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Martí en los Estados Unidos: De la crítica cultural de la modernidad al antiimperialismo.

Fuentes: Rebelión

A mi madre, sin cuyo Incondicional apoyo Este escrito no existiría. 1.Introducción: Martí, la vida de emigrado y la oposición al avance norteamericano Allá va, las entrañas encendidas, La mole gemidora, – Y esclava colosal, por hierros duros Por selvas y por cráteres se lanza, – Mas si torpe o rebelde el hierro olvida Y […]

A mi madre, sin cuyo

Incondicional apoyo

Este escrito no existiría.

1.Introducción: Martí, la vida de emigrado y la oposición al avance norteamericano

Allá va, las entrañas encendidas,

La mole gemidora, –

Y esclava colosal, por hierros duros

Por selvas y por cráteres se lanza, –

Mas si torpe o rebelde el hierro olvida

Y de los rieles fuera altiva avanza,

Monte abajo deshecha se abalanza

Del vapor del espíritu movida

Va así, por entre hierros, nuestra vida;

Si el camino vulgar audaz desdeña

Monte abajo quebrada se despeña. [1]

Repetidas veces, especialmente en la que sería a la postre la década final de su vida, recordaba Martí a sus interlocutores de turno el vínculo estrecho que establecía entre la experiencia de observación y análisis que había adquirido durante su extensa residencia neoyorquina, y la postura de abierta oposición con que enfrentaba cada conato de avance norteamericano sobre la soberanía de las repúblicas hispanoamericanas. Tal postura, por cierto, es bien conocida al lector familiarizado con las variadas narrativas emancipatorias, de corte antiimperialista, enhebradas al compás de las convulsiones del siglo XX, cuya circulación se reforzó especialmente tras 1959.

Para Martí, no obstante, establecer ese recordatorio parecía tener un significado decisivo: como es bien sabido, buena parte del fondo de experiencias martianas en el país del Norte había circulado en espacios intelectuales y esferas públicas locales de tenor diverso, a lo largo y ancho del paisaje latinoamericano. A través de este sencillo mecanismo, pues, el cubano remitía a amigos y adversarios al vasto y heterogéneo conjunto de materiales periodísticos producido en esa etapa crucial de su existencia, en que siguiera de cerca las transformaciones políticas, económicas y culturales de la metrópolis adolescente; así como la dirección imperial que de estos decantaba.

A sus amigos y adversarios, pero también a quienes contemporáneamente intentamos esclarecer las líneas principales de su perspectiva sobre estas transformaciones. Veámoslo, en tres momentos distintos, establecer el nexo mencionado. Tan temprano como en 1886, año en que el cubano legaría a la posteridad varias de sus vívidas crónicas de las huelgas obreras[2], en carta a Ricardo Rodríguez Otero, y frente a los rumores de una probable anexión de Cuba a los Estados Unidos, señala Martí:

Sólo el que desconozca nuestro país, o éste, o las leyes de formación y agrupación de los pueblos, puede pensar honradamente en solución semejante: o el que ame a los Estados Unidos más que a Cuba. Pero quien ha vivido en ellos, ensalzando sus glorias legítimas, estudiando sus caracteres típicos, entrando en las raíces de sus problemas, viendo cómo subordinan a la hacienda la política, confirmando con el estudio de sus antecedentes y estado natural sus tendencias reales, involuntarias o confesas; quien ve que jamás, salvo en lo recóndito de algunas almas, fue Cuba para los Estados Unidos más que posesión apetecible, sin más inconveniente que sus pobladores, que tienen por gente levantisca, floja y desdeñable […], ese no piensa con complacencia, sino con duelo mortal, en que la anexión pudiera llegar a realizarse.[3]

Tres años más tarde, en 1889, nuevamente descendía Martí a las lides para replicar al injurioso y avasallante tono con que los medios de prensa republicano y demócrata analizaban el estatuto hipotético de una Cuba anexionada al país del Norte. En esta carta aparecen ya varios de los temas que veremos desarrollarse en el pensamiento de nuestro personaje durante los años ochenta.

La mayoría de los cubanos, sostenía Martí,

No desean la anexión de Cuba a los Estados Unidos. No la necesitan. Admiran a esta nación, la más grande de cuantas erigió jamás la libertad; pero desconfían de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta República portentosa su obra de destrucción […] [Esos cubanos] no pueden creer honradamente que el individualismo excesivo, la adoración de la riqueza, y el júbilo prolongado de una victoria terrible, estén preparando a los Estados Unidos para ser la nación típica de la libertad, donde no ha de haber opinión basada en el apetito inmoderado de poder, ni adquisición o triunfos contrarios a la bondad y a la justicia. Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting[4]

Finalmente, y ya a la vista de una muerte probable y próxima, reafirmaba Martí en su muy conocida carta a Manuel Mercado el objetivo que había guiado su vida intelectual y política reciente. Este consistía en

Impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los Imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de Nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia […] Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: – y mi honda es la de David[5]

Creo significativo volver a revisar los textos martianos con esa conexión entre la vida de emigrado y la crítica al expansionismo norteamericano como horizonte. ¿A qué tipo de experiencia estaba apelando Martí? ¿Cuál era el plano de su análisis? ¿Qué cambios se produjeron en el mismo, a medida que el tiempo y la transformación social transcurrían?

Una respuesta posible -aunque falaz y hoy en retroceso- a estos interrogantes, es la de quienes, como Roberto Fernández Retamar y, en medida menor, Juan Marinello, asocian el antiimperialismo martiano a un análisis «estructural» -esto es, económico-, lo suficientemente suspicaz y esclarecido como para percibir la imbricación entre el crecimiento de los monopolios, la exportación de capital y el imperativo de conquista exterior que formalizara Lenin tres décadas más tarde a la vera de la Primera Guerra Mundial.

