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Manual para ser comunista en el siglo XXI

Fuentes: Rebelión

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El mundo actual

¿Se puede pensar en un mundo no-capitalista en la actualidad? ¿Siguen siendo válidos los sueños de una «patria de la Humanidad» sin injusticias sociales? Eso era –o sigue siendo– el ideario comunista que recorrió todo el siglo XX. Pero hoy día hablar de comunismo no está muy «de moda»; es más, a cualquiera que se precie de defenderlo, el discurso dominante con mucha facilidad puede tildarlo de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos. Quizá, jugando con los versos de Rafael de León, podría decírsele: ¿comunismo? «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales«. 

Aunque la caída del Muro de Berlín en 1989 –y con esa caída, la puesta entre paréntesis de los sueños de transformación del mundo– ha abierto una serie de interrogantes aún por responderse respecto al socialismo real, el título del presente escrito necesita hoy de imperiosos desarrollos y replanteamientos, quizá más imperiosos y urgentes que años atrás.

Desde el surgimiento del pensamiento anticapitalista en los albores de la gran industria europea, allá por mediados del siglo XIX, e igualmente después de la puesta en marcha de las primeras experiencias socialistas en el siglo XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular China, estaba bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, ya entrado el siglo XXI y con toda el agua corrida bajo el puente, la revisión crítica se impone. Definitivamente, hoy parece no estar tan claro.

Las verdades que inaugura el Manifiesto Comunista en 1848 siguen siendo válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades universales, lo serán por siempre dado que develan estructuras de la naturaleza social misma: la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases como motor de la historia, la violencia en tanto «partera de la historia«, las revoluciones sociales como momento de superación de fases de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son expresión de un saber objetivo, neutro, científico en el sentido moderno de la palabra –los conceptos científicos no tienen color político–. Otra cosa es el llamado a la práctica que esas formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la acción política; y para el caso, la revolución.

Dicho rápidamente: el comunismo como expresión teórica y como práctica política no ha muerto porque la realidad que le dio origen –la explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)– no ha desaparecido. En tanto persistan las inequidades y las diversas formas de explotación humana, el comunismo en tanto aspiración justiciera, seguirá vigente.

Con la desaparición del campo socialista de Europa del Este hacia la década de los 90 del pasado siglo, la vorágine triunfalista del capitalismo ganador de la Guerra Fría arrastró al mundo a una suerte de aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo como la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por algún momento, el grito triunfal del supuesto «fin de la historia y las ideologías» nos dejó sin palabras: ¡el comunismo no es posible! «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales«. La prédica neoliberal hizo mella: «No hay alternativa«, como dijera Margaret Tatcher. Y pudimos llegar a creerlo por un momento.

Hoy, a varias décadas de la caída del Muro de Berlín, con una Unión Soviética desaparecida y transformada en un país capitalista ganado por mafias rapaces, con una República Popular China que ha tomado caminos que abren inquietantes interrogantes sobre lo que significa socialismo (¿socialismo de mercado?, ¿un socialismo que premia la acumulación individual de riqueza?), con una Cuba que se va abriendo cada vez más a la inversión capitalista, con una Revolución Bolivariana en Venezuela que nunca terminó de definir qué es el nuevo socialismo del siglo XXI y con un talante planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi despectiva, vale la pena –más bien: es imprescindible– plantearse la pregunta: ¿qué significa en la actualidad ser comunista? ¿Dónde quedaron las ideas de cambio revolucionario que nos movían años atrás? ¿Acaso desaparecieron?

¿Qué significa en la actualidad ser comunista? Pregunta tremendamente necesaria, más aún en este momento, en medio de una pandemia que reconfigura el orden capitalista mundial, pero que no termina con él como algunos quizá ingenuamente creyeron, sino que lo renueva, potenciándolo, con un campo popular cada vez más controlado y manipulado y con fuerzas conservadoras que se muestran más dominadoras que nunca.

