Si no hay pecado mayor para quienes se dedican a tareas del espíritu que no reconocer la inteligecia allí donde resplandece, algo peor se podría decir de quienes, como los críticos y académicos españoles, no descubren lo cursi en lo aparentemente poético, la vaciedad en el rebuscamiento, la verborrea en lo que se presenta como fruto de reflexión: «como a todo el que ha vivido absorto en una pasión excesiva le sorprendía descubrir que otros tuvieran noticia de lo que para él había sido un estado íntimo de su conciencia. Y era mayor la sorpresa porque le obligaba a modificar un recuerdo lejano». Esta novela se podría definir como un complicado viaje por la nada. Me salto los recuerdos de uno y los comentarios de otro sobre la misma música en la misma página. Desde ahora, voy a ser parco en las citas; si no, este comentario iba a ser más largo que el bolodrón que lo suscita. Señalaré páginas, no obstante, por si el lector quiere deleitarse por su cuenta. Id. últimas líneas.- Es la enésima vez que un personaje muñozianolisboeta no sabe si es él mismo ni si está vivo o muerto.

Pág. 84.- En el colmo de la inverosimilitud, los dichos personajes se comunican cosas como ésta, para colmo, especulando sobre lo que pudo hacer o pensar otro no presente: «dijo que más que al dolor o a la soledad despertó a la sorpresa de un tiempo y de un mundo que carecían de resonancias, como si desde entonces debiera vivir para siempre en el interior de una casa acolchada: la ciudad, su música, su memoria, su vida», etc. Todo cuanto perora al sur de la página sobre la música y el silencio es tan ridículamente solemne como este botón de muestra: «De ahora en adelante el mundo ya no sería un sistema de símbolos […] Cada gesto y deseo y cada canción que tocara se agotarían en sí mismos como una llama que se extingue sin dejar cenizas». Me digo que si éste, en vez de ser pianista de un tugurio y profesor de solfeo en el Colegio de Huérfanos de la Marina, llega a ser Rubinstein nos deja para el arrastre. Pág. 85.- Capítulo eclesial donde los haya y se detecten, Biralbo, al servir las copas, pronuncia la fórmula de la consagración: Hoc est enim, etc. Penoso. ¿No les digo? Dos párrafos más abajo, recita las obras de misericordia. Y siguen las copas, los ceniceros, el teléfono y ¿cómo no? las miradas… A esta gente le regalan unos prismáticos y no saben dónde ponerlos. «Purita antinovela no más», que dijo el profesor Celaya, de la Universidad Veracruzana, «esto es una vaina de la joda del rebuscamiento. Muñosito es un chingado comecaca». ¡Increíble! Muñoz, que el día que escribió este capítulo, habría soñado con su bachillerato en las Hermanas Amantes de San José Carpintero, se lanza sin pudor sobre el Nuevo Testamento y pone en boca de Floro, como una gracia de borracho, las palabras de Pedro cuando la Transfiguración. Pág. 86.- Del latín, Muñoz pasa al italiano. Y sigue hablando de bebidas, teléfonos y miradas. Y suponiendo cosas. Y recitando obras de misericordia. Id.- «Desde una ventana vi salir a Biralbo y caminar como una sombra que huyera entre la llovizna…» Sabe lo que le ha dicho Lucrecia a la sombra fugitiva. No lo transcribo. Es casi media página lo que Muñoz necesita para traducir a metáforas cuspidáneas las ganas que tiene Biralbo de acostarse con Lucrecia. Id.- Sabe también todo cuanto hace y siente el mencionado cuando llega a la calle y luego a la casa de la mencionada: la luz que brillaba en el pasillo, el olor a entre cigarrillo y perfume, el timbre del teléfono que suena «como un disparo», lo que había en el suelo, el estado de la cama y su calidez, «la lívida cocina», el color del albornoz… Que un teléfono suene le resulta extraño. Pero no que, cuando habla, Biralbo oiga su propia voz. Ni que se guarde una carta «con un tenue sentimiento de lealtad hacia sí mismo». Págs. 87-88.- La brasa de un cigarrillo en la calle le da un susto que, afortunadamente, le quitan los faros de un coche. Pág. 88.- «con receloso alivio»… «pesada sonoridad de un cuerpo». Pág. 89.- «El Hostal Cubana era casi tan inmundo como su nombre prometía». Afirmación tan estúpida como tantas que me he saltado en la página anterior. Y más para quien haya estado en el Hostal Cubana de Valparaíso. Id.- «dudó que» no, académico. Dudó DE que… Todo el misterio de unas obras completas de Poe (en malo) para que se encuentre con Lucrecia en una habitación del hostal inmundo. Id.- «Olió otra vez a sudor antiguo y no supo vincular esa sensación a la invulnerable delicia (¡¡¡) de estar mirando al cabo de tantos días los ojos pardos de Lucrecia». Telepáticamente, Muñoz sabe cómo va vestida, peinada, etc. Pág. 90.- Para cada movimiento, para cada mirada, para cada pensamiento de uno de sus personajes, Muñoz enjareta tres o cuatro párrafos de tropos por desemejanza que hacen peligrar la salud mental del leyendo desprevenido. Sé de quien no pudo soportar (pág. 91) leer la expresión «indescifrables alemanes», pues todos los alemanes que había conocido eran fácilmente descifrables. Pág. 91.- Lo que un novelista relataría, Muñoz lo cuenta mediante un diálogo tan interminable como inverosímil. Lo ignora todo de la composición de una novela, pero, sobre todo, la teoría del punto de vista, la utilización del monólogo interior y el imprescidible planteamiento previo de la forma de presentación de la realidad. Pág. 92.- Lucrecia sigue crisostomando sobre sus estancias en hoteles y sus andanzas berlinesas con Morton. Biralbo, por lo visto, discurre por las páginas ansioso de saber sobre algo importante -supongo; en realidad, no lo sé-, pero la otra no hace más que hablar de perfumes, sonrisas, copeos, piscolabis, marcas de perfumes, borracheras, secretarias, caviar falso, salmón ahumado y, como ella misma dice, «cosas así». Esta parrafada lucreciana ocupa, íntegras, las páginas 92, 93, 94 y 95. ¡Y Muñoz, que no estaba presente, nos la transcribe íntegra sádicamente! Pág. 95.- Los sentimientos amorosos de Biralbo empiezan a tocar la pera al lector sensible. El próximo capítulo se vislumbra prometedor, porque, al final de éste, Lucrecia, después de haber hecho las cosas más extrañas con la nuca y la pechuga de Biralbo, grita: «¡Llévame a Lisboa!»

Capítulo décimo.- Pág. 97.- Si será proviciano Muñoz -quien por cierto vuelve a relatar con detalle sucesos de los que no ha sido testigo; insisto: ¿por qué eligió la primera persona?-, si tendrá poco mundo el desdichado que tiene por el colmo de la aventura ir en taxi, beber bourbon y viajar en tren de noche. De manera que ir en coche hacia Lisboa le asusta y le excita. Id.- Sería larga la cita. Vea el lector lo que cree Muñoz que experimenta Biralbo cuando aporrea el piano en el bar. Ridículo. Lo más sencillo es que piensa que quienes le escuchan se siente impelidos hacia el porvenir y el vértigo. Id. ¡Atención! «Conducía Floro Bloom con la serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo, en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora». ¿Se imagina la lectora en el asiento de la copilota, diciéndole a una amiga: «Oye, estás conduciendo con la serenidad de la que al fin se ha instalado en la medular de su vida y etc.? Id.- Claro que hay que tener en cuenta que el coche es muy especial: «la trémula aguja del salpicadero no medía el impulso de la velocidad [como en todos] sino la audacia de su alma [la de Floro]. Pág. 98.- Equipara en emoción un viaje a Lisboa con ir a la Luna. Para el pobre Muñoz, que continúa detallando lo que no ha visto, es evidente que la mayor aventura de su vida ha sido su servicio militar, prolongado por seis años en la Benemérita. Id.- ¡Milagros de la tecnología, Muñoz! No te parezca mentira que, a las seis horas, estuviese tan lejos de San Sebastián y que ésta siga existiendo. Id.- Pero todavía le parece más extraño que todos ellos aún existan. ¿Tan mal conduce el Floro? Pág. 99.- «me miró con la mansa tristeza de quien no ha sabido evitar un desastre». Id.- «el timbre de la puerta no dejaba de sonar, como uno de esos despertadores sin escrúpulos». Esto, además de un tropo, es una gracia. Id.- Sigue con las resonancias bíblicas: «¿has velado y orado…?» Etc. Id.- La habitación del motel era «de un lujo malogrado por una incierta sugestión de adulterio». Para un psicólogo, la relación motel/adulterio denunciaría lo que, si no, denunciaría el polvillo de la dehesa. Pág. 100.- ¡Caray con el bocazas! Se ve que contó a Muñoz con detalle hasta su aventura camestre con la Lucre. Id.- Como en las películas serie B, un cigarrillo postpolvo. Id.- Porque dos hombres parlotean y ríen en el vestíbulo, este suboficial frustrado deduce que «sin duda estaban hablando de mujeres». (Lo que solía hacer él en el casino de su pueblo). Este tipo de deducciones, en los últimos 40, ya no se hacían. Y menos en el trayecto San Sebastián-Lisboa. Id.- Entran en Portugal y… «las luces de las gasolineras le parecieron memorables». Y se explica, porque los luminosos en los países exóticos adquieren «cualidad de símbolos». Ay, Muñoz. La que armas porque, en vez de «estación», decía «estaçoe». Para un paleto, otro mundo. Pág. 102.- Los diálogos siguen siendo de una solemnidad entre cursi y grotesca. Como los comentarios: «el delicado y largo relámpago de los muslos de Lucrecia». Id.- Muñoz, en serio, ¿por qué elegiste la primera persona y luego cuentas el noventa por ciento en tercera, al tener que acudir a otro personaje? Sería esta novela un ejemplo insuperable de mala elección del punto de vista. Porque, para colmo, así se impide el autor recurrir al perspectivismo y el contraste. Id.- Por lo visto, pasado ¿cuánto tiempo? el muy cotilla contó a Muñoz que, mientras los relampagueantes muslos lucrecianos se enredaban con los suyos, «una parte de su consciencia [de Lucrecia] permanecía ajena a la fiebre, intocada por los besos, lúcida de desconfianza y de soledad», etc. Véase el último párrafo de la 102 y el primero de la 103. Paradigmáticos. De este libro, prácticamente todos los párrafos pueden testificar en el asesinato de la literatura. Pág. 103.- Segundo párrafo. Como todos los bestsellerados, el académico Muñoz confunde esquina con rincón. Se emplean en este libro tantísimas palabras para no decir nada, que uno se pregunta si a Muñoz le pagan por matrices. Págs. 103.- Que si creyó que se había dormido, que si comprobó que estaba despierto, que si se creyó en la cama pero estaba en otro sitio, que si encendió para ver si pensaba o soñaba, que si no sabía si ella a su lado dormía o estaba despierta… Casi una página con estas menesterosas elucubraciones. ¿Podría algún jurado del Nacional o del de la Crítica explicar por qué votó esta milhoja? Pág. 104.- Apenas abren los ojos, recomienzan las copas y los cigarrillos. Es la idea peliculera que tiene Muñoz de la aventura. En esta novela hay más copas que en las vitrinas del Real Madrid. Sigue: mitad inferior de la 104 y toda la 105, conversación reiterativa sobre nada. Págs. 104-105.- Racista por ende, habla despectivamente de «las mesas de noche [llenas de cucarachas] de aquellos hoteles para negros». Faltan tantas comas exigibles por el ritmo de la prosa o la necesaria pausa en la lectura, que menos mal que no me ha dado por señalarlas. Pág. 107.- Lucrecia deja resbalar la bata al más perfecto estilo de Aterriza como puedas. He olvidado mencionar, junto a las copas, los cigarrillos, las miradas y el teléfono, un revólver que va de mano en mano, parece. Sin duda, Muñoz está convencido de que la presencia de ese objeto dota el relato de mayor interés.