En Marinello, hasta cierto punto, priman elementos de cordura intelectual:

No puede pedirse a Martí, porque los milagros están sólo en la mente de los creyentes, que calibre con exactitud materialista la integración de un hecho económico en cuya órbita se movía, pero lo singular está en que, sin definir los factores concretos que cambian el capitalismo tradicional en poder desbordante, Martí advierte, siente, denuncia, que una gran mutación negativa se está realizando a su vera […] Martí […] ataca a la poderosa invasión como una actividad nacida del desbordamiento del capitalismo norteamericano[6]

Bastante menos moderada es la lectura que practica Retamar, a la que me tienta calificar de impostura:

Martí, al enfrentarse al antiimperialismo naciente de los Estados Unidos, se planteó un problema que tardaría en ser considerado por el pensamiento de quienes eran o se decían marxistas. No es uno de ellos, pero sí un revolucionario latinoamericano y caribeño de gran originalidad y creciente radicalismo, el Martí que en la década del ochenta del siglo pasado va detectando y denunciando […] lo que Lenin iba a considerar décadas después «rasgos fundamentales del imperialismo»: el nacimiento de los monopolios […]; la fusión del capital bancario con el industrial y la consiguiente creación de la oligarquía financiera […]; la exportación de capitales […]; el reparto entre las grandes asociaciones monopolistas internacionales de territorios política y militarmente débiles.[7]

No intentaré negar la presencia, en una serie de materiales tan variada, de buen número de escritos martianos que contienen pinceladas -sólo eso- de análisis de corte económico llamativos a quienes conocemos el decurso posterior de los acontecimientos. No obstante, no observo que en momento alguno trascienda el cubano – ¡y no sería fácil explicar que lo hiciese!- los lindes de una lectura que filosóficamente cabe caracterizar como idealista, y como liberal clásica, en términos de análisis económico.

Por otra parte, tales lecturas hacen poca justicia a esta suerte de «ancestro autóctono» que para sí reivindican, al preocuparse tanto por los vínculos entre sus dichos y los enunciados de la filosofía oficial del Estado cubano con posterioridad a 1959; vínculos que, como acabo de señalar, el analista conoce, no así el protagonista del relato. Pareciera más razonable, si lo que queremos es conocer el pensamiento de Martí, que partamos de lo que éste tenía la intención de decir, e iluminar los costados de su argumento con un razonable entendimiento del contexto enunciativo en que su discurso se inscribía[8].

De hecho, mi primera zambullida exploratoria en los materiales me ha convencido de adoptar una perspectiva muy distinta a la defendida por Retamar en el diálogo con esos quince años de pensamiento. En primer término, el tópico principal de la reflexión martiana, lejos de residir en un mal entendido enfoque «estructural», radica en la crítica cultural[9] -tentado estoy de escribir «espiritual»- del estilo de vida, de los sistemas de valores que la modernidad norteamericana supone, o bien genera, ante la mirada del cubano. El afán de riquezas materiales, la incesante pasión por el poder, la ambición insaciable de éxito, son para Martí los gusanos que corroen poco a poco al resto de espíritu puritano supérstite en la república de Lincoln y Emerson, y que inclinan gradualmente su vida pública hacia el dominio y la expansión territorial.

En segundo término, sin embargo, no puedo considerar estática la perspectiva martiana. Si, al inicio, en un tenso y contradictorio equilibrio, aspectos que el cubano considera como admirables logros humanos compensan las falencias anotadas, el tiempo irá acrecentando su componente de desencanto. Este recorrido en un continuum ascendente culminará en torno a los años 1889-1891, en la negativa de Martí a considerar a los Estados Unidos como modelo del sendero civilizatorio y modernizador prescripto por entonces como receta para los países latinoamericanos[10]. De hecho, es a la exportación de ese entorno moral y espiritual procedente de la América del Norte, a lo que Martí denodadamente se opone desde su labor periodística.

En el resto de este trabajo, y a través del comentario extenso de los materiales martianos, intentaré desarrollar las implicaciones de esta perspectiva. Con ello sigo parcialmente la perspectiva de Julio Ramos, quien en un trabajo publicado en 1989[11] señalaba ya muchas de las cuestiones que ahora me propongo analizar. Particularmente, indicaba entonces el vínculo entre la tarea periodística de Martí en Nueva York y su visión cultural, cuando afirmaba:

Ese voluminoso conjunto de crónicas configura una notable reflexión, no sólo sobre múltiples aspectos de la cotidianeidad en una sociedad capitalista avanzada, sino también sobre el lugar del que escribe -el intelectual latinoamericano- ante la modernidad. Por el reverso de la representación de la ciudad, de sus máquinas y muchedumbres, el discurso martiano genera y se nutre de un campo de «identidad» construido mediante su oposición a los signos de una modernidad amenazante si bien a veces deseada. Articulado desde una mirada y una voz enfáticamente literaria (que sin embargo opera desde el lugar heterónomo del periódico), ese campo progresivamente asume, en las Escenas, la defensa de los valores «estéticos» y «culturales» de América Latina, oponiéndolos a la modernidad, a la «crisis de la experiencia», al «materialismo» y al poder económico del «ellos» norteamericano. [12]

El resto de este informe se ha organizado de la siguiente forma. En la segunda sección, abordaré los textos periodísticos del período que transcurre entre 1880, momento en que Martí arriba a Nueva York, y 1889, año en que se realiza la Conferencia Internacional Americana, que despertará en él un rechazo absoluto, y ha de implicar una razón extra para que acentúe su enfoque crítico al modelo de modernidad que los Estados Unidos representan.

En la tercera sección, entre tanto, veremos de manera muy breve las continuidades más notables entre el desencanto martiano frente a los Estados Unidos de finales de los ochenta, y los escritos directamente ligados a su activismo, ora por la independencia de su país, así respecto de España como del país del Norte, ora en contra del avasallante avance del poder norteamericano en pos de la hegemonía continental. Aquí es crucial notar que buena parte de la crítica cultural martiana deviene descriptiva respecto del concepto que el cubano tiene de la identidad hispanoamericana, como otra y opuesta respecto de la norteamericana. De nuevo, la perspectiva de Ramos es un notable precedente:

«Ellos» [Esto es, los Estados Unidos] son los que no tienen placeres intelectuales, «ellos» son los que desterritorializan los roles asignados por la tradición, y los que olvidan los «asuntos espirituales». Por el reverso del mundo representado -la modernidad norteamericana- se cristaliza el «nosotros», la autoridad «intelectual» y «espiritual» del que habla, criticando la modernidad y subvirtiendo, desde una mirada literaria, las normas del relato del viaje, históricamente ligado al proyecto modernizador. De ahí que podamos leer las Escenas norteamericanas, por un lado, como el lúcido testimonio de una escritura que combate entre los signos de la modernidad, y por otro, como el contexto en que Martí va precisando su reflexión latinoamericanista, el discurso sobre «nosotros», que culmina en «Nuestra América» y Versos Sencillos«[13]

