«Mariátegui salva el honor de la intelectualidad peruana en el desierto de inteligencias que es la actual prensa del Perú…» Luis E. Valcárcel. 21 de septiembre de 1925 En 1928, el año en el que el país conoció la primera edición de los «7 Ensayos…», se vivían ya los aires que dos años después habrían […]
«Mariátegui salva el honor de la intelectualidad peruana en el desierto de inteligencias que es la actual prensa del Perú…» Luis E. Valcárcel. 21 de septiembre de 1925
En 1928, el año en el que el país conoció la primera edición de los «7 Ensayos…», se vivían ya los aires que dos años después habrían de producir cambios dramáticos en la vida nacional. El régimen imperante iniciaba su etapa de descomposición, al tiempo que en el escenario mundial soplaban vientos de fronda y las bolsas neoyorquinas lanzaban sus primeras expresiones de crisis.
El gobierno de Leguía no encontraba modo de compatibilizar su política de sometimiento y vasallaje en relación al capital extranjero, con el control sobre una población que crecía en organización y conciencia, y que elevaba su capacidad de lucha porque descubría en cada recodo potencialidades nuevas y también tesoros nuevos, materiales y espirituales, heredados de un pasado de gloria del que tenía, sin embargo, escasa información.
Quizá si, precisamente, uno de los méritos históricos de los «7 Ensayos» fue abrir los ojos a los peruanos para que adquirieran conciencia de patria. Para que tuvieran una idea del reto que implicaba la integración, en una nación en proceso de formación. Para que abordaran los problemas del país partiendo de sus antecedentes histórico-sociales, su cultura originaria y su desarrollo. Para que, en definitiva, tuviéramos, los peruanos, una idea cabal del país en el que habíamos nacido y por cuya transformación radical debíamos luchar poniendo, como lo reclamara el Amauta nuestra sangre en las ideas.
Si quisiéramos tener una visión geométrica de Mariátegui, sus concepciones esenciales, su evolución personal y su aporte al pensamiento peruano, podríamos fácilmente imaginarnos un triángulo equilátero. En la base, su avasallante personalidad, y a los lados dos diagonales que se interceptan: cultura y política. En el imaginario, un conjunto de ideas y conceptos a partir de los cuales fue posible, para El Amauta, crear ideología, pensamiento y acción en una circunstancia en la que la descomposición de la sociedad tradicional planteaba nuevos retos.
Las nuevas generaciones buscaban estar a la altura de las circunstancias y en cierta medida lo estuvieron. De esa etapa de la historia emergieron las quizá más lúcidas inteligencias del siglo XX. Citemos tan sólo, para acompañar a Mariátegui, las de Luis E. Valcárcel y su «Tempestad en los Andes»; Jorge Basadre y su «Historia de la República»; Cesar Vallejo y sus «Poemas Humanos» y ¿por qué no? José María Eguren, ese exquisito poeta a quien Enrique Carrillo describía maestramente como «un hombrecillo pálido, de grandes ojos agarenos y revuelta melena renegrida» y que fuera uno de los autores privilegiados en las páginas de «Amauta».
De Mariátegui, bien podría decirse que fue la fatalidad la que lo condujo a la cultura.
La enfermedad que lo afectó en la infancia y que lo retiró del escenario habitual de los pilluelos de la época, lo ubicó en una modesta cama de la «Maisón de Santé» donde tuvo dos enlaces salvadores: la literatura francesa que conoció a partir de publicaciones que inadvertidamente cayeron en sus manos, y la frecuencia con ancianos galos, enfermos también, que pasaban sus horas conversando con el niño al que narraban sus experiencias y trasmitían sus conocimientos, cultura y vivencias.
De ese modo, en su primera infancia José Carlos tuvo contacto con la cultura, pero también con la lengua francesa. Fue esa, y la italiana, las que dominó, pero no las únicas que usó en su corta pero fecunda vida. El francés, fue para Mariátegui casi un idioma de infancia, y le daría contenido nutriéndolo con la cultura gala y sus exponentes más representativos. Fue, sin duda, esa el cimiento de su formación humana y la base moral que le permitió nutrir su espiritualidad.
