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En el bicentenario de Marx

Marx y Engels y el papel de la violencia y las guerras en la historia

Fuentes: Viento Sur

No es fácil encontrar en las reflexiones de los fundadores del marxismo un cuerpo coherente de pensamiento sobre las guerras y su función en la historia, aunque de ellas se haya desprendido la idea central, un tanto simplificada, de que las consideraran «parteras de la historia». Esa dificultad no era casual sino que se debía […]

No es fácil encontrar en las reflexiones de los fundadores del marxismo un cuerpo coherente de pensamiento sobre las guerras y su función en la historia, aunque de ellas se haya desprendido la idea central, un tanto simplificada, de que las consideraran «parteras de la historia». Esa dificultad no era casual sino que se debía a que daban preeminencia en sus escritos al desarrollo de una crítica de la economía política y de una teoría social emancipatoria que finalmente quedaron inacabadas. En cualquier caso, existen en sus escritos suficientes comentarios y aportaciones que permiten exponer cuál fue su evolución intelectual y política sobre esta materia.

1. «Acumulación originaria» de capital, violencia y Estados

Sus consideraciones sobre la violencia son numerosas en sus obras. Ese término es usado, además, muchas veces como sinónimo de «fuerza»  1/ y «poder» para así relacionarlo mejor con su teoría general. En líneas generales, la violencia aparece como un medio en el que se apoya el desarrollo de las fuerzas productivas a lo largo de la historia para poder avanzar y superar las trabas de las sucesivas relaciones de producción que se han ido estableciendo. No obstante, precisan esa visión reconociendo que no se trata de un medio más sino que ha sido y puede ser un acelerador de ese proceso, por lo que no llegan a ubicarla bien dentro de su concepción más global. Así, las guerras no serían más que la manifestación extrema de esa violencia en los conflictos que tanto entre los Estados como dentro sus territorios respectivos o en su expansión colonial han ido e irán surgiendo.

Un comentario que hace Marx en los Grundrisse (1857-1858) se remite incluso a los orígenes de la historia de la humanidad: «La guerra fue desarrollada antes que la paz; modo como mediante la guerra y en los ejércitos, etc., se desarrollan ciertas relaciones económicas, como trabajo asalariado, maquinaria, etc., antes que en el interior de la sociedad civil. También la relación entre la fuerza productiva y las relaciones de tráfico se presenta de forma particularmente visible en el ejército» (Marx, 1978: 33). Una argumentación similar aparece en una carta que Marx dirige a Engels en 1857, en la cual considera la historia de los ejércitos como una ilustración de su teoría materialista del progreso precisamente porque es reflejo de «la conexión entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales. El Ejército es en general de gran importancia en el desarrollo económico. El salario, por ejemplo, se desarrolló por primera vez en el ejército de la Antigüedad»  2/ .

Pero es en El Capital donde encontramos una mayor claridad en la visión de la violencia como medio al servicio del desarrollo de las fuerzas productivas y, en concreto, del surgimiento del capitalismo. La necesidad de polemizar contra la economía política liberal y su visión pacífica del capitalismo obliga, además, a poner el acento en aquel factor. Así, en su famoso capítulo sobre «la llamada acumulación originaria» Marx sostiene: «En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia. En la economía política, tan apacible, desde tiempos inmemoriales ha imperado el idilio. El derecho y el ‘trabajo’ fueron desde épocas pretéritas los únicos medios de enriquecimiento, siempre a excepción, naturalmente, de ‘este año’. En realidad, los métodos de la acumulación originaria son cualquier cosa menos idílicos». Más adelante añade: «La expropiación de los bienes eclesiásticos, la enajenación fraudulenta de las tierras fiscales, el robo de la propiedad comunal, la transformación usurpatoria, practicada con el terrorismo más despiadado, de la propiedad feudal y clánica en propiedad privada moderna, fueron otros tantos métodos idílicos de la acumulación originaria. Esos métodos conquistaron el campo para la agricultura capitalista, incorporaron el suelo al capital y crearon para la industria urbana la necesaria oferta de un proletariado enteramente libre» (Marx, 1998: 892 y 917-918).

La descripción que Marx hace en ese mismo capítulo del proceso derivado de la acumulación originaria en las colonias viene a demostrar, desde su punto de vista, que los métodos empleados por el capitalismo para abrirse paso en la historia se apoyan en «la más avasalladora de las fuerzas», con lo cual subraya la función de medio y acelerador de la historia que ejerce la violencia: «Los diversos factores de la acumulación originaria se distribuyen ahora, en una secuencia más o menos cronológica, principalmente entre España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra (…). Estos métodos, como por ejemplo el sistema colonial, se fundan en parte sobre la violencia más brutal. Pero todos ellos recurren al poder del Estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones. La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica» (subrayado por el autor) (Marx, 1998: 939-940).

Es precisamente en su análisis del colonialismo donde la violencia que acompaña al desarrollo de las fuerzas productivas y a la expansión capitalista europea por el planeta es vista como un instrumento, en cierto modo inevitable, que contribuye decisivamente al progreso en esas nuevas tierras, si bien la condena de los métodos empleados irá obligando a Marx, no sin contradicciones, a apoyar las revueltas anticoloniales que surgen en su tiempo.

Su conclusión no deja ya dudas: «Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies» (Marx, 1998: 950).

Sin embargo, pese al esbozo de una relación más estrecha entre lo económico y lo militar por parte de Marx, la obra Anti-Dühring, escrita por Engels en 1878, aparece como un intento de reafirmación de la ortodoxia que pretende establecer su autor sobre esta materia frente a las tesis del profesor Dühring, firmemente convencido de que «la formación fundamental y las dependencias económicas no son más que un efecto o caso especial y, por tanto, siempre hechos de segundo orden». Engels, en cambio, sostiene que «el poder, la violencia, no es más que el medio, mientras que la ventaja económica es el fin»; y añade, para que no quepan dudas, que en la medida que el fin es «más fundamental» que el medio aplicado para conseguirlo, en esa misma medida es en la historia más fundamental el aspecto económico de la situación que el político» (Engels, 1978: 152-153).

Esta respuesta de Engels se apoya en un recordatorio de la historia de la humanidad desde las comunidades primitivas hasta el advenimiento de la sociedad burguesa. Mediante ese recurso aspira a demostrar que siempre han sido el desarrollo de las fuerzas productivas y las necesidades económicas de determinados grupos sociales los factores determinantes, mientras que el tipo de armamento y los ejércitos han sido sólo el resultado de esos procesos. Sin embargo, el mismo autor reconoce en la misma obra que la introducción de la pólvora y las armas de fuego en Europa a partir del siglo XIV «tuvo efectos radicalmente transformadores no sólo en el arte mismo de la guerra sino también en las relaciones políticas de dominio y vasallaje». Incluso, refiriéndose ya a su época, observa: «El ejército se ha convertido en finalidad principal del Estado, ha llegado a ser un fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a Europa» (Engels, 1968: 163).

La idea de la violencia y, por tanto, de las guerras como medio recorre también muchas páginas de El origen de la familia, la propiedad privada y del Estado, escrita por Engels en 1884, especialmente cuando se refiere al tránsito de la barbarie a la civilización, llegando a hablar de aquéllas incluso como una «industria permanente», ya que contribuyen a aumentar la riqueza económica de quienes se benefician de su uso».

Pero es en los Estados donde se concentra precisamente la función de la violencia, puesto que, recogiendo lo ya escrito en el Manifiesto del Partido Comunista, el poder político es la «violencia organizada de una clase para la opresión de otra». Engels ofrece en la obra antes citada una visión más sistemática cuando sostiene: «Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase y, como al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es por regla general el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante que, con ayuda de él, se convierte también en la clase económicamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida»; empero, matiza luego esta visión meramente instrumental cuando observa que «por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra» (Marx y Engels, 1981: 346).

En ese mismo trabajo Engels va más allá y resalta cómo tras la experiencia de las revoluciones europeas de 1848-49, la guerra franco-prusiana de 1870-71 y la Comuna de París de 1871, la institución de la fuerza pública se refuerza tanto por los antagonismos de clase internos como «conforme los Estados vecinos se van haciendo más poderosos y más poblados»; y añade que esos dos factores han hecho que en la Europa de 1884 la fuerza pública amenace con «devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo» (Marx y Engels, 1981: 345).

Pero, además, esos Estados se han ido configurando como Estados nacionales a lo largo de una historia agitada y llena de conflictos internos y externos. Esta tesis es ampliamente desarrollada por Engels en El papel de la violencia en la historia, escrito en 1888: «Desde fines de la Edad Media, la historia trabaja en el sentido de constituir en Europa grandes Estados nacionales. Sólo estados de ese tipo forman la organización política normal de la burguesía europea en el poder y ofrecen, a la vez, la condición indispensable para el establecimiento de la colaboración armoniosa entre los pueblos, sin la cual es imposible el poder del proletariado. Para asegurar la paz internacional es preciso primero eliminar todos los roces nacionales evitables, es preciso que cada pueblo sea independiente y señor en su casa. Y, efectivamente, con el desarrollo del comercio, de la agricultura, de la industria y, a la vez, del poderío social de la burguesía, el sentimiento nacional se había elevado en todas partes y las naciones dispersas y oprimidas exigían unidad e independencia» (Marx y Engels, 1981: 396-397).

Vemos, por tanto, que la configuración de un sistema de Estados nacionales en Europa es vista como condición para avanzar hacia la paz y como el marco más adecuado para que la clase trabajadora pueda plantearse su aspiración a tomar el poder. Sin embargo, las revoluciones de 1848 marcan un antes y un después, lo cual le lleva a concluir que desde entonces «En política no existen más que dos fuerzas decisivas: la fuerza organizada del Estado, el ejército, y la fuerza no organizada, la fuerza elemental de las masas populares» (Marx y Engels, 1998: 418). Esto no ha impedido, como observa el mismo Engels en el trabajo citado, que continúen las tensiones entre los distintos Estados nacionales en Europa, especialmente entre Francia y Alemania en torno a Alsacia-Lorena, precisamente en función de su pretensión de llevar a cabo sus proyectos respectivos de nacionalización de las poblaciones y delimitación de sus territorios fronterizos, como ejemplifica sobre todo la guerra franco-prusiana de 1870-1871.

2. Internacionalismo proletario y «guerras justas»

La teoría materialista de la historia y su tesis de que la clase trabajadora constituye la nueva clase revolucionaria capaz de crear una sociedad sin clases constituyen el fundamento del nuevo internacionalismo que aspiran a impulsar Marx y Engels. En un primer momento esa concepción tiene rasgos cosmopolitas pronunciados pero muy pronto tiene que diferenciarse tanto del antinacionalismo de los proudhonianos franceses como de formulaciones que van apareciendo en los programas de la socialdemocracia alemana.

Pero ese internacionalismo plantea un problema de coherencia con su interpretación antes expuesta sobre la preferencia del marco de los grandes Estados nacionales como el más adecuado para avanzar hacia la revolución. Esa relativa tensión entre ambos ejes quedaba ya reflejada en párrafos del Manifiesto Comunista que han sido y siguen siendo polémicos, como es el caso del siguiente: «Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no tienen. Puesto que el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués (…). En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra» (Marx y Engels, 1997: 50)  3/ .

Ese internacionalismo se enfrenta, por tanto, al de la burguesía pero tiene en cuenta las ventajas que le ofrece el desarrollo de ésta en los «países civilizados» para allanar el camino hacia la desaparición de los antagonismos nacionales, según los autores de este histórico documento, escrito en vísperas de las revoluciones que recorren Europa durante 1848 y 1849.

La aspiración a convertir al movimiento obrero en «la sexta potencia» es patente tras la crisis de la Santa Alianza a raíz de la guerra de Crimea y se expresará con rotundidad en el Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores, publicado en 1864 y redactado por Marx. En él se proclama el deber de los trabajadores de «iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla en caso necesario, por todos los medios de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones».

Sin embargo, en el período que transcurre desde 1848 hasta 1864 la visión que mantienen sobre los distintos Estados nacionales europeos no estará exenta de ambigüedades y contradicciones. Así, su distinción entre naciones «civilizadas» y «bárbaras», o «con historia» y «sin historia», heredada de Hegel, les lleva a poner en primer plano la lucha contra el zarismo ruso, considerado el bastión de la reacción europea: en cualquier conflicto en el que esté comprometido este régimen, la razón estará, según ellos, en la parte adversaria. Esa misma división entre aquellas naciones que tienen derecho a constituirse en Estados y las que, como las eslavas (frente al «paneslavismo democrático» que sostiene Mijail Bakunin), no lo tienen, les conduce a justificar las guerras de las grandes potencias contra las pequeñas, con dos excepciones importantes: Irlanda y Polonia  4/ .

De esta forma se va sistematizando una teoría marxista sobre las «guerras justas». En primer lugar, lo serían «aquéllas a las cuales se obliga a un pueblo en virtud de la opresión interna y la invasión externa»; en segundo lugar, las de las «naciones revolucionarias frente a las «contrarrevolucionarias», sobre todo si detrás de ellas se encuentra el zarismo ruso. A partir de ahí, las guerras defensivas serían justificables pero no las ofensivas, ni siquiera cuando fueran emprendidas por un proletariado triunfante. En cualquier caso, introducen un criterio importante: la existencia de una causa justa en la guerra de una nación civilizada no significa que el partido obrero deba identificarse con el gobierno de su propio país y cerrar filas con él. Podemos verificar todo esto con algunos ejemplos.

En sus artículos de juventud en la Neue Rheinische Zeitung tanto Marx como Engels llegan a sostener la necesidad de una guerra popular alemana contra Rusia, al igual que el derecho a la dominación de los alemanes y húngaros sobre los pueblos eslavos del sur. El mismo hilo conductor de «civilizados» contra «bárbaros» sirve de argumento a Engels para su apoyo a la guerra de Alemania por la anexión de Schleswig frente a Dinamarca en 1848.

La convicción fuertemente arraigada en ellos de que un Estado nacional consolidado tampoco debe entorpecer el proceso de formación de otros similares «civilizados» les lleva, sin embargo, a mostrarse contrarios a una intervención extranjera en casos como los de España e Italia. En el primero Marx considera, sin embargo, que en ninguna parte como en ese país se refleja con tal intensidad el fenómeno de «la impronta de la regeneración mezclada con la de la reacción» (Marx y Engels, 1970: 80), inherente a todas las guerras por la independencia contra Francia; mientras que en el segundo, con ocasión de la guerra de 1859, se muestra favorable a la colaboración militar alemana con Italia frente a Francia por el temor a la hipótesis de una alianza de este país con Rusia.

Irlanda y Polonia constituyen, en cambio, situaciones especiales, bien por relaciones de dependencia colonial, bien por estar bajo la ocupación de otros países. Por eso ambos casos son objeto constante de preocupación y denuncia desde el ala marxista de la AIT. Respecto a la primera son muchos los escritos de ambos fundadores del «marxismo», siempre guiados por su convicción de que «la transformación de la unión forzosa (es decir, la esclavitud de Irlanda) en una confederación libre e igualitaria, si ello es posible, o la obtención por la fuerza de la separación total, si es necesario, constituyen una condición previa para la emancipación de la clase obrera inglesa» (los subrayados son de Marx) (Marx y Engels, 1979: 199). En cuanto a la segunda, el mantenimiento de su partición es visto precisamente el vínculo que siempre vuelve a juntar a la Santa Alianza, y por eso Polonia es clave para el futuro de la revolución europea. Engels sostendrá en 1882 que «dos naciones de Europa no sólo tienen el derecho, sino el deber de ser nacionales antes que internacionales: los irlandeses y los polacos. Justamente éstos son internacionales al máximo cuando son bien nacionales. Los polacos lo comprendieron en todas las crisis y lo probaron en todos los campos de batalla revolucionarios» (Marx y Engels, 1979: 344).

Vemos, por consiguiente, que hay una visión relativamente flexible de las guerras y los conflictos que van surgiendo, reveladora de que su internacionalismo no es indiferente a los problemas que se ventilan en cada uno de ellos y a su valoración de cuál de los actores principales contribuye a avanzar «por el lado bueno de la historia»; pero ese enfoque se halla condicionado por la distinción heredada de Hegel entre naciones con o sin historia, o «revolucionarias» y «contrarrevolucionarias», que iría cada vez entrando en mayores contradicciones, como sucedía con el caso irlandés, ya que, como recuerda Rosdolsky (1981: 105), se trataba de un «pueblo» que «durante la gran revolución inglesa actuó tan contrarrevolucionariamente como los gaélicos escoceses y, por consiguiente (según la tesis engelsiana), habría debido de seguir siendo contrarrevolucionario hasta el fin de su vida…».

Del mismo modo, la distinción entre «naciones civilizadas» y «atrasadas», combinada con su análisis de la expansión del capitalismo a otras zonas del planeta como un proceso contradictorio, lleno de violencia pero al mismo tiempo «inevitable» para crear las condiciones necesarias a la configuración de una nueva estructura de clases, refleja que «la gran contradicción en el pensamiento de Marx respecto a los países no europeos es la que opone su eurocentrismo bastante limitado en el plano cultural y su visión ‘ecuménica’ en el plano estratégico» (Schram y Carrère d’Encausse, 1975: 17). Esto no impide su denuncia de las torturas en India o de la represión en China cometidas por el ejército británico e incluso sus exageradas esperanzas en las revueltas que se producen en China a mediados del siglo XIX  5/ ; o su apoyo a las primeras protestas en Argelia contra la colonización francesa; en cambio, no tuvo reparos en apoyar la anexión de territorios mexicanos por Estados Unidos, cayendo además en este caso en errores históricos graves  6/ . Con todo, a partir de 1856-1857 se irá comprobando la superación de aquella distinción entre Occidente y el resto, especialmente en sus escritos sobre China, India y Rusia, para pasar a desarrollar una «verdadera teoría plurilineal de la historia» (Anderson, 2012).

El desenlace de la Guerra de Secesión norteamericana, considerado por ellos como «el único acontecimiento grandioso de la historia contemporánea», marca el anuncio de «la era de la dominación de la clase obrera» y, por tanto, la tendencia al final de las guerras entre «naciones civilizadas» ante la amenaza común del movimiento obrero. No es casual que la actitud mostrada por Marx ante las propuestas de la Liga por la Paz y la Libertad (como veremos en el siguiente apartado) sea muy hostil, ya que parte en realidad de que no es necesaria una lucha específica por la paz que sea distinta de la que ha de llevar la clase obrera por la revolución.

Sin embargo, la guerra franco-prusiana de 1870-71 vuelve a poner a prueba los criterios antes expuestos y su optimismo histórico. En un primer momento, Marx y Engels se ven obligados a aceptar la existencia de una causa justificada por parte de su país, ya que éste «se había visto arrastrado por Napoleón a una guerra en la que se ventilaba su existencia nacional». Ese punto de vista es asumido por la AIT en el Manifiesto del Consejo General de julio de 1870, redactado por el propio Marx. En él, pese a ello, se denuncia la corresponsabilidad que en su desencadenamiento tiene el canciller Bismarck y se manifiesta, una vez más, el temor a que se aproveche de ese conflicto el zarismo ruso. Por eso, sostiene Marx, la tarea de la clase obrera alemana consiste en hacer todo lo posible para evitar que la guerra degenere en un conflicto contra el pueblo francés y en oponerse a cualquier alianza del canciller con el zarismo ruso. Aplican, por tanto, el criterio de apoyar una guerra que consideran «defensiva» pero al mismo tiempo propugnan la necesaria actividad internacionalista de la AIT que, efectivamente, llevan a cabo luego mediante un intercambio de mensajes de paz entre obreros franceses y alemanes; esta iniciativa revela, además, a los ojos de Marx, que «está surgiendo una sociedad nueva, cuyo principio de política internacional será la paz porque el gobernante nacional será el mismo en todos los países: el trabajo» (Marx y Engels, 1981: 205).

La proclamación de la República, primero, la Comuna de París después y el intento alemán de anexionarse Alsacia y Lorena vienen a modificar radicalmente el sentido de esa guerra, llevándoles a apoyar al movimiento insurreccional francés y a cesar el apoyo crítico a Alemania. De las lecciones que extraen sobre la derrota de la Comuna y de la represión que se desencadena contra el movimiento obrero y la AIT deducen que se está confirmando el cambio de época que, según ellos, se está abriendo: «La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalle en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos son uno sólo contra el proletariado» (Marx y Engels, 1981: 254).

La visión de las guerras nacionales como mera «añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases», aun siendo una de las razones por las que actúan éstos, se mostrará no obstante insuficiente para entender los conflictos interimperialistas en los que irán entrando las grandes potencias y que estallarán en 1914. Pero sí hay un aspecto que conviene subrayar ahora: el precedente de la actividad internacionalista de la AIT durante esa guerra les permite explicar los límites que cabe establecer a las formas nacionales de la lucha obrera. La Crítica del programa de Gotha, escrita por Marx en 1875, viene precisamente a alertar a la socialdemocracia alemana ante la confusión existente en sus filas respecto a la actitud a mantener ante el Estado nacional. Según Marx, no hay que olvidar cuál es la situación del Imperio alemán dentro del mercado mundial y del sistema de estados que se está conformando; todo ello obliga a definir mejor las funciones internacionales de la clase obrera alemana, completamente ausentes, en su opinión, del programa en cuestión: así, frente a la fórmula que en él aparece de buscar «la fraternización internacional de los pueblos», propone promover «la fraternidad internacional de las clases obreras en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos», queriendo así evitar toda ambigüedad sobre la necesidad de la independencia política del movimiento obrero internacional.