2. Las Crónicas martianas: vaivenes de una perspectiva.

Ya el periodista ha de abarcar, si quiere poner bien su nombre, no solamente aquellos truísmos escolásticos, amartillados en el yunque latino, y dispuestos con provincial prosopopeya, que bastaban antes, con algún tintillo de casas extranjeras, para dar a un escritor fama de lucero de la prensa; sino la moderna vida múltiple, en todas sus formas, como surge en las fraguas, como se transforma en el comercio y viaja, como se ideifica en la literatura y en la política, como se sublima y colorea en las artes.[14]

En esta sección intentaré mostrar la evolución del pensamiento martiano tal cual se vierte en las Escenas norteamericanas, así como en otras crónicas, artículos y fragmentos en que su experiencia de la moderna vida neoyorquina resulte visible. Narraré principalmente el despliegue de un tema. Me refiero al juicio crítico que, en tono ascendente, levanta Martí desde su arribo hacia lo que al principio percibe como una conformación «incompleta» de la personalidad norteamericana: demasiado preocupados por el logro material, que gozan en variedad y volumen jamás vistos en una sociedad, no alcanzan a desenvolver en forma satisfactoria su vida interior y espiritual, en la cual ostentan una espantosa oquedad.

El orden de presentación es cronológico: me parece necesario adoptarlo, a fin de revelar los pequeños cambios de tono que el tiempo y la reflexión generan.

El primer hito en nuestro viaje lo conforma ese pequeño microcosmos de las Crónicas: las «Impresiones de América (por un español recién llegado)». En estas líneas iniciales, en el mismo año de su arribo, Martí muestra toda la riqueza de su percepción primaria de esta sociedad.

En la primera de las tres entregas, al inicio mismo del artículo, revela ya las dos facetas del análisis que, en tenso equilibrio, conviven a lo largo de estos materiales:

Estoy, al fin, en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente, por ser aquí la libertad fundamento, escudo, esencia de la vida. Aquí uno puede estar orgulloso de su especie. Todos trabajan, todos leen. ¿Pero siente cada uno, en igual medida que lee y trabaja? […] La actividad, dedicada a los negocios, es ciertamente inmensa […] Cuando noté que nadie permanecía estacionado en las esquinas, ninguna puerta se mantenía cerrada un momento, ningún hombre estaba quieto, me detuve, miré respetuosamente a este pueblo, y dije adiós para siempre a aquella perezosa vida y poética inutilidad de nuestros países europeos […] ¿Pero esta actividad se dedica en la misma medida al desenvolvimiento de esas altas y nobles ansiedades del alma, que no pueden ser olvidadas por un pueblo que necesita salvarse de inevitable ruina, y estrepitoso y definitivo desmoronamiento? […] El poder material, como el de Cartago, si crece rápidamente, rápidamente declina.[15]

El resto del artículo sostiene este vigoroso contraste, en el que, si Martí no se decide a condenar taxativamente el materialismo imperante, tampoco puede dejar de notar el doble rostro que, cual Jano, ostenta «este espléndido pueblo enfermo, de un lado maravillosamente extendido, del otro -el de los placeres intelectuales- pueril y pobre»[16]

La admiración, aquí y en otros pasajes, se concentra en la fortaleza del espíritu puritano, ese ethos del trabajo y el mérito que se juzga ausente en nuestras tierras. El cuestionamiento, entretanto, no se dirige al afán de bienestar material en sí, sino a la soledad con que este gobierna los valores societales, «con notable dejación de los asuntos espirituales»[17]

No obstante, la línea general es optimista: el desenvolvimiento moral «se alcanzará, No se ha logrado aún, porque muchos extranjeros traen sus odios, sus heridas, sus úlceras morales ¡Qué terrible enemigo para el logro de la virtud es la desesperada necesidad de dinero!»[18]

Aparece aquí un tópico perdurable en el enfoque martiano hacia lo que el tiempo convertirá en «cuestión social». De constante proclividad a la compasión frente a aquellos sectores que sufren el nuevo estado de cosas[19], el cubano no renuncia sin embargo a cierto elitismo que no se opone a aquella. En efecto, Martí sustenta una mirada consistentemente adversa respecto de los valores de la sociedad «aluvial» que se está edificando en los Estados Unidos al calor de barreras aduaneras excesivas, contra las cuales, en típico tono librecambista, no deja de alzar el grito[20]. Sobre esta población desarraigada, carente de espíritu nacional, o de todo otro interés excepto el de crecer y medrar, ascender y lograr, Martí descarga no sólo buena parte de la responsabilidad histórica respecto de las falencias espirituales del hombre norteamericano; también señala, con una insistencia nada llamativa en este contexto, que junto a los hombres y mujeres ha desembarcado en Europa el odio social, artificial al parecer a sus ojos en medio de este nuevo paisaje[21].

Lejano al punto de vista de los referentes anarquistas y revolucionarios del movimiento obrero[22], Martí se mostrará no obstante partidario de la reforma social pacífica, por la cual ha de abogar con especial empeño en la coyuntura decisiva de 1886-1888. Y en esta línea debe entenderse su perdurable compromiso con la defensa de las organizaciones obreras identificadas con este punto de vista: por caso, los Caballeros del Trabajo, a quienes no repara en calificar de apóstoles modernos.[23]

Volvamos al carril principal de nuestras elaboraciones. Un testimonio valioso, por cuanto conecta los afanes materiales y las ambiciones imperiales latentes en la política y la cultura norteamericanas -aún cuando no estime, en esta etapa en que el optimismo prima, en el equilibrio, sobre el desencanto, que vayan a obtener la supremacía- es la carta que nuestro hombre envía a Bartolomé Mitre y Vedia a fines de 1882. En ella, casi en tono de concesión, señala:

Cierto que no me parece que sea buena raíz de pueblo este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí -o, pule solo de un lado, las gentes- y les da a la par aire de colosos y de niños. Cierto que en un cúmulo de pensadores avariciosos hierven ansias que no son para agradar, ni tranquilizar, a las tierras más jóvenes y más generosamente inquietas de nuestra América. […] Pero ni la naturaleza humana es de ley tan ruin que la oscurezcan y encobren malas ligas meramente accidentales; ni lo que piense un pináculo de ultraaguilistas es el pensar de todo un pueblo heterogéneo, trabajador, conservador, -entretenido en sí, y por sus mismas fuerzas varias, equilibrado[24]

Aquí, creo, comienza a quedar claro a qué me refería. En el relevamiento inicial, en efecto, percibí claramente que es de este caldo de afanes y ambición que Martí ve erguirse la amenazante figura del gigante norteamericano. Su oposición, todavía más a la pulsión de dominio político -ora en forma de anexión directa (nubarrón en principio limitado al Caribe y a México), como de modo informal y oficioso- que a la imitación -que con el tiempo ha de condenar por servil y errada-, nace, no de una comprensión de factores económicos «reales», sino del entramado de valores que está en desarrollo en el país del Norte.

