Intervención del autor en el espacio «Balcón Latinoamericano», que organiza mensualmente el Programa FLACSO-Cuba en la Casa del Alba Cultural, La Habana, 9 de mayo de 2018.
Quiero celebrar con ustedes este bicentenario de Marx reviviendo el recuerdo de Fernando Martínez y de los caminos que, entre temperaturas superiores a los 30º C, por una parte, y el riesgo de la incomprensión, unos jóvenes universitarios cubanos, envueltos decididamente en el proceso, estudiaron y se esforzaron para explicar la cercanía de aquel gigante del pensamiento a la transformación revolucionaria de nuestras realidades (en lugar de interpretarlas convirtiendo sus palabras en recetas).
En el mundo de los 60 no era posible hablar de un solo marxismo. Esa debió ser la primera constatación. Había transcurrido un siglo de la creación de aquel decisivo descubrimiento que haría de la comprensión de la sociedad un sólido saber (gnosis,decían los griegos) más que una opinión, (doxa), circunscrita al territorio de la ideología. Fallecido Marx, las lecturas de sus seguidores quedaron sin el interlocutor y la diversidad se impondría, como era normal que sucediera, en los juegos de la historia. Es una regularidad propia del pensamiento social y lo será siempre.
El excelente filme que acaba de exhibirse sobre Marx y Engels durante el período de formación de sus teorías, desde el encuentro entre ambos hasta el Manifiesto Comunista, muestra bien la aspereza del Moro hasta cuando discrepaba de su más fiel amigo y colaborador, como sucedió con la versión inicial del Maniesto… redactada por este último.
Inútil sería especular hoy sobre cómo hubiera sido el debate de Marx con sus sucesores (con Kautsky y Plejanov, pero también con Lenin, Rosa, Trotsky, y qué no decir de Stalin). Aunque también sería ingenuo creer que se reconocería en mucho de lo que ellos dijeron o hicieron.
En el siglo XX el peso del marxismo de Lenin (cuyo análisis también comenzó con seriedad Pensamiento Crítico) se levantaba sobre cualquier otra posición, o tendencia, con el aval indiscutible que le daba a su vida y su obra la victoria bolchevique. Y a partir de ella, la empresa de patrocinar la primera construcción socialista inspirada íntegramente -y con el mismo celo de los fundadores- en la crítica de Marx al capital y en su concepción de la revolución. Digo la primera porque en la Comuna de París confluían con mayor presencia el anarquismo y las demás corrientes socialistas. No obstante, Marx asumió la Comuna como creación «de nuestro partido» (manifiesto tercero sobre La guerra civil en Francia). Y puso sin vacilar todas sus energías en función de apoyarla, pero sin ignorar que no era una criatura orgánica de sus tesis sobre el proyecto revolucionario.
En Cuba, como en el resto de la América Latina, en la primera mitad del siglo XX, los ideales socialistas se extenderían bajo el influjo bolchevique, con el patrocinio de la III Internacional -la comunista- que Lenin fundara con tal propósito. Y después de su muerte, lamentablemente temprana, desde el diseño de poder introducido por Stalin y el aparato que conformó para sostenerlo bajo el halo de la presunta sucesión de Lenin.
En el plano teórico el socialismo marxista llega, para el pueblo cubano, en los años de la Revolución victoriosa, a través del lenguaje (y la conceptualización) del socialismo soviético, y no podía ser de otro modo. En el plano político, proclamado el socialismo en abril de 1961, se adoptaba con mirada más abierta que en el Este estaliniano (que persistió a pesar del XX Congreso). Y esa diferencia es lo que vimos expresarse, en el mismo año, en aquella afirmación de Fidel: «Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada», dicha sin contradicción aparente con el canon de Moscú. Así trató de reglar Fidel la relación entre teoría y práctica en nuestra utopía socialista, para la creación, para el pensamiento y para la acción.
Paralelamente el sistema de escuelas políticas que acababa de fundarse, difundía el pensamiento marxista a través de los manuales soviéticos y de otras lecturas manualizadas. Pero una teorización más original, que destacara la diversidad en la agenda ideológica, no existía. Las figuras más audaces de la generación fundadora del socialismo cubano, que dejaron su huella en la frustrada Revolución del 30, fueron criticadas por su propio partido como indisciplinadas (como fue el caso de Mella), e incluso marginadas (como lo fue Raúl Roa, para mi gusto el pensador marxista más vital de los que sobrevivieron del 30 para conectar con la Revolución de 1959).
Pero en los sesenta se hacía urgente conectar con el marxismo -sorteando los prejuicios de años de propaganda anticomunista- a un pueblo que traía a Martí en el alma, y que había aceptado el socialismo en un rapto emocional, aun si el peso de la evidencia práctica certificara el acierto. Y el cuerpo teórico que lo había sistematizado (el marxismo con que contaba el país) era de hechura soviética. Recibido ahora junto con la solidaridad eficaz y temprana hacia nuestro proyecto revolucionario, frente a la implacable amenaza imperial contra una Cuba soberana. Konstantinov (y Kusinen, Afanasiev, Yajot , Nikitin, Rosental) y otros entraron en las aulas con tarjeta de crédito ilimitado en nuestra nueva academia). Era la pedagogía en que Moscú daba por consagradas las ideas de Marx, Engels y Lenin.
Rectifico, crédito ilimitado tampoco fue. Pero los límites al crédito aparecieron por la vía política (como era normal seguramente), y no desde la teoría. En el año 1962 se reveló un tutelaje de la embajada de la URSS cuando se desenredaba la deformación que calificamos de «sectarismo» en el proceso de integración de las tres fuerzas revolucionarias en un partido vanguardia. Cuba ya había acogido, sin embargo, la proposición de las instalaciones coheteriles soviéticas en la isla. Las discrepancias volverían a hacerse sentir, con más fuerza aún, solo unos meses después, cuando el Kremlin negoció bilateralmente con Washington la retirada de los cohetes, sin siquiera tomar en cuenta los «cinco puntos» que Fidel reclamaba desde Cuba. Supimos desde entonces que iba a ser una solidaridad condicionada. Aquel espíritu esencial, genuinamente martiano, de autenticidad e independencia del proyecto cubano no podía dejar de buscar expresión en el campo del quehacer teórico.
Probablemente nuestras diferencias de esos años sobre la estrategia de solidaridad hacia la lucha armada en los países dependientes, haya sido el más visible de los diferendos entre una política y la otra, y en consecuencia entre una y otra agenda teórica. Pensamiento Crítico procuraba servir -y fue explícita en ello- a la proyección cubana: fue su prioridad.
Esa identidad distintiva se manifestaba sobre todo en discursos y frecuentes reflexiones de Fidel a lo largo de los 60, y en el caso del Che más explícitamente, sobre todo al resumir un inventario sustantivo de ideas críticas en su memorable meditación sobre El socialismo y el hombre en Cuba, tan admirada y leída como insuficientemente digerida, aun después de que la historia le diera razón a lo esencial de su crítica.
Con ello quiero reiterar solamente que el curso que tomó el grupo de K 507, dentro de la Universidad de La Habana, no fue incidental ni caprichoso. Tampoco se mantuvo homogéneo, aunque yo diría que fue común percatarnos de la necesidad de avanzar senderos de búsqueda, análisis y discusión teórica. Que la originalidad no atentara contra la ortodoxia, marcaba una dirección; admitir la legitimidad de la herejía, marcaba la otra. Creo que legítimas las dos. Los más herejes rechazamos el hábito de atribuir rango de principio a todo enunciado de Marx, Engels o Lenin. Nos aproximamos sin prejuicios, y no pocas veces nos identificamos con manifestaciones del «marxismo occidental» que la ortodoxia consideraba incompatibles a priori, u objetables, a menudo de oficio.
La proyección de Fernando de estudiar y enseñar el marxismo a través de su historia se impuso en el grupo y adoptamos, al hacerlo, el razonamiento crítico hacia los esquemas en que nos habían instruido. Seguramente cometimos errores en valoraciones puntuales, pero también los discutíamos y creo que mostramos capacidad para rectificar, como corresponde a quien asume riesgos a consciencia.
Nunca llegamos a aplicar a nuestro propio experimento socialista cubano un rasero crítico análogo al que adoptamos, en aquel tiempo, en el manejo de la historia, y fue seguramente una insuficiencia. Pienso que no habíamos alcanzado la madurez necesaria para hacerlo. Reconozco a la vez que, de haber llegado a ese punto, las interdicciones habrían sido aún más severas. No me extrañaría que una de las preocupaciones que indujo la disolución y las proscripciones consecuentes hayan respondido a esta preocupación.
Desde su nacimiento la revista Pensamiento Crítico, en su orientación, se hacía expresiva de la comunicación que pensábamos necesitaba nuestro proyecto. «Con Pensamiento Crítico nuestro grupo hizo realidad su propósito de comunicarse muy ampliamente (…) Por eso el tema de los movimientos revolucionarios fue una línea principal de la revista». Ya en el primer número publicamos un artículo con el que teníamos discrepancias de contenido importantes, y lo aclaramos, pero pensábamos que había que publicarlo. Eso sucedió más de una ocasión, Fernando lo recordaba así al conmemorarse los 40 años de la revista:
«Lo publicamos y ocupa la tercera parte del número. Porque si nada más existe lo que pensamos nosotros estamos perdidos. Entre otras cosas porque es mentira que siempre se tenga toda la razón».
Siempre apuntamos que Pensamiento Crítico no era exactamente una revista de pensamiento, pero no escatimaba la oportunidad de publicar temas de pensamiento. En la antología de la revista que preparó Fernando para la Editorial Oriente en 2010, además de los títulos de Aníbal Quijano, Rui Mauro Marini, André Günder Frank y otros sobre la América Latina, una selección de trabajos estrictamente de pensamiento contiene textos de Paul Baran y Paul Sweezy, Ernest Mandel, Oscar Lewis, Herbert Marcuse y Paul Ricoeur, a continuación de la nota de presentación del número 41 de la revista, sobre el cual me detendré de manera especial.
No me atrevería a referirme a él como el más importante de todos, pues estimo que logramos algunas entregas excepcionales, como la dedicada a José Martí, con dos contribuciones originales, de profesores del Departamento de K, que quedaron inscritas en los estudios martianos (de Ramón de Armas y Pedro Pablo Rodríguez), y el dossier sobre la revolución del 30, verdaderamente antológico. Por citar dos que fueron preparados también por Fernando. Siempre nos distribuíamos la responsabilidad de la preparación de los números entre los miembros del Consejo de Dirección. Pero me parece imprescindible que me detenga ahora en el 41, correspondiente a junio de 1970.
Fue por primera y única vez que decidimos dedicar un número de Pensamiento Crítico al marxismo, por considerar que es «la ideología política más importante del mundo actual», como afirma Fernando Martínez desde las primeras líneas de la introducción. Y porque ya lo considerábamos una necesidad del colectivo, que había comenzado a madurar conocimientos como para unir algunas miradas propias y textos fundamentales de la tercera generación de pensadores marxistas, insuficientemente conocidos por no atenerse al canon. El número lo abren dos contribuciones cubanas, una de Fernando y otra de Jorge Gomez Barranco, que suman 75 páginas, y lo completan en otras 155 el capítulo central de Marxismo y filosofía de Karl Korsch y «La conciencia de clase», tercer capítulo de Historia y conciencia de clase de Gyorgy Lukacs, publicados los dos en 1923, y que permanecieron desconocidos por muchos años para numerosos marxistas. También nos anticipa Fernando sobre los autores, que «uno abandonó el movimiento revolucionario (Korsch) y el otro (Lukacs) claudicó en sucesivas autocríticas que no ayudaron en nada al desarrollo del sentido de los deberes del intelectual comunista en la dictadura del proletariado».
La inclusión de Korsch despertó una crítica censora, no por lo que decía sino por tratarse de un renegado. Ningún pensamiento podía admitirse de quien terminaba rompiendo con el partido o con las tesis canonizadas. En tanto Lukacs había ganado indulgencias suficientes gracias a sus autocríticas (dos, la de 1924 por esta importante y original obra, y la de 1957, por haber participado en el «círculo Petofi» en el contexto de la insurrección de Budapest).
En el trabajo publicado, Korsch subraya, entre otras cosas, que «Marx y Engels liquidaron en aquel momento (el de las Tesis sobre Feüerbach) su conciencia filosófica de otros tiempos mediante una crítica de la filosofía posthegeliana en su totalidad», y desarrolla la comprensión del marxismo como teoría centrada en la revolución social, para la cual la crítica del capital deviene instrumento (tesis que Fernando Martínez ha defendido también con rigor). Korsch reconoce así que «el Manifiesto comunista es, naturalmente el mejor testigo de esta forma primitiva de la teoría marxista en su aspecto de la revolución social».
En tanto, Lukacs se plantea en este ensayo la delimitación de la conciencia de clase proletaria ante el problema del poder, a partir de la pregunta de si es un problema que responde a una cuestión sociológica general o si tiene para el proletariado un significado del todo diferente. Y, a continuación, en una segunda pregunta, «si su esencia y su función forman una unidad o bien se pueden distinguir también en ellas gradaciones y capas». Es un discurso que le conduce a una problematización en torno a las relaciones de poder, en las cuales el Estado ejerce un «ocultamiento (sic.) de la conciencia de clase».
Me he detenido muy brevemente ahora en ambos textos, en ideas que creo sustanciales para identificar su valor, consciente de que son mucho más ricos de lo que puedo sintetizar, simplemente para mostrar que en los dos casos se puede observar que son manifestaciones de un tratamiento no esquemático, y hasta perfectamente aceptable incluso desde la ortodoxia. Por supuesto, de una ortodoxia del método, que no del sistema, la cual Lukacs defiende brillantemente frente al dogma en el primer capítulo del propio libro, el cual tituló «¿Qué es el marxismo ortodoxo?» Se podría estimar que no eran indispensables estos autores, que se pudo acudir a otros. Pero de todos modos me parece innegable que valen para mostrar la riqueza de una reflexión ignorada, o repudiada por el dogma soviético. Susceptibles de crítica, claro, pero no de censura.