Cuando salió de la clínica y afrontó el mundo del trabajo, era un adolescente, pero tenía una consistencia intelectual que no le había sido proporcionado por la escuela, sino por la vida. Hizo uso de ella para afrontar las dificultades que se le perfilaron, pero no abandonó nunca su oficio preferido: pensar .
Así, cinceló su espiritualidad, que lo llevaría en sus años mozos a escribir sonetos alejandrinos y crónicas de actividad teatral, su comedia «Las Tapadas», de la que renegaría más tarde, y «La Mariscala», escrita en colaboración con su amigo Abraham Valdelomar con quien integraría también el primer germen serio de cultura nacional: el grupo Colónida.
Acosado, sin embargo, por las premuras de la existencia, debió incursionar en áreas más bien prosaicas del accionar humano, como la hípica. Pero aún así, en la revista «El Turf», publicó cuentos y poemas. Eran los años 15 y 16 del siglo pasado y Mariátegui producía con el seudónimo de Jan Croniquer, lo que recusaría después considerándola parte de su «Edad de piedra». En noviembre de 1924, Mariátegui diría aludiendo a este periodo de su vida y de su creación literaria que él «fue sepultado por mí mismo, sin epitafio y sin tristeza. Y, sobre todo, sin duelo».
No resulta esto óbice, sin embargo, para que rescatemos de esta casi adolescente etapa de su vida, ricas expresiones que reflejan su personalidad.
Luego Mariátegui, como se recuerda, editaría «Nuestra Epoca», presentándola a la manera de la revista «España» de Araquistáin. Doble significado, entonces: una revista de cultura y un reconocimiento a España, una de las fuentes más caracterizadas de la tradición europea.
En 1919, asomaría sin embargo, como un huracán en el escenario peruano, la lucha obrera. Y Mariátegui, arrastrado a ella por su profunda emoción social y por su incipiente conciencia proletaria, toma un puesto de combate que no abandonaría nunca, ni siquiera con su muerte. Y es que, en efecto, hoy podemos decir no sin sorprendernos que donde se levanta una legítima demanda de los trabajadores, asoma segura la sonrisa confiada de Mariátegui, su pensamiento, y su obra que trascienden en la historia.
Después, en octubre de ese año, Mariátegui se vio forzado a emigrar a Europa. Pero viaja al viejo continente, finalmente, en busca de cultura.
Allí, a la sombra del influjo de Henri Barbusse, de Gorki y de Jaurez , de Piero Gobetti y George Sorel, de Romain Rolland y Benedetto Crocce; a la sombra del Grupo «Clarté», pero también al lado de la «Ordine Nuovo» y el pensamiento de Gramnsci; Mariátegui realiza una extraordinaria simbiosis que daría consistencia a su pensamiento: amalgama la cultura con la política y asume entonces una nueva actitud hacia la vida.
Hoy está de moda el ensalzar el cambio de posición política en las personas. Quienes ayer nomás tenían un discurso, ahora lo niegan, y al revés. Y nadie sabe si creer al personaje del pasado, o al mismo, que hoy nos dice lo contrario. Y se justifica eso diciendo algo que luce como una verdad de Perogrullo: la gente cambia. Incluso no faltan quienes, entre eufóricos y complacidos, nos lanzan al rostro una frase: «Solo Dios y los imbéciles, no cambian!»
Alguna vez abordando el tema de los cambios que se operan en la personalidad de las gentes, alguien con sabiduría sostuvo la idea de que cuando asoma al escenario social con una formación definida, la persona no cambia, evoluciona.
El mismo Mariátegui lo diría en 1924, entrevistado, como se recuerda, por Angela Ramos: no he cambiado, diría, he madurado. Lo que hoy está en mí, existía desde antes.
