El jueves veintiocho de junio tuve la fortuna de ser parte de la Caravana por la Vida, la Armonía Territorial y la Paz, que convocó el Movimiento Político y Social Marcha Patriótica, y conocí el municipio de Miranda, en el bello, y para mi, siempre admirado departamento del Cauca. El recibimiento de esas cordilleras imponentes […]
El jueves veintiocho de junio tuve la fortuna de ser parte de la Caravana por la Vida, la Armonía Territorial y la Paz, que convocó el Movimiento Político y Social Marcha Patriótica, y conocí el municipio de Miranda, en el bello, y para mi, siempre admirado departamento del Cauca.
El recibimiento de esas cordilleras imponentes y llenas de historia, hacen que las personas nos sintamos disminuidas y refelxionemos que estamos acá por cortos momentos y en ellos debemos desarrollar acciones en defensa por la vida digna, por aquellos momentos en los que tenemos la oportunidad de estar con vida y consciencia, contribuyamos a la construcción de caminos de entendimiento, de paz y armonía.
Miranda es una población pequeña, donde los rostros de sus habitantes tiene rasgos tanto indígenas como campesinos. Mujeres bellísimas, muchos niños y niñas corriendo; sus expresiones cuando nos vieron llegar eran de extrañeza, al ver un bus de rolos, con tal vez pintas particuares, equipos en mano, tratando de romper las diferencias ciudad-campo, tratando de integrarnos a ellos con respeto y justificando nuestra llegada – después de diez horas de viaje por carretera – como aportantes y admiradores de su berraquera y resistencia.
Tan pronto llegué me acerque a un grupo de niños, más o menos entre siete y ocho años:
Algo se traían entre manos estos niños, porque cuando me acerqué a hablarles uno se escondió algo entre el pantalón. Insistí en que me mostrara que tenía ahí, y los demás niños, ni cortos ni perezosos lo echaron al agua:
– Una pistola, tiene una pistola!
Si expresaba mi sentir tal cual, respecto a lo que estaba oyendo, claramente el niño se iba a cohibir y se iba a cerrar al diálogo. Le pedí que me mostrara, y una vez lo hizo le pedí se dejara tomar una foto. Posó orgulloso, y empezaron a rotar el «juguete» entre los demás.
– Y para qué quieren una pistola? – Les pregunté
Entre todos trataban de explicarme que todo estaba bien, que era un juguete, como si yo no entendiera, que no se disparaban entre ellos. Así que les pregunté nuevamente, entocnes cuál era la finalidad de tenerla, si no disparaban a nadie.
– Es para dipararle a los pajaritos. – Atinó uno a contestarme.
A lo cual abrí mucho los ojos. Uno de ellos me contó que sí se disparaban, lo que pasa es que muy poco niños tenían de esas pistolas, pero que a él un día le habían dado en una pierna:
– Son balas de balín, eso no duele. Pues le queda a uno el morado unos días, pero eso no pasa nada. – Insistió.
Esas pistolas las venden en cualquier tienda y valen cuatro mil pesos.
La cultura de la guerra vuelve normal juguetes hechos armas, juegos hechos violencia; invade a los niños de ganas de poder y dominación a partir de la amenaza y el maltrato.
Estábamos en una cancha de basquet, a cielo abierto, con gradas y a puerta cerrada. En ese espacio, La Cruz Roja, había facilitado unos resguardos para los desplazados de la zona norte del Cauca. No alcanzan a llamarse viviendas, son recuadros hechos con metros de plástico verde, sujetos con palos y puntillas. Ahí hay varias familias que bajaron de la montaña próxima porque los están matando. Porque pareciera que a los elementos armados que hablan de la defensa de la población civil, se les olvidó la defensa a la vida; porque el ejercito colombiano no le interesa que en aquel territorio haya campesinos conscientes de que es su territorio, que son sus tierras donde quieren y merecen vivir, donde quieren establecerse, fuera de tanta bala, cultivando y construyendo sus vidas. Así que es más facil enfrentar la resistencia y la razón de esos campesinos a puntan de guerra, de guerra sucia, llegando a casas disparando, bombardiando desde el aire, dejando minas quiebra patas. Pero esto a los medios de comunicación tradicionales y de la oligarquía, no le interesa mostrarlo, no estaría bien visto denunciar las atrocidades del ejército, los abusos diarios a campesinos y campesinas. Es más fácil desplazar, desaparecer y matar; y después de esto abrirle la puerta de manera sonriente a grandes multinacionales y que exploten nuestras tierras, y llenarles los bolsillos con sangre de los campesinos.
Así, padres de muchos niños que corrían por esa cancha de basquet han sido asesinados a manos del Ejército Nacional, de los mal llamados héroes de la patria: muchachos jóvenes, entregados a armas gigantes terciadas en sus espaldas, sin tener mayor idea de todos los hilos invisibles que se mueven detras de sus horas de servicio.
Conocí a Natalia*, estaba con Andrea* su hija de veintidos meses, y con Maria Paula* en su barriga.
Me contó que tenía siete meses de embarazo, que era una niña y que ya le tenía pensado el nombre. Natalia* tiene 20 años. Viviendo hacía diez días ahí, en Miranda, desplaza, debajo de techos hechos con plástico, baños comunitarios para todo ese grupo de familias desplazadas (que eran solo una parte de la población desplazada).
– Y qué piensas de la materindad siendo tan jóven? – le pregunté.
– Pues de tener hijos, uno los tiene. Lo dificil son estas condiciones en las que estamos, y depués hay que conseguir pa la leche, pa los pañales y de dónde?
– Y el papá de estas niñas? Responde?
– Respondió mientras pudo. Lo mataron hace quince días. Menos mal ese día yo no estaba en la casa, yo estaba con ella – señaló a Andrea* – y menos mal ella tampoco estaba, si no hubiera visto todo. Nosotros viviámos con la mamá de él – el esposo -, y allá llegó el ejercito disparando. Antes de preguntar quienes estaban, dispararon. Entraron, y lo torturaron y lo asesinaron. La mamá de él quedó herida. A mi me llamaron a que fuera a ver el cadaver y esa casa quedo vuelta nada. La cama la llenaron de bala. El ejercito no quiere que estemos allá, estorbando.
– Y ahora con estas acciones de resistencia, para recuperar el territorio…?
– A mi me da mucho miedo el ejército. Tampoco estoy acostumbrada a vivir en Miranda, porque yo he vivido siempre allá en la loma. Si nos dejan volver a vivir allá, yo no se si me vaya para allá, a mi me da mucho miedo el ejercito, yo no me siento capaz.
Después de esta conversación, quedan pocas cosas que decirle. En el Cauca el conflicto es cotidiano, está claro, todos los saben y lo sufren a diario. Y depués de oír a esta mujer los sentimientos se entrecruzan: mucha rabia, mucho dolor, indignación. Pero hay que seguir resistiendo, luchando y creo que su motor serán sus dos hijas.
Así como Natalia* muchas mujeres jóvenes embarazadas, lidiando con la guerra, con los asesinatos en su entorno, con las desapariciones de sus compañeros: ¿Cómo se cría entre balas personas para la paz?