Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal. José Vasconcelos Desde el comienzo iba a ser «el Vietnam de Rusia». Primero, la administración del presidente Jimmy Carter; después, la del presidente Ronald Reagan estaba resuelta a que la Unión Soviética saboreara el mismo plato que Estados Unidos había tenido que tragar en sus desastrosos […]
Desde el comienzo iba a ser «el Vietnam de Rusia». Primero, la administración del presidente Jimmy Carter; después, la del presidente Ronald Reagan estaba resuelta a que la Unión Soviética saboreara el mismo plato que Estados Unidos había tenido que tragar en sus desastrosos 14 años de guerra en el Sureste Asiático. Tal como diría más tarde el asesor en seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, «El día en que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera [afgana, en 1979], yo le escribí al presidente Carter para decirle, en esencia, ‘Ahora tenemos la posibilidad de brindarle a la URSS su propia guerra de Vietnam'». Con ese pensamiento, la CIA (ayudada por los saudíes y los pakistaníes) armarían, adiestrarían y aconsejarían a facciones islamistas extremistas en Pakistán y las trasladarían al otro lado de la frontera para que los soviéticos probaran su propia medicina, como Washington consideraba, es decir, su propio Vietnam. La cosa funcionó de un modo total. Más tarde, el líder Mihail Gorbachov se referiría a Afganistán con la expresión «la herida sangrante», y en 1989, 10 años después de que el Ejército Rojo cruzara la frontera, empezaría a trastabillar un imperio en decadencia y al borde del colapso. Se trataba de un clásico triunfo estadounidense de la Guerra Fría, el último al que tuvo que apelar antes de que la Unión Soviética traspasara el borde de la historia y desapareciera… bueno, excepto un pequeño detalle: los extremistas tan bien armados no hicieron lo que se esperaba de ellos, es decir, marcharse. La misión no estaba del todo cumplida; no era cuestión de dejar las cosas por la mitad. El saboreo de Vietnam por parte de los rusos resultó ser solo los entremeses de algo importante que aún estaba por venir. Y el resto es la desastrosa historia -que Chalmers Johnson llamaría «blowback»*-, hasta el golpe más fuerte, que se haría sentir, no en la desvastada Afganistán, sino en Nueva York y Washington, tan penosamente bien conocido y todavía sin resolver. No era cuestión de dejar las cosas por la mitad.
Tom Engelhardt
Pocos días después de la invasión de Praga por las tropas de algunos países del Pacto de Varsovia, escribía Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) a su compañero de militancia en el PSUC Xavier Folch: