El guerrillero más antiguo del mundo no se llama realmente Manuel Marulanda Vélez sino Pedro Antonio Marín. Asumió esa identidad en memoria de un dirigente sindical comunista asesinado por la policía. Tampoco ingresó a la guerrilla como marxista convencido sino como un adolescente que sobrevivía a una masacre oficial en la que pereció buena parte […]
El guerrillero más antiguo del mundo no se llama realmente Manuel Marulanda Vélez sino Pedro Antonio Marín. Asumió esa identidad en memoria de un dirigente sindical comunista asesinado por la policía. Tampoco ingresó a la guerrilla como marxista convencido sino como un adolescente que sobrevivía a una masacre oficial en la que pereció buena parte de su familia; sus compañeros de entonces tampoco eran comunistas sino liberales perseguidos por el régimen conservador. Su ingreso al Partido Comunista es posterior, y allí recibió toda la educación y formación que posee. Jamás ha pisado una gran ciudad; nunca ha caminado por las calles de Bogotá y su lenguaje sencillo que puede resultar molesto a algún intelectual constituye al parecer uno de sus mayores atractivos para los combatientes de las FARC y para quienes le apoyan y colaboran.
Su imagen de campesino mestizo, curtido en mil batallas, con su ya característica toalla guerrillera al hombro ha sobrevivido a casi medio siglo de guerra, a muchos gobiernos, a innumerables generales nacionales, a múltiples asesores extranjeros y a un sinnúmero de operativos que le daban por muerto.
La posibilidad de un intercambio humanitario de los presos que gobierno y guerrilla retienen en su poder vuelve a colocar a Marulanda en los primeros planos del debate político en el país y en el mundo. No solo es el presidente Hugo Chávez quien aboga por ese intercambio y por el inicio de un proceso de paz; a él se agregan ahora los gobiernos de Francia, Brasil, Ecuador, Bolivia y los 112 países que en reciente cumbre de los No Alineados han dado su total respaldo a la iniciativa.
La incomodidad del gobierno de Uribe no puede ser más evidente. En el fondo, aunque no se trata de un intercambio de prisioneros en toda regla, el acuerdo humanitario implícitamente coloca a las FARC en la condición de fuerza combatiente diluyendo -y mucho- la imagen creada por el gobierno que pinta a esta organización guerrillera con los trazos más oscuros: terroristas, narcotraficantes, secuestradores, asesinos y un largo etcétera de adjetivos que buscan negar su condición de insurgentes, ignorando a propósito que esta guerrilla tiene estructuras militares reconocibles, un programa social y político y unas bases sociales que podrán no ser multitudinarias pero resultan suficientes para no ser ignoradas. De otra parte, la legitimidad del gobierno tampoco parece tan diáfana a juzgar por la raquítica participación de la ciudadanía en las elecciones y por la intervención probada y criminal de los paramilitares en las mismas.
Uribe está preso de una dinámica que él mismo desató. Sembró el camino de dificultades negando a la insurgencia (ELN y FARC) toda otra salida que no sea la rendición completa, algo que solo es viable cuando esas fuerzas están derrotadas o debilitadas en extremo. Y este no parece ser el caso de los alzados en armas en Colombia. No le falta razón a quienes piden no solo el intercambio humanitario sino el pronto inicio de conversaciones serias que conduzcan a la paz. Ahora las autoridades de Bogotá, desbordadas por los acontecimientos, se atrincheran en dos condiciones que de mantenerse inalterables pueden frustrar los esfuerzos de Chávez y los deseos de la inmensa mayoría ciudadana: negarse en redondo a cualquier despeje territorial para adelantar las negociaciones sobre el intercambio humanitario y exigir que quienes salgan de las cárceles no regresen a las filas guerrilleras.
