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Una respuesta a Rialta Magazine

Maquinismo revolucionario y conciencia de clase

Fuentes: La Tizza

La defensa del monólogo en tanto negación del diálogo es siempre una afirmación problemática. Se asemeja a algunos postulados que podemos encontrar en pensadores como Jacques Lacan o Derrida, que sostienen la imposibilidad de un encuentro cabal con el otro, algo que falla en la suspensión del yo para abrazar lo real del otro.

Pero en estas ideas el diálogo es siempre un presupuesto aunque nunca se complete por un problema ontológico. El monólogo es, por tanto, una forma de diálogo, aunque sea incompleto, algo que el escrito «Cuba: máquinas, diálogos y líneas de fuga», de Hilda Landrove, publicado en Rialta el 12 de septiembre, niega.[1] De hecho, aquí opera una oposición abstracta entre diálogo y monólogo.

Al parecer dos preceptos llevan a esta confusión: 1) entender la política como teatro, 2) entender el diálogo como metafísica de la libertad de expresión. El primer caso es evidente a partir de la reiteración en tres ocasiones del concepto de «puesta en escena» del diálogo por parte del Estado cubano y otras fintas menores que enuncian, no solo una desconfianza ontológica hacia todo gesto democrático del Estado, sino la convicción de que se trata siempre de una simulación. Es decir, al Estado se le acusa de no ser auténtico, pues la autenticidad del diálogo, para la autora, implica dialogar con los enemigos del socialismo cubano. La única autenticidad del Estado es, para ella, la de ser un auténtico represor de esa libertad política pluralista y chata, condición indispensable para ese «diálogo».

Por desgracia para Rialta, pues criterios semejantes hemos leído en otros textos,[2] la política real no funciona así de simple en ninguna parte, y mucho menos en Cuba. Contrario a lo que afirma el artículo, Granma lejos de ser un periódico de monólogos, es quizás el más dialógico de Cuba, pues no solo cada uno de sus artículos o notas son siempre una respuesta a determinada interpelación —venga esta del pueblo cubano o del gobierno estadounidense—, sino que funcionan, al unísono, como orientaciones y aclaraciones a su grande y diverso público meta, que son los mismos emisores a los que responde. Es decir, Granma es garantía de un proceso de comunicación continuo, ininterrumpido, a veces más violento, explícito o solapado, con múltiples actores. La confusión quizás se deba al hecho de que Granma asume que todos saben a qué se está refiriendo, que todos conocemos aquello que ha negado lo que ahora ella afirma. Boris Groys describe este proceder tomando como ejemplo el régimen soviético:

«No por casualidad en esa época todas las declaraciones oficiales dirigidas contra la propaganda antisoviética empezaban casi siempre con las siguientes palabras: ‘Contra las afirmaciones ampliamente conocidas de fulano o mengano…’, aunque las afirmaciones en sí jamás se daban a conocer oficialmente. La dirigencia comunista descontaba que cada uno conocía esas afirmaciones desde siempre o que —conforme a la lógica total del Materialismo Dialéctico— podía inferirlas rápidamente por sí solo. Por lo tanto, la principal exigencia que se le planteaba al soviético no era pensar soviéticamente, sino pensar al mismo tiempo soviética y antisoviéticamente; pensar, por consiguiente, en términos totales.»[3]

Granma, bajo estos términos, es dialógico, lo cual contradice el hecho de que su accionar editorial se queda muy por debajo de la misión histórica que sobre este órgano impone la Revolución y el deseo emancipador popular. No obstante, en Granma no se agota el universo comunicacional revolucionario —sea o no estatal— que es profundamente heterogéneo, y se encuentra atravesado por cientos de contradicciones; una riqueza y pluralidad constitutiva que solo el ojo subsumido en una máquina homogeneizadora sería capaz de reducir a mera reproducción al pie de la letra de lo dicho por Granma.

Para decirlo con mayor claridad: Rialta peca todo el tiempo de una homogeneización abstracta del Estado —al reino del cual reduce las ideas de Revolución o socialismo—, como ente que secuestra la diversidad política en su cuerpo unitario y no-conflictual. Si a Granma se le puede acusar de producir muchas veces un mundo imaginario, sobre Rialta solo podemos decir que cada vez que incursiona en la política cubana es como si se abriera un libro de fantasía. Y creo que son muy conscientes de la labor ficticia que realizan.

