Manuel Leonidas Guerrero Ceballos nació el 25 de junio de 1948. Cuarto hijo de una familia modesta de ocho hermanos, de pequeño participó en los viajes que realizaba su padre, Manuel Guerrero Rodríguez, periodista y escritor autodidacta, con ocasión de la venta directa de los libros de su autoría. Por medio de ellos conoció desde […]
Manuel Leonidas Guerrero Ceballos nació el 25 de junio de 1948. Cuarto hijo de una familia modesta de ocho hermanos, de pequeño participó en los viajes que realizaba su padre, Manuel Guerrero Rodríguez, periodista y escritor autodidacta, con ocasión de la venta directa de los libros de su autoría. Por medio de ellos conoció desde niño las precarias condiciones de vida del proletariado urbano y rural de Chile, las que eran aliviadas por la tierna compañía de su madre costurera, Herminda Ceballos. Un personaje fundamental en el crecimiento de Manuel Leonidas fue su abuelo, el zapatero Manuel Jesús, quien había sido miembro activo de la Sociedad de Artesanos «La Unión» y de la Federación Obrera de Chile en los años veinte.
En una ocasión, cuando Manuel Leonidas era un niño de apenas seis años, se trasladó con su padre donde unos parientes campesinos quienes ensacaban granos de paja trillada para trasladarlos, en carreta, hasta la bodega de una casa. Manuel Leonidas entusiasmado ofreció su hombro para que se le cargara un saco. Los campesinos sonrieron, y Rosario del Carmen, la dueña de casa, para no desanimar los deseos de colaborar del niño, le confeccionó un pequeño saco que llenó con granos. Luego, manos campesinas lo ubicaron en la espalda del pequeño. Él, entonces, entre las risas y congratulaciones de los campesinos pobres, saco al hombro corrió junto a los cargadores simulando un gran peso en su espalda, serio y feliz a la vez.
En otra oportunidad, la familia Guerrero Ceballos ocupó una casaquinta en Bulnes, donde don Manuel se encargaba de preparar y publicar ediciones especiales para el diario «La Discusión» de Chillán, mientras la señora Herminda criaba gallinas ponedoras, cerdos, pavos y gansos para asegurar el alimento. Los hermanos mayores del pequeño Mañungo, Libertad y Máximo, asumieron la tarea de salir a vender el semanario «El campesino» que editaban los trabajadores del agro de la zona. El niño Manuel era aún tan chico que no estaba ni siquiera en condiciones de darles de comer a los habitantes del gallinero y del chiquero, sin embargo, ya se sentía preparado para salir a la calle a gritar «¡El Campesinooooo!». Tal fue su insistencia, que pronto se le pudo ver en noches de lluvia intensa corriendo entre sus hermanos, portando el farol que iluminaba el camino de la pareja infantil que repartía el diario entre los hogares de los trabajadores rurales.
Luego de completar su instrucción primaria en Valparaíso, Manuel Leonidas ingresó a estudiar para profesor en la Escuela Normal «José Abelardo Núñez» de Santiago. Su personalidad carismática y conducta siempre consecuente le valieron ser elegido presidente de la Federación Nacional de Estudiantes Normalistas.
