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El escritor y columnista imparte una conferencia en la Universitat de València

Manuel Vicent, Periodismo y Literatura

Fuentes: Rebelión

En la década de los 60 el escritor Manuel Vicent cogió el avío y, sin saber muy bien a qué, se fue a Madrid. Todavía Raimon no descollaba en la «Nova Cançó» ni Joan Fuster se había convertido en el gran pope del ensayismo y la filología catalana (en el País Valenciano). Confiesa el escritor […]

En la década de los 60 el escritor Manuel Vicent cogió el avío y, sin saber muy bien a qué, se fue a Madrid. Todavía Raimon no descollaba en la «Nova Cançó» ni Joan Fuster se había convertido en el gran pope del ensayismo y la filología catalana (en el País Valenciano). Confiesa el escritor y periodista -que pasó por «Hermano Lobo», «Triunfo», «Madrid» y otras publicaciones, antes de recalar en «El País»- que en Valencia echaba a faltar el calor humano y la gente afín con la que compartir inquietudes políticas y literarias. Pero ya en la capital, establecido, le dio por escribir una novela, que triunfó, por la novela y porque salió después en televisión. Hasta el portero del edificio en el que vivía le espetó: «oiga, a usted le he visto, por la tele». El redactor-jefe del diario «Madrid» le pidió, entonces, que le mandara «algo» (como se dice en el argot).

Y así fue como Manuel Vicent se adentró en el periodismo, y en la literatura, o más bien en el periodismo literario, un oficio que ejerce hasta hoy, y cuyas tripas ha mostrado (tal como personalmente lo entiende y desarrolla) en un acto celebrado en la Universitat de València. Cuando recibió la encomienda del diario «Madrid», estaba en el lecho de muerte Salazar, el dictador portugués, y el escritor castellonense no se salió del renglón de la actualidad. Se aventuró con un artículo titulado «Más allá de Salazar». Era una época en la que Fraga había finiquitado la censura previa, «pero a cambio dejó un campo sembrado de minas». Se requería entonces una fuerte complicidad del lector. Por ejemplo, en las crónicas deportivas de «Cuco» Cerecedo, en el diario «Madrid», se sabía muy bien que Santiago Bernabéu era Franco.

Total, que se publicó finalmente el artículo sobre Salazar en la tercera página y, visto el éxito, Manuel Vicent descubrió algo así como su vocación. Observa el «impacto momentáneo» de la prensa, su carácter efímero, fungible, de consumo rápido. «Con la página de periódico donde figura tu artículo, envuelves un kilo de patatas, y al día siguiente, has de volver a escribir otro». Pensó: «Si me dejaran hacer literatura en este soporte, sería feliz». «Y es lo que he hecho toda mi vida».

Un buen día volvió a Sueca, y se dirigió a casa de Joan Fuster, referencia obligada, de culto, para los escritores valencianos del momento. Le dijo al maestro que en Madrid, escribiendo en castellano, se le consideraba el estandarte del arroz, las naranjas, la paella, el mediterráneo y el sol de Levante. «¿Qué hago?» Fuster le tranquilizó: «Tú sigue tu camino, porque tú escribes en valenciano, más que muchos de los que lo hacen en nuestra lengua». Ya con el marchamo, adquirido el plácet, Manuel Vicent continuó su carrera. Se lanzó a escribir «Contra Paraíso», afirma, «con despreocupación por el estilo; al teclear tocaba la fibra sensible de un niño, de la vida de un niño en un pueblo de Castellón». No se trataba de una colección de batallas, sino de experiencias, personales, pero también las de una generación de menores. Y experiencias con mayúscula, matiza Vicent, las que se perciben «con los cinco sentidos».

«Quería atrapar el Mediterráneo, nuestro entorno paisajístico y sensual, pero también la atmósfera de la posguerra». Se retrata a un niño que es todos los niños valencianos de la posguerra. Más aún, «es como un libro de filosofía; es muy puro, auténtico, lo mejor que he escrito, en parte porque no me preocupaba mucho por el estilo y las palabras».

Hace dos décadas que el periodista y escritor emprendió «Tranvía a la Malvarrosa», libro también llevado al cine y en el que Vicent introduce más motivos de su mundo. En este caso, un adolescente que se hace adulto y supera de ese modo una fase crítica del ciclo vital (en la cultura grecolatina y cristiana, recuerda el escritor, todos los pasos de la vida vienen marcados por sacramentos: bautismo, comunión, confirmación, etcétera). Es como el viaje del héroe trágico, de personajes legendarios como Ulises o Don Quijote. En versión de la tierra, un joven héroe que toma un tranvía en la Glorieta de Valencia y se dirige hasta la playa de las Arenas. La idea parte de una experiencia vital del autor, cuando un domingo de 1956, viajando en tranvía a la Malvarrosa, se encuentra con una «parada» militar en el Puente del Real. Una voz gangosa escupe por un altavoz palabros como «España», «victoria», «comunismo» o «masonería».