Continúan las injusticias, por tanto continúan las protestas

Las injusticias, la explotación, la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases, todo ello sigue siendo la esencia de las relaciones sociales. La promesa de «felicidad» que trae el desbocado consumismo capitalista no es más que eso: vil promesa. Más aún: caída la experiencia soviética, el capitalismo ganador ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas con sangre durante décadas de lucha, entronizando un modelo neoliberal (neologismo por decir capitalismo salvaje y ultra explotador) que retrotrae peligrosamente la historia. Capitalismo triunfante, por otro lado, que se alza unilateral, insolente, con una potencia militar hegemónica –Estados Unidos de América– dispuesta a todo, con una posición provocativa que puede llevar al mundo a un holocausto nuclear, y que no ofrece –ni lo pretende, pero además, no podría lograrlo– soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que, pese a un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue remediar los males humanos de la pobreza, de la escasez, de la desprotección (ya no digamos de la felicidad, de la plenitud humana). Si todo esto continúa, –y tal como van las cosas, pareciera que tiende a aumentar– el comunismo, en tanto expresión de reacción ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de ser que nunca. Pero curiosamente, se le ha demonizado a tal punto que no parece posible hablar de él.

Las vías de construcción de los primeros socialismos, por innumerables y complejas causas, quedaron dañadas. Pero de ningún modo ello autoriza a decir que las injusticias desaparecieron, y menos aún que las expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social se hundieron igualmente. Murió el socialismo que conocimos en sus primeras expresiones, el estalinismo, el partido único verticalista y su dogmatismo de manual. Ello, sin embargo, de ningún modo autoriza a decir que murieron las luchas por la justicia. Como dijera el brasileño Frei Betto: «El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana«.

Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha llevado los valores del capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes visto en otros modelos sociales, globalizándolo absolutamente, la protesta de los excluidos sigue estando. Pasados los primeros años del aturdimiento post Guerra Fría, vuelve a hacerse notar. Dicho así, entonces, el comunismo como fermento de cambio, como idea transformadora de la realidad no ha desaparecido y está muy lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo en decirnos claramente, con todas las letras, «comunistas»? ¿Pasó a ser el comunismo una «pamplina de chavales«?

Las injusticias y las protestas continúan. Aunque la voz triunfal del capitalismo se levantó sobre la emblemática caída del Muro de Berlín proclamando que «la historia terminó«, cual altaneramente lo pudo formular un heraldo del neoliberalismo como Francis Fukuyama cuando las piedras de esa caída aún levantaban polvo, a cada paso la experiencia nos demuestra que ello no es así: ¡la historia no ha terminado! Para prueba, ahí están los movimientos que desde hace tiempo recorren Latinoamérica, protestas y reivindicaciones campesinas contra el nuevo extractivismo que desangra la región; ahí está la reacción de distintos pueblos del mundo protestando contra las políticas fondomonetaristas, los europeos diciendo «no» a una constitución política ultraliberal centrada en el gran capital que intenta desconocer conquistas populares históricas desmontando los estados de bienestar; ahí está la resistencia iraquí; ahí está el pueblo palestino alzándose contra el genocidio del Estado de Israel, o la Primavera árabe –luego cooptada por la maquinaria contrainsurgente que sigue trabajando continuamente– o el espontáneo movimiento estudiantil de México «Yo soy 132», como expresiones de un descontento que sigue siendo el motor de la historia. Alzamientos populares que en el año 2019 incendiaron buena parte del mundo, terminando en todos los casos con abierta represión por parte de los Estados capitalistas, pero que silenciados por meses a partir de la pandemia de COVID-19, quieren volver, pues las causas que los encendieron, permanecen inalterables.

Protestas a las que debe sumársele un amplísimo abanico de fuerzas contestatarias, progresistas, propulsoras también de cambios sociales: ahí está la reivindicación del género femenino ganando espacio día a día; ahí están todas las luchas antirracistas a partir de las reivindicaciones étnicas; ahí está una conciencia ecológica que va ganando terreno en todo el mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la depredación planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un sinnúmero de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o opresión –sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos–. ¿Son comunistas todas estas expresiones?

Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy día. Lo cual nos lleva a las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista que la Humanidad vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha tornado al comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir, hoy por hoy, qué significa ser comunista. 

¿Qué significa hoy el «comunismo»?

Sobre la primera consideración recién mencionada no es necesario explayarnos demasiado; archisabido es que si un fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados del siglo XIX, otro fantasma que recorrió el mundo con una fuerza inusitada durante el XX se encargó de satanizar con ribetes increíbles todo lo que sonara a «crítico», a «contestatario», haciendo del término comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y más deleznable de los infiernos («se come a los niños», «te secuestra tu hijo y lo lleva a un campo de adoctrinamiento marxista en Cuba», «te pone a vivir a la fuerza otra familia dentro de tu casa»). La incesante prédica, aunque irracional, por cierto dio resultado.