Ambas actividades, estudiar y dirigir al movimiento estudiantil, las asumió con total entrega y sentido de responsabilidad. Sin embargo, los continuos viajes a las distintas regiones del país donde había Escuelas Normales le significó llegar al fin del penúltimo año académico con un alto número de inasistencias, antecedente que fue utilizado por la dirección del establecimiento para tratar de obligarlo a repetir algunos cursos, a pesar de presentaba excelentes notas. Manuel padre fue mandado a llamar para comunicarle que el hijo no se conformaba con tal decisión. Sorprendido le solicitó a Manuel Leonidas, ante el superior de la Escuela, que le contara si era o no verdad el asunto de las inasistencias. Manuel hijo afirmó haber recabado autorización escrita de cada viaje que había efectuado. Entonces, ante el asombro del director, don Manuel dio fe de que la versión de su hijo era la que se ajustaba a lo sucedido, reclamando la revisión de los libros de clases y el archivo de justificativos de las inasistencias. El Director irritado pidió llamar al Secretario General de la Escuela, quien delante de los tres revisó y comparó fechas, mientras el directivo alegaba que el padre mejor debía preocuparse de las actividades de agitación que realizaba su hijo en todas las escuelas normales del país en vez de poner en duda a una autoridad. «En votación libre y directa esos estudiantes en todas las normales le eligieron su presidente, señor, y sin que él les agitara», le contestó don Manuel. El Secretario General, finalmente, solicitó permiso para hablar y manifestó que todas las justificaciones coincidían con las inasistencias. Al señor Director, entonces, no le quedó más que disculparse por «el involuntario error». Manuel Leonidas abrazó a su padre, quien en uno de sus escritos recuerda que el hijo le comentó: «Toda verdad es indestructible, siempre. Por ello es que debe ser defendida en todo momento. Cuidé las notas de mis ramos para tener en qué apoyarme ante una emergencia. Gracias, papá. ¡Un buen dirigente estudiantil, un mejor alumno!».
Siendo aún adolescente, a los 16 años de edad Manuel fue elegido miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas de Chile (JJCC) a las que había entrado a militar a los 14 años. Se recibió como profesor primario a los 18 años de edad, momento en que fue elegido, además, como el miembro más joven de la Comisión Ejecutiva de las JJCC y nombrado Encargado Nacional de Estudiantes Secundarios de esa organización.
Las dotes de líder de masas de Manuel sería una característica que lo identificaría a lo largo de toda su vida. Muy joven aún, fue invitado a un encuentro mapuche en la zona precordillerana de Osorno. Los hulliches habían constituido un poblado con vista al lago Puyehue e iban a inaugurar una escuela para los niños de la zona. En una gran sala, que era toda la infraestructura de aquella nueva escuela, se reunieron los profesores preescolares que habían sido seleccionados de entre los miembros de la comunidad. Manuel Leonidas se dirigió a los profesores y el espíritu animoso y sensible de sus palabras conmovió a los jóvenes huilliches que le solicitaron narrarles asuntos del país y de otros continentes. Manuel destacó aspectos de su escuela, las enseñanzas surgidas de la historia patria, les recitó versos de autores nacionales, les sintetizó biografías de hombres ilustres. El entusiasmo de quienes lo escucharon desbordó la escuelita, y jóvenes a caballo partieron a otros poblados y reducciones de hasta seis u ocho leguas de distancia para traer más gente al encuentro. A las dos noches siguientes, a un nutrido conglomerado de jóvenes indígenas Manuel les contestó las preguntas más diversas hasta el amanecer. Luego hubo abrazos, guitarras, cultrunes, bailes. Promesas de amistad permanente. Lágrimas de felicidad. Asentamiento de su verdad étnica. Junto a Manuel, aquellos jóvenes se ennoblecían al considerarse hijos de una misma patria con todos sus deberes y derechos sin dejar de ser huilliches.
Pocos meses antes del triunfo presidencial de Salvador Allende, Manuel se casó con la futura profesora Verónica Antequera, con quien, al poco tiempo, tuvo su primer hijo, Manuel Eduardo. La joven pareja se descubrió al calor de las actividades políticas que se realizaban a fines de los años sesenta con ocasión de las protestas contra las guerras imperialistas, contra los latifundistas, y a favor de la causa de los trabajadores. Manuel, viniendo de una familia de extracción proletaria y con profunda conciencia de social, no tuvo inconvenientes en acercarse a Verónica, cuya familia era de clase media acomodada.