Capítulo undécimo.- Enésima descripción del Metropolitano y los músicos, de los cuales, «el contrabajista se movía con la solemnidad de una doncella». Será de las que tú conoces, Muñoz, no de las que yo conozco, que se mueve cada una de una manera. Pág. 108.- Parece natural que si Muñoz ve que todas las doncellas negras hacen lo mismo, también vea que los músicos del Metropolitano hacen lo mismo todos los días. Id.- El baterista -¿no se dice «el batería»?- «se instalaba ante los tambores con pericia y sigilo de luchador sonámbulo». La reserva muñozdenta de metáforas complicadas es inagotable. Id.- «Buby es un puritano, sólo toma heroína», escribe el ingenioso Muñoz, repitiendo un chiste de Dulce pájaro de juventud. Págs. 108-109.- Un sondeo llevado a cabo por el C.D.N.E. revela que incluso lectores tenidos por sus allegados por personas pacientes, a estas altura, con motivo de la duodécima descripción de los músicos, la música y la barra del Metropolitano se sintieron irritados. Pág. 109.- «Parecía que no ejecutaban la música, que eran dócilmente poseídos y traspasados por ella… (aunque cursi y, por supuesto, excesivo para unos músicos de café, hasta aquí resulta soportable, pero lo que sigue:) …, que la impulsaban hacia nuestros oídos y nuestros corazones en las ondas del aire con el sereno desdén de una sabiduría que ni siquiera ellos dominaban». Si al menos Muñoz explicara que es el «sereno desdén de una sabiduría no dominada» en nota a pie de página… Id.- «Con el tiempo, yo aprendí (otro yo supérfluo) a reconocerlas [las canciones], a esperar la tranquila furia (contradictio in terminis) con que desbaratan su melodía para volver luego a ella como un río a su cauce después de una inundación, y a medida que la escuchaba iba logrando de cada una de ellas la explicación de mi vida y hasta de mi memoria, de lo que había deseado en vano desde que nací, de todas las cosas que no iba a tener y que reconocía en la música tan exactamente como los rasgos de mi cara en un espejo». ¡Qué tío! Si este llega a oir el Aria de la suite en Re profetiza la vida de sus nietos y rememora las andanzas de sus abuelos. Id.- Es insoportable. ¿Quién considera esto literatura? Verborrea, plumorrea, incontinencia metafórica se han unido en una hora de alelamiento del autor para escribir párrafos como el siguiente: «Al tocar levantaban respladecientes arquitecturas translúcidas que caían derribadas luego como polvo de vidrio o establecían largos espacios de serenidad que lindaban con el puro silencio y se encrespaban inadvertidamente hasta herir el oído y envolverlo en un calculado laberinto de crueldad y disonancia». Y ni una coma, para mayor martirio del leyente. Id.- Centésima y diferente descripción de Biralbo, quien observa «desde la barra la elegancia inmutable y apátrida» [de los músicos]. Id.- La inexplicable importancia que le otorga Muñoz a las canciones, como para dedicarles dos páginas y media de comentarios vacíos -en ocasiones anteriores, más- da la impresión de que sólo sirven para llenar párrafos. Págs. 109-110.- A la hora de definir tampoco se arredra el ex guardia civil: «la aubiografía es la perversión más sucia que puede cometer un músico mientras está tocando». Esto no tiene el menor sentido, señores críticos, señores jurados… Es ridículo, arbitrario, estúpido. Pregúntenle a quien lo ha escrito qué quiso decir y por qué lo dijo, en qué se basó… Apliquen una mirada limpia de prejuicios a todos los párrafos y verán a qué queda reducido este libro. Pág. 110.- «Había desaparecido de San Sebatián con la resolución y la cautela de quien se marcha para siempre». Pregunto al autor y a los señores aludidos en el párrafro anterior: ¿De verdad creen ustedes que todos cuantos se marchan para siempre lo hacen con resolución y cautela? ¿No han visto a nadie marcharse irresoluto y temeroso? Y no con cautela, sino procurando que se entere todo el mundo. ¡Cuántas generalizaciones insostenibles y memas! Id.- El carrerón internacional que, según Muñoz, hacen cuatro pobres músicos de un pequeño bar es totalmente inverosímil. Carrerón que Muñoz conoce con detalle, porque los otros son los más laboriosos corresponsales del mundo y tener más porvenir como llamadores por teléfono que como artistas. Y lo que no le dicen, Muñoz lo conoce fisgoneando en los cajones de sus amigos. Con lo fácil que le hubiera sido, insisto, adoptar el papel de deus ex machina. Pág. 111.- En esta novela, no puede extrañar encontrarse con un personaje que prefiere aburrirse en París sin hablar con nadie, porque «el francés siempre le había dado pereza» […] «se cansaba en seguida de hablarlo, como de beber ciertos licores muy dulces». Chorrada comparativa aparte, ¿cómo puede dar pereza un idioma? Que le daba pereza hablarlo es lo que quiso decir el académico. Id.- La expresión «fue como oir un despertador indeseado» tampoco es correcta. En el mejor de los casos, la indeseada habría sido la llamada, caso de que alguien dormido estuviese en disposición de tener deseos.

Id.- ¡Muñoz! Llevamos casi cuatro páginas con las andanzas de los músicos: que si los contratan, que si no los contratan, que si se aburren, que si viajan, que si beben y fuman -¡cómo no!- que si no les importa nada… Y al lector ¿crees tú que le importa este potage? Id.- Sépalo quien no haya leído esta irrepetible historia: un equipaje compuesto por «una bolsa con ropa limpia, el pasaporte y unas cuantas novelas policíacas» es un «equipaje de apátrida». El párrafo final del capítulo constituye un ejemplo más del afán nunca cumplido de Muñoz por dotar de misterio las más encopetadas vulgaridades.

Capítulo duodécimo.- Ya tenemos a nuestro héroe en Lisboa. Como es natural, ya que es Muñoz quien nos lo cuenta, en el hotel donde se hospeda Biralbo, absolutamente «todo el mundo hablaba en voz baja». Para las generalizaciones de Muñoz nunca hay excepciones. Pág. 112.- El académico vuelve a confundir escuchar con oir. Págs. 113-114.- Muñoz viene a decir que, cuando volvió a ver a Biralbo meses después -¿o años?- en Madrid, el músico le detalló cómo olía la tierra del sanatorio cercano a Lisboa, cómo olían los árboles, con quién y qué había soñado la noche anterior, lo que pensó al despertar, la forma de las farolas, del camino, el brillo de un automóvil, los helechos, lo que sentía -«como si desde que llegó a Lisboa se hubieran ido desvaneciendo los límites del tiempo, su voluntaria afiliación al presente y al olvido, fruto exclusivo de la disciplina y de la voluntad, como su sabiduría en la música»-, detalladamente, para que, más tarde aún, un Muñoz dotado de tan excelente memoria como su amigo, se los transmitiera al paciente atque sufrido lector y, para su gran regocijo, a los jurado del Premio Nacional y de la Crítica. Pág. 114.- Hemingway, por ejemplo, escribiendo «una monja» en un determinado contexto, comunicaría más imágenes y sensaciones que el bueno de Muñoz encadenando metáforas, sinécdoques y metonimias sobre alas, tocas, rosarios de la aurora y estampas de santa Teresita de Lisieux. Id.- ¡Habla de globos de la luz sucios de polvo en un lugar regentado por monjas, que lo tienen todo como los chorros del oro! ¡Desdícete, Muñoz, o lo pagarás en evos de Purgatorio! Pág. 115.- Por cuarta vez en dos medias páginas, Muñoz compara con unas alas la toca monjil. Debió de tomar por un hallazgo esta comparación, cuya primera aparición el infatigable Rico, tomándolo de don Ramón Menéndez Pidal, data en 1298. Id.- El diálogo que podríamos titular «Sí me muero. No te mueres» está calcado de unas veinte mil novelapias de kiosko u otras tantas películas de serie B. Págs. 115-116.- A años de distancia, y sin haber estado presente en el trance, Muñoz vuelve a describirnos olores, colores, muebles, gafas, temblores de manos, pómulos, sienes, quijadas, gestos, palabras y susurros. Pág. 116.- Billy se siente ya cadáver, pero larga una ristra de píldoras filosóficas sobre la vida, la muerte y el tiempo, que ya las quisiera para su próximo libro el lúcido Savater. No he leído en mi vida un amago de novela con menos sustancia y más hojarasca. Pág. 117.- Otra vez las alas monjiles. Anuncian, como es natural, la entrada de la monja, «que examinó la habitación como si buscara whisky clandestino». Pág. Si, al estilo del profesor José Iglesias Díaz, gramático eminente -V. su crítica a La Rusa, de José Luis Cebrián, en La Fiera Literaria nº 110, octubre 2001-, yo hubiese hecho una crítica gramatico-estilística, hubiese tenido que corregir cientos de párrafos del académico Muñoz. Así: «Como para salvarlo de un naufragio o de la contaminación de la muerte le exigió que se fuera, y luego cayó sobre la almohada y la monja apagó la luz». Coma detrás de muerte; punto y seguido detrás de almohada. A continuación, La monja, con lo que se hubiese ahorrado la repetición machacona de la conjunción y. Pág. 118.- Lustros más tardes, Muñoz sabe perfectamente, y generosamente nos lo comunica, lo que pensó Biralbo de sanatorios, caminos, bosques, aldeas, castillos, torres cónicas y muros ocultos por la yedra. Id.- Como buen personaje muñozdado, ¿crees, lector, que Biralbo se toma una copa de aguardiente como cualquiera? Nooo… La toma «con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño», algo que nadie sabe qué quiere decir. Y, sin embargo, como ha dejado establecido para siempre el Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, la prosa novelística -obligadamente más funcional que poética y ni cursi ni arbitraria- tiene que ser evocadora y presentizadora, es decir, tendente a hacer presente la realidad novelística en la cámara oscura en que, a su conjuro, se covierte la mente del lector. ¡Es increíble! ¿Se imaginan ustedes a tanta gente sola en países extraños, bebiendo soberanamente y ejerciendo el despotismo ilustrado? Verdaderamente temible, como bien dice la revelación de la temorada 97-98. Id.- ¡Las de cosas que se aprenden en este libro! Situémonos: Biralbo viaja en un tren de cercanías lusitano, en unas circunstancias que Muñoz recordará perfectamente después de realizados varios planes quinquenales. Está llegando a la capital y: «Dijo Lisboa cuando vio acercarse las luces de la ciudad como se dice el nombre de una mujer a la que uno está besando y que no le conmueve». Hay que reconocer que es verdad: a mí siempre me ha pasado como a Muñoz. Claro que, no sé a él; lo que es a mí, si me conmueve, todavía es peor. Id.- Casi una página hablando de trenes, estaciones, rostros de viajeros y otros rellenos. Si a esta novela se le quitara toda la insufrible morralla que contiene, con gratuitas generalizaciones y retorcidos tropos, no quedarían de ella ni diez páginas. Y esas páginas consistirían en un diálogo reiterativo.