Pero el contraste de la carta sigue, y el cubano, en esta etapa primera, parece decidido a extraer enseñanzas de las conquistas humanas que ve realizarse en el día a día norteamericano:

[…] Ni ante espectáculos magníficos, y contrapeso saludable de influencias libres y resurrecciones del derecho humano -aquí mismo, a veces, aletargado- cumple a un veedor fiel cerrar los ojos, ni a un deudor leal decir menos de las maravillas que está viendo. Hoy, sobre todo, en que en ciertas comarcas de nuestra América, en que arraigó España más hondamente que en otras, se capitanea, bajo bandera literaria y amor poético de la tradición, una mala empresa de vuelta a los estancados tiempos viejos -urge sacar a luz con todas su magnificencias, y poner en relieve con todas su fuerzas, esta espléndida lidia de los hombres.[25]

Una de esas espléndidas realizaciones es el Puente de Brooklin, verdadera obra maestra de ingeniería de la época, a la que Martí dedica un artículo por entero. En ese artículo, se ocupa principalmente de la descripción de las características físicas de la obra, decorada aquella por referencias comparativas a la exuberancia de la naturaleza sojuzgada cotidianamente por el hombre; y a las glorias monumentales de las civilizaciones antiguas. Concluye con un interesante comentario, que de nuevo revela el optimismo de esta primera etapa:

Ya no se abren fosos hondos en torno de almenadas fortalezas; sino que se abrazan con brazos de acero las ciudades; ya no guardan casillas de soldados las poblaciones, sino casillas de empleados sin lanza ni fusil, que cobran el centavo de la paz, al trabajo que pasa; -los puentes son las fortalezas del mundo moderno.- Mejor que abrir pechos es juntar ciudades ¡Esto son llamados ahora a ser todos los hombres: soldados del puente! [26]

Sin embargo, es importante recalcar que no se admira aquí la objetividad del logro material, sino al espíritu que se lo propone. En otro artículo publicado en 1883, Martí afina el lápiz, y muestra con claridad mayor no sólo el objeto de su contemplación, sino también el contraste, por ahora negativo, que conlleva para la América española. De nuevo, el cubano parte, no de un análisis económico, sino de una conversación cotidiana, entre dos hombres mayores, acerca del fin que podría perseguir determinada torre en la estructura del puente de Brooklin. En esa pregunta que los dos samueles se hacían, señala Martí, estriba

Toda la llave, médula, fuerza del carácter norteamericano: no hace cosa sin objeto. No del carácter de los americanos de ahora, gozadores descuidados y rápidos […]; del carácter de los americanos fundadores hablamos, que, si no tenían la levadura de arte que sazona, embalsama y preserva de la obra mordiente de los siglos a las naciones, tenían una poderosa e ingenua sensatez que se trocaba en la práctica en un amor grande al cimiento, y un desamor no menos grande al ornamento. Por eso creció este pueblo […], porque no se han dado a ornamentar sino después de que tienen ya tal edificio, que con el peso lujoso de los adornos no puede venir estrepitosamente al suelo.

Y por eso no crecen otros pueblos: por el amor excesivo al ornamento[27]

De nuevo, tenemos ante nosotros una poderosa alabanza del espíritu puritano, a la vez que una severa amonestación para los lectores hispanoamericanos. Todo estriba, como aquí, en el equilibrio correcto de los componentes, el justo balance entre una espiritualidad orientada a sí y respetuosa de sus «tradiciones», tal cual prevalecería en las repúblicas al sur del Río Bravo, y una espiritualidad de frente al mundo exterior, dedicada al dominio de ese mundo, dispuesta a todas las empresas, pero sobre todo, a la incesante búsqueda de fines[28]. He aquí, de nuevo, el modelo -en verdad, aunque inexistente, parecido todavía en buena medida a su percepción de los Estados Unidos- que el cubano quisiera ver emulado en sus tierras aún tan hispanas[29].

Pero si en este artículo ve Martí todavía una materialización relativa de su idea en los Estados Unidos -aún si en decadencia relativa del ethos que alzara a este país en el pasado-, un tiempo más tarde este convencimiento de que el país del Norte representa la realización más perfecta del balance añorado, de la armonía espiritual entre las facetas distintas de la vida moderna, aparecerá erosionado y en retroceso creciente. De hecho, en los materiales de la segunda mitad de los años ochenta, la espiritualidad hispanoamericana, antes tan pobremente valorada, es realzada, me atrevo a indicar, como el esbozo de un camino propio, de orden superador.

«En las tierras donde toda la vida se es mozo», nos dice Martí en un riquísimo escrito de 1884,

y se tiene en más el merecer las miradas de una dama, o la amistad de un hombre, que el aumentar las arcas -y se vive en el amor caluroso de la patria […] en los arrobos y ganancias del espíritu […], no se convierten todas las fuerzas a un solo objeto, que las absorbe e hipertrofia; sino que se distraen y balancean; y como que se recibe placer en las amenidades del alma, no se pone toda la voluntad y la faena, en crearse una riqueza sin la cual es aún posible la ventura[30]

En los Estados Unidos, que de aquí en más pasarán, gradualmente, a ser el polo del desequilibrio, del des-balance, de la hipertrofia, en cambio:

La vida no es más que la conquista de la fortuna: esta es la enfermedad de su grandeza […] Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de las gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu[31]

Al año siguiente, de nuevo el cubano censura:

La agonía profunda de un país donde los afectos íntimos no son bastante dulces y sagrados para sobrellevar el peso enorme de esta vida de bestia de hipódromo […] Es mejor vivir como los antiguos griegos; […] o como vivíamos antes en nuestros países de América, con aquella claridad patriarcal que fomenta la sabrosa virtud […] Una mañanita de nuestros antiguos domingos, cordial y comunicativa, vale tanto como un ferrocarril y un puerto[32]

Fantástica inversión valorativa, es aquella que ocurre ante nuestros ojos: el progreso material no vale en momento alguno para el cubano el precio de la alineación espiritual. Pero no es eso lo que cambia.