Tal diferencia de clase dio pie para más de alguna sorpresa que tuvieron que aceptar los padres de Verónica por amor al nuevo yerno. A la fecha del matrimonio, los microbuseros de Santiago se habían lanzado en huelga general, y Manuel debía cruzar, desde Maipú, todo Santiago para llegar al registro civil de la comuna de Independencia, donde se realizaría la boda. Muy elegantemente vestido, de camisa y corbata, Manuel intentó avanzar algo caminando, pero la distancia era mucha como para recorrerla a pie y llegar a tiempo. De pronto, un camión de la basura se detuvo en la esquina en la que Manuel esperaba que apareciera algún vehículo de locomoción colectiva que lo pudiera llevar. El copiloto del camión le preguntó a gritos que porqué iba tan pintoso, y Manuel le respondió la verdad, que se iba a casar y no tenía como llegar al registro civil. Acto seguido, entre risas y bromas, los trabajadores lo invitaron a subirse al camión y se lo llevaron, sin detenerse en el camino, hasta al lugar mismo de la boda, donde lo esperaba Verónica junto a su familia.
Durante el Gobierno de la Unidad Popular, el Ministerio de Educación designó a Manuel a cargo de la Organización Nacional de los Trabajos Voluntarios, desde donde coordinó, junto al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el general Carlos Prats, el viaje de 55.000 jóvenes voluntarios al sur del país, que ayudaron a construir y levantar, entre otras obras, la línea férrea de Cabildo. Desde tal posición directiva, Manuel lideró también la democratización de la alta cultura en Chile, esto es, logró que el Teatro Municipal de Santiago, símbolo de distinción de la alta aristocracia criolla, abriera sus puertas a los sectores populares para que pudieran disfrutar del ballet, y consiguió que los representantes de la Nueva Canción Chilena -como Victor Jara, Inti Illimani y Quilapayún-, junto a los de la Nueva Trova Cubana -como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés-, cantaran por primera vez en las elegantes salas para un público repleto de entusiastas jóvenes trabajadores.
Tras el golpe militar de 1973, Manuel Leonidas vivió en la clandestinidad, asumiendo la dirección nacional de las JJCC tras el asilo forzado de la secretaria general de dicha organización, Gladys Marín, y de la desaparición, en Marzo de 1976, del cuñado de Manuel, el artesano mueblista José Weibel Navarrete. A pesar de la vida bajo tierra, Manuel no dejó de hacer clases y de mantenerse junto a su joven esposa y pequeño hijo. Si bien, como medida de seguridad, se vieron obligados a cambiarse de comuna constantemente, lo que implicó cambiar de varios colegios al pequeño Manolito Eduardo, Manuel Leonidas siempre se las jugó para mantener a su familia unida. Ávido lector de Neruda, aprovechó cada momento de descanso en que podía detener su intenso trabajo político, en aquellos años de terror en los que mes a mes iban desapareciendo los amigos de su generación, para continuar cultivándose y no dejarse desfallecer. Manuel Guerrero Ceballos era un convencido de la importancia del estudio constante para poder comprender las cada vez más cambiantes circunstancias de la historia, y era de una firmeza de principios inclaudicable.
En la mañana del 14 de junio de 1976 Manuel Guerrero Ceballos fue secuestrado en plena vía pública, luego que de una renoleta color celeste se bajaran dos jóvenes que lo golpearon y balearon en el tórax ante los gritos de su esposa embarazada. Desesperada, esa misma tarde ella llegó hasta las oficinas del presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, quien luego de oír impactado el relato de la mujer, se comunicó en su presencia con el coronel Manuel Contreras para investigar si la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) había sido la autora de la detención. Al conocer la negativa de éste, José María Eyzaguirre se comunicó con el ministro del Interior, teniendo el mismo resultado. En aquellos mismos días se efectuaba una reunión de la Organización de Estados Americanos, en la que los representantes del régimen militar insistieron que no existían recintos secretos de detención.