Capítulo décimotercero.- Primera línea: «No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como un sonámbulo por las calles…» Biralbo no recordaba, pero Muñoz, ya a finales de siglo, sí; y perfectamente. Por eso puede describirnos de pe a pa lo que Biralbo, que ya no se acuerda, hizo y vio. Un auténtico portento. Pág. 119.- Hace dos o tres días, Biralbo se ha separado de Lucrecia porque le ha dado gana. Ahora, se dedica a vigilar trenes como un revisor, a ver si la encuentra por casualidad… Algo que ya le pasó al final del capítulo anterior con suerte, pero, cuando se dio cuenta de que era ella, ya se había largado. Id.- Continúa in crescendo el misterio, la tragedia, la complicación y los chirridos reiterativos de la nada. Si a un lector mesurado y respetuoso, que ha alcanzado la página 120, le pidiese un amigo que le contase lo hasta entonces referido por Muñoz , dudo que pudiera balbucir cuatro palabras. Pág. 121.- Lo siguiente retrata más a Muñoz que a su personaje Billy Swan: éste, que lleva varios meses en una clínica portuguesa, está en las últimas. Pero, cuando llega su -y nuestro, por supuesto- amigo, «se había afeitado y el pelo escaso y todavía negro relucía de brillantina». ¿Brillantina, Muñoz? ¿Qué es eso? ¿Lo que usas tú en el bigotillo? Id.- Por ventura, ¿alguien cree que, en un diálogo a lo Muñoz, a un parlamento sigue otro parlamento, a una simple pregunta, una sencilla respuesta? ¡Qué va! En medio siempre hay algún párrafo como éste: «Ahora Biralbo [que acaba de contestar con cuatro palabras] estaba de pie junto a Billy Swan y miraba el bosque verde oscuro entre la niebla, las quintas dispersas en el valle, coronadas por columnas de humo, los cobertizos lejanos de la estación. Un tren llegaba a ella, parecía avanzar en silencio…» Y, tras aquellas cuatro lejanas palabras, informa a Billy y, por su mediación, al orbe, de que Lucrecia se ha cortado el pelo. Es apasionante. Id.- Ahora se explica todo. Resulta que, en Portugal, que «es un país muy raro», «las cosas ocurren de otra manera, como si estuvieran pasando hace años y uno se acordara de ellas». Págs. 121-122.- «Billy Swan se quitó lentamente las gafas: lo hacía siempre que deseaba mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén». Sin duda, el Billy es todavía más raro que Portugal. Pág. 122.- Una breve intervención de cada uno, y ahora es Billy el que se pone a mirar torres, chimeneas, palacios, lluvias… Para decir una simpleza, busca antes «una entonación estudiada y neutra». La solemnidad de Muñoz palpa la pera. Id.- La palabra «criado», Muñoz, está tan obsoleta como la brillantina y tus ideas sociales. Id.- «…impúdica y serenamente ebrio de whisky». ¿Lo que daría yo por que Gala me echara un cable y hablase de «borracho como una cuba». Id.- Muñoz reconstruye, «más de un año después»… Léase el párrafo y los siguientes: no se puede solemnizar más la vaciedad. Aquí alguien se rasca los parietales interpérneos y Muñoz lo cuenta como si recitase el To be or not to be. Pág. 123.- «El caminaba siempre, insomne tras las solapas de su abrigo». Huidizas ellas. Id.- Así cuentan sus andanzas los amigos de Muñoz a Muñoz, meses y meses después de acontecidas: «Era, me dijo [la fuga de las solapas, aclaro] como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo». Y así hasta el final de la página. ¿Se imaginan a uno de éstos diciéndole al médico lo que tienen? Id.- Aunque no es lo propio, como ya he dicho, del lenguaje novelístico, cualquier amante de las bellas letras agradecería una imagen poética, una comparación audaz, una metáfora. Pero doscientas páginas escritas en este tono de merengue y perfumes orientales se las traen: «Del mismo modo que a Lisboa la niebla y las aguas del Tajo la aislaban del mundo, convirtiéndola no en un lugar sino en un paisaje del tiempo, él percibía por primera vez en su vida la absoluta insularidad de sus actos». Líneas después, dice que «Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros». Que se tranquilice Freitas do Amaral, porque, como nadie nace extranjero, Lisboa no corre el menor riesgo de abarrotarse. Págs. 123-124.- Entre tantas generalizaciones memas y axiomas estupidáceos, éste se encuentra entre los más logrados: «todo hombre con decencia termina por detestar el país donde nació y huye de él para siempre sacudiéndose el polvo de las sandalias». En mi tierra, esto es como llamar indecente al alcalde de Móstoles y a Juanito Valderrama. ¿Puede sostener alguien con dos dedos de frente, alguien que no sea un imbécil irredimible, que hay que detestar el propio país y largarse de él despreciándolo, para ser decente? Es más, ¿por qué no te largas, Muñoz, y nos dejas de monsergas? Como diría Putin, todo un patriota: «¡gilipoyinsky!» Pág. 124.- Véase esta página. ¿Cómo es posible que Biralbo sea tan detallista y tenga tan buena memoria? ¿Cómo es posible que Muñoz retenga tantas memeces, si él no es un memo, sino un académico? Y que nadie me hable de recurso literario porque me enfurezco. Estamos ante una cosa que se nos presenta como una novela: algo incompatible con tantísima parafernalia retórica. ¿Sabe alguien en España, no perteneciente al Círculo de Fuencarral, lo que es una novela? Sepárense del texto muñoziano las descripciones inútiles, no funcionales, y quedará reducido a menos de la mitad de sus páginas. ¡Bien aprovecharon los Lindurris el fin de semana en la capital lusa por cuenta del Inserso! ¡Un cuarto de página para describir un monumento que no tiene nada que ver, ni siquiera espiritual o psicológicamente, con el argumento! Págs. 124-125.- ¡Muñoz de los cojones! Biralbo oye unos pasos y piensa que lo siguen, con cuya suposición él y su amanuense montan un gurigay ibérico-tomista que no se lo salta un galgo. Entonces, va Biralbo y le da una limosna a un mendigo -méndigo, como dicen los muñoces de este mundo- y nos tiene que hacer una extensa etopeya del indigente, descendiendo a detalles de verdadero cotilla: calcetines a cuadros, pata postiza de color naranja, un zapato disparejo, manos sucias, andrajos, etc. y cara de ser hincha del Benfica. Pág. 125.- «Vio sucias tabernas de marineros y portales de pensiones o indudables prostíbulos». Académico Muñoz: aquí te expresas como tu amigo Marías: la expresión «indudables prostíbulos» no es correcta. Lo que tú querías decir es que unos portales eran de pensiones y otros, con toda seguridad, o indudablemente, de prostíbulos. ¿No te digo, lector alegre y confiado? Estos personajes no hacen nada como su nombre indica, que decía aquel oficinista que ingresó en los cartujos. Si andan, lo hacen «como si descendieran a un pozo», si miran es como «si horadaran las nieblas del tiempo pasado y los olores de los más lejanos watercloses», si fuman, «expelen galaxias y supernovas recordando entretanto una película de Jodie Foster», aunque, si ven una película de Jodie Foster es como «si vieran una de Greta Garbo coloreada por el primogénito del león y la leona de la Metro, lo que les hace recordar su luna de miel en Zimbabwe». Todo así. Doscientas páginas seguidas así. Todo este capítulo es un paseo chorreante de mermelada y potage, abusivamente al margen de la economía de la narración, del Biralbo por Lisboa. Y, para condenación eterna de los críticos, profesores, académicos y jurados de los premios nacional y de la crítica, no el único que se pega el mencionado pelmazo. Lean esta página -la 125-: es paradigmática: denunciadora de que es imposible tener menos idea de una novela que la que tiene Muñorri. Como era de esperar, absolutamente todas las mujeres que se apoyan en las barras de los bares son «rubias de anchos muslos y severa fealdad». Y naturalmente, beben a la vez. Pág. 126.- Y, como era de esperar también, Biralbo no entra en un bar como entra todo el mundo, como entró Colón en el Nuevo Continente: primero un pie y luego el otro. Biralbo entró «como quien cierra los ojos y se lanza al vacío». Id.- Más de un tercio de página con la interesante descripción del lavabo del bar.

Toda la página.- ¡Eres único, Muñoz! Nadie en el mundo hubiera empleado más palabras para no decir nada que tenga que ver con la especie de novela planteada. La frase que más repitieron los panegiristas de Muñoz, cuando apareció este amasijo de chorradas, fue que se trataba de un homenaje al cine negro americano. Pero ¿es que hacerle un homenaje al cine negro americano constituye un mérito literario? Para colmo, ni siquiera es eso. No sé otros atormentados lectores: yo veo contínuamente en este libro unos zaragüelles de amplios fondillos, paseándose por un lugar que siempre parece el mismo; la catetez queriéndose disfrazar de cosmopolitismo; al paleto que aprovecha sus pobres conocimientos de la única ciudad que visitó, en nutrido grupo, cuando su viaje de bodas, para deslumbrar a los de su pueblo. Llamo la atención de nuevo: el académico Muñoz emplea bastante mal -sobre todo, no emplea cuando debe- los signos de puntuación. Sus libros no son recomendables para los niños de las escuelas. Págs. 126-127.- Más de dos páginas describiendo un bar es demasiado, Muñoz. Hasta para tí, que eres pesado como un saco lleno de piedras al que añaden varios kilos de plomo y artificialmente, en la Nasa, lo someten a la gravedad de Júpiter, lo sería para uno que se zambulle en el entorno de la báscula recién levantado al día siguiente de haber cumplido con los ayuno y abstinencia cuaresmales, tras haber pasado una gripe, etc., etc., según tú lo hubieses explicado. Observe el lector curioso y equilibrista que, en todas estas páginas, como, de hecho, en todo el libro, nadie tiene la geta ni la mirada normal: miradas torvas, gestos esquivos, rostros pálidos, etc. Lo dicho: Muñoz quiere convertir en misterio lo que no es más que rebuscamiento. Pág. 127.- Como ya hemos señalado, algunas de las comparaciones muñoztarras alcanzan, y hasta superan, lo ridículo: «De otra puerta, más al fondo, salió un hombre ciñéndose el pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario». ¡Qué bien visto está! Lo primero que se le nota a quien no mea en un urinario, sino en su cuarto de baño, es su falta de petulancia al aparecer por la puerta. Id.- «Una mujer salió tras él […], guardando en el bolso una polvera o un espejo». Atiende Muñoz: en estas cosas hay que ser precisos. Si no sabes si era una polvera o un espejo, no nos quieras hacer tragar que era una de las dos cosas. Podría ser también un cortauñas, un mondadientes, un paquete de cigarrillos, una quiniela, una llave, una caja de condones, un muslo de pollo envuelto en papel Albal, medio plátano, un rollo de papel higiénico, un yugur… ¡qué sé yo! ¡Una primera edición de Os lusiadas! Vean, por favor, está página. Nadie echa un trago aquí como Dios manda, sino entre extrañas miradas, raros gestos y movimientos de brazos, piernas y nalgas. Id.- «Casi lo alivió descubrir que no miraba un espejo porque el otro no estaba fumando». Esta frase, además de income, como tantas, resulta ininteligible. Pág. 128.- Por supuesto, el camarero, tiene «una sonrisa de vidrio», no habla un español con acento de Mondoñedo, sino «un español eficaz y arbitrario», al que responde Biralbo, «sonriendo como un borracho solitario y leal». Lamento no haberlo dicho antes: las absurdas y rebuscadas generalizaciones, las metáforas y otros tropos inoportunos, aumentan casi en todos los casos su calibre por la adición de una adjetivación pedante y retorcida. Id.- «Después de tantos días sin hablar con nadie Biralbo notaba un impúdico deseo de conversación de mentira». Id.- Biralbo ha preguntado si el bar se llamaba igual cuando era almacén y el camarero responde: «No tenía otro nombre», cuando lo que debió responde era: «No, tenía otro nombre». Las posturas tan raras que, como dije, adopta aquí la gente, hace que los que están junto a la barra, para ir al waterclós, tengan que descolgarse: «El otro bebedor se descolgó de la barra del fondo y avanzó hacia la salida siguiendo una sospechosa línea recta». Tiene razón Muñoz: hay líneas rectas de las que no hay que fiarse. Pág. 129.- «…sonriéndole con aletargado estupor, con júbilo lento de borracho». Repito una vez más algo que he defendido en mi Teoría de la novela (Anthropos, Barcelona, 2005): lo específico novelístico es hacer presente, por medio de la palabra, una realidad, delante del lector con el mayor bulto, consistencia y expresividad. ¿Qué realidad puede ver ante sí quien lea esta ristra de retorcidas y arbitrarias vaciedades que Muñoz, impotente literario, ha escrito en el probablemente más ridículo, pedante y desdichado libro que se haya impreso nunca. Muñoz comparte la impotencia con Javier Marías, pero mientras éste se queda en el vacío, en la nada, él pretende llenar ese vacío con lo que cree que es literariedad y resulta que es todo lo contrario.