Lo que ha desaparecido aquí es la certeza optimista del recién llegado, que confiado aseguraba al mundo de habla hispana que los problemas que observaba en la sociedad norteamericana eran de tipo transitorio. Ahora, a la vista de males que se profundizan -recordemos que estos son los años (1885-1890) en que la lucha social, que arrecia, deviene dato cotidiano, a escala nacional, de la vida estadounidense que Martí pacientemente releva; también son años en que el sistema financiero muestra toda su vulnerabilidad, coincidente con una crisis económica de proporciones comparables a las que la nueva estructura productiva norteamericana había alcanzado-, esta confianza se ha desvanecido. La expansión del «dinerismo», afán desenfrenado de riquezas que se vuelve epidemia, al mismo tiempo que la marginalidad aparece como realidad masiva para los patrones aceptados, podrían ser algunas de las razones para la reivindicación martiana del patriarcalismo latinoamericano que apenas un año atrás atacaba.

Como correlato del desencanto en expansión, se imponía afirmar y reposicionar la originalidad latinoamericana. Martí saca, ya en 1885, la misma cuenta:

Nuestro problema es nuestro, y no podemos conformar sus soluciones a las de los problemas de nadie. Somos pueblo original: un pueblo, desde los yaquis hasta los patagones […] Somos el producto de todas las civilizaciones humanas, puesto a vivir, con malestar y náusea consiguientes, en una civilización rudimentaria. El choque es enorme, y nuestra tarea es equilibrar los elementos[33]

Nótese que el equilibrio planteado como necesario ya no se da en el plano de dos espiritualidades opuestas, sino al interior de las muy diversas sociedades hispanoamericanas: si se permite un anacronismo, vamos directamente en camino de las invectivas que a las élites criollas sobre todo lanzará Martí en Nuestra América (1891).

¿Qué estaba sucediendo? Aquí, creo, es donde las interpretaciones de quienes ven en Martí a un precursor de la teoría social y del marxismo terminan de derrapar. Aún en un artículo de máximo contenido social, como «Un drama terrible», de 1887, el cubano se sostiene en el eje principal de la crítica cultural, el plano de los valores que sustentan, a su ver, el edificio social; en definitiva, el plano de las distorsiones a que ha dado lugar la vida moderna.

Si hay, y creo que efectivamente es así -dentro de los límites en que se puede hablar de ella- alguna clase de coherencia argumental, esta refiere a la decadencia del ethos puritano, por efecto, entre otras causas, de la inmigración de masas. Aquí se invierte hasta cierto punto la mirada antes positiva respecto a las consecuencias de la democratización; pero sólo hasta cierto punto[34], pues a partir de estos años la crítica martiana comienza a remitirse a otros ángulos de explicación, además del efecto causado por el impacto inmigratorio, para el fenómeno que advierte: el cubano no deja de reconocer que, desde los recovecos más íntimos de la cultura y la vida privada, hasta el firmamento de la alta política y la conducta de los grupos dirigentes, es ya toda una sociedad la que orienta su existencia de manera equivocada y unilateral.

Una forma de este planteo la hallamos en la crítica martiana del sistema educativo. En él observa Martí un falso concepto de lo que representa una buena educación, que se deriva del falso concepto de la vida que en esta sociedad impera.

Se mira aquí la vida, no como el consorcio discreto entre las necesidades que tienden a rebajarla y las aspiraciones que la elevan, sino como un mandato de goce, como una boca abierta […] Nadie ayuda a nadie […]Todos marchan, empujándose, maldiciéndose, abriéndose paso a codazos y a mordidas, arrollándolo todo, todo, por llegar primero […] ¿Y esto será envidiable? ¡Debe temblarse de esto![35]

En el terreno de la política nacional, Martí verá con creciente preocupación el intento de concertar, en torno de los republicanos, un Partido del Orden, que unifique el pensamiento de quienes sienten amenazados sus recursos y su posición social por el avance anarquista y socialista. Tras conjurarlos, en nombre del pasado de la República, el cubano denuncia en ello el signo del advenimiento de una sociedad de clases a la manera europea[36]. Finalmente, concluye que

Esta República, por el culto desmedido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos […] De una apacible aldea pasmosa se convirtió la República en una monarquía disimulada.

De esta forma, uno de los grandes logros de la sociedad norteamericana originariamente admirada por el cubano -esto es, la constante movilidad de sus diferentes capas sociales[37]– decantaba en su contrario: el feroz intento de grupos enriquecidos por defender su propiedad contra todo conato de reforma social. De nuevo, el eje de la lectura no es económico, sino moral: lo que se lamenta aquí es que los hombres de la sociedad norteamericana contemporánea no estén a la altura de los valores tradicionales.

Ahora bien, esos valores eran el cimiento de la modernidad norteamericana tal cual se había edificado, lo cual marca una ambigüedad en el discurso de la crítica martiana respecto a este punto. Martí, consciente del problema, indica, como estrategia resolutoria, que el sentido de la movida magnaticia es el de un retorno larvado a la arbitrariedad de los tiempos coloniales: todo sucede «como si la riqueza hubiera de corromper las Repúblicas, y por el exceso y abuso de ella vinieran estas a parar en los mismos vicios y tiranías contra los que, con fuerza de universo moral, se levantaron»[38]

A estas alturas, poco queda de la tensión originaria. Esta nota de desencanto y nostalgia ha de acompañar a Martí y será uno de los elementos básicos de su postura a favor de un desarrollo propio para las repúblicas nacidas del ocaso del poder español. Sencillamente, Norteamérica no podrá ser jamás su modelo.