Pero más allá de esta consecuencia producto de una despiadada política desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan difícil reconocerse comunista? Ello lleva a la otra consideración que mencionábamos: ¿se puede, efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? ¿Qué significa ser comunista en la actualidad?

El comunismo, en tanto formulación conceptual en buena medida recogida en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto publicado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de lo sociopolítico, sea como lectura crítica, sea como guía para la acción práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de clases sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo luchan los comunistas, buscando su superación justamente, es contra la injusticia social, contra la explotación del hombre por el hombre. En tal sentido, comunismo es sinónimo de «búsqueda de la igualdad». Siendo así, entonces, el comunismo no está muerto: la igualdad social entre los seres humanos sigue siendo una agenda pendiente (el 1% de la población mundial detenta la mitad de toda la riqueza humana; mientras en muchos países hay obesidad, en la mayoría hay hambre). Por tanto, la búsqueda de equidad continúa siendo una aspiración comunista en el sentido más cabal del término. Otra cuestión –que no tocaremos acá– es el tipo de medios a utilizarse para la concreción de la tarea: guerra popular prolongada, lucha armada de una vanguardia, partido de cuadros, partido de masas, fuerte movimiento sindical clasista, organización comunitaria, asambleas populares, incidencia parlamentaria, elecciones presidenciales en el ámbito de la democracia representativa, una combinación de todo eso. Hoy día ¿habrá que pensar en los hackers como una nueva modalidad de lucha?

Seguramente por miedo, por efecto de la monumental propaganda anticomunista desplegada en décadas pasadas, por cuestionables experiencias que nos dejó el socialismo real (el Gulag, lamentablemente, no fue un invento de la CIA: era una monstruosa realidad comparable a cualquier campo de concentración nazi o de una dictadura latinoamericana), o por una sumatoria de todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el término «comunista»; por el contrario, en muchos casos quienes portaban ese nombre se lo han sacado de encima: de «comunistas» a «socialdemócratas». La «moda» anda por otro lado (¿se impusieron las ONG’s?, ¿lo «políticamente correcto»?).

Pero más allá de «modas», el estado de inequidad que dio nacimiento a un pensamiento comunista un siglo y medio atrás aún sigue vigente. Por tanto, con las adecuaciones del caso, sigue también vigente lo forjado para enfrentarlo por esos dos gigantes que fueron Marx y Engels. A quienes seguimos creyendo que es necesario buscar un mundo más justo, más solidario, más equitativo, ¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas? ¿Nos avergüenza el estalinismo, las «dictaduras del proletariado» que tuvieron lugar en el socialismo real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente logró mellarnos la propaganda capitalista con su inacabable cantinela anticomunista? Pero ¿ganamos algo cambiándonos el nombre?

Sin dudas lo que propone el Manifiesto Comunista de 1848, aunque sigue siendo válido en su núcleo, necesita adecuaciones. Más de un siglo y medio no es poco, y muchas cosas, por diversos motivos, no fueron consideradas en aquel entonces. El comunismo, la teoría del materialismo histórico legada por los clásicos, se ocupó de la lucha de clases, pero dejó fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación del género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las discriminaciones étnicas. Si bien consideró el tema del colonialismo, no consideró como tema de importancia capital la división del planeta en un Norte dominante y un Sur dominado, que se articula al mismo tiempo con la explotación de clase (problemáticas todas que Marx, en desarrollos posteriores, ya en su madurez, consideró con más profundidad).

Tal como se dijo anteriormente, en la actualidad asistimos a un sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse comunistas, abren una crítica sobre los poderes constituidos, sobre el ejercicio de esos poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes. Fuerzas, en definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Fuerzas que, sin llamarse comunistas en sentido estricto, son definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que comunismo es la búsqueda de «otro mundo posible», ese mundo más justo, más solidario, más equitativo. Comunismo, por tanto, como proceso emancipatorio.

Y esto, elípticamente, ayuda a plantear la cuestión inaugural: ser comunista –aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el término, aunque esté «pasado de moda» llamarse así, aunque su uso fuerce un debate en torno a qué entender por revolución y cómo lograr la justicia–, ser comunista, entonces, no es una «pamplina«, pasajera «figuración de chaval«. Es luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha, por tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con una nueva relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita también de cambios en la relación de poderes entre los géneros, en la consideración del otro distinto, en el respeto a la diversidad, en una nueva visión de la relación del ser humano con su entorno natural.