Capítulo décimocuarto.- Biralbo sigue contando en primera persona lo que Muñoz ha de conservar en su privilegiada memoria, para, al cabo de los años, contarlo a su vez en primera persona… ¡Con lo fácil que hubiera sido, insisto, narralo todo en tercera! Lo que es no tener ni idea de lo que es la composición de una novela ni de ese concepto fundamental, previo a todo planteamiento, de la «forma de presentación de la realidad novelística». Pág. 130.- Dos se miran «con recelo y simpatía (contradictio in terminis), como dos conocidos que no llegaron a intimar y que tardan menos de cinco minutos en no saber qué decirse». Si Muñoz hablase de menos de cinco minutos en saber qué decirse, es mucho tiempo para lo que parece querer decir; pero si habla de no saber qué decirse resulta que está afirmando que, a partir de ese momento, podrían estar sin saber qué decirse varios siglos. Muchas veces, como ésta, el académico Muñoz, como el aspirante a académico Marías, no sabe decir lo que pretende decir. Id.- Como todo lo que ocurre en este libro, Muñoz lo achaca a los efectos de la ginebra, el whisky, el bourbon o el tinto con gaseosa. Si creemos las informaciones de doña Elvira Lindo, esposa del gran escritor, en esa página dominical de El País en la que da cuenta de las aventuras domésticas de entrambos, y Muñoz no ha pasado de la leche semidesnatada y la tónica jué, se comprende que el laureado lo ignore todo sobre los efectos de las bebidas espiritosas. Id.- Y otra vez una conversación sobre Lucrecia, como si enamorarse como un adolescente -que como un tal se comporta y manifiesta Biralbo- de una mujer equivaliese a la búsqueda del Vellocino de Oro. Id.- Otra generalización de chorraespuma de Muñoz: «nada une más a dos hombres que haber amado a la misma mujer». La verdad es que eso, a veces, los desune. Y la verdad es, también, que a muchos lo que más les une es jugar de compañaros al dominó, estar juntos en la cárcel, viajar al polo o torear al alimón. Págs. 130-131.- Años después y en plenas semifinales del campeonato de inverosimilitud, Muñoz puede dedicar la mitad inferior de una página y la superior de la siguiente a precisar con detalle lo que sentía y pensaba mientras conversaban uno y otro dialogante. Igualmente, el portentoso Muñoz sabe, pasados los lustros, qué era verdad y qué mentira en lo que dicen Biralbo y Malcolm. Todavía en la página 130, Muñoz habla de «días indivisibles», en injustificado atentado a la industria relojera y la de calendarios. Siguen diciendo tonterías y, cómo no, trasegando ginebra. Pág. 131.- Muñoz pasa de golpe de la simpatía recelosa y antirrelojera a sentir «miedo y frío y un desconsuelo como de vaticinio de resaca», lo que le lleva a deducir, con impecable lógica, «que tal vez Malcolm guardaba una pistola». Vuelvo a decirlo: Muñoz cree ingenuamente que hablando contínuamente de bebidas y pistolas y refiriéndose a todo con metáforas de hidrato de carbono dota de misterio el monumento a la vaciedad que constituye cada página de este «molumento.» A mitad de la página, dice Muñoz que «de pronto Malcolm se quedó en silencio», pero el caso es que se pone a hablar y no para. Id.- Tocar el piano en un tugurio tiene que ser algo impresionante, porque hay que ver los estragos que causaba Biralbo en el ánimo de la clientela, especialmente de las mujeres. Pág. 132.- Muñoz nos transmite minuciosamente todo cuanto Biralbo experimentó entre los recovecos de sus entretelas durante su conversación con Malcolm. Los pensamientos de aquél son tan complicados y metafóricos como todo en este libro. Id.- Otra generalización chorridenta, de las mejores: «dotado de esa gravedad de quien está a punto de caer al suelo». Hace una semana, tropecé en la acera con una losa levantada y di con la boca. Menos mal que me acordé de Muñoz y, un minuto antesd del jardazo, pedí que me hicieran una foto. ¡El tiempo que llevaba deseando tener una con gesto grave! Id.- Para Muñoz, de quien la bocazas (así se autodefine ella) de su Lindurri ha contado que llegó virgen al matrimonio, acostarse con una mujer es algo más insólito que encontrar el tesoro de la isla. La conversación que ocupa todo este capítulo es algo tan vacío, vacuo, carente de interés y artesanoplasta, que a uno le entran ganas de pedir socorro. Id.- Muñoz sabe que Malcolm sabía hacía cuatro años, que si Biralbo y Lucrecia se hablaban era como pretexto para mirarse a los ojos. Pág. 133.- Entre tanta tabarra de enamoramientos aldeanos, era lógico que, al final, cayera en lo rosa, como aquí ocurre para sonrojo del inteligente leyendo. Id.- Biralbo tiene que cruzar el bar para ir a hacer pis. ¿Cree alguien que lo hace como alguien y como yo? Se equivoca: «Sintiendo que atravesaba un desierto cruzó toda la lejanía del salón para llegar a los lavabos [donde] pensó que había pasado mucho tiempo desde que se separó de Malcolm». Se sentía incapaz de abandonar el evacuatorio, como suele suceder a quienes viven una vida apasionante: «no acertaba a abrir la puerta, lo confundía el silencio y la repetición de las formas de porcelana blanca, multiplicadas por el brillo de los tubos flurescentes». Id.- Ante el espejo, Biralbo tiene una visisón así como espiritista. Lo que Muñoz quiere justificar diciendo que su personaje se encuentra «en los lavabos irreales del Burma Club». De hecho, se trata de un recurso típico de quienes se declaran ateos, pero, en el fondo, mantienen las creencias que le inculcaron entre su madre, el maestro de escuela y el comandante de puesto de la guardia civil. Emergente de entre los ectoplasmas, surge un fulano que apunta a Biralbo con una pistola, pero rogándole vía Muñoz: «no levante las manos, por favor, es una vulgaridad, no la soporto ni en el cine». Está claro que Muñoz ni ha encañonado a nadie (yo sí; en Laucién, Marruecos) ni ha sido encañonado (yo también, por un soldado egipcio en Ras Muhammad, en la península del Sinaí). Igualmente lo está -claro- que Muñoz cree que la materia de una novela son las palabras. Y otro comentario que me suscita esta chorrada: no hay nada peor que un paleto jugando a escribir como Huxley. Por ende, la anécdora gatoparda le da a Muñoz para mostrarse homófobo. «Lo peor» es, para él, la relación entre dos hombres. En plena escena con la que él cree que homenajea al cine negro americano, levanta un monumento al costumbrismo más castizales. ¿por qué no se diría a sí mismo que sus referencias a las relaciones hombre-mujer son vulgaridades provincianas? En el recuerdo de la idolatrada Dafne, el del pistolón está a punto de cantarle a Biralbo que «es un muchacho excelente». Pág. 135.- Dos páginas y media desde que le pusieron el cañón revolvero en el espacio intercostal derecho y Biralbo, que lleva a cabo múltiples especulaciones sobre por qué cae la ceniza de un cigarrillo o por qué pican los mosquitos, ni siquiera se pregunta que a qué viene aquello. Hasta acepta como el desenlace más plausible de la grotesca escena que le vayan a ultimar. Aunque la situación admita las mayores pamplinas, parece poco explicable que la bella Daphne, «con un vaivén» de la testa, se aparte «de la cara la melena de platino». Se apartaría un mechón ¿no, Muñoz? Págs. 135-136.- Biralbo va recuperando la visión optimista de las cosas: ya no piensa que le van a liquidar, sino a golpearle. Más vale así. Algún lector podría preocuparse. Pág. 136.- Ahora la emprende contra Verdi, pero sobre todo contra Wagner, quizá anticipando que su esposa, según ella misma contó en El País, sufriría un ataque de almorranas durante una representación de Parsifal. Pág. 136.- El ánimo in crescendo, ya ni siquiera teme: siente tedio; como muy bien apunta Muñoz: «el tedio de quien responde a un cuestionario». Las referencias de Muñoz a este tipo de cosas son inummerables. Se ve que su estancia en la Guardia Civil -¡aquellos atestados sobre hurtos de gallinas!- le marcó de manera indeleble. Pág. 137.- «dijo un insulto» no es expresión propia de un escritor que, por ende, escribe con pluma galana. (Recordemos que estamos en el siglo de Kafka, Virginia Woolf, Musil, Svevo, Faulkner, etc. y que el mejor novelista español del siglo XX malamente se inspira en la novela americana de kiosko.) Pág. 138, anteriores y siguientes.- ¿Cómo no se han dado cuenta los críticos españoles de que todo este interminable diálogo sobre el dinero, el cuadro, el paradero de la chica, etc., ni siquiera es digno de literatura kioskera, sino de tebeo? Menos: de niño que improvisa su propio tebeo, luego de haber visto una película con más tópicos que fotogramas… Id.- Naturalmente, Daphne no mira a Biralbo como a cualquiera, sino «como se mira al que viaja en el asiento de al lado». Id.- Si se dice que alguien convirtió un local en un prostíbulo, no hay que precisar que «todo», Muñoz. No iba a reservar una habitación para capilla. Págs. 138-139.- Como Biralbo ignora quién fue el primer dueño del tugurio, el astuto Toussaints concluye que «la juventud lo ignora todo y quiere saltar por encima de todo». Un moralista. Cuando se inicia la crítica acompasada de un bestsellerado como Muñoz, Marías, Maruja Torres o Almudena Grandes, lector comprensivo y solidario, uno salta de júbilo cuando advierte que descubre doce o trece errores de mayor cuantía en cada página; pero cuando se llega a estas alturas del libro, desearía que el majuncio o la majuncia de turno hubiese aprendido a escribir, a pensar, a novelar. Pág. 139.- «El mismo dom Bernardo me lo dijo una vez, en Zurich, me parece que estoy viéndolo como lo veo a usted. «Morton», me dijo, etc. Aparte el casticismo mohoso del parlamento, la colocación de los signos de puntuación lo convierte en zona catastrófica. Id.- Interminable parrafada, plena de citas pseudocultas, poéticas evocaciones de las colonias portuguesas y de la India e informaciones varias sobre pintura, mapas, platos típicos, poesía, espionaje aficionado etc., que a Biralbo le importan un carajal de verano y mucho menos al lector. Según mis noticias, no es a lo que suele dedicarse en estos tiempos sombríos uno que tiene a otro encañonado con un pistolón. Págs. 139-140.- Mediante un par de torpes calambures, Muñoz defiende tácitamente el colonalismo. Se le ve hasta tal punto el plumero, que se le diría, si no espía propiamente dicho, sí chivato. Pág. 140.- La idea que tiene Muñoz de los naturales de los territorios colonizados por Portugal es racista. Id.- El que, según Antonio Pato Muñoz, no es más que un salvaje frustrado se pone a hablar de Rousseau. Apuesto un oval a que Muñoz sólo conoce los títulos de los libros de Spengler que menciona. Pág. 140:- Cada vez que Toussaints habla de Lucía -y son muchísimas las veces-, dice «la bella Lucrecia». Es la idea que tiene Muñoz de una conversación refinada. Id.- «le puso la pistola en el centro del pecho» no es una expresión literaria, Muñoz. Ni siquiera exacta. En los años 40 y 50, en España se pudieron leer novelas que se consideraban -y eran- literatura popular. El más adocenado de aquellos autores -no digamos José Mallorquí, que era un maestro- daría lecciones a Muñoz de cómo se planea una novela de intriga, cómo se describe el carácter de un personaje, cómo se crea un espacio, etc. El día que escribo esto, leo en los periódicos que el profesor Gregorio Salvador ha arremetido contra la crítica literaria española en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander y, de entre otras cosas, la acusa de contribuir a la decadencia de la literatura, de ensalzar lo mediocre y desdeñar lo excelente. Dice también que el noventa y nueve por ciento de las novelas que se publican en es mlo sin paliativos. Lástima que no dé nombres. Pág. 140-141.- La repetición de una frase manida intenta disimularla Muñoz mediante la alusión a una conocida película. Cuanto más quiere dramatizar la absurda escena, peor se le ponen las cosas. Pág. 141.- La expresión de un complejo de inferioridad o el resentimiento social por parte de Malcolm es tan inconsistente como poco oportuna. Id.- Dice «derribarse sobre él» cuando quiere decir «avalanzarse», «lanzarse», «tirarse», etc. Id.- «seguía aproximándose a él como un alud» no es tu más brillante comparación, Muñoz. En este libro hay infinitas comas que deberían ser punto y seguido. Y casi infinitas comas que faltan.

Capítulo décimoquinto.- Biralbo es un dialéctico militante: apenas recibe en plena faz el aire de la noche, empieza a saber cosas que antes no sabía. La falta de comas en este libro dificultan la respiración lectora. Pág. 142.- «como si llegara tarde» no, Muñoz: «como si fuera a llegar». Id.- Escribe «esfinges de mujeres solas» cuando quería escribir «mujeres solas semejantes a esfinges», o algo así. Id.-Secundum Muñoz, los que se ahogan -¡todos!- muestran una serenidad que les lleva a no mover un dedo y ahogarse. ¿Cómo es posible que, entre tantas sandeces y vaciedades, ni un solo crítico, ni un solo jurado, se haya dado cuenta de una sola? Todo cuanto pasa por el cuerpo y la mente de Biralbo, desde un pensamiento poético hasta un temblor de las nalgas, lo conoce Muñoz varios años después y nos lo transmite con lujo de inútiles detalles. La expresión «aquello era como abrirse paso en una selva» es muy original; pero la escena en su conjunto, no: la hemos visto en varias películas de Peter Coyote y una de Antonio Resines. En cada párrafo, una comparación rebuscada, que no ayuda al lector, antes al contrario, a representarse lo que se le cuenta: que si respira como el que se ahoga y, etc.; que anda como el que se abre paso por, etc.; que si se mueve como el que sueña que no se mueve, etc.; que si miraba como el que abre los ojos por la mañana, etc., etc. Vea el lector que el hábito de llenar de vacío líneas, párrafos, páginas, capítulos y libros es común a Antonio Gala, Javier Marías, Almudena Grandes, Rosa Montero y demás miembros de las SS Literarias. Págs. 142-143.- Muñoz sabe que Biralbo supo que él vio a Malcolm en el mismo instante en que Malcolm lo vio a él. Eso es imposible, Muñoz. ¿Cómo podéis saber desde cuándo estaba el mulato ojo avizor? Pág. 143.- Naturalmente, éste no se acerca como cualquiera, sino «como si nadara contra una poderosa corriente entorpecida de malezas». Me consta de buena tinta, Muñoz, que el entorpecido por la maleza era el nadador, no la corriente. Esta novela tiene más comos que comas. Está constituida por una insoportable serie de comparaciones chorrunas, algo que pasó inadvertido por a los insignes miembros de la crítica literaria española, los expertos del Ministerio de Cultura, los académicos, los profesores de literatura, los lectores de Alfaguara, los accionistas de Prisa y la familia Muñoz. Decía Macbeth, en uno de sus días malos, que la vida era un cuento contado por un idiota. Esta novela es una idiotez contada por un cuentista. Ahora la escena es de Solo ante el peligro o de Manolo la nuit. Escandaloso. Que este libro haya sido tan premiado, tan ensalzado, tan vendido; que Muñoz sea tenido por un gran escritor es vergonzoso, oprobioso para una literatura tan insigne como la española, señores responsables de que se esté ensuciando con tantísima basura… La página 143, señores del jurado, es una plasta barroca, base de un monumento a la estupidez humana. ¡Cómo se ha estrujado su exíguo cerebro este pobre hombre, para parir un gusano de seda sometido al efecto mariposa por un dinosaurio talludete! Id.- Junto a Biralbo pasa un tranvía… ¿Como usted y como yo creemos que pasa un tranvía? ¡Quita aLLá!, que diría Cela. Pasa «como un buque a la deriva», que es lo normal. ¿No se dio cuenta este desdichado, no se dieron cuenta sus botafumeiros, de que sale a comparación memónfera por línea? Este libro es un caramelo envenenado, un pastel de bellotas, una ofensa para la inteligencia, el buen gusto, la expresión literaria, el Concilio de Trento y el Atlético de Madrid. Personalmente, prefiero a la Generación de la Berza a ésta del merengue encebollado. Id.- Subirse o no subirse en un tranvía lo quiere convertir Muñoz en un misterio trascendental para ocultar el vacío de tantísimas palabras huecas. Págs. 143-144.- Biralbo mira el tranvía. ¿Cómo sus hijos, lector, cuando van al colegio? ¡Ni hablar! Lo mira «como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido». Y, consiguientemente, «se queda inmóvil, con los ojos y la boca muy abiertos, con sudor en la cara y saliva manchándole los labios», sintiendo ganas de hacer no sabe si pis o pos, de manera que «volver la cabeza le exigía un esfuerzo imposible» («imposible» no es el adjetivo más apropiado para lo que quieres decir: el esfuerzo no es en el caso lo imposible; lo que es imposible es que dé resultado, dada la acumulación de sudores, salivas y evacuaciones precoces e inoportunas). Pág. 144.- Frente a él, Malcolm en la acera, pero, para Muñoz, «como en la cornisa de un edificio por el que fuera a desplomarse». Momento que aprovecha Biralbo para tener una alucinación y el otro para «caminar hacia él como hundiéndose a cada paso en una calle de arena». Sencillo y llano todo, como la vida misma. Id.- Hay una torre exenta. Muñoz encuentra absurda esa circunstancia. Como en el agro de donde procede los campanarios están pegados al cuartel de la guardia civil, se comprende. Biralbo ha llegado corriendo, lo que se dice cagado de miedo, hasta el punto de que se mete en un ascensor creyendo que se ha metido en un zaguán. No obstante, por obra y gracia de Muñoz cinco años después, tiene tiempo de estudiar y describir para la posteridad los rostros de tres personajes de fugaz aparición, pero de los que el lector tendrá detallada etopeya. También nos obsequia el académico con la descripción de una panorámica de Lisboa-la-nuit. Pág. 145.- Biralbo ve un taxi parado; pero no simplemente parado, claro, sino «extraño e inmóvil como esos insectos que uno sorprende al encender la luz». Id. Se mete en el taxi, el taxi empieza a rodar y Biralbo «se sumerge en la ciudad como en un paisaje submarino». Id.- En el último párrafo, Muñoz vuelve a confundir escuchar con oir, algo que muchas veces ha condenado severamente don Fernando Lázaro Carreter, que fue uno de los que lo introdujo en la Academia con nocturnidad y alevosía.