En 1889, cuando ya se apresta la metrópolis a la primera Conferencia Internacional Americana, Martí condensa, en un artículo, todo lo dicho. «Puede opinarse acaso», comienza,

Que el norteamericano de hoy no es ya, tal como se le ve, el hombre que sirviera de molde y tipo a los pueblos nacientes: porque cuando, curados los ojos de la primera admiración, y del vicio odioso de ver con ánimo de censurar, se comparan sin ignorancia ni pasión sus cualidades pujantes, pasmo del mundo, y sus hábitos y deficiencias, no resulta que aquellas puedan a la larga salvarlo de estas, ni que se esté criando aquí el hombre parejo […], respetuoso del derecho ajeno y del propio, moderado en la imaginación y en el deseo, que puede y debe apetecerse en los países donde aún está por formarse el tipo nacional. Ni parece […] que esta especie de conciencia imperial, que el desconocimiento y desdén de los demás pueblos, y la educación soberbia y viciosa que siguió a la guerra, junto a la prosperidad que está ya en su primera crisis, han creado en los norteamericanos actuales, pueda reducirse al estado que al país y al resto de los hombres conviene[39]

En definitiva, la República, corroída por el lucro desmesurado y la ambición sin control, ha quedado presa de dos enemigos gemelos: los gusanos y las águilas, nacidos ambos de afanes irresistibles[40]

En este punto, casi no hace falta decirlo, es imposible distinguir la crítica de los valores emergentes de la vida norteamericana, de las fuerzas que alimentan su potencial expansionista. Para el cubano, este país, que ha puesto en peligro la propia forma republicana que lo define[41], a causa de su voracidad, se ha vuelto una amenaza para las repúblicas americanas, no sólo debido al impacto que sus logros causan en los grupos dirigentes criollos, sino también debido a que su insaciable mirada comienza a buscar otros parajes en que satisfacer sus ansias y fuerzas contenidas.

3. La encrucijada panamericana en el pensamiento martiano: 1889-1891

Se abren campañas por la libertad política; debieran abrirse con mayor vigor por la libertad espiritual; por la acomodación del hombre a la tierra en que ha de vivir. [42]

En relación estricta a sus diversos antecedentes, los países de nuestra América ascienden a la libertad en la misma proporción en que los Estados Unidos descienden de ella […] Los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que más se apartan de los Estados Unidos[43]

Hemos argumentado hasta aquí que es posible percibir en Martí los trazos de una crítica cultural del modelo norteamericano de modernidad, tanto en términos del tipo de sociedad que configura, como también de los afanes imperiales que alimenta.

La natural contrapartida de todo ello es la afirmación de la especificidad hispanoamericana, la chance -que se cree cierta- de que a partir de esa especificidad sea posible eludir los males que se observan como patrimonio ajeno y aleatorio -propio de una trayectoria que aparece a la vez artificial y decadente-, y al fin alcanzar entonces aquella modernidad no rechazada por principio.

En un artículo ulterior he de intentar la reconstrucción de la arena latinoamericana en que estas reflexiones fueron discutidas. Sin embargo, cabe observar que las reflexiones martianas ostentan notables convergencias respecto de aquellas enhebradas por la segunda generación populista rusa ante un dilema similar[44]. Sencillamente, frente a la amplitud del drama social que la modernización desata, el cubano, como ellos, duda de las bondades de la receta universalmente prescripta. En un añejo y ya secular componente romántico, más que en un muy dudoso radicalismo social, hallarán estos intelectuales por todo el planeta la respuesta a la encrucijada a que la modernización los enfrenta: América Latina, dirá Martí en las líneas que he seleccionado como epígrafe, tiene su propio sendero, desprovisto de tales problemas.

La reivindicación de un ser americano, de una especificidad cultural, que las élites criollas y urbanas, modernizadoras pero europeizantes, deben conocer si pretenden conducir a estos pueblos, es la línea argumentativa del muy conocido ensayo «Nuestra América», de 1891, que en cierto modo culmina esta fase:

El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país […] La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas de acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria […] Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas[45]

Este es el Martí que enfrenta con angustia -debido también al posible tratamiento de la anexión cubana[46]– la Conferencia de 1889, con su oferta panamericana a cuestas. Si ya aquí la denuncia de los «mezquinos» intereses políticos y económicos que en ella afloran aparece como nota principal, en virtud de una coyuntura en que urgía apelar tanto al sentimiento, como a la razón y al interés, no decae por ello la veta que cuestiona el autoproclamado papel de guía continental que el país del Norte, turbulento y decadente, invoca para sí.[47] No, las repúblicas americanas no debían ni necesitaban seguir ese camino; en la unidad cultural, debían indagar por el propio. Abiertas a la Humanidad toda, como lo enunciara en la conferencia el entonces delegado argentino Sáenz Peña, quiere Martí, también, que lo encuentren[48]

El mismo tono puede verse en el discurso martiano en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, frente al cuerpo entero de delegados de los países latinoamericanos[49]. Y, de nuevo, un año después, ante a la Conferencia Monetaria Internacional Americana, cuando sostiene en la prensa que

Ni es sólo necesario averiguar si los pueblos son tan grandes como parecen y si la misma acumulación de poder que deslumbra a los impacientes y a los incapaces no se ha producido a costa de cualidades superiores; y en virtud de las que amenazan a quienes lo admiran; sino que, aún cuando la grandeza sea genuina y de raíz, sea durable, sea justa, sea útil, sea cordial, cabe que sea de otra índole y de otros métodos que la grandeza a que puede aspirar por sí y llegar por sí, con métodos propios – que son los únicos viables- un pueblo que concibe la vida y vive en diverso ambiente, de un modo diverso[50]

Este cubano insiste, entonces, en que la autenticidad de «lo americano» es la mejor receta para alcanzar y superar la condición de la que los Estados Unidos no hacen sino caer.

En fin, como he dejado en claro con reiterado esfuerzo, la continuidad de temas y explicaciones es aquí casi total. Cerrado el círculo, vuelve ante nosotros el último Martí, que diera la puntada inicial a nuestra reflexión, varias páginas atrás. Sólo que ahora, espero, lo entendemos mejor.

4. A guisa de colofón

No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica […] Lamentémonos ahora de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo[51]

La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida.[52]

He reseñado y comentado, a lo largo de este trabajo, algunos de los elementos de la reflexión martiana sobre la modernidad tal cual se le presentaba en los Estados Unidos. Sostuve que el eje de su perspectiva no estribaba en la crítica de la naturaleza social del nuevo poder económico, sino en un tema que con frecuencia variable alimentó la pluma del hombre de cultura latinoamericano en tiempos posteriores: la oquedad espiritual de un pueblo dedicado por entero al bienestar como fin supremo. Propuse como dato clave de la reflexión del cubano desde finales de la década de los ochenta -momento en que rechaza taxativamente el modelo de modernidad que ese país representara para muchos intelectuales latinoamericanos durante décadas anteriores- la proyección de un camino propio, reflejo de caracteres particulares, para que las naciones hispanoamericanas aún infantes pudiesen alcanzar el imperativo de modernización en un equilibrio social que el gigante del Norte ya no lograba.