Después del aturdimiento de la caída del Muro –que provocó mucho ruido, sin dudas– ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el miedo, el estigma de usar la palabra «comunismo», y 2) sobre la base de las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre cómo nos designaremos (¿no nos gusta «comunista»?, ¿es mejor decirse «de izquierda»?, ¿queda más elegante «revolucionario»?, ¿y qué tal «luchadores por la justicia»?) sino sobre cómo lograr efectivamente ese mundo más justo, más solidario, más equitativo. Todo ello para lograr lo más importante: ¿cómo hacer concretamente para pasar a la acción, para transformar estos discursos en práctica revolucionaria efectiva.

Comunismo: algo más que una pose

Planteémonos entonces la pregunta con esta otra forma: ¿qué significa ser revolucionario? Esta es, quizá, la pregunta más difícil de responder de todo el ideario socialista. En un sentido, dar la respuesta desde las consignas es bastante simple: quien cumple con ciertas indicaciones de manual puede ser considerado un revolucionario. En esa línea, está claro que es «revolucionario» aquel que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con la igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos que la realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún partido de izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado revolucionario (una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de ciertos músicos –Alí Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez–, la lectura de ciertos autores –García Márquez, Bertolt Brecht– o alguna determinada manera de vestir: calzado Nike no, pero sandalias de cuero sí, etc.), nada de eso es garantía de algo. Además –es una cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo esto– no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada revolucionarias en el seno de las organizaciones proclamadas revolucionarias (los revolucionarios… ¿dejamos de ser machistas o racistas, por ejemplo?, ¿autoritarios?, ¿egoístas?… ¿hasta qué punto es posible desembarazarse de todo ello?). Pareciera que todos los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el poder, el sentirse más que otro, el protagonismo, la exclusión en infinidad de formas, la mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una organización de izquierda (esos «errores» del socialismo estalinista que mencionábamos –más que «errores», declaradas teratologías– lo dejan entrever con patetismo). No podrían llamarse «desviaciones» porque ello supondría un camino recto del que no hay que salirse (léase: ortodoxia). Y la experiencia muestra que, a veces –muchas veces– nos salimos. Todo lo cual complejiza el debate. ¿Un comunista debe ser ortodoxo o heterodoxo?

Quizá en un sentido habría que comenzar por decir, para darle visos de realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a nivel individual, es en sí mismo un revolucionario. Nadie lo es, y para que nos quedemos tranquilos, nadie puede serlo en esencia. Las revoluciones (que son siempre muy complejos procesos con diversas aristas: políticas, sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos, nos trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos acorde con un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir quién, cuándo y cómo comienza a ser «revolucionario».

¿Quién es un verdadero revolucionario? Así formulada, la pregunta no deja de tener una pesada carga moralista, casi religiosa, que prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en los principios de la revolución para llegar a ser un verdadero revolucionario? ¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que garantizan que uno se «gradúa» de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese decálogo? ¿Si uno no toma Coca-Cola pero escucha Michael Jackson o Shakira es medianamente revolucionario…, pero si no toma Coca-Cola y además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario? Puede parecer caricaturesco, o infantil, pero sabemos que estos valores, esta forma de entender el mundo, muchas veces así funcionan en el campo de la izquierda. Pero los manuales no sirven.

En buena medida el ámbito de lo que entendemos por revolucionario se ha ido forjando de esta manera, como un abierto desafío –casi rebelde en muchos casos– a los valores consagrados de la sociedad capitalista. Si lo «normal» es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo revolucionario sería no tomarla. De eso se trata una revolución: de romper los moldes, de cambiar todo, de poner en marcha algo nuevo. Lo cual, como todo proceso nuevo, no está libre de exageraciones, abusos, excentricidades. Mi cambio personal, válido sin dudas, no es la revolución. Eso nunca hay que perderlo de vista. Las revoluciones son procesos colectivos, masivos; si no, no son revoluciones.

Ahí radica justamente el problema: ¿hasta dónde, cómo, de qué manera se da ese cambio? Revolución socialista es, en definitiva, el proyecto de un grandioso cambio en la civilización. Se trata de la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la propiedad privada y, por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un mundo de valores totalmente novedoso: se terminarían las jerarquías, ya nadie sería superior a nadie, nadie miraría desde arriba a otro. Pero sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una hermosa petición de principios, y no más.