Durante los días en que estuvo detenido desaparecido, Manuel Guerrero Ceballos fue duramente interrogado en el centro de torturas «La Firma» y el Hospital de Carabineros. Luego, permaneció siete días incomunicado en el campo de reclusión «Cuatro Álamos». Fue el único que salvó con vida de las manos del ahora conocido «Comando Conjunto» debido, en parte, a rencillas internas de los aparatos represivos de la dictadura. Cuando el coronel Manuel Contreras supo, a través de la llamada del presidente de la Corte Suprema, que uno de los principales dirigentes de las JJCC, a quien sus hombres buscaban intensamente, se encontraba en poder de un Comando, enfureció y movió todos sus contactos y exigió que el director de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Área (DIFA), general Enrique Ruiz Bunguer, y el director de la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR), le entregaran a Guerrero. La presión pública, generada por los familiares de Manuel Leonidas, y la propia desarrollada por Contreras, se hizo insostenible hasta que la DICAR debió asumir su detención. Por ello el 18 de junio de 1976, estando Guerrero en el Hospital de Carabineros, el general Romero debió entregarlo a la DINA con la bala aún enterrada en la axila.
Sin embargo, de nada de esto sabían su joven esposa y el padre de Manuel, quienes recorrieron todos los centros de información de detenidos, hasta que, sorpresivamente, el 26 de junio de 1976, Verónica recibió una llamada telefónica del campo de concentración «Tres Álamos», en la que una voz anónima le comunicó que su esposo había aparecido en ese lugar. Al día siguiente visitó a su marido, quien aún tenía la bala en el cuerpo. Junto a los padres de Manuel Leonidas, pudo conocer los detalles de las horrendas torturas a las que fue sometido.
El lunes 28 de junio de 1976, Manuel Guerrero Ceballos fue examinado por los doctores Alfredo Montiglio Espinger, asesor sanitario del Servicio Nacional de Detenidos, y el doctor Cesáreo Roa Muñoz, del Hospital de Carabineros, quienes determinaron que Guerrero debía ser trasladado al hospital de la FACH para extirpar el proyectil. A su regreso, se le notificó que estaba nuevamente detenido en calidad de activista comunista.
El 28 de julio de 1976, el presidente de la Corte Suprema, José María Eyzaguirre, realizó su tradicional visita anual a las cárceles, recorriendo también las instalaciones del campo de prisioneros políticos de «Tres Álamos». Allí pudo conocer personalmente al hombre por el cual había intervenido aparentemente sin resultado. En esa ocasión, Manuel Guerrero Ceballos, corriendo riesgo para su vida, le relató en detalle la tortura, las referencias que sus captores habían hecho sobre los detenidos desaparecidos José Weibel y Luis Maturana, y acerca del centro secreto de detención, hoy conocido como «La Firma». Pidió incluso una investigación por el posible delito de homicidio frustrado y apremios ilegítimos.
Como consecuencia de aquella interpelación, el presidente de la Corte Suprema oficializó el inicio de una investigación inédita en dictadura, en la que, apoyándose en el relato detallado de Guerrero, afirmó la existencia de lugares de tortura que no habían sido declarados y que los desaparecidos se encontraban en algunos de ellos. Producto de esa investigación se supo que quienes habían detenido a Manuel Leonidas la mañana del 14 de junio de 1976 habían sido agentes del Servicio de Inteligencia Naval y que luego fue puesto a disposición de la DINA, de conformidad con la Orden Secreta N°35-F-330, del 22 de noviembre de 1975, de los Ministerios del Interior y de Defensa Nacional.