Pero el tranvía se aleja con gente que canta y busca la playa, la libertad del mar, los placeres, la música de los acordeones y el aroma a mejillón. «Ése viaje es como una metáfora». ¿Qué ha ocurrido hoy con aquella sensación de los años 50? «La Malvarrosa, con sus restaurantes y paseos marítimos está como pasada por PVC; el cauce del río Túria, donde croaban las ranas; o el Puente de Aragón, con las prostitutas y las cerillas que parecían luciérnagas… Hoy tenemos auditorios, jardines y los engendros de Calatrava». Pero no hay que desesperar: «debajo del cemento y el metacrilato está la Valencia de toda la vida, que nadie puede sumergir». Y el mar, «que eran también los barrios del Grao, con otra mentalidad distinta y otra manera de ser».

Manuel Vicent reconoce «dar mucho la lata» con el Mediterráneo. Pero lo cierto es que, como dicen las abuelas, lo descubrió al perderlo, al trasladarse a Madrid. Lo perdió, o no tanto. Porque un día, meditando en el Café Gijón, pensaba en todo lo que daría para que el Mediterráneo llegara hasta Recoletos. Y dio con la solución: «Llegará hasta aquí si yo quiero». Imaginación al poder. Igual que quienes mejor escriben de Gastronomía son gente con úlcera de estómago; los más duchos en el tratamiento del amor, quienes nunca han «ligado»; y los más aventureros, quienes jamás han salido de su habitación, de la misma manera, el Mediterráneo podía llegar hasta Madrid.

Tampoco esto es una gran novedad. «El motor de la literatura siempre ha sido el sueño, la frustración: como no puedo hacer algo, me lo invento». ¿Qué es, a fin de cuentas, el Mediterráneo? «Un mar interior que uno puede navegar cuando quiera», responde el escritor. «Si uno es limpio por dentro, encontrará un Mediterráneo limpio y lleno de delfines». Claro que es importante la imaginación. Porque, en puridad, «todo lo que se ha dicho del Mediterráneo es mentira». Así, una falacia. Todo eso de la «Aurora con dedos de rosa» o el «mar color vino». En todo caso, vino por el color sangre de las guerras, recuerda Manuel Vicent, por los tres dioses monoteístas en conflicto desde el inicio de los tiempos. Lo mismo ocurre con el Partenón, cuando se pinta como símbolo de armonía y belleza, ya que en realidad, el templo que conocemos, es producto de una explosión de dinamita. La imaginación obra milagros. De hecho, «nuestra idea del Mediterráneo viene de Hölderlin, un poeta alemán que sin salir de Turinga, se imaginó este mar, que llega al Café Gijón siempre que yo quiero».

Hay una pregunta clave, ¿A qué periodista se le puede considerar «escritor»? Vicent se apoya para la respuesta en un distingo que establecía Josep Pla. Es la diferencia que cabe entre el periodista que, sentado en una redacción, se para un segundo antes de elegir entre una palabra u otra; y otro, el «no escritor», que, aunque publique «ladrillos», densos y sesudos, si se le ocurre, y sin escrúpulos, es capaz de escribir expresiones como «no por mucho madrugar amanece más temprano». Existe además otro punto de coincidencia entre periodismo y literatura. Según Manuel Vicent, el periodismo es el género literario del siglo XX. «Si yo fuera profesor de Historia, a los alumnos -en lugar de enviarles a investigar en los archivos- les recomendaría determinadas lecturas». A Dickens, Balzac o Galdós para el siglo XIX; a los enciclopedistas, por ejemplo, para el siglo XVIII; a Shakespeare o Calderón del XVII.

Desde la mitad del siglo XX, «lo que somos, nuestros sueños, pasiones y crímenes están en periódicos, cines y documentales; todo eso, cuando el tiempo lo pudra, y con el aderezo de la imaginación, se convertirá en literatura». Pero, insiste Manuel Vicent, para ello hace falta tiempo, que nuestros anhelos y pasiones fermenten, y sólo entonces la literatura podrá expresarlos. Tiempo, reposo, aposento, sedimentación. ¿Cómo se compadece esto con una sociedad que corre a ritmo de vértigo? Sobresaturada de información y ruido. «El exceso de información y la actual sobrecarga implica falta de información». Además, la realidad tampoco ha de entenderse como un todo uniforme e integral. «La realidad no existe, es como un espejo que se rompe en mil pedazos; y cada esquirla es, finalmente, un trozo de realidad», explica el escritor.