No queremos decir que todo ese ideario sea como las estrellas: «inalcanzables, aunque marquen el camino». La utopía social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las ideas de cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades estén en perpetuo movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable que la aspiración de la revolución socialista –que en el pasado siglo apenas dio sus primeros y balbuceantes pasos– es el afianzamiento de ese espíritu revolucionario, trasformador, rebelde, productivamente irrespetuoso. Espíritu que, para autoafirmarse, necesita de ciertos íconos culturales: de ahí que hay una «manera de vestir» revolucionaria, una pose revolucionaria, un folclore revolucionario. Aunque, claro está –y como en toda construcción humana– no faltan los excesos absurdos, los planteamientos más formales que cargados de contenido, los fanatismos incluso. O, si se quiere, las tonteras. Consideremos esta paradoja: Lenin vestía con camisas de seda, y alguna vez interrogado de por qué lo hacía, su respuesta fue «yo lucho para que todos puedan usar camisas de seda«.

¿Está alguien autorizado por «más» revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el perfil de luchador social? ¿Se puede «medir» lo revolucionario de una persona? Aunque quizá ingenuas, esas preguntas ahí están.

Revolucionarios y ética

En todo esto arrastramos en las izquierdas un prejuicio moralista, quizá muy difícil de desechar, pero que debe ser considerado: las revoluciones implican monumentales transformaciones en las relaciones económico-sociales y políticas, mientras que las transformaciones subjetivas (ideológico-culturales) son infinitamente más lentas, dificultosas, tortuosas. «Los pueblos no son revolucionarios; pero a veces se ponen revolucionarios«, rezaba una pintada callejera de la Guerra Civil Española. ¿Cómo se hace para ser revolucionario? ¿En qué momento se empieza? Hay ahí un límite infranqueable que ningún manual puede superar, pues no existe receta. Aunque pareciera –ahí está el prejuicio ¿o ilusión?– que un decálogo para la acción sí pudiera dar el camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre son bienvenidos los libros sagrados. ¿Pero qué diría ese decálogo: se debe o no usar camisas de seda? ¿Tomar Coca-Cola? Complejo, sin dudas. Definitivamente: un imposible.

Esto no significa, sin embargo, que no sea posible el cambio. La historia de la Humanidad es una interminable sucesión de cambios, un movimiento perpetuo. Si no fuera posible el cambio, las sociedades humanas jamás hubieran evolucionado, y justamente la historia es una permanente sucesión de cambios, de mejoramientos en la situación cotidiana (aún hay patriarcado, pero el cinturón de castidad ya no se usa. Hoy día tenemos «esclavitud asalariada», pero no se puede vender a nadie como esclavo en sentido estricto, pues eso es un delito). De todos modos, los cambios profundos en la subjetividad son más lentos, muchísimo más lentos de lo que pretenderíamos (el patriarcado aún permanece…, ¡incluso a veces en la izquierda!). Valga decirlo con este ejemplo: en el momento de la anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la Segunda Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los campos de concentración. Aunque sí fue condenado al destierro. En el momento de abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco tiempo después moriría, dijo con ácida mordacidad: «En la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy día queman mis libros. No hay dudas que como especie hemos progresado«.

Los cambios revolucionarios, o más simplemente: los cambios culturales en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos. Rusia, después de décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión Soviética, presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece más que exacto?: «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio«. A mucha gente de la izquierda española ya de alguna edad le siguen gustando las corridas de toros, condenable rémora medieval que fomenta la cultura machista y violenta. Obviamente la revolución es más que la toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué es ser un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos sumarnos y alentar, procesos colectivos que arrastran a las subjetividades? ¿Un revolucionario «de verdad» qué debe hacer en relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios «de verdad»? ¿Quién los designa?

Las primeras experiencias socialistas del siglo XX deben ser muy hondamente estudiadas para no repetir los mismos errores. No quedan dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo fracasaron; fueron los primeros intentos, sólo eso (recuérdese la cita de Frei Betto). La historia no ha terminado. Algo que debe ser abordado con la más profunda actitud autocrítica es el tema de lo subjetivo y la nueva cultura que se fue dando con el capitalismo hiper consumista, la nueva ética que se forjó. Más aún, considerando la profundidad monumental que alcanzó esta nueva cultura a partir de la penetración de los invasivos medios de comunicación de masas modernos, que están en todos lados y llegan a todos, quiérase o no (¿por qué todos tomamos Coca-Cola por ejemplo?)