En cuanto a lo primero, el rechazo oficial al «despeje» alegando que significa ceder la soberanía territorial, resulta todo un sarcasmo si se considera que la guerrilla está presente y controla amplias zonas del país, que los paramilitares hacen lo propio y que el Estado, como tal, apenas existe para millones de personas en este país. En realidad este rechazo rotundo de Uribe es tan solo una excusa para impedir que las FARC adquieran la naturaleza de «fuerza beligerante». Sería un golpe decisivo a su política de «seguridad democrática» (que excluye todo arreglo que no sea la rendición) y abriría las puertas a la negociación reconociendo tácitamente la naturaleza política de la guerrilla. Y negociar es lo que la clase dominante colombiana no desea; negociar significa aceptar reformas y para eso no ha existido nunca la menor disposición. Ni en éste ni en anteriores procesos de paz.
En cuanto a lo segundo, exigir la renuncia a las armas a los guerrilleros que se ponga en libertad, plantea nuevas dificultades y no pocas paradojas puesto que quien renuncia a su condición de insurrecto y se acoge a la ley no necesita formar parte de un contingente de intercambio y saldrá libre automáticamente. Si deja de ser guerrillero pierde su condición de intercambiable.
El proceso de intercambio humanitario está entonces cargado de incertidumbres por la variedad y oposición de los intereses en juego. No son pocas las fuerzas que conspiran contra la paz desde el mismo gobierno y desde sectores decisivos de la clase dominante del país, y por supuesto desde Washington, tan comprometido en la guerra colombiana y tan interesado en mantener su relación privilegiada y de dominio sobre Bogotá. Además, que en el proceso de una paz posible y deseada por tantos sea precisamente Hugo Chávez quien juegue un papel destacado contraviene de lleno las políticas estadounidenses que buscan aislar a Venezuela del resto del continente y de ser posible derribar su actual gobierno.
Pero también hay razones para el optimismo. En el fondo, las objeciones pueden solventarse fácilmente si existe voluntad política y disposición. Como muchos señalan – por ejemplo la misma Iglesia Católica tan poderosa e influyente en Colombia – se puede buscar una fórmula intermedia para el desarrollo de las conversaciones, realizando contactos simultáneos en el país y en el extranjero. En Colombia no sobrevendrá en cataclismo si se declara «zona especial» a algún lugar comúnmente acordado en donde ambas partes -gobierno y guerrilla- establezcan los contactos y adelanten las gestiones para el intercambio, previo retiro de cuerpos armados y bajo la supervisión y garantía de países amigos. El intercambio puede combinar soluciones que supongan tanto territorio nacional como países amigos en condiciones tales que se satisfaga a ambas partes. En este país de juristas ilustres no faltará quien con imaginación encuentre la formula legal precisa para romper el nudo gordiano y quien proponga la solución feliz para que todos ganen. Si el intercambio se asocia desde el comienzo con el proceso de paz, los obstáculos mencionados se pueden superar con relativa facilidad; sobre todo los referidos a la suerte futura de los guerrilleros que salgan de prisión.
Un conflicto que parece irresoluble podría no serlo si existe voluntad para ello. La persistencia de la lucha armada en Colombia no ocurre por maldición bíblica o en razón del espíritu especialmente belicoso de sus habitantes sino por condiciones sociales y políticas que sustentan un régimen violento de ventajas y discriminaciones aberrantes. Desde esta perspectiva es obvio que la mayor responsabilidad corresponde a la clase dominante del país, beneficiaria de tan sólido entramado de privilegios. Si esto no sucede, tendrá que ser la iniciativa de la propia ciudadanía la que imponga las soluciones, ya sea en las urnas o mediante un vigoroso movimiento de desobediencia civil.
Si en su día se hubiese realizado la moderada reforma agraria propuesta por el presidente Lleras Restrepo el latifundio improductivo habría sufrido un fuerte golpe, se habría democratizado la propiedad del suelo en un país entonces básicamente agrario, se habría ampliado y dinamizado el mercado interno, se habría influido positivamente en el caótico proceso de urbanización que el país soporta y Manuel Marulanda sería un inofensivo anciano, relatando lejanas proezas a sus nietos en las tardes brumosas de su retiro andino.