Por supuesto, en el fondo de estos criterios se oculta una comprensión liberal de un régimen socialista que adolece, según esta manera de entender, de una gran falta: el pluralismo político o la libertad de expresión que solo radicarían en la sociedad civil. Pues para el liberal, la ausencia de libertades para la política enemiga del socialismo es la ausencia total de libertades. Niegan así la pluralidad política contenida en el mundo no-contrarrevolucionario o no-anticomunista. Pero, en el fondo, lo que obvian estos enunciados es la cualidad lingüística y simbólica imperante en los regímenes socialistas. En un régimen socialista toda acción humana es un enunciado que significa políticamente. Una vez más acudo a Groys:

«En el comunismo soviético toda mercancía se convertía en un enunciado ideológicamente relevante, así como en el capitalismo todo enunciado se convierte enmercancía. Se podía comer, vivir, vestirse como comunista; o como no comunista, o incluso como anticomunista. Por eso en la Unión Soviética se podía criticar y protestar contra los zapatos o los huevos o las salchichas que se ofrecían en las tiendas de la época de la misma manera que se podían criticar las doctrinas oficiales del materialismo histórico, y con los mismos conceptos. Porque esas doctrinas tenían el mismo origen que los zapatos, los huevos y las salchichas: las correspondientes decisiones del politburó del Comité Central del PCUS. Todo lo que era en el comunismo era como era porque alguien había dicho que debía ser así no de otra manera. Y todo lo que ha sido decidido en la lengua puede también ser objeto de una crítica verbal.»[4]

Se trata de una sociedad en la que «el poder y su crítica operan en el mismo medio [el lenguaje]»,[5] una gran ventaja frente a las sociedades capitalistas, cuyo sujeto definitivo es el capital, ente mudo, por lo que una de las primeras tareas de todo movimiento revolucionario en el mundo capitalista es verbalizar la sociedad, decir sus verdades, y así poder, primero, comprenderla y luego transformarla. Por ello, solo en regímenes socialistas un simple murmullo popular puede modificar grandes políticas estatales.[6] Es decir, mientras el poder del capital se basa en su no verbalidad, la cualidad lingüística del poder socialista le permite ser sensible a todo enunciado. La noción de máquina hegemónica en el texto «Cuatro máquinas hegemónicas cubanas y una fuga de utopía» —nunca se usa el adjetivo «abstracta»— se inserta en esta manera de entender el poder simbólico socialista: hace consciente un proceder inconsciente para, una vez «verbalizado», poder accionar sobre él, transformarlo en un sentido más leal al proyecto emancipador de 1959.

No obstante, nada de esto parece importar ante la exclusión del enemigo del régimen político pactado para Cuba, pues el paradigma sigue siendo la inutilidad (más que la libertad) de expresión, y el pluralismo político abstracto. Hay un raro deseo por una política sin enemigos, en donde todos confluyen con la misma legitimidad. Malas noticias: toda política implica una polarización, un antagonismo y un mínimo de violencia física y simbólica. Por consiguiente, si la violencia es parte constitutiva de la política, en su ejercicio existen niveles variados de incomunicación, de silencios, de fracturas. En tanto la violencia es un invariable, no se dice nada nuevo al afirmar que la política es violenta, donde se debe poner el acento es en la cualidad de la violencia.

Digo esto porque es política editorial de Rialta «descubrir» la violencia del Estado cubano, como si fuese el agua fría. No les basta este eximio descubrimiento, por lo cual intentan homologar —esa palabra que le endilgan tanto al Estado— su represión con la de dictaduras militares del mundo dependiente, con lo cual maximizan la represión hasta límites falsos, fantásticos, metafísicos. Este ejercicio de homologación abstracta se conoce en el marxismo como cosificación, y se basa en la interpretación del mundo como disposición de cosas igualables en su contenido de trabajo abstracto, con arreglo a su homólogo valor de cambio. Lo que se olvida aquí es la otra dimensión: la cualidad de las cosas, su valor de uso, lo concreto en ellas que las hace únicas, variables. Es decir, no basta con entender que todo Estado está sustentado en la violencia, y el Estado cubano no escapa a esta determinación, hay que investigar la cualidad de esa violencia.