Debido a que la Marina fue mencionada como autora de la detención, la Fiscalía Naval de Valparaíso pidió el traslado de la investigación iniciada a su jurisdicción, por lo que Manuel Leonidas fue trasladado en secreto, la madrugada del 17 de noviembre de 1976, de «Tres Álamos» al Campo de Prisioneros de Puchuncaví. Ese mismo día el Ministerio del Interior le había concedido la libertad junto a otros 129 prisioneros. Sus familiares nuevamente lo buscaron sin resultado, hasta que una llamada anónima les comunicó sobre el mencionado traslado. Inmediatamente su esposa, con el pequeño Manuel y la recién nacida América Erika, viajó a Puchuncaví, pero sólo encontró un campamento vacío y buses que se llevaban a todos los prisioneros para su liberación. Pero de Manuel Leonidas nada. En la desesperación se enfrentó junto a sus niños a un Jeep que salía a toda velocidad del campo de prisioneros repleto de uniformados armados. Al detenerse el vehículo pudieron divisar la silueta del ser amado. Luego de conocer los marines que se trataba de la esposa del detenido, le comunicaron que se lo llevaban al Fuerte Silva Palma de Valparaíso. Verónica les mostró la publicación del diario en que Manuel Guerrero aparecía entre quienes debían ser puestos en libertad, a lo que le contestaron que debía tratarse de una equivocación, por que a él se le seguía un sumario en la fiscalía militar en Valparaíso, pues se le acusaba del delito de calumnia por denunciar que había sido torturado. Sólo el día 19 de noviembre de 1976 Guerrero pudo salir finalmente libre cuando el Juzgado Naval de Valparaíso certificó que no había cargos en su contra.
Durante el tiempo que estuvo incomunicado en «Cuatro Álamos», Manuel estuvo encerrado en una pequeña celda con piso de baldosa. Para superar la incertidumbre de una próxima tortura o ejecución, se auto impuso un estricto programa de trabajo que consistió en levantarse cuando consideraba que probablemente era de mañana, hacer su cama, simular que se lavaba la cara y los dientes, arreglarse el pelo, obligarse a hacer algo de ejercicio, y luego ponerse a cantar. En voz alta, ante la mirada atónita de sus vigilantes, entonó cada día la «Internacional», canciones de la Guerra Civil españolas, y toda melodía que se le viniera a la mente. Acto seguido, se dedicó a limpiar, de modo minucioso, cada baldosa del piso. Una de las cosas que le causó mayor impresión fue encontrar, en las paredes de la celda, algunos mensajes de personas que habían estado ahí antes que él. Él sabía que muchos de los autores de aquellas letras garrapateadas eran compañeros que estaban desaparecidos.
Cuando fue reconocido como preso político, y fue trasladado al campo de concentración de «Tres Álamos», Manuel se incorporó a los talleres de artesanía y en ellos pudo enseñar todas las técnicas que aprendió en los tiempos de la Escuela Normal. Los bolsos de cuero, de distintos tamaños y diseños, que salieron de sus manos eran entregados, durante las visitas, a Verónica. Una vez recibidos en casa, el pequeño Manuel Eduardo, de seis años de edad, asumió la tarea de salir a venderlos en el barrio para juntar algo de dinero para la familia.
A fines de noviembre de 1976, Manuel Guerrero Ceballos, finalmente pudo salir, junto a su esposa y sus hijos Manuel Eduardo y América Erika, bajo el amparo del Comité de Migraciones Europeas, rumbo a Suecia. En el trayecto, el avión hizo escala en un país africano y se detuvo por algunas horas para cargar combustible. Manuel Leonidas bajó del avión junto al pequeño Manuel Eduardo para estirar el cuerpo un poco. En el hall central del aeropuerto, un hombre alto, de tez negra, vendía productos típicos de su país. Manuel Leonidas se le acercó curioso, pero se vio frenado por la mano del niño que se resistía a ir con él. Manolito nunca había visto a un hombre negro en su vida. El vendedor, que se dio cuenta de la situación, entretenido le extendió la mano al pequeño en señal de amistad, pero el chico escondió asustado la suya. Manuel padre pacientemente le explicó entonces que todos los hombres somos lo mismo, seres humanos, y aunque cada uno sea diferente en su aspecto y costumbres, siempre hay que tener presente que el otro es un igual. Para darle mayor énfasis pedagógico a estas ideas, Manuel Leonidas tomó la mano del hombre e invitó a su hijo a hacer lo mismo. El pequeño, estimulado por el ejemplo de su padre le dio la mano al vendedor, pero no pudo evitar mirarse luego la suya para comprobar si se había manchado. El vendedor, Manuel Leonidas y la gente que se había agolpado a observar esta pequeña escena no pudieron reprimir la risa que les causó tal gesto.