El artículo de Fernando, «Marx y el origen del marxismo», ensaya un recorrido con Marx, en el cual consigue demostrar que lo que hacía utópico al socialismo de Proudhon, como al de los que le precedieron, y a otros que le siguieron con desfase, fue que no pudieran explicarse claramente el advenimiento de su entelequia como un hecho histórico, alcanzable solo a partir de la conciencia de clase. Percibe en la Ideología alemana la obra liminar del marxismo (principalmente en los capítulos dedicados a la crítica de Feüerbach y Stirner), y se detiene en un análisis de las once Tesis sobre Feüerbach, que merece atención también ahora. Volver a estas tesis, que siguen reclamando reflexión y debate, se me hace siempre una necesidad cuando se discute de la naturaleza misma del cuerpo teórico del marxismo y su formación.
No recuerdo que el ensayo de Fernando haya sido directamente objetado con argumentos teóricos, como sí lo fue el de Jorge Gómez Barranco, titulado «Los conceptos del marxismo determinista», con el cual confieso que tuve y conservo muchos criterios afines. Aun si era un trabajo de juventud, menos madurado que el de Fernando. Comparto la tesis de una superación de la clásica antítesis ser-conciencia (materia-espíritu, objeto-sujeto) por Marx, que infiere igualmente Merleau-Ponty, y que admito que Jorge no argumenta suficientemente. Y a partir de ella, una mirada distinta a la idea de la confrontación entre materialismo e idealismo hipostasiada en términos del «problema fundamental». No lo manejaría sin embargo como una desestimación del problema sino como una relativización: no dudo en reconocerlo como fundamental, pero no como el único, no absoluto, ni como disyuntivo en todos los casos.
Me excuso por no extenderme ahora. Y aprovecho este paréntesis para añadir - recordando una pregunta reciente- que por estas y otras consideraciones consecuentes, pienso que una carrera de Filosofía, que se quiera marxista, tiene que serlo de Filosofía a secas y no de Filosofía marxista. Porque el solo hecho de tratar de serlo, de modo distinto, la distancia, de entrada, del marxismo.
Para mí se trata de un problema que la definición de la praxis, desde las Tesis…, y no la objetividad, como criterio de la verdad (la Lingüística la distinción, años después, entre dimensión semántica y pragmática del lenguaje), fija su «diferencia con el materialismo anterior», según ellos mismos afirmaran. Lo cual resultaba en rigor -pienso yo- su diferencia con el materialismo como tal.
Me limité aquí a uno de los planteos fundamentales de Jorge, pues hay varios muy polémicos, y tuvo al menos un contendiente. Fue Humberto Pérez, economista de sólida formación filosófica soviética, entonces teórico de las Escuelas de Instrucción Revolucionaria -el más brillante a mi juicio- con quien yo había polemizado sobre los manuales de filosofía, quien nos entregó un artículo duramente crítico, que tituló «¿El marxismo de Barranco o el barranco del marxismo?». Después de leerlo pensé, como pienso hoy, que debimos haberlo publicado y abrir con él una polémica sobre el marxismo que probablemente nos hubiera enriquecido a todos. Pero la decisión, que vino de arriba como ha sido habitual en el socialismo, fue zanjar la polémica en una discusión a puerta cerrada, a la cual el criticado no fue invitado y el crítico salió con el disgusto de no haber sido publicado. Fue censurado increíblemente, y nosotros nos convertimos, sin quererlo, en partícipes de la censura.
Cuando esto sucedió ya había pasado septiembre del 70, y el Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico habían sido acusados de diversionismo ideológico. Pasamos casi un año tratando de hallar una fórmula que no nos arrasara, pero esos empeños se frustraron de algún modo, o de varios.
Poco después Humberto Pérez iba a dirigir la JUCEPLAN y la economía cubana durante 15 años más o menos y llegó al Buró Político del Comité Central del Partido Comunista. En tanto Jorge Gómez se haría famoso con su grupo Moncada, haciendo de su vocación musical su profesión definitiva, y con méritos que incluso le han llevado a sentarse en la Asamblea Nacional del Poder Popular ANPP como diputado.
Yo me quedé lamentando de todos modos la polémica en que no pude participar porque no se dio. Y termino diciéndoles que este numero 41 de Pensamiento Crítico merecería aún hoy lectura y debate, sobre todo por otras generaciones que serán más críticas que la mía, pero que sin dudas le sacarán también más provecho.
Fuente: http://medium.com/la-tiza/marx-mart%C3%ADnez-d0e9204ee10f