Entonces, la pregunta sería: ¿cuál es la cualidad de la represión del Estado cubano? La verdad es que se trata de un ejercicio represivo sustentado fundamentalmente en lo simbólico y muy poco en lo físico. Por lo tanto, no se repite en Cuba el triste panorama de las dictaduras militares mudas de Argentina o Corea del Sur, que desaparecieron y torturaron sin piedad. Esos golpes, esos disparos, esas puñaladas no emitían palabra alguna, ni palabra alguna podía salvar a las víctimas, salvo que esa palabra se volviera en fuerza bruta. En el caso cubano prima, en general, la violencia de tipo simbólica, lo cual implica una mayor atención sobre cada acto de violencia física.

No por azar en Palabras a los intelectuales Fidel defiende la necesidad de intentar siempre convencer a los posibles reaccionarios de no hacer contrarrevolución, hasta que cayeran en la categoría de «contrarrevolucionarios incorregibles». Es decir, para Fidel ante todo hay una labor hegemónica que hacer, y solo es lícito recurrir a la violencia en última instancia, como último recurso, pues en ello le va la vida al proyecto emancipador. Se puede decir que este principio fidelista no siempre fue aplicado con rigor por el Estado cubano en su devenir, pero nadie puede afirmar con el rigor suficiente que las fuerzas armadas cubanas actúan con un mínimo de desviación con respecto a este principio de cuidado de las vidas.

Pues, en definitiva, si existe una sociedad ajena al concepto de necropolítica, acuñado por Achille Mbembe, son las sociedades socialistas, cuya posición con respecto a la vida es llevar la lógica del biopoder hasta sus últimas consecuencias. No hay sociedad más biopolítica que una sociedad socialista constituida, con sus constantes atenciones a los distintos parámetros de los niveles de la vida material, la matriz de consumo, el componente nutricional, el estado psíquico de sus habitantes, sus niveles de instrucción, etcétera. Solo un ejercicio abierto de cosificación homologaría a una sociedad como la cubana con los regímenes de necropoder señalados por Mbembe.

Por otro lado, cuando se habla de represión en Cuba se asume que todo su ejercicio se debe a una orientación estatal. Con lo cual se niega no solo la existencia de órganos diversos con subordinación mediada al máximo poder del Estado, sino la existencia de formas de lo que Walter Benjamin llama violencia divina. Es este un tipo de violencia explosiva, espontánea, ciega, donde el pueblo actúa con arreglo a su deseo destructor de las disposiciones del orden. Los famosos actos de repudio, por ejemplo, corresponden en general a este tipo de violencia, no eran realizados por comando policial.

Otra línea argumental del artículo de Hilda Landrove identifica al Estado con las máquinas y postula que sus únicas líneas de fuga son los sucesos del 27 de noviembre o los del 11 de julio. La ecuación máquinas=Estado es una consecuencia de la semi-autonomía de las máquinas que las hace parecer como el Estado mismo. Huelga repetir que estas no son el Estado, pues no solo este es algo superior a la mera suma de las cuatro máquinas señaladas, sino que posee coagulaciones determinantes como nación, socialismo o Revolución.

El problema del 11 de julio no es que sea una línea de fuga —posibilidad que podríamos encontrar incluso en las más tímidas políticas reformistas —, sino la manera en que se monta en viejas máquinas, máquinas reaccionarias y liberales, que conducen la fuga, como tendencia, hacia afuera del socialismo, no hacia su profundización. Esto tiene que ver con la manera en que niegan las máquinas, pues en el 11 de julio y sus consecuencias no hay preocupación por la unidad —a no ser la unidad como reacción al poder estatal— o la continuidad —obsesiones estas de todo movimiento revolucionario—, ni una postulación del enemigo imperialista o del líder comunista. En gran medida el 11 de julio es una explosión de deseo destructivo en las masas, un acontecimiento cargado de negatividad, sin visión de un futuro positivo, cuyo único sentido es la borradura, no la escritura de algo nuevo.