Es bastante significativo que en distintas latitudes donde asistimos a estos experimentos de nuevas sociedades se repitió un mismo molde: los «revolucionarios» de arriba fijaron las pautas que la masa «no-revolucionaria» debió seguir. En otros términos: siguió habiendo arribas y abajos (¿clases sociales habría que decir?). Si alguien puede calificar, decir quién es «más» y quién es «menos»… ¿no se ratifica entonces que «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio«? Inteligentemente dijo Rafael Correa: «El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error.«Sin dudas los comunistas tenemos ahí una agenda pendiente, un reto a retomar.

No hay manual. ¿Vanguardias que conducen?

Los distintos procesos socialistas conocidos de momento, en mayor o menor grado dieron respuestas positivas a los problemas básicos de las sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida, terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a los históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió siendo débil aún la modificación de los principios y valores culturales del día a día. Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en Rusia, cuando se desintegra la Unión Soviética, reaparecieron con sorprendente velocidad valores capitalistas, individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados décadas atrás, llegándose a colmos como, por ejemplo, la aparición de un partido político pro zarista, o la reintroducción de la veta religiosa en la Constitución, con ex «cuadros» de la Nomenklatura que rápidamente pasaron a ser exitosos empresarios. Y algo similar sucedió en China con la reintroducción de mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la mañana una nueva casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores del consumismo occidental («Ser rico es glorioso«, pudo decir Deng Xiaoping). Algo curioso, que no podemos desconocer si queremos llevar a fondo la autocrítica: todo eso se dio fundamentalmente en cuadros de los respectivos partidos comunistas. Lo cual abre una vez más la pregunta de qué significa ser revolucionario. O comunista.

¿No eran comunistas todos estos militantes soviéticos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética conclusión que los revolucionarios verdaderos son sólo los líderes de estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No es, entonces, demasiado estrecho el concepto de «revolucionario»? Porque estos grandes personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara, o Hugo Chávez si se prefiere, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano, de a pie, el sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes muy pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas comunistas y milita activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue los acontecimientos por la televisión…luego de ver el juego de fútbol. La pintada callejera de la Guerra Civil Española es por demás de elocuente en ese sentido.

Todo lo cual no debe avergonzar a nadie: esa es la normalidad habitual. La gran mayoría de la gente pasa su vida en la búsqueda de la sobrevivencia económica y no se interesa mayormente por cuestiones políticas (¡o no la dejan interesar!). Al menos, así ha sido hasta ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces, sólo los que pueden llegar a tomar parte activa en la historia? ¿No son las masas las que hacen la historia? Y en qué medida se es más revolucionario: ¿cuánto más se milita, cuánto más se compromete en la estructura de una fuerza política, cuanto más uno se eleva en la calificación que se nos podría otorgar por «acciones heroicas»? Entre esa gran masa que prefiere –por una sumatoria de motivos– acompañar los acontecimientos un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no hay revolucionarios entonces? Cobra todo su sentido entonces la pintada callejera de la Guerra Civil Española: son las grandes masas, en su descontento y en su acción, las que hacen la historia. Pero solas, sin un proyecto político claro, no se pasa del espontaneísmo, de la rebeldía.

Se abre entonces un medular debate: ¿cómo se lleva a cabo el cambio revolucionario? ¿Quién es el sujeto de esa transformación? Las masas descontentas en la calle pueden incendiar el país, pero no cambian estructuralmente nada. Ejemplos al respecto abundan: todas las protestas del año 2019, importantísimas sin dudas (países latinoamericanos, europeos, de Medio Oriente), no condujeron a transformaciones sociales profundas por carecer de una conducción política (y porque «casualmente» se silenciaron con la pandemia de coronavirus). Y otro tanto sucedió en el 2020, en plena crisis sanitaria, con las revueltas anti raciales en Estados Unidos luego de la muerte –una vez más– de un afroamericano (George Floyd) a manos de policías blancos. ¿Es imprescindible entonces la existencia de «revolucionarios de profesión», con un programa político a cumplir, con proyectos de largo plazo que puedan encauzar el descontento popular hacia una meta de cambio profundo más allá de la reacción visceral? «¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces esa minoría es, en esencia, el partido» [revolucionario], dirá Lenin en 1920.