No se trata de un planteamiento moral, sociológico, metafísico, intelectual, estético, como los que hacían en sus obras los Hesse, los Greene, los Green, los Huxley, los Steinbeck, etc. No. Se trata de que alguien ha vendido un cuadro y se ha quedado con la pasta y otros quieren rescatar lo uno o lo otro. Pero Muñoz lo relata como si se tratase de un misterio trascendental, con frases solemnes y abundancia de adjetivos pedantes, sin duda en la creencia de que está escribiendo la segunda parte de La Orestiada. Es muy penoso. Menos mal que de vez en cuando tiene un rapto de originalidad y escribe cosas como que «la corbata le colgaba como un dogal del cuello». ¿Por qué no como un escapulario, Muñoz? ¿Tienes algo contra los escapularios? ¿En la mariana Portugal? Pág. 146.- Es graciosísimo: uno se despide de una monja y el otro teme que pretenda regalarle -él a la monja- «su última botella de whisky». Eso sólo puede ocurrírsele a un Muñoz. Me mondo. Id. ¿Me quieres matar de risa, Muñoz? Ahora dices que «los muertos son abstemios». Eres un tipo ocurrente, no cabe duda. Id.- Apenas uno decide hacer una pregunta, se le pone cara de policía. Si alguna vez un personaje de esta novela dice «¡Oye!» y otro le responde «¿Qué?» creo que me va a dar algo. Entretanto, uno ordena: «Dile al taxista que ya podemos irnos» y el otro obedece «con el alivio de quien ha logrado eludir un castigo». ¿Con voz normal? ¡Claro que no! Con voz que «le temblaba igual que cuando había bebido mucho o después de una noche entera sin dormir o cuando le había picado una avispa en el culo». Id.- Emplea tan mal los signos se puntuación el académico Muñoz que, en cierto momento, el lector llega a creer que Biralbo -o Swan, porque el magno escritor no lo deja claro- se ha vuelto oscuro, cuando lo que quiere decir es que lo estaba el paraje. Véase esta página para comprobar que es cierto lo que digo acerca de que el infradotado Muñoz, a base de comparaciones de puesto de guardia y adjetivación rebuscada pedante, quiere dotar de misterio, sin lograrlo, algo tan sencillo como coger un taxi. ¡Si se llegan a montar en el Apolo XI! Id.- La expresión «oyó una puerta cerrándose» es antiliteraria, Muñoz; sobre todo antinovelística. Págs. 147-148.- Se puede tener el pelo rizado, Muñoz; pero ¿la cabeza? Pág. 148.- A veces no te entiendo, Muñoz. Dices que, aunque el Biyi habló en inglés, el motor se detuvo. ¿Es que hay lenguas que detienen motores y otras que no? Id.- «Me basta con mirar ahora mismo tus ojos. Se parecen a los míos cuando llevo una semana encerrado con una caja de botellas». Esta es otra: estos tipos se pasan la novela observando y observándose con una minucia que da gusto. Hasta cuando están curdas. (Te diré, Muñoz: cuando se deserta del basto pero entrañable agro, hay que sacudirse el polvillo de la dehesa y dejar de pensar que la pantalla de la cajita tonta y truculenta es una ventana al cosmos. Por otra parte, no pasa nada si no se llega a escritor. Hay oficios muy nobles.) A pesar de tanto tropo, tanto bisky, tanto humo de cigarrillos en ambientes de película en blanco y negro, tantas alusiones a situaciones que son misteriosas sólo en su confusa mente, Muñoz es un realista dogmático: aprendió a serlo en la Benemérita y no ha renunciado a tal creencia. Sin embargo, la «carrera» que traza para «sus» músicos es tan inverosímil, tan marciana, que hace sentir lástima. Este final de capítulo me va a costar un disgusto. Muñoz: te lo pido por don Antonio Machado, que paseaba sus sueños por donde tú, más tarde, paseaste el mosquetón: que en novela no se trata de «eventos consuetudinarios que acontecen en la rua», sino de «lo que pasa en la calle» .



Capítulo décimosexto.- Lo primero que nos encontramos, por supuesto, es con la acostumbrada ración de cigarrillos, amén de una descripción detallada, cinco años más tarde, de la habitación de un hotel, semejante a las otras doscientas, ya disfrutadas, por mucho que el gran escritor la adorne de tropos y calambures en su tinta. Autobiográficamente, Muñoz nos aclara que «intoxicado de tabaco y palabras». Pág. 150 ab chorrada condita.- Muñoz se hace un lío entre la habitación lisboeta y la madrileña y llama a aquélla en que se encuentra «habitación futura». Claro que se trata en ambos casos de habitaciones extrañas, que se apoderan de los parlantes «como un enemigo embozado». Id.- Ah! Y también regresan las miradas, en las que Muñoz es experto: que si me miró, que si lo miré, que la mirada era así, que la mirada era asá, que si dejó de mirar, que lo volví a mirar… Ni en un anuncio de Ulloa Óptico se ven tantos ojos haciendo cosas raras. Id.- Académico: «si quiso no detenerse», no; «si no quiso detenerse». El misterio acecha al otro lado de las cortinas porque así le place a este portentoso creador de misteriosas vulgaridades. (Recuérdese que el gorgónico enigma se reduce a que uno ha vendido un cuadro que era de dos y se ha quedado con la pasta). Insisto: un personaje o una situación no son misteriosos porque el autor lo diga, sino porque se comporte o se desarrolle de manera que, mediante la escritura, así los capte el lector, que es persona siempre bien dispuesta. Págs. 150-151.- La sensación de que todo esto ya se ha leído es tan fuerte, que uno experimenta el deseo apremiante de marcharse a Sri Lanka.Pág. 151.- «la presencia de otras mujeres fugaces». Los fugaces eran los encuentros, Muñoz, no las mujeres. Por otro lado, al hablar de «otras» das a entender, sin querer, que también la omnipresente Lucrecia era «fugaz». Id.- Muñoz: cinco veces la palabra «sueños» en un corto párrafo resulta un poco amodorrante. Casi una página describiendo un tren de cercanías portugués, que presenta como un precedente del AVE. Ni Oliveira Salazar hubiese aceptado semejante piropo. Pág. 152.- Un golpe no se puede calificar de hermético, Muñoz. Tres páginas para que Malcolm se acerque a Biralbo, haciendo cada uno todos sus movimientos «como esto», «como lo otro», como caídas a un pozo, como posibles caídas a un sendero de piedra, como hacia el abismo, como cuando hacía seis años iba en busca de Lucrecia, otra vez, como un náufrago con manos como alas de pájaros… Y, a todo esto, haciéndose tal lío con la marcha del tren, la velocidad y la distancia, que el desconcertado lector empieza a ver la Teoría de la Relatividad y el Principio de Incertidumbre como dos chupa-chups envueltos en papel albal. Id.- Cagado de miedo, se tira en el pasillo boca abajo, lo que no le impide ver árboles, casas aisladas, postes, luces, coches aparcados… Felizmente, el perseguidor, del que antes dijo que estaba tan cerca que podía distinguir el brillo azul de sus ojos, todavía no ha llegado. Pág. 154.- «Saltó a las vías para que nadie lo viera». Para que no lo vieran tendría que haber hecho otra cosa, Muñoz. Un salto a las vías no garantiza la invisibilidad. Id.- «Muerto de frío». ¡Qué vulgaridad! Sorprende en un metafórico comíscuo como tú, Muñoz. Id.- Sin duda con intención de aumentar el interés de esta intriga trepidante, Muñoz especula acerca de por qué una calle es recta y larga. Id.- Por la misma echa a andar Biralbo. ¿Como todo fiel cristiano? ¡Claro que no! Los hace -faltaría más- «con la obstinación de los vagabundos circulares de las calles». Y no me vengas, lector, con que no sabes lo que es un vagabundo circular. Pues algo distinto al vagabundo hexagonal que ya conoces, pero parecido. Pág. 155.- En la tercera línea, el académico vuelve a emplear «escuchar» por «oir». En la quinta faltan -como cientos de veces en el libro- dos comas imprescindibles. Es la segunda o tercera vez, en sesenta páginas de comentario, que aludo a esta falta. Don Fernando Savater, por mi crítica acompasada a Todas las almas, de Javier Marías, me llamó -conservo sus cartas plenas de soberbia y amor propio, «busca comas». ¿Quién tiene que poner bien los signos de puntuación, señor Savater? ¿Los relojeros? Por cierto que ni Muñoz Molina, ni Marías, ni Almudena Grandes, Rosa Montero, Maruja Torres, ni demás amigos de El Filósofo -no hay otro en España- no saben colocar los signos de interrogación como yo acabo de hacerlo. Id.- Por fin se ve obligado a reconocer que no puede imaginar lo que sucedió a la entrada de la quinta. ¡Es natural! A cinco o seis años de distancia, ni el propio protagonista de los hechos se acordaría. ¡Qué torpeza, Muñoz, erigirte tú en medium! ¡Con la cantidad de perspectivas posibles que se te ofrecieron antes de empezar tu reiterativo relato! Haber consultado con Francisco Rico, hombre, que ha escrito un libro sobre el punto de vista, aunque no sepa nada del mismo. Id.- A pesar de lo dicho, Muñoz sustituye los «hechos» por especulaciones que obligan al lector a tomar por realidades. ¡Hasta los deseos, los pensamientos, los anhelos que el imagina en sus mal trazados personajes los intenta transmitir como si hubiesen sucedido! Id.- «Tal vez se hablaron al principio con una distancia…» ¡Tal vez! ¿Y si no? Esto no es una novela, Muñoz, sino una torpe colección de adivinanzas Pág. 156.- Y, tras varios párrafos, en que Muñoz trata de acumular sobre el encuentro todos los misterios del orbe, un diálogo lleno de frases más vulgares que un artículo de Elvira Lindo. Id.- Muñoz, a partir del recuerdo que tiene Biralbo al cabo de seis años, sabe que éste, al apartarse el flequillo de la frente, roza una mano de ella. ¡Y lo que sintió! Pág. 158.- Y vengan güiskis y cigarrillos, venga a hablar de pistolas, para demostrar que «esto» es un homenaje al cine negro. ¿Nadie se ha dado cuenta en España de lo ridículo que es todo esto? Muñoz, no te recomiendo que leas las grandes novelas del siglo XX, porque me podrían acusar de inducción al suicidio. Ahora nos da cuenta de los pensamientos de Biralbo, quien, por lo visto, al cabo de seis años, se los contó a Muñoz sin omitir detalle. Claro que de quien es capaz de recordar el tamaño del cuarto de baño, la forma de los grifos, el brillo de la porcelana y el olor que desprendía el vaterclós, como lo llama Elvira Lindo cuando habla al mundo del sitial de sus lecturas, se puede esperar todo. Más detalles sobre la casa que a nadie importan y nueva chorridenta generalización: «los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan». Me ofendes, Muñoz. ¿Te atreverías a decirme en la cara que, porque no establezco ningún vacío, yo no soy un verdadero solitario? ¡Con lo que me costó aprobar el cursillo acelerado de «a mis soledades voy, de mis soledades vengo»! Otra chorribundez de esta «novela», que todavía no he comentado, se refiere a la forma en que Muñoz representa las hazañas de unos músicos de café: como si fuesen Achúcarro y León Ara; como si en todas las tabernas del mundo hubiese músicos y fuesen muy cotizados: contratos, éxito -¿ante quién?- fama, viajes por todo el mundo… Id.- Lean esta frase y saquen sus propias conclusiones: «El hábito del coraje y de la soledad le había agrandado los ojos». (Creo que los críticos españoles no leen con atención, aunque sí predispuestos a dar el visto bueno a lo que la publicidad y Babelia les ponderen). Págs. 158-159.- «mirar aquel cuadro era como oír una música muy cercana al silencio, como ser lentamente poseído por la melancolía». Aún no lo había dicho: Muñoz, que es un barroco mental masturbatorio, no saca sus tan rebuscadas como ridículas comparaciones de la observación ni de la reflexión: habla por hablar, por llenar páginas; dice cualquier cosa; en este caso, igual habría escrito que mirar aquel cuadro era como oir música muy cercana al estruendo, como ser súbitamente poseído por las ganas de cachondeo y un ataque de risa. Pág. 159.- Contagiado por los extraños efectos que produce el cuadro, Biralbo comprende que él debía tocar el piano «con gratitud y pudor, con sabiduría e inocencia, como sabiéndolo todo e ignorandolo todo, con la delicadeza y el miedo con que uno se atreve por primera vez a una caricia, a una necesaria palabra». Id.- Habla el académico Muñoz de «sombras en la umbría».