Durante todo el trayecto, la modernidad ha sido el hilo conductor de la elaboración. En buena medida, ello se justifica a la luz de los dilemas presentes -cuyo impacto no puede el analista esquivar- que nos enfrentan de manera recurrente al interrogante acerca del sendero a seguir en el desarrollo de una condición moderna que se nos resiste en cierta medida. A la vez, también resulta significativo inquirir acerca del lugar que los intelectuales puedan desempeñar en la definición de una ruta posible para resolver dichos dilemas.

El presente nos enfrenta a una situación paradójica. De un lado, a través de duras lecciones históricas, arribamos a la conclusión de que no resulta factible aquel camino de desarrollo, ora universal y gradual, ora revolucionario y veloz -pero igualmente universal- que se nos proponía hasta hace poco. Del otro, igualmente trágicas experiencias nos advierten acerca del peligro de buscar cualquier clase de identidad primaria en nuestro ser, de cuya autenticidad se pueda extraer la siempre peligrosamente natural respuesta definitiva a nuestras preguntas.

En la empresa de responder a estas cuestiones, quisiera el joven autor de las líneas precedentes -quien también se siente atrapado en este horizonte típicamente moderno de expectativas y negaciones cambiantes- que se leyese su módica contribución.


[1]«Monte abajo», en Flores del destierro, José Martí: Obras completas, La Habana, Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, 1991 [en adelante, OC], T. 16, p. 308.

[2] Véanse, al respecto, los artículos de este año: «Grandes motines de obreros»; «Los obreros de Alemania y los de los Estados Unidos», en OC, T. 10, pp. 445-456. Más tarde llegaría su crónica más conocida: «Un drama terrible», OC, T. 11, p. 311.

[3] «Carta abierta a Ricardo Rodríguez Otero», en OC, T. 1, pp. 195-196.

[4] «Vindicación de Cuba», en OC, T. 1, p. 237.

[5] OC, T. 4, p. 168.

[6] Véase especialmente su réplica a Arciniegas, «Balance y razón de una universalidad creciente. El antiimperialismo de José Martí», en Juan Marinello: Dieciocho ensayos martianos, La Habana, UNION, 1998, pp. 121-122.

[7] Véase «Del anticolonialismo al antiimperialismo», en Roberto Fernández Retamar: Nuestra América: Cien años; y otros acercamientos a Martí, La Habana, Si-Mar, 1995, p. 134. El propio Marinello, me parece, brinda el principio de la refutación a esta lectura retamariana, cuando dice que «Los que sacan a Martí de su tiempo americano y de su filiación ideológica rebajan, sin saberlo, la significación real de su hazaña precursora […] Es evidente que después del examen insuperado que hace Lenin del imperialismo, es obligado combatir los factores económicos que lo engendran e impulsan, lo que supone, a la larga y en definitiva, el advenimiento de una organización social -el socialismo- en que el fenómeno queda enterrado y sin posible resurrección [¡Sic!]; pero la justeza de este enfoque no supone relación con la previsión martiana, que parte […] de fundamentos distintos. Un meditador entusiasmado como Martí, que funda su esperanza en el poder inmanente de la justicia y en la fuerza militante de la razón, no puede asimilarse a concepciones materialistas […] Su filiación idealista, confesa y vitalicia, lo sitúa en el seno de una tradición poderosa.«. En Marinello, op. cit…, pp. 382-383.

[8] Para un razonamiento en estos términos, véase Quentin Skinner: «Significado y comprensión en la historia de las ideas», en Prismas. Revista de historia intelectual, N ° 4, 2000, pp. 149-191.

[9] Definida por Julio Ramos, quien dice seguir a Adorno, como «un tipo de discurso «alto» que legitimó su práctica escindiendo los valores culturales entre bajos y altos, y criticando los males de la sociedad moderna, mercantilizada». Véase Julio Ramos: Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, México, FCE, 1989, p. 202, n. 3.

[10] Coincido aquí con Ramos, quien señala que el rito del viaje a los Estados Unidos, consagratorio para los intelectuales latinoamericanos durante la segunda mitad del siglo XIX, representaba en general el imperativo de coincidir con la suprema realización de modernidad que el país del Norte representaba, como desideratum para América Latina. Para Ramos, por contra, «Martí desarma, en las Escenas norteamericanas, esa retórica» [esto es, esa visión utópica de los Estados Unidos]. Agrega de inmediato que «El argumento «culturalista» […], a partir de Martí y del arielismo, sería el núcleo productor de un emergente concepto de América Latina, primariamente edificado en oposición a los Estados Unidos». Véase op. cit…, p. 147-149. Como se verá, esta es, de hecho, nuestra perspectiva.

[11] Julio Ramos, op. cit.

[12] Ibídem, p. 15

[13] Ramos, op. cit., pp. 151-152.

[14] OC, T. 10, p. 235.

[15] OC, T. 19, pp. 106-107. Traduzco de manera distinta el título de este artículo.

[16] Ibídem, p. 109.

[17] Ibídem.

[18] Ibídem.

[19] Véase, al respecto, el final de la segunda entrega, en Ibídem, p. 126.

[20] A modo de somero resumen, véase «Libertad, ala de la industria», de 1883, en OC, T. 9, pp. 449-452. La idea es retomada con especial insistencia en el tomo siguiente: lo demuestra con especial calidad el artículo «El problema industrial en los Estados Unidos», de 1885, en OC, T. 10, pp. 301-310. Pero el liberalismo martiano planta bandera también ante las asociaciones obreras que, en tanto poderes organizados, ora impiden la obtención del empleo a quien no esté afiliado al gremio (al respecto, véase «Las asociaciones obreras», de 1883, T. 9, pp. 477-481); ora agreden a quien no acate la orden de entrar en huelga (véase ahora «Las grandes huelgas en los Estados Unidos», de 1886, en OC, T. 10, pp. 409-424).

