El Gobierno ha sacado adelante y en su favor -por ahora- tres políticas, todas en detrimento de los intereses del país real: la venta de Isagén, la imposición del salario mínimo y el regalo del Llano a los grupos empresariales. Por más esfuerzos que ha hecho para azucarar la zanahoria y refinar argumentos jurídicos y […]
El Gobierno ha sacado adelante y en su favor -por ahora- tres políticas, todas en detrimento de los intereses del país real: la venta de Isagén, la imposición del salario mínimo y el regalo del Llano a los grupos empresariales. Por más esfuerzos que ha hecho para azucarar la zanahoria y refinar argumentos jurídicos y técnicos hasta torcerles el cuello, la cosa no convence.
La venta de Isagén ha sido una notificación perentoria de que el sector eléctrico ha quedado privatizado y de que de ahora en adelante el precio de la luz se definirá en los escritorios de los gerentes de las generadoras; el salario mínimo fue definido una vez más por el ministro de Hacienda sin consideración con la gente que produce la riqueza, y, para rematar, el Congreso aprobó sigilosamente las llamadas Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres).
El tema de Isagén ha dado y seguirá dando para mucho porque el presidente Santos va a terminar ofreciendo explicaciones en un juzgado y el ministro Cárdenas, ante el Congreso. La gente rasa ha sentido la venta de Isagén como un raponazo de algo que consideraba, con mucha razón, muy suyo: el patrimonio nacional. El pueblo sintió como si el Gobierno le hubiera mandado la mano al corpiño de la mamá. Guardadas, claro está, las proporciones, sintió algo de lo que debieron sentir los viejos con el negocio de Panamá hecho por Marroquín con EE. UU. Un rasguño y no una puñalada, pero dado en el mismo sitio. Marroquín negoció el canal para que el Partido Conservador ganara la guerra de los Mil Días; el Gobierno se vio obligado a vender Isagén para pavimentarle la autopista de llegada a la Presidencia a Vargas Lleras. Yo entiendo que la reacción contra esa medida muestra, desde ahora, la dificultad que va a tener el vicepresidente para llegar a ser presidente: en realidad, se trató de un «toconvar». A ese movimiento podría sumarse hasta el presidente mismo.
El salario mínimo fue calculado con base en las cifras oficiales que, claro está, no se compadecen con el ritmo que la inflación tomó desde octubre del año pasado y que seguirá creciendo durante todo este año. De suerte que los buenos balances que las empresas presentarán el próximo diciembre serán producto de los salarios de hambre que el Gobierno decretó.
Lo del salario mínimo lo pagará el Gobierno en la calle. Las tropas de los Escuadrones Móviles Antimotines (Esmad) de la Policía Nacional -hoy tan de moda por la Comunidad del anillo y por el uso de los comparendos como cajeros automáticos- se preparan para salir a disparar contra los manifestantes. Un par de muertos y asunto arreglado.
El país no se ha dado cuenta de que las Zidres (tuvieron que cambiarles el nombre varias veces para esconder su verdadero objetivo) significan expropiar a los pequeños y medianos poseedores de mejoras en favor de los negociantes de combustible orgánico. En dos palabras -y lo repito-, se trata de regalarles toda la Orinoquia, parte del Magdalena medio, parte del Pacífico, parte de la Amazonia, parte del Catatumbo a las empresas que producen biocombustibles y poner a los campesinos y medianos propietarios a trabajar para ellas bajo un rígido estatuto técnico y económico que, traducido al lenguaje corriente, se llama la ley del embudo: lo grande para ellas, lo estrecho para uno.
Todas las medidas golpean la confianza que la gente de a pie ha tenido en la voluntad de paz del Gobierno y pueden moverse en contra de la fecha acordada para la firma del acuerdo de paz.
Punto aparte. Las tarjetas de crédito se regalan en las esquinas como las llaves de la tierra prometida: el consumo. Pero si el «cliente» se entera de que la llave es un hueco roto de su bolsillo y opta por cancelar el honor de poseerla, se verá envuelto en un laberinto de mil trampas diseñadas por los bancos para «retener» a los usuarios. Colas y colas, llamadas por teléfonos especiales, atención personalizada, tiempo perdido, paciencia retada y al final: «El sistema no lo permite». Al mes siguiente: cuota de manejo con intereses de mora y amenaza de cobro judicial.
Fuente original: http://www.elespectador.com/opinion/mala-vaina