Capítulo décimoséptimo .- Pág. 160.- Algo que ha ocurrido contínuamente a lo largo del inverosímil relato: a los seis años, se nos transmiten vía Muñoz los recuerdos de Biralbo y, en medio de lo que quiere ser -no lo es- un clima tenso con elementos tan simples como pistolas, amenazas, huídas, miedo a morir, biskis, etcétera, se detiene en decir cómo el de la buena memoria aviva el fuego, llena las copas, «con la serena lentitud de quien cumple una ceremonia íntima», mientras oye el viento y el mar y la madre que lo parió. Id.- Sobre la incoherencia, la cursilería: «Como algunas veces el amor y casi siempre la música, aquella pintura le hacía entender la posibilidad moral de una extraña e inflexible justicia, de un orden casi siempre secreto que modelaba el azar y volvía habitable el mundo y no era de este mundo. Algo sagrado y hermético y a la vez cotidiano y diluido en el aire como la música de Billy Swan cuando tocaba la trompeta en un tono tan bajo que su sonido se perdía en el silencio, como la luz ocre y rosada y gris de los atardeceres de Lisboa: la sensación de no descifrar el sentido de la música o de las manchas de color o del misterio inmóvil de la luz, sino de ser entedido o aceptado por ellos». Quienes han premiado, ensalzado y academizado a Muñoz que le pregunten qué quiere decir todo esto. O que lo digan ellos. ¡La de cosas que sabe, para desdicha del lector, el omnisciente y omnipresente Muñoz de lo que el otró pensó hacía seis años! Id.- Y ahora resulta que a Biralbo, que nos lleva dando la tabarra, Muñoz mediante y durante casi todo el libro, con la historia de Lucrecia «le importaba poco la historia que ella le estaba contando». Pág. 161.- Biralbo aparta los ojos del libro en el que, ineducadamente, se ha refugiado mientras la pobre mujer platica y platica, y la mira. Y la ve «tan propicia y futura, tan iluminada como esas ciudades a donde estamos a punto de llegar por primera vez». Atiende Muñoz: como todas, las ciudades a las que estamos a punto de llegar por primera vez, unas están bien iluminadas y otras no. ¿Te atreverías a hacernos alguna indicación de por qué dices tantas vaciedades? ¿Lo he dicho ya? Si a esta historia se le suprimiensen todas las comparaciones chorrunas, todas las absurdas generalizaciones y todas las descripciones de relleno quedaría reducida a una docena de páginas de tontorrona historia. Págs. 161-162.- Lee, lector, que para eso lo eres, el parlamento de Lucrecia que ocupa la mitad inferior de la página 161, las 162 y 163 completas, y casi toda la 164, es decir, el relato que hace Muñoz del relato que hace Biralbo del relato que hace Lucrecia de lo que dijo Morton y deja en paz a la madre de Muñoz: el único culpable es éste. Pág. 165.- Inconsecuente con lo que antes dijo de que la historia no le interesaba, Biralbo sigue haciendo preguntas y transmitiendo al lector, todavía cabreado, insignificantes detalles acerca de la chimenea, el atizador, aunque dejándonos sumidos en terribles dudas sobre lo más importante: ni Biralbo ni Lucrecia se acuerdan de cómo se llamaba el motel. ¿Cómo es posible? Id.- «Me lo compró uno de esos americanos de Texas que no hacen preguntas». Pues, veamos: contando los habitantes que tiene el estado más extenso de la Unión, deduciendo los inmigrantes mexicanos y la población flotante y teniendo en cuenta que por allí son todos más bien curiosones, hay que reconocer que Lucrecia tuvo suerte, si hemos de creer a Muñoz. Págs. 165-166.- Mitad de una, mitad de la otra, con un diálogo de besugos sobre «tenías miedo tú», «no, tú, «que no, que tú», etc. Pág. 167.- Toda la «novela» está llena -alguna vez lo habré señalado- de afirmaciones contradictorias. Aquí: «todo era al mismo tiempo imposible e infinitamente fácil». Más abajo: «será posible porque es imposible». Temo que a este libro no le sea aplicable la fórmula: es sencillamente malo.

Capítulo décimoctavo.- Pág. 168.- «Al abrir los ojos (¡coma, Muñoz!) creyó que sólo había dormido unos minutos». Dije al principio que el autor de esta «novela» había elegido el punto de vista de la manera más torpe que podía concebirse. No me cansaré de acumular pruebas. Aunque es evidente, dudo que los críticos españoles sepan verlo sin una gran ayuda. Han pasado seis años. Biralbo cuenta a Muñoz los que, en su simpleza, cree que son sucesos interesantes. Pues bien, tras el relato tabarrudo de su encuentro con la moza, no dice como cualquiera: «Al día siguiente, cuando me desperté, ella me dijo que había oído por la radio que habían descubierto el cuerpo de Malcolm y me buscaban…» No. Han pasado seis años y Biralbo, que tiene buenísima memoria, háblale así a un paciente Muñoz que, como diría Antonio Gala, es todo oídos: «Al abrir los ojos [creí] creyó [puesto que «traduce» Muñoz] que sólo había dormido unos minutos. Recordaba el abstracto azul de la ventana, las frías calidades grises que iban atenuando la luz de la lámpara y devolviendo lentamente su forma a las cosas [manida expresión donde las hubiere y se detectaren, tercio], pero no los colores [aguda observación que la enriquece, vuelvo a terciar], igualados o disueltos en el azul pálido de la penumbra, en la blancura de las sábanas, en el brillo fatigado y tibio de la piel de Lucrecia. Había tenido o soñado la sensación de que sus dos cuerpos crecían y ocupaban avariciosamente la integridad del espacio y removían al estremecerse las sombras adheridas a ellos: en el límite del apetecido y mutuo desvanecimiento los revivía una tranquila gratitud de cómplices. Tal vez nada les fue devuelto aquella noche: tal vez en aquella extraña luz que no parecía venida de ninguna parte obtuvieron al verse algo que ignoraban, que ni siquiera habían sabido desear hasta entonces, el fulgor con que les era posible descubrir en el tiempo tras la absolución de la memoria». ¡Qué cursi, Dios santo! Y así durante tres páginas. ¿Alguien se imagina a alguien contando así a un amigo lo que le sucedió hace seis años al despertarse una mañana? ¡Y no había ninguna necesidad de echar mano de semejante inverosimil recurso! Para la economía del relato, el «personaje» Yo es un lastre que se arrastra por todas las páginas de un libro ya bastante lastrado por otros defectos. La razón no es otra, a mi juicio, que la necesidad que tiene Muñoz -como escritor de escaso bagaje técnico- de identificarse con el narrador para ponerse lírico. Prueba de ello es su utilización desmesurada de generalizaciones arbitrarias y absurdas -y hasta ridículas, como hemos visto- y de una apabullante acumulación de metáforas y comparaciones en general, sólo explicable desde un concepto muy infantil de lo literario. Pág. 168.- El sentido que tiene Muñoz de lo que es atrevido en materia sexual causa sonrojo por delegación. Id.- ¿Podría suceder que Muñoz no se hubiese despertado nunca al lado de una mujer? Es que, para describir semejante trance, se ve obligado a tomar como modelo a Michael Douglas y a su señor padre. Ya nos ha demostrado creer que es obligatorio fumarse un cigarrillo tras el coito, la espalda apoyada en un cromo de la Inmaculada. Pág. 169.- «Se afeitó difícilmente» no es lo que querías decir, Muñoz. Ni suena literario. Menos, en una página de las más excelsas de un latarato como tú. «Se afeitó con dificultad»; eso era. Pág. 170.- «Le apetecía prepararse un café». En cuanto te olvidas de hacer el chorra metafórico, te sale la vena hortera. ¡Le apetecía! ¿Es que plagias a tu cónyuge? Sí, esa que anuncia al orbe católico que lee la prensa «mientras caga» («El País«, 15 de agosto de 2001). Id.- «En la pared vio la foto de un desconocido: él mismo». ¡Qué ingenioooooosooó!, Pero ¡qué ingenioso! Con detalles así es como te ganas a los críticos de Babelia, Muñoz. Atiende: como pretendida expresión de lo misterioso e interesante esa «gracia» te sitúa tan lejos de Allan Poe y Oscar Wilde como cerca de aquellos tebeos que, cuando servías en el benemérito cuerpo armado, anunciaban en los quioscos con un rótulo que decía «¡Misterio, intriga, emoción!» Id.- Biralbo mira una foto y piensa: «en la mirada y en el gesto de los labios, había miedo y ternura y un despojado institinto de adivinación». ¡Un corte de mangas para ti, Muñoz! ¡Te mando los padrinos si no me dices inmediatamente qué es un despojado instinto de adivinación! Está a quince páginas del final, se supone que en el climax, ¡y se pone hablar del tamaño del piso y a describir los cachivaches que contiene, desde el microondas al rollo de papel higiénico rosa y perfumado! Naturalmente, sin poder evitar las meteduras de pata, como decir que una cocina, por falta de uso, se convierte en anacrónica. Lucrecia tiene, por las mañanas, «una figura hospitalaria». Cosas así son las que consideramos en el Círculo de Fuencarral una masturbación adjetivante (masturbatio epitetata). Vamos a ver, Muñoz, aquí entre nosotros: ¿por qué te consideras escritor? ¿Por que eres académico? ¿En qué consiste tu presunta relación con la literatura? Seguro que algún lector manipulado piensa que yo tengo algo contra Muñoz. ¡Nol! Yo sólo soy un amante de la literatura. Y si alguien redacta el diálogo de la página 171 de El invierno en Lisboa, se convierte en mi enemigo encarnizado, y toda la sangre que me viene llegando desde mis abuelos de Atapuerca me invitan a acariciarle la yugular con mis incisivos más rupestres. ¡Qué mala imitación de los guiones del cine negro! Pág. 172.- ¡Coño, Muñoz, que estamos casi al final de nuestra cordial convivencia lisboeta y has conseguido cabrearme! Hay que ser hortera, cursi y corruptor de lectores para escribir lo siguiente: «Ya no quería, como otras veces, apresar el tiempo para que no le fuera arrebatada la cercanía de Lucrecia, apurar hasta el último minuto no sólo la delicia, sino también el dolor, igual que cuando estaba tocando y eludía las notas finales por miedo a que el silencio aboliera para siempre en su imaginación y en sus manos la potestad de la música. Tal vez lo que le había sido dado bajo la luz inmóvil del amanecer no admitía duración ni conmemoración ni regreso: sería suyo siempre si se negaba a volver los ojos». ¡Hay que ser majadero! Un pobre pianista que toca en bares de mala muerte, que deja de tocar las notas últimas de las canciones (defraudando, dicho sea de paso, a los parroquianos) y se pone a hablar de aboliciones, potestades y conmemoraciones como si fuera Enrique octavo. ¿Es que en este país no hay un solo crítico que sepa distinguir la verdadera literatura de un sucedáneo?