[21] Una muestra de la imagen que el cronista transmite se refleja en el siguiente fragmento, escrito en 1885: «De Europa vienen, pues, junto con los artesanos que trabajan, los odios que fermentan. Viene una población rencorosa e híbrida, que ni en sí misma, ni en la que engendra produce hijos legítimos y sanos del país cuyo gobierno, sin embargo, les pertenece; y más que en el provecho de una nación que no aman, y de la que, por estar ella misma trabajada, no alcanzan cuanto apetecen, usan sus privilegios de ciudadanía en satisfacer sus pasiones extranjeras, en propalar ideas nacidas en otras tierras de problemas extraños, y en valerse de la inesperada libertad para cumplir prontamente sus designios», en OC, T. 10, p. 160. En otro pasaje, al año siguiente, señala, igualmente convencido: «Esos alemanes, esos polacos, esos húngaros, criados en miserias y en la sed de sacudirlas, […] traían el odio del siervo, el apetito de la fortuna ajena, la furia de rebelión que se desata periódicamente en los pueblos oprimidos, el ansia desordenada de ejercitar de una vez la autoridad de hombres, que les comía el espíritu, buscando salida, en su tierra de gobierno despótico», en OC, T. 10, p. 452. Sólo dos veces el cubano parece esbozar otra mirada. Durante las huelgas de 1886, Martí alcanza a reconocer que entre los agitadores no había «sólo agitadores alemanes, no, sino también patriarcas americanos, hombres de buena fe y habla patriótica», e incluso había indicado como notorio que «el alzamiento viene de lo profundo de la conciencia nacional», OC, T. 10, p. 446. La otra ocasión es, por supuesto, «Un drama terrible», OC, T. 11, p. 338.

[22] «Esos trabajadores», dirá Martí, refiriéndose a los inmigrantes, «se trajeron a sus anarquistas, que no quieren ley, ni saben qué quieren, ni hacen más que propalar el incendio y muerte de cuanto vive y está en pie», Ibídem. Ante la muerte de Marx, había dicho: «Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres», en OC, T. 9, p. 338.

[23] OC, T. 11, p. 19.

[24] OC, T. 9, p. 15.

[25] Ibídem, p. 15-16.

[26] OC, T. 9, p. 432. Otro análisis de este texto, en Ramos, op. cit., pp. 159-175.

[27] OC, T. 9, p. 475.

[28] Señala Martí en 1883: «La vida en Venecia es una góndola; en París, un carruaje dorado; en Madrid, un ramo de flores; en New York, una locomotora de penacho humeante y entrañas encendidas. Ni paz, ni entreactos, ni reposo, ni sueño», OC, T. 9, p. 443.

[29] Tan tarde como en 1885, Martí todavía reitera este contraste. «No hay pecado latino que acá [en Estados Unidos] no haya, y con creces; pero hay en cambio virtudes y sistemas que no tenemos nosotros, ¡nacidos ¡ay! de padres que no fueron puritanos!«, OC, T. 10, p. 260.

[30] «Un domingo de junio», 1884, OC, T. 10, p. 62.

[31] Ibídem, p. 63.

[32] Ibídem, p. 225.

[33] Ibídem, p. 261.

[34] En Rodó, la muchedumbre es el antagonista por antonomasia de la reflexión y de la mirada interior. Martí en ningún caso me parece tan obsesionado con este tema. No obstante, puede argumentarse que existe en él cierta aprensión respecto al avance de esas masas que se organizan social y políticamente. De nuevo, es esclarecedor aquí el tono martiano de «Las grandes huelgas en Estados Unidos», en OC, T. 10, pp. 409-424. Habría que indagar más sobre este punto. La lectura retamariana, que ve en Martí un creciente radicalismo conforme la década avanza, me parece de todos modos temeraria.

[35] OC, T. 11, p. 83. Para la incapacidad del espíritu puritano, véase Ibídem, p. 84.

[36] Este tópico reaparece en forma reiterada durante los años 1886-1887. Una forma característica de ello es este fragmento, de febrero de 1887: «Lo más terrible de esta lucha es que, mientras los prudentes la afrontan y los demagogos la precipitan, aquellos que se consideran por su enorme fortuna como los magnates del país se concilian para defender sus privilegios y andan buscando jefe ¿Dónde está ya aquel respeto del americano por su ciudadanía, aquella fe inquebrantable en el ejercicio del libre albedrío, aquel orgullo de ver levantarse de la humildad a sus apóstoles y a sus cabezas? Fingen aún esas ideas, pero ya las abominan», OC, T. 11, p. 167.

[37] En las «Impresiones» de 1880, Martí había señalado que «un arado o una locomotora son, con verdadera gloria, los únicos blasones de las familias americanas […] Duras faenas y prosperidad por el propio esfuerzo son los únicos adornos de sus armas», en OC, T. 19., p. 117.

[38] OC, T. 11, p. 163.

[39] OC, T. 12, p. 155.

[40] Ibídem, p. 163.

[41] «Nótase un miedo creciente a que, si sigue como va, con su comercio desenfrenado y su política vendida, con su lujo vago y su egoísmo deforme, no pueda la República resistir, sin la energía de la libertad que desatiende, las tentaciones, las angustias, los crímenes acaso, de una riqueza que pone incautamente por encima de la libertad», en OC, T. 12, p. 155.

[42] «Mente latina», en La América (1884), OC, T. 6, p. 26.

[43] Patria, 22/9/94, OC, T. 6, pp. 26-27.

[44] Véase al respecto el artículo de Walicki, A.: «Socialismo ruso y populismo», en Hobsbawm, E., et al: Historia del marxismo, Barcelona, Bruguera, 1979, Cáp. 5. También, la compilación de T. Shanin: El Marx tardío y la vía rusa, Madrid, Revolución, 1990. Finalmente, aunque superficial, es a veces interesante Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, México, Siglo XXI, 1999.pp. 174-300.

[45] OC, T. 6, pp. 17-18. Un análisis más extenso de este punto, en Ramos, op. cit., cap. IX.

[46] OC, T. 6, p. 121.

[47] Véase, por ejemplo, el artículo «Congreso Internacional de Washington», en La Nación, 19/12/89, en OC, T. 6, pp. 46-54. En otra ocasión, Martí había dicho que «no augura, sino certifica, el que observa cómo en los Estados Unidos, en vez de apretarse las causas de la unión, se aflojan; en vez de resolverse los problemas de la Humanidad, se reproducen; […] en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y la miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia y renacen, amenazantes, el odio y la miseria». Para él, todo el mundo debía tener claras dos verdades evidentes: «el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos», en Marinello, op. cit., p. 121.

[48] OC, T. 6, p. 81.

[49] OC; T. 6, pp. 131 y ss.

[50] OC, T. 6, p. 159.

[51] «Cuaderno de apuntes N °5», 1881, en OC, T. 21, p. 164.

[52] «El poeta Walt Whitman», en OC, T. 13, p. 135.

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