En el exilio, Manuel Leonidas se dedicó fundamentalmente a denunciar los atropellos a los derechos humanos en Chile, y a coordinar actividades de solidaridad mundial desde su cargo de encargado internacional de las Juventudes Comunistas. Publicó, además, el libro testimonial «Desde el túnel», que narra la detención que sufrió en 1976, y en forma diaria se dirigió a los jóvenes de Chile a través de la señal de Radio Moscú infundiéndoles valor y esperanza en la capacidad del pueblo trabajador para retomar la lucha por sus derechos.
En 1982, tras haberse separado de Verónica Antequera, retornó a su querido país, haciéndose inmediatamente parte del movimiento gremialista del magisterio. Sin embargo, junto a su nueva compañera, Owana Madera, tuvo que hacer frente a continuas órdenes de detención y seguimientos. Participó de la creación del Movimiento Democrático Popular y asumió con liderazgo indiscutido la presidencia del Consejo Metropolitano de la Asociación Gremial de Educadores de Chile, AGECH. Esta vez tampoco, sin embargo, dejó de lado su actividad favorita de profesor primario, trabajando primero en un liceo de Conchalí y luego en el Colegio Latinoamericano de Integración.
Con Owana se habían conocido durante el exilio en Budapest, Hungría. Los ojos intensos de esta joven chilena de origen nortino, así como el entusiasmo con que asumía ella el trabajo con los niños, lo cautivaron y enamoraron. Muchos fueron los poemas de amor que le escribió Manuel a Owana, y siempre se les pudo ver juntos, incluso bajo Estado de Sitio.
En 1984 Manuel Leonidas fue contactado, junto a su antiguo amigo y camarada José Manuel Parada, por la periodista Mónica González, quien tenía en su poder un largo testimonio de Andrés Valenzuela, un ex agente que había participado en la detención de Manuel en 1976. Manuel Leonidas y José Manuel venían trabajando hacía años en la recopilación de testimonios de personas que habían sido víctimas de la represión, Guerrero desde el exterior y Parada con base en el centro de Documentación de la Vicaría de la Solidaridad. Por lo mismo, ambos fueron los primeros en darse cuenta que existía un organismo represor transversal que integraba a agentes de todas las ramas de las Fuerzas Armadas, el «Comando Conjunto». El testimonio de Andrés Valenzuela requería ser verificado, razón por la cual Mónica González les pidió a ambos que lo validaran. El relato resultó verídico, y en él no sólo se señalaban los nombres de los agentes del Comando, sino que por primera vez se conocía el destino final de muchos detenidos desaparecidos, compañeros de juventud de ambos profesionales.
En octubre de 1984, Mónica González, Manuel Leonidas y José Manuel decidieron publicar el relato apenas Valenzuela estuviera fuera del país. Sin embargo, el régimen militar decretó Estado de Sitio y prohibió la circulación de las revistas de oposición Cauce, Análisis, Apsi y Hoy. Si bien Andrés Valenzuela logró salir del país, la publicación de su testimonio se produjo en forma no programada, lo que puso en alerta a los agentes activos del «Comando Conjunto» quienes iniciaron la búsqueda del único sobreviviente del mismo, Manuel Guerrero Ceballos. En una extraña coincidencia, el Ministerio del Interior decretó una orden de captura de Manuel, quien junto a Owana, nuevamente se vio obligado a vivir en la clandestinidad.