Capítulo décimonoveno.- Continúa con lo mismo, es decir, con nada. Que si la volviste a ver, que si no la ví, que por qué no la buscaste… Alguien ha hablado de «el liviano plomo» al compararlo con esta novela. Preguntas y respuestas atontorradas en una auténtica conversación de besugos cuyo nulo interés Muñoz quiere disimular con miradas retadoras, avances del mentón, guiños desafiantes y arrugamientos nasales. El lector voraz no la hace caso, claro. Págs. 174-175.- Por lo que leo, presumo que, a estas alturas, el supuesto homenajeado, esto es, el cine negro americano, le habrá dicho a Muñoz que se meta el homenaje en el bolsillo derecho del pantalón o en otra parte. Pistolas, disfraces, pasaportes falsos, peinados con brillantina -supongo que la misma que suele usar Muñoz-, mezclados con una falta de gracia que cansaría a Pelmax, el dios azteca del aburrimiento. Sin duda Muñoz cree que el hecho de que se trate de un cariñoso y merecido homenaje exime de la originlidad. ¡Que no! Pág. 175.- «…fumando frente a la bombilla del techo…» ¿Levita Muñoz, a la postre? Id.- ¡Por Santa Margarita María de Alacoque, Muñoz! Esta novela es muy mala, pero es que tú la haces peor. Estás a cuatro páginas del desenlace y no dejas de describir habitaciones: bombillas, grifos, espejos, lavabos, jaulas, olor a guisos -con especias, precisas-, sumideros, platos, con enumeración de sus contenidos… ¡Y en medio empieza a hablar de una muchacha china que «estaba dotada de una obscena cortesía infantil». ¿Serías capaz de explicar, Muñoz, qué es una obscena cortesía infantil? Querido: tú te metes a crucigramista -no a crucigramópata ¡ojo!- y Dios Padre Todopoderoso te cede los trastos. Id.- Un nuevo personaje -¡en la antepenúltima página! Ni un principiante cometería ese error- aparece: se llama Maraña y, fiel a sí mismo, lo enmaraña todo. En una especie de etopeya de más de media página, su padre espiritual -el propio Muñorri, sí- nos dice que tiene manos sudorosas, resopla como un cetáceo, usa un traje como de lino colonial (¡vaya expresión hortera esa de «como de»!; Viruca Lindurri, su santa, la usa mucho), gafas de cristales verdes, ojos de albino y -lo mejor- «pesada hospitalidad de sátrapa» (¿??)… ¿Tú no sabes, Muñoz, que no se deben sumar cantidades heterogéneas, ni siquiera en una etopeya? Vuelvo a lo de la creación de un personaje dos páginas antes de acabar la supuesta novela. No te excuses diciendo que Biralbo necesitaba un pasaporte falso y alguien se lo tenía que hacer. En tal caso (este punto lo redacta una alumna del CDNE, de diecinueve años), señalas que necesitaba un pasaporte y que alguien lo puso en contacto con alguien que se lo proporcionó. Pero nada de darle un nombre ni señalar detalles como que le sudaban las manos y le olían los pies. Pág. 176.- La forma en que el Maraña alude ante Biralbo a la muerte de Malcolm por el procedimiento de, como diría Javier Marías, «expelemiento ferroviario» puedo jurar que procede de una cabeza hueca. Id.- Seguro que Muñoz tampoco sabría decirnos qué es «un coche inverosimil». «Como muy grande», «coche inverosímil», «un lugar como increíble», «me apetece cantidad»… Esta forma de hablar es la utilizada por las damas alcurnes, como Bicoca del Fresno, Isabel Sartorius, Marisa de Borbón, que acuden al gimnasio que frecuenta Viruca Lindurri de Muñoz, académica consorte, como tantas veces y ufanamente se autotitula, y donde se da cita, según afirmaba en su columna el 11 de marzo de 2001, «el cogollito del barrio de Salamanca». Se lo comunica a «su santo», según llama veinte veces en cada artículo al Muñoz, a quien instruye en lexicografía enriquecida por su lectura de El País, que lee, según anunció urbi et orbi el 15 de agosto, mientras está sentada en el váter, como ella cree fisno nombrar el íntimo sitial. Id. El colmo. Muñoz se quiere poner ahora novetaiochista y se lanza a criticar a España, «esa tierra de ingratitud y de envidia que condenaba al destierro a quienes se rebelaran contra la mediocridad». ¡Será desagradecido! ¿Se ha rebelado alguien contra ti? Él, que debe el haber ganado millones a la mediocridad de los críticos, los académicos y los profesores. Él, que es un mediocre insigne… A continuación expectora la idiotez de que Biralbo hubo de marcharse de España para triunfar en la música. ¿Cuándo, durante más de ciento setenta páginas, nos lo has pintado como algo más que un fracasado? En cualquier caso, ¿qué se puede considerar triunfo de uno que, toque en el país que toque, lo hace en una cafetería? Pero este párrafo todavía merece un comentario gramatical, para que lo aproveche el académico: «¿No era él, Biralbo, un desterrado, no había tenido que irse al extranjero para triunfar en la música? Verás, Muñoz: todo eso no puede ir incluido entre sólo dos signos de interrogación. Tendrías que haber cerrado después de desterrado y abrir de nuevo. Son dos preguntas. Pág. 177.- Los personajes de Muñoz -lógicamente, por lo demás- tienen un pensamiento tan endeble y de andar por casa como su creador. El Maraña dice: «En el exilio, los españoles debemos ayudarnos unos a otros, mira el pueblo judío». Un novelista, Muñoz, es -debe ser- alguien que vea más, que huela más, que sienta más, que palpe más que los demás mortales y por tanto no exprese lugares comunes, conceptos acreditados ni valores entendidos. Aparte de que ni «ellos» eran exiliados, ni, aunque lo fueran, su situación tenía que ver nada con la del pueblo judío ni, por muy enmarañada que tenga un personaje la cabeza, debe ir por ahí diciendo simplezas. Id.- ¿Creíste por ventura, oh paciente lector, que Biralbo se iba a echar abajo de la cama y ponerse las zapatillas? No sería personaje de Muñoz si tal hiciera: «se levantó de la cama como un enfermo impulsado por la obligación del coraje». Chorrada aparte, gramaticalmente sería admisible que dijese «por la obligación de tener coraje». Pero ¿qué quiere decir «la obligación del coraje». Id.- Se levantó de tan extraña manera, «bebió un trago de aguardiente, se miró en el espejo, las pupilas excesivamente dilatadas y las barbas de ocho días le daban un aire de mala vida y noches sin dormir, guardó el pasaporte como quien esconde un arma, se puso las gafas oscuras y bajó por una escalera muy estrecha que tenía los peldaños forrados de hule sucio y terminaba en el callejón». En medio de la enumeración de acciones de Biralbo, la información sobre su aspecto, que he subrayado, tendría que haber ido entre guiones o entre paréntesis. Y a continuación confundes opacidad con oscuridad. Id.- Lo he dicho ya. Lo he dicho, y es de los argumentos más sólidos que tengo para demostrar que Muñoz no tiene idea de lo que es novelar: además de creer erróneamente, como todos los bestsellerados de este país, que novelar consiste simplemente en ponerse a contar cosas, piensa también que la materia de una novela son las palabras. No, hombre, no: la materia de las novelas son las realidades de ficción configuradas por las palabras. Esas realidades, el novelista debe presentizarlas, realizarlas en la mente del lector con el mayor bulto, consistencia y expresividad posibles, para lo cual dispone de una serie de elementos que ya he enumerado antes. Algo que no se consigue a base de hueca verborrea como la que Muñoz emplea en este párrafo: «Al descender camino de la ciudad baja [coma] sentía la misma ligereza casi involuntaria que cuando perdía el miedo a la música, hacia la mitad de un concierto, en ese instante en que sus manos dejaban de sudar y obedecían a un instinto de velocidad (sic) y de orgullo tan ajeno a la conciencia como los latidos de su corazón». Flatus vocis. Págs. 177-178.- Con tanta incontinencia expresiva, a uno se le olvida el mayor error que Muñoz comete en este libro, cuando él mismo nos lo recuerda introduciendo un «me dijo»: es decir, «le dijo» Biralbo a Muñoz, para que éste nos lo cuente seis años después con inverosímil lujos de detalles acerca de cómo se levantaba de la cama, le sudaban las manos, caminaba por los adoquines o se rascaba el trasero. Pág. 178.- «un rótulo con alegorías, ninfas y letras sinuosas». Alegorías ¿de qué? Tan detallista siempre, y ahora nos dejas a la luna de tu pueblo en cuestión tan principal. Caigo en la cuenta de pronto y me estremezco: esta simplona y mal contada historia está narrada sobre el supuesto, que se me antoja falso, de que el mundo en general y España en particular está lleno de bares donde toca música un terceto. Yo no he conocido ninguno. Cualquier otro narrador tal vez tendría derecho a decir lo contrario, pero Muñoz, que es un realista costumbrista pregaldosiano, no. Pág. 178.- Continúa describiendo laderas, orillas, calles, carreteras, etc., etc. Para llenar líneas, para llenar párrafos, para llenar páginas… Y todo a base de rimbombantes frases, ridículos tropos, expresiones rebuscadas de nuevo rico de la pluma. Ello, para colmo, a menos de diez páginas del final de la novela. ¿Recuerdas, lector culto, cómo Stendahl precipita en colosal cascada el final de Rojo y negro? Inicia una serie de frases galopantes y las concluye con un etc., o un etc., etc. ansiosos. ¡Ese era un novelista! No este desdichado a quien, en esta desdicha cultural que es la Españeta, también se lo llaman. De cuyas novelas dice la crítica literaria españetola que son obras maestras. A quien hacen académico. A quien premian el mismo año con el Nacional de Literatura y el de la Crítica por una de las presuntas novelas más ridículas que se han escrito en este país donde paren engendros semejantes delincuentes contra la literatura como Javier Marías, Almudena Grandes, Rosa Montero, Maruja Torres, Espido Freire, Clara Sánchez, Antonio Gala, Juan Luis Cebrián, etcétera. Id.- La solemnidad de Zoñito Muñorri adquiere ya tintes dramáticos. Al crítico feroz del Círculo de Fuencarral, empienzan a quitárseles las ganas de burlarse de él y comienza a tenerle lástima. A causa de un lío tontorrón del trapicheo con un cuadro que, por causa de tanto tropo merengado, ni siquiera me he enterado de si falso o no, Santiago Biralbo ya no se llama Santiago Biralbo, porque «ha nacido de la nada en Lisboa». Mira, Muñoz: la gente decente, la gente non toncta, va a Lisboa a comer bacalao dourado, no a perder el Documento Nacional de Identidad ni a nacer como Jordi Pujol en Terminator. Id.- Se puede ver que, en contra de las acusaciones que me han hecho Savater, Javier Marías, García Posada, Francisco Rico, Juan Ángel Juristo, Eduardo Chamorro y otros, en tantas páginas no me he preocupado por los millones de signos de puntuación mal puestos por Muñoz. Mi acusada sensibilidad no me permite sin embargo pasar por alto la que, hacia mitad de esta página, Zoñito sitúa entre «taquilla» y «me dijo», que es la coma peor puesta desde el big-bang. Sólo por esto, deberían despojar a este intruso de la academiquez. Id.- La misma línea malcomeada, la que se inicia con la frase «Llegó al teatro», inaugura un párrafo de contenido criminalmente racista, antilusitano y caótico. Luego de tanto baboseo lisboeta, este tontoazul es capaz de cargarse de un plumazo el Pacto Ibérico. ¿Qué tienes tú que decir contra los urinarios públicos de la nación hermana, desgraciado? ¡Son los mejores de la UE! Además, ¿a qué viene ahora esa despectiva descripción de los habitantes de Lisboa antigua y señorial? En general, las portuguesas son guapísimas, ¡pendejo! Págs. 178-179.- Me estás empezando a aburrir, Muñoz. ¡Con lo que disfruto yo leyendo novelas como ésta, a cada frase de la cual le puedo sacar un buen chiste! Estás tratando desde la primera página de un músico que honestamente se gana la vida tocando en un café. ¡Por los clavos del Cristo de la Buena Muerte!, ¿por qué hablas contínuamente de él como si fuera José Iturbi el día de la muerte de su madre, a la que adoraba? ¿Por qué le haces entrar en el bar diciendo que aquél es un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad? ¿Por qué pretendes hacernos creer a tus mártires lectores, que tanto te queremos porque sabemos que nos quieres, que dos tíos que van a tocar, el uno el piano y el otro la trompeta, son como sendas croquetas envueltas en soledades, oscuridades, defensas, aislamientos y fronteras irrevocables? ¿Es que eres tonto, muchacho? Pág. 179.- Apuesto el cabezal a que Muñoz creyó en su momento -y Viruca Lindurri se lo ratificó- ser tan profundo y misterioso como cuando escribió aquello del extravío del DNI y el nacimiento ex nihilo de Biralbo, o lo de la foto del desconocido que era él, al diseñar este intercambio de frases entre la dos croquetas: -Billy. Estoy aquí. -Yo no. ¡Pobre muchacho, que quizá al escribir eso se creyó Oscar Bilde! ¡Pobres críticos literarios españoles! ¡Pobres profesores de literatura! ¡Pobres jurados del Premio Nacional y de la Crítica! ¡Pobres académicos! ¡Pobre Ministerio de Cultura! ¡Pobre país! ¡Ricas Alfaguaras, Planetas, Tusquetses, Espasas, Anagramas, Plazajaneses y demás gescarteras culturales Id.- Este sigue queriéndonos convencer de que aquí todo es misterioso y sus personajes, unos seres aparte. Dice: «Billy Swan se llevó el cigarrillo a los labios, de una manera extraña». ¿Cómo?, se pregunta el lector expectante y angustiado. Le responde Muñoz: «con la mano rígida -o sea, como mi primo Cosme, desde que tuvo el accidente-, como quien finge que fuma»; o sea, como mi hermano, cuando chupa uno de esos mentolados que venden en las farmacias. Eso no es extraño, Muñoz. No para ahí la acumulación de misterizaciones chorrentes: «Su voz era más lenta y oscura y más indescifrable que nunca». No obstante lo cual Muñoz, seis años más tarde, le entiende todo. Continúan los despropósitos y las majaderías: «-Yo lo veo todo en blanco y negro», etcétera. Véase esta página indesperdicie. Muñoz aprovecha para disertar sobre la visión de los insectos ¡a partir de un libro que ha leído! ¡Pero Muñoz! ¿Nos quieres explicar el lío jansenista que te traes con dos músicos que van a tocar en un bar? ¿De dónde y para qué esas luces verdes que ven? ¿Por qué el whisky se torna de otro color, «más amarillo y más rojo, y más azul», ¿en qué quedamos? ¿Por qué la lentitud y la fatiga de esos dos pelmazos? ¿Por qué se acuerdan de cuando eran jóvenes? ¿Por qué cada hueca palabra que pronuncian dices que «contenía una historia»? ¿Por qué tanta solemnidad cuando Oscar dice «Las nueve», como si dijera: «eran las cinco en sombra de la tarde»? Siga el lector paciente y caritativo con el final de esta página y el principio de la siguiente. A mí está a punto de darme un algo. Pág. 180.- Uno de los pelmas sale a tocar como el que «sale a que se lo coman los leones». Otro, «con el rápido sigilo de ciertos animales nocturnos». Y el tercero -porque resulta que eran tres- «con un gesto de desprecio impasible». Cojones, Muñoz, ¿cuándo alguien aquí va a hacer algo como todo el mundo? ¿Cuándo alguien va a salir sencillamente a soplar la flauta? ¡Atiza! Quedaba por salir Biralbo el neonato. No creerán ustedes que se pone a aporrear las teclas como todo fiel cristiano o siquiera como Chico Marx… «Fue como asirse a la única tabla de un naufragio». Perdón, Muñoz: un naufragio produce muchas tablas. ¿No habrás querido decir «a la única tabla resto de un naufragio». Me parece que te hace falta ir a una academia; pero a una de ésas de la Puerta del Sol, donde enseñan gramática y manualidades. Bien, pues, una vez que le acercan un bote salvavidas, el pianista empieza a tocar «con cobardía y torpeza» […]. «Buby hizo redoblar los tambores con una violencia de altos muros que se derrumban». Muñoz, no te pases. Que ni estamos en Jericó ni, para colmo, Jericó tenía murallas. Id.- ¿Nos quieres decir para qué nos has traído aquí, Muñoz? Josué, o como se llame, en lugar de seguir haciendo ruido, «rozó circularmente los platillos y estableció el silencio», y Billy Swan se detiene «al filo del escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si avanzara a tientas o temiera despertar a alguien». ¡Si todavía no nos hemos dormido, puñeta! Entre tú y yo, Muñoz: eres un desastre con las comas y con los como. Esta novela está falta de comas y repleta de comos. No eres capaz de aludir a una acción sin hacer una comparación estúpida, rebuscada o ridícula. El trompeta se va a llevar su intrumento -la trompeta, claro- a la boca «como si se estuviera preparando para recibir un golpe». Y el otro da la señal de empezar «como si acariciara a un animal». Lo que hace que «a Biralbo le estremezca una sagrada sensación de inminencia». El del contrabajo se acerca su chisme sin esfuerzo… -con trabajo, sin esfuerzo, ¿qué lío es éste?- «ávidamente esperando y sabiendo». ¿Sabiendo qué, Muñoz? Luego de contar hasta las cagadas de moscas, no nos hurtes tan importante detalle. Entretanto, a Biralbo «le pareció que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta entre los árboles». Además de inoportuno y chorra, ¿no es esto cursi? Págs. 180-181.- Resulta penoso -especialmente porque uno ya no se lo espera- que de pronto Muñoz nos recuerde que es él, que no estuvo presente en los acontecimientos y que escribe seis años después de sucedidos los mismos, quien nos los cuenta. Después de transcribir la cursilánea ensoñación de Biralbo, la glosa: «Me dijo que…» ¿Y qué creen? ¿Que le dijo algo sencillo? Le dijo lo siguiente -léanlo con voz engolada a lo Umbral, que es el tono que se merece-: «Me dijo que aquella noche Billy Swann ni siquiera tocó para ellos, sus testigos o cómplices: tocó para sí mismo, para la oscuridad y el silencio, para las cabezas sombrías y sin rasgos que se agitaban casi inmóviles al otro lado del telón de las luces, ojos y oídos y rítmicos corazones de nadie, perfiles alineados de un sereno abismo donde únicamente Billy Swann, armado de su trompeta, ni aun de ella, porque la manejaba como si no existiera, se atrevía a asomarse». ¿Quién te ha dicho que esto es hacer literatura, pobre hombre? Pese a los disgustos que me estás dando, me caes bien. Por eso te voy a dar un consejo: ¡atiende a Juan de Mairena, Muñorri! No escribas de los «eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», sino de «lo que pasa en la calle». A lo mejor entonces te hacen académico. Y te dan los premios Nacional de Literatura y de la Crítica. ¡Es insoportable! No es cuestión de transcribir el resto -más de media- de la página. Léela tú, lector y compañero de viaje, no sin ponerte antes el salvavidas. Esto no es normal. Que un escritor que representa lo que le han hecho representar las fuerzas vivas de la cultura española a este supremo equivocado, crea que este arrope con cercana fecha de caducidad es literatura es muy, muy grave. Se trata de un intento titánico de elevar la vaciedad y la cursilería a categoría estética. Empiezo a pensar que no se trata de inmoralidad, sino de incompetencia. La inmoralidad viene después: cuando la industria cultural se aprovecha de la ineptitud de la Crítica, la Cátedra y la Academia. Pero ¿cómo es posible que la equivocación esté tan generalizada, en este caso y en el de Javier Marías? ¿Y en el de Rosa Montero y Almudena Grandes y otras cuantas y otros cuantos más, que en el CDNE hemos ido triturando? Pág. 181.- Estoy convencido de que Muñoz está a su vez convencido de que ésta es la mejor página de su libro; y de que así lo creyeron también sus compañeros de Academia y los miembros de los jurados de los premios Nacional y de la Crítica de 1988, que pasarán a la historia de uno de los socavones más profundos que se han abierto en el otrora noble territorio de la literatura española. Es la peor. Desde el punto de vista de lo que debe ser la prosa narrativa es absolutamente inútil -el peor pecado-; desde el de lo poético -lo poético entendido aquí como sustrato último de lo literario, de lo artístico, en el sentido de la filosofía de Emil Staiger-, lo más antipoético, lo más lamioso que ha producido una pluma española. Aquí, Muñoz, todos trabajamos con el Casares en una esquina de la mesa. Pero para de vez en cuando consultarlo. No para transcribirlo. Pág. 182.- La catástrofe se prolonga en la página siguiente. Por favor, si quiere tener una idea cabal de lo que es este libro -en ningún caso estrictamente novela- lean las dos. Y si no sienten una pena muy profunda, mezclada con indignación y vergüenza ajena, es que no tienen la menor sensibilidad para la literatura. Me parece increíble tener que decir lo que voy a decir: lo que hace Muñoz en este libro, especialmente lo que hace en páginas como ésta, está al alcance de cualquiera. En el mejor de los casos, es puro truco, pura fórmula. Asombrarse ante esto es igual que asombrarse ante los fingidos brillos del cristal de un vaso en una acuarela. A cualquier infradotado se le puede enseñar a hacerlo en dos minutos.