Quizá se filtra en esta concepción del partido de vanguardia y del revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual, iluminista por último, solidario de la racionalidad europea en que nace el marxismo, y que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales y de ideario socialista: el revolucionario, el comunista es siempre alguien que está adelante, alguien que está más allá que el común de la gente. Si así lo aceptamos –y es lo que ha venido haciendo la izquierda por largos años con todos los partidos revolucionarios que creó, siempre como organizaciones de cuadros con estructuras verticales, jerárquicas en muchos casos– si así entendemos la idea de «revolucionario», queda muy por lo bajo la potencialidad de los pueblos. En definitiva: ¿cómo hacemos hoy, caídas en descrédito las ideas de transformación social, para volver a pensar y llevar a cabo en concreto una revolución? ¿Cómo revitalizamos hoy el ser comunista? Porque está más que claro que, aunque no sepamos con exactitud los caminos, es imprescindible cambiar el capitalismo, que nos está matando a las grandes mayorías y que no puede dejar de hacerlo.

Procesos revolucionarios, poder popular

Tal vez es cierto que los grandes cambios sociales, las cataclísmicas transformaciones que implica un proceso como la construcción de una nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes conductores. Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la revolución cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la china sin Mao Tse Tung? Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión –que no abordaremos aquí, pero que sin dudas es una asignatura pendiente de importancia capital– sobre por qué se repite siempre ese fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la garantía de grandes figuras?

Todo esto abre importantes cuestionamientos: ¿no pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, tal como agudamente lo expresaba la pintada de la Guerra Civil de España, en un determinado momento histórico los pueblos se tornan revolucionarios, se desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego vuelven a su calma conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir eternamente en actitud revolucionaria; las sociedades requieren de cierta estabilidad rutinaria para mantenerse. Las revoluciones son momentos puntuales, grandes quiebres que rompen la cotidianeidad con las que se da un paso adelante de no retorno. Lo que nos lleva a pensar: ¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras más, palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es lo que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos largos años de lucha. Pero, ¿cómo se articula eso entonces con el poder popular?

El común de la gente en su gran mayoría, todos los días, no vive en actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En qué consistiría eso? ¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen? ¿No hacerle caso a los valores que promueven los medios masivos de comunicación? ¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa? ¿Debería dejar de tomar Coca-Cola? Una vez más entonces: ¿qué significa ser revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria si se usa una camisa de seda o se toma Coca-Cola?

Pueden parecen preguntas banales, pero todo esto es de importancia capital para replantear la transformación social de la que estamos hablando. ¿Por qué no prosperaron las revoluciones socialistas tal como se esperaba? Además del ataque furioso y perpetuo de las fuerzas conservadoras, del capital que no está dispuesto a ceder un milímetro en sus privilegios –lo cual debe ser el punto de partida de todo análisis serio sobre el socialismo real–, debe abrirse la autocrítica respecto a cómo entender y practicar ese espectacular sueño que es el comunismo, el tránsito hacia una sociedad sin clases, el universo de «productores libres y asociados«. Las actuales batallas perdidas –batallas en una larga guerra que continúa, sin ningún lugar a dudas– deben abrir esa autocrítica: ¿qué significa entonces ser comunista hoy? Lo cual nos plantea: ¿cómo lograr ese anhelado mundo de justicia?

El problema, ya lo dijimos, es endemoniadamente difícil, porque no se trata sólo de ir a una concentración política masiva con la pancarta del caso y con eso tener asegurado el estatuto de «revolucionario». Eso, además, mucho menos es «la revolución». Lo que está en juego en la pregunta que motiva este breve escrito es cómo recuperar la iniciativa en esta lucha que, en este momento, el campo popular no va ganando. ¿Cómo enfrentarse hoy a ese monstruo de proporciones gigantescas que es el capital global en su fase financiera, con poderes omnímodos de alcance planetario, con mecanismos de control cada vez más eficientes, y con un descrédito generalizado de las ideas de izquierda? Más todavía, en este nuevo mundo que se está abriendo a partir de la pandemia, donde se va imponiendo el trabajo individual en casa, el distanciamiento social, el silencio, donde los alcances del control del «panóptico» impuesto por la clase dominante parecen inconmensurables, donde las tecnologías digitales prescinden cada vez más de la clase trabajadora, donde hay cada vez más población que pareciera «excedente».

Ahí está la pregunta básica, que desde el aturdimiento que nos dejara la extinción del campo socialista europeo nos viene retando: ¿cómo ser comunista hoy? ¿Cómo darle forma a esa bella utopía que es una sociedad igualitaria? ¿Cómo levantar las banderas del marxismo en este momento en que las ideas de transformación social parecieran agotadas?