Y es precisamente eso lo que caracteriza a Mariátegui. Al complementar cultura y política, no registró cambio alguno, sino desarrollo de pensamiento y maduración de personalidad. La política le dio consistencia pero, sobre todo, orientación y rumbo. Y entonces, con soltura, por una vía natural, Mariátegui llegó al Marxismo.
Lo había intuido desde 1917 cuando saludó a la Revolución Rusa considerándola el acontecimiento decisivo de la época. Y pudo vivirlo cuando en el fragor del combate social, en enero de 1919 alcanzó a percibir nítidamente el sentido de la Lucha de Clases. Pero adquirió conciencia plena de su papel, a partir de su experiencia europea.
Aníbal Ponce, otro destacado exponente de la cultura latinoamericana se detiene para reflexionar en torno al tema de la conciencia de clase y asegura que ella es «la exacta noción que una clase posee de sus intereses generales y duraderos». De allí deduce que «cada uno de nosotros actúa y opina con mayor rectitud, cuanto mayor sea la conciencia de la clase a que pertenece por nacimiento o adopción». Y concluye con una verdad que tiene ahora una vigencia más imponente que una catedral: «cada vez que el burgués estrecha la mano del obrero, es porque va a pedirle a breve plazo, que le saque las castañas del fuego».
Y Mariátegui fue ciertamente diestro en saber del tema incluso hasta instintivamente. Cuando en enero de 1928 escribió, para enviar a Samuel Glusberg sus apuntes de vida, anotó como uno de sus rasgos distintivos el ser «extra-universitario y tal vez si hasta anti-universitario». Y es que, por su instinto de clase sentía una desconfianza natural hacia las instituciones formales, creadas y alimentadas por una sociedad basada en la opresión.
Su formación política le permitía reconocer la importancia de cambiar radicalmente la naturaleza de esa sociedad transformando también sus instituciones, para que fueran expresión de una nueva manera de ver el mundo y sus valores.
Bien puede decirse que Mariátegui llegó al Marxismo por una doble vía: por la de la cultura, y por la de la lucha obrera.
La primera lo puso en contacto con el pensamiento y la creación humana, alumbrando al intelectual de nuestro tiempo. Y la segunda, con el accionar de los pueblos y la lacerante realidad de la lucha de clases que hoy algunos niegan, pero la realidad confirma con cotidiana rotundidad.
Mariátegui no esquiva ni una, ni otra experiencia. Por el contrario, se afirma en ellas para perfilar su originalidad y su sugerente modo de ver el mundo. De ese modo, se convierte pronto en un realizador en los dos escenarios de su vida plena: la cultura y la política.
Mariátegui aborda los temas de la cultura también para extraer de ellos lecciones políticas de innegable importancia. Y es que exalta los valores del pensamiento, pero, al mismo tiempo, hace escarnio y se burla de quienes, viviendo en el escenario social y haciendo por tanto política, resultan insensible a la cultura.
Analiza para el efecto un tema de particular importancia en su época, pero de curiosa y atrayente actualidad: la relación entre la Inteligencia y el fascismo, entre el pensamiento y la fuerza. En el fondo, entre la cultura y la barbarie como dos formas de expresión humana.
En la Italia de los años 20, cuando el fascismo parecía afirmarse, la intelectualidad oscilaba como si careciera de rumbo, dando la impresión, algunas veces, de su alejamiento del sistema, y otras de su acercamiento al mismo.
Veamos, entonces, cómo Mariátegui percibe en este cuadro general, la adhesión de Luigi Pirandello al fascismo.
Como se recuerda, el autor de «El difunto Matías Pascal» y «6 Personajes en busca de un autor», hombre de teatro y humorista, sostenía la tesis de la dualidad existente entre el hombre exterior y su yo esencial, que no está a la vista de los demás, concluyendo de allí que el hombre es un ser por naturaleza condenado a la soledad.