En diciembre de 1984, estando en pleno Estado de Sitio, las distintas generaciones de la familia Guerrero Ceballos se reunieron en la antigua casa de Maipú a celebrar la llegada del nuevo año. Ahí estuvo don Manuel con la señora Herminda, rodeados de sus hijos y nietos, entre ellos Manuel Eduardo y América Erika. No obstante todos tenían deseos profundos de sentirse felices por estar reunidos, faltaba el Checho que estaba desaparecido, Máximo y Pablo que estaban en el exilio, y el Mañungo que vivía de casa en casa, escondido. La fuerza de esta familia había sido puesta a prueba durante toda su existencia, pero esta incertidumbre por la vida de Manuel Leonidas era difícil de sobrellevar. De pronto un vehículo conducido por el menor de los Guerrero Ceballos, Francisco Benjamín, entró hasta el fondo de la casa, lo que no era su costumbre habitual. Se bajó un poco nervioso del auto y abrió la maletera. Los que pudieron se acercaron a ver qué regalo o sorpresa traía dentro. Sólo se vieron frazadas, pero estas se comenzaron a mover y por debajo de ellas apareció un rostro dulce, muy conocido por todos: era Manuel. Arriesgando su vida había venido a abrazar a sus hijos, padres y hermoas que no veía hace meses. Fueron horas hermosas, que en medio del espanto y el horror, abrieron un espacio de ternura en el lugar, y la familia reunida, de abuelos, padres, hermanos, hijos, nietos y sobrinos se abrazó emocionada deseando que el año que comenzaba fuera el año de conquista de la democracia por parte de los trabajadores.
En enero de 1985, la Vicaría de la Solidaridad presentó el testimonio de Andrés Valenzuela, debidamente protocolizado, ante los tribunales de Justicia, pidiendo la designación de un ministro en visita para que investigara los hechos allí relatados, solicitud que, sin embargo, fue rechazada.
A principios de marzo de 1985, el Ministerio del Interior alzó la orden de aprehensión contra Manuel Leonidas, quien inmediatamente se reincorporó a sus actividades docentes en el Colegio Latinoamericano de Integración y a la actividad gremial en la AGECH.
Sin embargo, desde ese establecimiento educacional, el día 29 de marzo del mismo año, luego de saludar a su hijo Manuel que era alumno del colegio, fue secuestrado junto a José Manuel Parada, quien iba a dejar a su hija Javiera. El día anterior, varios dirigentes de la AGECH habían sido raptados y luego interrogados en «La Firma», el antiguo cuartel del Comando Conjunto, convertido en central de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (DICOMCAR). Santiago Nattino ya había sido secuestrado horas antes.
Luego de 24 horas de intensa búsqueda y manifestaciones masivas para que sus raptores entregaran con vida a Manuel, José Manuel y Santiago Nattino, el 30 de marzo de 1985 aparecieron los cadáveres de estos tres chilenos en las cercanías del aeropuerto internacional de Santiago. En el triple secuestro y homicidio, conocido como el «caso degollados», participaron varios de los agentes del «Comando Conjunto» que habían secuestrado, baleado y torturado a Manuel Leonidas en el año 1976.
El pueblo chileno y la comunidad internacional se conmovieron profundamente con este triple asesinato. Manifestaciones masivas por todo el globo recorrieron las calles asumiendo una de las frases que Manuel Leonidas había pronunciado en un discurso ante los profesores: «¡Revanchismo jamás! Queremos Justicia, nada más, pero tampoco nada menos.» Muchos fueron los jóvenes patriotas que a raíz de este acontecimiento se hicieron parte de la lucha antidictatorial, y la romería y el entierro multitudinario de los tres profesionales fue una muestra rotunda de que la unidad del movimiento opositor era posible.
Al tiempo de ocurrido estos terribles acontecimientos, la compañera de Manuel, Owana Madera, dio a luz a Manuela Libertad, la hija póstuma, símbolo de vida, del joven profesor asesinado.
[Biografía escrita en base a narraciones de tres Manueles: El libro «Relatos de luces y de sombras» de Manuel Guerrero Rodríguez; «Desde el túnel» de Manuel Guerrero Ceballos, y los recuerdos de Manuel Guerrero Antequera].