Vicent da cuenta del caso de un escritor italiano que odiaba la televisión. Un día le telefonearon de la RAI y, dada su inquina hacia las nuevas tecnologías, respondió: «Un momento, le pongo con el lavavajillas y que hablen entre ellos». La tecnología es tortura y placer; ciertamente, a una velocidad supersónica se está pasando del mundo analógico al digital. El celular puede ser bien un ángel de la guarda, bien un demonio. Si uno cae en manos de la policía, puede resultar un delator, pero en un momento de apuro, puede salvarte. Es la doble cara, la dialéctica, la paradoja de las nuevas tecnologías. Pero la verdad es que hay asuntos de fondo que no cambian: el que ha nacido para mandar, cuando habla por el teléfono móvil mira hacia arriba; el que tiene como destino obedecer, mantiene la cabeza gacha.

¿Apocalípticos o integrados? Recuerda Manuel Vicent que cuando Gutenberg inventó la imprenta, los exquisitos querían leer códices bordados por monjes cistercienses. Permanecer instalados en el pasado. La querella sobre los formatos puede terminar en logomaquia. En una discusión bizantina donde se olvide la relevancia de los contenidos. Porque incluso la puerta del retrete de un bar de carretera puede constituir un soporte de sabiduría. El escritor valenciano pudo leer en una ocasión, en la puerta de un cuarto de baño, la leyenda «Dios ha muerto» (Nietzsche); debajo, el añadido: «Nietzsche ha muerto» (Dios) y, finalmente, «Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto, y yo estoy regular de salud» (Woody Allen). Además, hace así como 4.000 años que la civilización china, con sus aforismos, inventó Twitter (o algo muy parecido).

De vuelta al motivo de la conferencia, el escritor considera el periodismo en sentido lato, lo que incluye las secciones clásicas de un rotativo, pero también los anuncios de farmacias o las necrológicas. La columna dominical de Vicent se plantea como un texto que interese al autor, pero también a los lectores, teniendo en cuenta que el lector de los domingos no sólo puede ser distinto al de la semana, sino que además tiene otra disposición, más relajada. «Y no tenemos derecho a amargarle el domingo a nadie». Manuel Vicent intenta atrapar algo de lo que la actualidad semanal ha dejado en suspensión, y rematar la columna con una sorpresa, con ironía, con algo diferente.

Sobre el arte de escribir bien -el periodismo literario bien hecho-, aclara la importancia de escoger las palabras, pero no es menos cierto que la que considera su mejor novela («Contra Paraíso»), la escribió sin demasiadas preocupaciones por la forma y el estilo, pero sin despreciarlos en absoluto. Era la motivación interior, la sensibilidad y las propias emociones del niño protagonista, las que le movían a escribir con total libertad. Quiere decir Manuel Vicent que uno de los defectos más habituales del principiante es obsesionarse por escribir bien, una neurosis por dar con la palabra adecuada, con el ritmo perfecto. «A veces yo también soy demasiado perfeccionista». «Cuando uno empieza, puede llegar a ser muy barroco, pero la práctica de la literatura, como todo en la vida, supone ir despojándose de cosas». Llegar a una literatura más sencilla, desnuda y pura.

Periodismo, literatura y filosofía se mezclan en Manuel Vicent. Se funden y se confunden en una tríada que aparece en una novela o en la columna del periódico. Afirma que el alma es el punto en el que coinciden los cinco sentidos aunque, para ello, no hace falta remontarse al sufismo, pues hay marineros que también han aprendido a sentir de ese modo integral. Ahora bien, es necesario un ejercicio constante, sacrificio y preparación, los mismos que para conquistar cualquier arte. Con los cinco sentidos a la vez… Aunque, afirma, «algunos nos conformamos con uno detrás de otro, y siempre que sean baratos». «Ningún placer caro es realmente un placer», remata.

Pequeñas lecciones de filosofía, de gran calado, pero que se imparten sin pretensiones, y que el ponente tiene asumidas y naturalizadas. «Las personas somos como espejos de un probador». «Hay espejos que te quieren». «Hay personas-espejos-amigos que sacan lo mejor de ti, y otras lo peor». Se trata de rodearse de las personas que transmiten de uno esa buena imagen. Además, «yo no soy teórico de grandes ideas, sino de la distancia corta». Por eso, añade Manuel Vicent, «el verdadero héroe es el del lunes por la mañana». Son ideas que suenan muy bien, pero ¿cómo aplicarlas en un contexto de crisis, paro, desahucios, represión y empobrecimiento? Anotar todos los días en una libreta cinco cosas que a uno le han salido bien, por intrascendentes que parezcan. Así, al cabo del año, la vida puede convertirse en un «mar de dulzura». «Créanme, es la única manera de navegar en este mar de mierda».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.