Pero Pirandello, casi en el declive de su vida, se adhirió al fascismo probablemente atraído por el lenguaje tronante de Gabrielle D’annunzio, o el influjo de Filippo Marinetti, Giovanni Gentile o Mássimo Rocca, sin aportar pensamiento propio ni ideas definidas. El hecho fue usado por el régimen como una victoria de la fuerza sobre la inteligencia. Y es que, de hecho, revestía la forma de una derrota del pensamiento. Y así fue proclamado.
Contrarrestando la idea dijo Mariátegui: «Pirandello es un pequeño burgués provinciano y anarcoide, con mucho ingenio literario y muy poca sensibilidad política. Su actitud no puede ser nunca el síntoma de una situación. Malgrado Pirandello, es evidente que los intelectuales italianos están disgustados del fascismo. El idilio entre la inteligencia y el aceite de ricino, ha terminado».
La inteligencia, diría cáusticamente Mariátegui «es esencialmente oportunista». Los intelectuales en la vida italiana de la época «forman la clientela de orden, de la tradición, del poder, de la fuerza, y en caso necesario de la cachiporra y el aceite de ricino. Algunos espíritus superiores, algunas mentalidades creadoras escapan a esta regla; pero son espíritus y mentalidades de excepción».
Y es que los jerarcas del fascismo, los políticos del régimen, estaban más bien personificados por Roberto Farinacci, un simple agitador social domesticado por la clase dirigente y quien -al decir de Mariátegui- andaba a cachiporrazos con la gramática, confundiendo con el mismo odio feroz la democracia, la gramática y el socialismo.
Y Mariátegui, que tomó claro partido por el socialismo, lo tomó también por la cultura. Y sostuvo y afirmó la idea de que uno y otro eran consustanciales, complementarios en la forma y en la esencia. De alguna manera recogió la frase genial que resumiera el mensaje de José Martí: Ser cultos, para ser libres
Fue por eso que concibió el arte como una herramienta y la cultura como un instrumento decisivo en la lucha por la transformación humana.
No olvidemos, en efecto que en uno de sus escritos cumbres y emblemáticos, en los que se refleja de manera tangible y directa su identificación con el socialismo marxista, su elogio a Lenin, publicado en marzo de 1924 en «Claridad», Mariátegui subraya con toda precisión que el líder ruso poseía «una extraordinaria inteligencia, una extensa cultura, una voluntad poderosa y un espíritu abnegado y austero».
Fueron para el Amauta esos los cuatro pilares esenciales que diseñaron su personalidad. La inteligencia puesta al servicio de una causa noble, una extensa cultura basada en el interés del hombre, una voluntad de acero y un espíritu prístino, transparente y limpio, que no se percibe en los políticos de nuestro tiempo. Pero es claro que el propio Mariátegui tenía en su personalidad esos mismos rasgos y alentaba, por tal razón, la lucha por similares ideales. Una muestra adicional de que la cultura y la política complementaban su mensaje.
Precisamente porque los tenía y los concibió como inherentes a su propio modo de apreciar el mundo, Mariategui sintió una inmensa atracción por la Revolución Rusa, en la que vio un gran entusiasmo por la instrucción y una gran sed de cultura.
En todos los cortos años de su vida productiva, Mariátegui buscó siempre crear núcleos de cultura y trabajar con ellos. Así afirmó su mensaje, confiando en la fuerza de su idea. Una mirada a su correspondencia nos permite apreciar que sus interlocutores más constantes fueron personalidades destacadas del mundo de la cultura: César Vallejo y Xavier Abril, Cesar Moro y Alejandro Peralta, Alberto Hidalgo y César Atahualpa Rodríguez, José Sabogal, el pintor Pietorrutti, Carlos Oquendo de Amat y José María Eguren; para no aludir ya a nuestro Estuardo Núñez, a Cesar Miró y al propio Basadre. Pero hay que hablar también de los núcleos surgidos en el interior del país, en Cusco, Arequipa, Puno y otras ciudades.