Capítulo vigésimo.- Comienza así, de una manera que ya denota lo gran novelista que es el encausado: «En los días siguientes hice un breve viaje a una ciudad no muy lejana de Madrid». En una «novela» en que el autor toma al pulso a cada rascada entrepérnea de los personajes, en que se gasta media página en describir los tacones de unos zapatos femeninos o el contenido de un bolso, en que se comunica el grado de acidez de un whisky o se enumera cuántas veces un personaje va a hacer pipí, se habla de «una ciudad no muy lejana a Madrid». ¡Con lo fácil que hubiese sido escribir Toledo o Guadalajara! La cosa es complicarlo todo para parecer profundo o poetudo. Aparte la ringorranguez de decir «no muy lejana» en lugar de «cercana». Aparte, también, de que estamos en el último y breve capítulo del aborto contado en todo, menos en roman paladino, y ese viaje no tiene absolutamente ningún papel en la economía del relato. Naturalmente, semejante riqueza experiencial no deja de tener sus consecuencias: «siente una intolerable oquedad en el tiempo, que ha seguido pasando -¡el muy cabrito!, tercio- sobre las cosas en mi ausencia». Pero no sólo eso, que ya es de por sí bastante desaprensivo: es que «las ha sometido sin mi conocimiento a cambios invisibles». ¡Habráse visto! ¡Sin el conocimiento de Muñoz! ¡A espaldas de Muñoz, el tiempo haciendo diabluras! No es de extrañar que este portento de criatura nos lo refiera de una manera que nos llega al alma: el tiempo hace esas cabronadas «como quien deja su casa una temporada a inquilinos desleales». Se ve que Muñoz, o su santa la Viruca Lindurri, es experto en realquilados. No seguiré hasta que me enjugue las lágrimas. Pág. 183.- «Volver a lugares donde estuve hace diez o veinte años no suele conmoverme». Por lo visto, se ha pasado la vida volviendo a lugares donde estuvo hace diez o veinte años y puede comparar. Id.- Contagiada por las conmociones temporales que tan bien Muñoz nos describe, no es de extrañar que Mónica sea de ésas «que llega a todas partes al final del último minuto». Fíjate, lector amodorrado pero presto: si en vez de este grupo de marionetas de peluche se tratase de seres humanos auténticos, cuyas vidas, palabras, acciones y omisiones las dictase Muñoz, ese dios menor de la Real Academia, lo más cercano al burbujeo de su transcripción sería el estornudo coral de una manada de elefantes. Atención a esta frase, señores del jurado: «en su voz no me resultaba extraño que se llamara Giacomo». Es imposible que nadie en el planeta se retuerza más el coco con más paupérrimos resultados. Quien no se percate de que eso es una suprema gilipollez, que dimita inmediatamente de sus cargos. Abajo del todo de la página: uno que se va con otro sabe que el otro se va. Y es que los hay perspicaces. Pág. 184.- Ningún personaje muñozano hace el más sencillo gesto, sin que se le ensachen las pupilas y les cambien de color, se le dilaten las aletas de la nariz, su piel adquiera un tinte verdoso, como de un camaleón antes de ir al tinte, su labios se frunzan como los de un contratante que ha pactado una cláusula de retracto y la corbata que creyó perdida le haga cosquillas en el culo por debajo de los calzoncillos. Id.- No se queda atrás el que le da la réplica: «Mónica me sonrió de una manera rígida, como sonríe uno cuando está perdido». Vuelvo a decírtelo, Muñoz amado: estás en un error terrible: la materia de la novela no son las palabras: es la realidad novelística conformada por palabras y otros elementos que tú, como buen académico, desconoces por completo. Muñoz: voy a poner a un alumno de mi Taller a contar los como comparativos que contiene este espantoso remedo de novela. Pasarse todo el tiempo metaforeando y haciendo comparaciones neorrupestres no es hacer literatura. No se puede -debe- escribir un libro entero en que, en una línea sí y otra no, se digan cosas así, sin ni siquiera pararse a pensar si tienen o no la más mínima justificación: «inventé pormenores aproximadamente falsos, no del todo piadosos, como los que se cuentan a un enfermo cuyo dolor no nos importa». A mí esto me pareció una memez cuando lo leí, pero un amigo mío, que es enfermero en La Paz, me dijo que Muñoz lo ha visto muy bien. Como es lógico, a mi amigo le trae al pairo el dolor de los muchos enfermos que ve todos los días. En otro caso, aviado estaría: se moriría de pena. Pues bien, eso sí: me asegura que se pasa las horas iventando y comunicándoles pormenores aproximadamente falsos. Tal vez yo no entendiera, porque no sé qué es una cosa aproximadamente falsa y la expresión me parece de Almudena Grandes cuando se pone modelna. La novela contiene exactamente dos mil doce comos comparativos, esto es, una media de una docena por página. Es insoportable. Id.- Muñoz o su personaje -¡qué más da!- va por la Gran Vía y ve a las prostitutas a las que define como «mujeres inmóviles» (las pillaría -a todas- inmediatamente después de un estornudo) y nos dice que portaban «cuantiosos abrigos de solapas subidas». ¿Qué pasaba, Muñoz? ¿Que llevaban ochenta o noventa abrigos encima? Pag. 186.- ¡Hasta la última página nos agobia este jodido pelma con descripciones de alfombras, puertas, ceniceros, manchas, olores, libros, círculos que dejan las copas, marcas que dejan los cigarrillos, botellas… Id.- «Tenía el aire de ávida soledad y de urgencia de quien acaba de bajarse de un tren». ¡Me cago en la leche, Muñoz, con tus generalizaciones! No hace nada que me bajé de un tren y lo primero que hice fue bostezar y sentarme en el suelo para sacarme una piedra del zapato. ¡Y no tnía aires de nada! Id.- Aunque muchos no se percaten, esto también es una tontería: «El alcohol atenuaba la sorpresa de verla». ¡Pobre Muñoz! ¡En la última página! El gran novelista, en su postrer encuentro con la misteriosa Lucrecia, la del misterioso cuadro y novia del misterioso Biralbo de las misteriosas canciones, a la sazón de encontrarse en la misteriosa habitación de un hotel, dice que ella «asintió, mirando los cajones abiertos». Y hete aquí que el cabrón del duende de las erratas, te hace decir «de los cojones abiertos». ¡Serás desgraciado! ¿O es una venganza póstuma del lector que acaba de morir de aburrimiento?