Lo que escaseaba en los manifestantes opositores del 11 de julio era una conciencia de clase. La conciencia de esas masas revueltas era de un carácter subalterno, se basaba en un reconocimiento de la dominación inmediata, que es siempre la dominación del Estado-nación. Pero una conciencia de clase sería capaz de alumbrar la dimensión de la explotación, que desde el surgimiento del capitalismo es un espacio distinto al de la dominación. Solo una conciencia de clase puede permitir visualizar el sistema mundo capitalista como el mayor enemigo del pueblo, y no al Estado como único responsable de sus desgracias.

Pero este tipo de acento exclusivo en la dominación política es un efecto de la politización intensiva de la vida en los regímenes socialistas, cuando se llega a asumir que todo lo que existe es voluntad de un poder consciente, y se olvidan las determinantes económicas —la dependencia, la reproducción impugnada, las presiones imperialistas—. Ni siquiera la expansión del sector privado capitalista y del régimen de precariedad laboral asociado a este —proceso que inicia desde los noventa—, ha levantado este tipo de concientización proletaria. Por el contrario, ha acentuado una curiosa disposición del éxito-fracaso individual: todo éxito es achacable a la voluntad individual, mientras que todo fracaso es atribuible a una mala gestión estatal —en un régimen capitalista el fracaso es también responsabilidad del individuo— [7]. Del Estado capitalista nada se espera, mientras que del socialista se espera todo.

La pregunta entonces es ¿qué salida se propone al Estado socialista? En rigor, Hilda Landrove propone una salida estatalista y anti-maquínica, sustituir el actual Estado por otro —que a falta de aclaración debe ser capitalista— que respete las libertades individuales y oponer al ejercicio de las máquinas agenciamientos colectivos —sin especificar el signo político, que ya conocemos—. Por supuesto, nosotros apostamos por una línea de fuga distinta, una que hizo su más visible acto de presencia el 29 de noviembre de 2020 bajo el nombre de La Tángana.

En su intento de apropiación de «Cuatro máquinas…», Hilda cita solo un pedazo aislado del último párrafo que debo repetir a riesgo de parecer reiterativo, pues la mayor parte de las críticas lo han olvidado:

«Por consiguiente, el reto que imponen las mismas máquinas es la posibilidad de imaginar funcionamientos formales distintos y, por tanto, resultados diferentes, en un diapasón creativo casi ilimitado que implica combinaciones entre las máquinas y su dimensión libidinal. Su propósito era resolver cuatro problemas cruciales para todo proceso revolucionario. Son tan solo la solución que ha quedado. Tienen su utilidad y destreza, pero son insuficientes, cuando no contraproducentes, para las exigencias reales del proyecto revolucionario. Cómo lograr su transformación quizás tenga que ver con un cambio en el organizador de la producción. Me refiero a un momento de expropiación en el cual la maquinaria deja de ser controlada por el Estado como cerebro organizador de la producción y pasa a ser supervisada por las masas, entendidas como fuerzas productivas de carácter colectivo. Un cambio así ofrece la posibilidad de transformar las máquinas y su manera de producir, y no solo sus productos, sin renunciar a ellas para lograr hacer la gran política que merece el pueblo de Cuba y el proyecto emancipador de 1959.»[8]

Como se observa, la propuesta de solución tiene una fuerte carga de poshumanismo emancipador —contrario al libertarismo abstracto que Landrove le atribuye a la cita—. En esto también el texto es deudor de la tradición marxista,[9] que ve en el desarrollo industrial de las máquinas la posibilidad misma de desligar al trabajador de la necesidad de trabajar para otros, y crear un régimen de automatismo y abundancia capaz de sostener el fin de las explotaciones.[10] Esta condición reproductiva de la vida material es extensible a la vida intelectual: también en este ámbito son pertinentes y necesarias las máquinas, si no inevitables. No creo en la ilimitada capacidad prometeica del humano, son indispensables las máquinas para todo proyecto emancipador. Es en este sentido en que me refiero a la necesidad de transformarlas, no eliminarlas, pues son maneras de facilitar el trabajo intelectual, formas de operativizar en concreto difíciles concepciones que en ocasiones poseen un alto vuelo filosófico formal.