Por otro lado, esa imagen de militante absoluto que no come Mc Donald’s ni toma Coca-Cola no es en modo alguno garantía de «pureza» revolucionaria, de cambios sin retorno, porque a veces, conseguido algún cargo de dirección (en alguna organización popular, en la administración política del Estado, etc. –la historia nos lo enseña con demasiada frecuencia–) los ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación militante por las características distintivas del ejercicio del poder tal como hasta ahora lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta de autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del «estar arriba». ¿La revolución es hacerles el boicot a las marcas transnacionales? Sabemos que eso puede terminar siendo ingenuo, infantil: la revolución implica un cambio radical en la organización social. Lo demás es «juego de niños».

No debemos olvidar que muchas veces cuadros militantes en su intimidad pueden ser machistas, homofóbicos, incluso racistas. Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto de vista político no implica forzosamente la superación de todas las «lacras» culturales ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro lado, ¿por qué habría de implicarlo?) Además, no todos quienes se comprometen con una causa política van a ser militantes inquebrantables según el modelo de «guerrillero heroico». ¿Acaso es posible que un ser humano común y corriente –como somos la absoluta mayoría– viva en ese mundo un tanto artificial de estar militando activamente todo el día? Quienes se comprometen con el trabajo político revolucionario en general son grupos minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que encabezan las reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores quienes activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando, pero no es la que toma la iniciativa. ¡Y no se puede decir que no sea revolucionaria entonces! Así planteadas las cosas, pareciera que no hay salida. Pero no debemos quedarnos con la limitada idea –moralista en definitiva– de ver quién es «buen» revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo ayuda a ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que está abajo.

Si algo nuevo puede aportar el socialismo, básicamente es el generar una nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando la idea de abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia civilizatoria, nadie –tampoco los que puedan ser considerados «revolucionarios», o «más» revolucionarios– escapan (digámoslo en primera persona plural: ¡escapamos!) a estas matrices culturales: las nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen siendo dominantes. La apuesta es poder desarticular esas formaciones. ¿Cuánto tiempo tomará? No se sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni fácil. La misma noción de «revolucionario», quizá sin proponérselo, está haciendo una alusión a «esclarecido» y «no-esclarecido»” (¿arriba y abajo?)

Y si de algo se trata en esta titánica y fabulosa tarea que es inventar una sociedad nueva a la que llamamos socialismo, es poder llegar a tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como dijo Gabriel García Márquez, «ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse«.

Quienes seguimos creyendo firmemente en la utopía tenemos fundamento para eso: no se trata de una idea religiosa, de una actitud de fe. Es el análisis científico de la realidad lo que nos lleva a entender que la dinámica del capitalismo no ofrece salida a la Humanidad y, por el contrario, puede llevar a la destrucción total de la especie. Seguir siendo comunista no es cuestión de misticismo, de mera creencia. Por supuesto, implica una cuota de pasión: «Hay que actuar con el pesimismo de la razón y con el optimismo del corazón«, como dijera Gramsci. Pero para que esa lucha dé reales resultados, hoy es tarea imprescindible revisar por qué las primeras experiencias del socialismo terminaron del modo que lo hicieron. No es una derrota histórica; es sólo una batalla perdida. El capitalismo tiene sus orígenes históricos en la Liga Hanseática, en algunas norteñas ciudades de la Europa medieval en el siglo XII; es decir, lleva centenas de años acumulando poder, riqueza, sabiduría. Las primeras experiencias socialistas tienen apenas unas décadas. La diferencia es abismal.

Más allá de la pomposa declaración –luego desmentida por el propio autor– del «fin de la historia«, nadie dijo que la dinámica universal se detuvo. La vida sigue, y el conflicto continúa siendo el motor que mueve la Humanidad. La cuestión es cómo transformar hoy esa lucha de clases y todas las luchas conexas en una estrategia política que dé una salida victoriosa a los excluidos, a los pobres y explotados por el sistema vigente. Revisar nuestra historia reciente para aprender de los propios errores y profundizar en el análisis de la realidad actual es entonces la tarea de los comunistas hoy. Respondiendo entonces a la pregunta original: ¿qué manual existe que nos diga en este momento qué es ser comunista?, no podríamos decir menos que ser sujetos críticos y autocríticos. Ello posibilitará el accionar revolucionario efectivo, que es lo que realmente se necesita ahora. Es decir: pasar de la teoría y el debate ¡a la acción!