Sorprendente y escalofriante. Testimonio vivo del poder de la ilegalidad. Del triunfo del «todo vale» y de que «el fin justifica los medios». De que el que no llora no mama y que el que no afana es un gil. «Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que […]
Sorprendente y escalofriante. Testimonio vivo del poder de la ilegalidad. Del triunfo del «todo vale» y de que «el fin justifica los medios». De que el que no llora no mama y que el que no afana es un gil.
«Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura,
o está fuera de la ley».
Amarga verdad de que series como «El cartel de los sapos» o telenovelas como «Sin tetas no hay paraíso» no son más que un frío y duro reflejo de lo que es hoy Colombia desde el reinado de los carteles de Medellín y de Cali. Para no hablar de los tantos carteles de tantas otras regiones o ciudades. Imperio de la pistola y el dinero fácil. El mundo imperial de la cocaína. El ascenso social ya no lo determina ni la universidad, ni la curia ni el cuartel. El héroe de Manrique o Aguablanca o de cualquier muchachada de cualquier barrio de ladera fango y mierda, de cualquier ciudad o pueblo, ya no son quienes en medio del esfuerzo y el hambre coronan la universidad. Los héroes modernos son otros y otras. Los pistolocos que matan por cualquier paga y llegan al barrio cargados de bambas y cadenas y montados en severas motos. O las mulas que se aventuran a llevar droga a la extranja. También las que se fueron a putear a Madrid, Atenas o Japón y que cada mes juiciosamente mandan las remesas de las que pueblos enteros viven. O la exitosa porno de un pueblo olvidado de Risaralda a la que el alcalde recibe como a una heroina, con desfile popular encabezado por el Cuerpo de bomberos.
«No pienses más; sentate a un lao,
que a nadie importa si naciste honrao…
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura,
o está fuera de la ley …»
El nivel de análisis, especialmente desde el campo gubernamental, de la decisión de la Corte Constitucional de declarar ilegal el acuerdo que Uribe suscribió con el gobierno norteamericano para que tuvieran patente de corso en el uso y abuso de las bases militares, aeropuertos y espacio aéreo colombiano es un análisis sorprendente. Escalofriante. Carente de contenidos éticos. Ausente de valoraciones de legalidad y honestidad.
No se mira que un presidente, Uribe, en forma consciente y deliberada, toma un atajo para violar la constitución y las normas. Que actúa, como diría el propio Santos, con inmensa picardía. Los analistas, los periodistas y comentaristas no hablan del que buscó violar la ley, y la violó. Buscó cómo trampear la constitución y violarse las normas. Y las trampeo y las violó. Pero fue pillado. La Corte encontró el delito. Premeditado. Alevoso. Calculado. No hablan de eso. Hablan del futuro de las relaciones militares entre Colombia y Estados Unidos y cómo se debe sortear la decisión de la Corte.
Y el presidente Santos y sus ministros no hablan del delito cometido premeditadamente. Hablan de que la decisión no afecta a los convenios militares, que la cosa sigue para adelante, que estudiarán si vuelven o no a presentar el acuerdo al Congreso, que bla bla. Que pitos y flautas. Pero del delito nada. Nada.
«Siglo veinte, cambalache
Problemático y febril…
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil.
¡Dale, nomás…!
¡Dale, que va…!
¡Que allá en el Horno
nos vamo’a encontrar…!»
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