Ahora bien, la cualidad emancipadora de las máquinas se encuentra en dos condiciones: 1) arrancarlas del reino de lo inconsciente para hacerlas conscientes —pues toda emancipación supone una grado mínimo de consciencia— y 2) ponerlas a disposición del sujeto popular —es eso lo que denota la palabra expropiación, que no es nunca destrucción sino el uso por otro sujeto para otros fines—. Pero ese momento de expropiación, que es una forma de apropiación, abre aun otra posibilidad más radical no asumida en «Cuatro máquinas…»: la de una incorporación de la máquina al cuerpo mismo de las masas, como una especie de prótesis o ciborg. No el proletario en tanto autómata, no la sustitución del humano por la máquina, sino el proletario con máquinas incorporadas y puestas a disposición de la emancipación colectiva.

Si el Estado es el Estado de la Revolución, las máquinas son revolucionarias, en tanto inscritas en el orden simbólico que llamamos Revolución y, en cuanto tales, no es lícito para ningún revolucionario abandonarlas. La misión histórica para todo aquel que ponga su lealtad en el proyecto emancipador abierto en 1959 es, no tanto provocar un cambio de contenido de producción o de máquinas, sino una variación formal liberadora en ellas, un giro emancipador que provoque un cambio cualitativo en el proceso productivo. La propuesta es un maquinismo libertario que canalice el esfuerzo cognitivo y permita sostener la energía revolucionaria y el deseo comunista en la lucha de larga duración.

Mientras tanto, puesto que toda idea de poscapitalismo es siempre marginal y secundaria, nunca sobra pensar la posibilidad de una máquina Utopía que sostenga nuestros tímidos y ocasionales agenciamientos futuristas. Para mí, dicha máquina solo tiene sentido como continuación real de la revolución cubana de 1959 y solo puede asumir, a falta de otro mejor, el nombre de comunista.

Notas

[1] Landrove, Hilda. «Cuba: máquinas, diálogos y líneas de fuga». En Rialta, https://rialta.org/cuba-maquinas-dialogos-y-lineas-de-fugas/.

[2] Quien lo dude consulte de inmediato los muy polémicos y esclarecedores ensayos de Raúl Escalona «La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano» (9 de marzo de 2021, https://medium.com/la-tiza/la-f%C3%A1bula-de-los-ap%C3%B3stoles-necropoder-y-sacrificio-en-el-discurso-reaccionario-cubano-c9fd8d7c75f5) y «Libertad, anti-totalitarismo y opresión: las mutaciones del discurso reaccionario ante el 11 de julio» (23 de agosto de 2021, https://medium.com/la-tiza/libertad-anti-totalitarismo-y-opresi%C3%B3n-las-mutaciones-del-discurso-reaccionario-ante-el-11-de-cdb689608619), publicados en La Tizza.

[3] Groys, Boris. La posdata comunista. Buenos Aires: Cruce Casa Editora, 2015 [2007], trad. Griselda Mársico, pp. 54–55.

[4] Ídem, p. 12.

[5] Ídem, p. 11.

[6] Es lo que sucedió, por ejemplo, con el caso del aumento de la tarifa eléctrica a inicios de 2021, subida de precios que el murmullo popular espontáneo logró aminorar en considerable medida.

[7] Bauman, Zygmunt. «Comunismo: post-mortem». Praxis International 10:3/4 Octubre 1990 & Enero 1991.

[8] Ver https://link.medium.com/b3sqgoU0cjb

[9] Es oportuno señalar que la imaginería industrial asociada a palabras como «máquinas», «maquinaria», «instrumento» o «herramienta», empleadas para explicar fenómenos sociales, se encuentra arraigada al lenguaje marxista desde sus orígenes. Por ejemplo, al Estado se le llama maquinaria y al marxismo herramienta de lucha, por no decir nada sobre la gran expansión terminológica asociada a lo digital. No son dominio exclusivo de Guilles Deleuze y Felix Guattari, aunque quizás a ellos corresponda la consagración más evidente de su dimensión libidinal como máquinas deseantes en el Anti-Edipo y obras posteriores.

[10] Ver, entre otros, Marcuse, Hebert. Eros y Civilización. Londres: Abacus, 1972.

Fuente: https://medium.com/la-tiza/maquinismo-revolucionario-y-conciencia-de-clase-una-respuesta-a-rialta-magazine-bd964c5d9a9e

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