Ante ellos Mariategui entregó su mensaje: «Rechazo la idea del arte puro, que se nutre de sí mismo que conoce únicamente su realidad, que tiene su propio y original destino. Este es un mito de las épocas clásicas o de remansamiento; no de las épocas románticas o de revolución. Por eso, entre un ensayo vacilante -pero de buena procedencia- de épica revolucionaria, y un mediocre producto de lírica de exorbitante subjetivismo, preferiré siempre al primero».
También constituye una constante en el accionar de Mariátegui su relación con núcleos intelectuales del exterior. El 3 de octubre de 1924, por ejemplo, el argentino Oliverio Girondo, de retorno de La Habana le reporta la existencia de un grupo descollante de figuras de la inteligencia entre las que destaca el maestro Juan Marinello Vuidaurreta, al lado de Emilio Roig, el director de la revista «Sociales». Pero también El Amauta cultiva su relación con el grupo «Europa», cuyo director es Albert Cremieux bajo el auspicio de Romain Rolland, o «El Repertorio American, con sede en Costa Rica bajo la dirección de Joaquín García Monje; sin hablar ya de los núcleos intelectuales argentinos que tanto interés suscitaban en su vigilia.
Pensando en todos ellos, Mariátegui subrayaba la necesidad de sumar y unir fuerzas. Y en ese empeño, coincidía plenamente no sólo con Henry Barbusse, sino también con Waldo Frank. Con ellos se sentía ligado por un mensaje muy simple: «Más que nunca tratamos de juntar las fuerzas intelectuales internacionales. Y buscamos la fórmula amplia y humana que nos permitirá apoyarnos todos mutuamente u de suscitar entre los trabajadores del espíritu la defensa de las grandes ideas sanas del porvenir». Así había escrito el autor de «El fuego» al tiempo que Waldo Franck había afirmado con el Amauta una profunda y provechosa relación de cultura.
Finalmente, y con la idea de mirar el mundo hispano a partir de exámenes parecidos, cabe detenerse en un tema específico: la relación entre Mariátegui y Unamuno, tan rica y tan trascendente para la cultura.
Es sabido que Mariategui tuvo la posibilidad de conocer gran parte de la obra de Unamuno, a quien admiraba fervorosamente. Aunque la «Agonía del cristianismo» sólo se publicó formalmente en 1931, Mariátegui probablemente leyó algunos avances del escritor bilbaíno. Pero lo que con seguridad conoció Mariátegui, fue «Vida de don Quijote y Sancho», y «El sentimiento trágico de la vida», escritos en 1905 y 1913, respectivamente, y expresiones ambas que recogen el sentido esencial del mensaje de quien sería más tarde rector de la Universidad de Salamanca, y muriera, como se sabe, acosado por el fascismo.
El mensaje de Unamuno parece también haber marcado el estilo de vida y de lucha de Mariategui. Como el Quijote que va en busca del Sepulcro, el bilbaíno alienta: «¡Poneos en marcha! ¿Qué a dónde vais? La estrella os lo dirá: ¡Al sepulcro! ¿Qué vais a hacer en el camino mientras marchamos? ¿Qué? ¡luchar! ¡luchar! Y ¿cómo? ¿Cómo ¿Tropezáis con uno que miente? Gritarle a la cara ¡mentira!, y adelante. ¿Tropezáis con uno que roba?, gritarle ¡ladrón!, y adelante ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta? Gritarles: ¡estúpidos! y ¡adelante! ¡Adelante siempre!
Más allá del estilo, este ¡Adelante siempre! tan unamuniano, es también asombrosamente mariateguiano porque simboliza una misma actitud ante la vida: la de enfrentarse con firmeza contra todos los obstáculos, combatir en las condiciones más adversas, rescatar desde el fango la pureza de la idea. Y. sobre todo, tener una voluntad siempre dispuesta al sacrificio.
De esta voluntad, unida a la conciencia, brotan los elementos de nuestro análisis: política y cultura, como los cimientos esenciales del accionar humano
(*) Presentado en Simposio «7 Ensayos, 80 años en la historia». Lima, octubre del 2008