Pero de nuevo la intensidad de la competencia económica, política y militar en Europa obliga a acompañar esa aspiración con la necesidad de hacer frente a las nuevas tendencias hacia la guerra absoluta que se anuncian. Junto al enorme gasto militar que esto supone, la instauración del servicio militar obligatorio aparece dentro de ese clima, para Engels, como un instrumento esperanzador, tal como defiende en Anti-Dühring: «La concurrencia de los diversos estados entre sí les obliga a utilizar cada año más dinero para el ejército, la escuadra, la artillería, etc., es decir, a acelerar cada vez más la catástrofe financiera; y, por otra parte, a realizar cada vez más en serio el servicio militar obligatorio y, con ello, a familiarizar al pueblo entero con el uso de las armas, a capacitarlo para imponer en un determinado momento su voluntad contra el poder militar que él manda. Y ese momento se presenta en cuanto que la masa del pueblo -trabajadores y campesinos de la ciudad y del campo- tengan una voluntad. En ese momento el ejército principesco se trasmuta en ejército popular; la máquina se niega a seguir sirviendo y el militarismo sucumbe por su propio desarrollo» (Engels, 1968: 164). Un pronóstico que, sin duda, subestimaba el papel que iría jugando el ejército en los años posteriores como agente de socialización de esos trabajadores y campesinos en torno a la necesidad de defender a la «nación» respectiva por encima de sus intereses de clase y de su internacionalismo.

En la década de los 80 continuaría esa «guerra fría» y Engels volvería a expresar en 1888 sus temores de que «para Prusia-Alemania no hay posibilidad de hacer otra guerra que no sea la mundial. Y sería una guerra mundial de magnitud desconocida hasta ahora, de una potencia inusitada. De ocho a diez millones de soldados se aniquilarían mutuamente y, además, se engullirán toda Europa, dejándola tan devastada como jamás lo habían hecho las nubes de langosta» (Engels, 1978: 286).

Esa especulación sobre las hipotéticas consecuencias de una guerra europea no modifica, sin embargo, la confianza en una pronta revolución social que estallaría fuera cual fuera el resultado de la misma. Así, en el mismo escrito citado antes, dirigiéndose a los «señores reyes y hombres de estado», les asegura: «si desencadenáis las fuerzas que no podréis después dominar, cualquiera que sea la forma que adopten los acontecimientos, al final de la tragedia quedaréis convertidos en una ruina, y la victoria del proletariado ya habrá sido conquistada o, de todos modos, será inevitable».

Con la fundación de la Segunda Internacional se heredan todas estas reflexiones. La guerra es vista como un «producto fatal de las condiciones económicas actuales» que «no desaparecerá definitivamente más que con la desaparición misma del orden capitalista, con la emancipación del trabajo y el triunfo internacional del socialismo». La confianza en que la historia seguirá avanzando por el lado bueno se vería justificada también, en opinión de Engels, por los progresos que realiza el «partido revolucionario ruso», como sostiene en 1890: «Europa resbala con creciente velocidad como sobre un plano inclinado, de cara al abismo de una guerra mundial de extensión y violencia hasta ahora inauditas. Aquí sólo puede dar la voz de alto una cosa: un cambio de sistema en Rusia. Que debe venir dentro de pocos años, no puede caber duda alguna. Ojalá que venga a tiempo, antes de que suceda lo, de otro modo, inevitable» (Marx y Engels, 1980: 191).

En 1893 encontramos un nuevo acento pesimista en el continuador de la obra de Marx ante el refuerzo de las tendencias militaristas, lo que le lleva a sostener que «el sistema de ejércitos permanentes se ha desarrollado hasta tal punto en Europa que o bien arruinará la economía de los pueblos por culpa de los gastos militares, o bien degenerará en una guerra de aniquilamiento generalizada»; todo ello agravado por una carrera de armamentos en la que «cada estado grande trata de desbancar al otro en poderío militar y belicosidad». Frente a ello, sus esperanzas en que el sufragio universal y el servicio militar obligatorio sean suficientes como medio de contención se van debilitando y por primera vez introduce una serie de propuestas que van desde la reducción generalizada por todos los gobiernos del servicio militar activo hasta iniciativas de desarme por parte de algún gobierno, en concreto, del alemán  7/ .

Pero ese temor a una guerra europea no cambia la conclusión que Engels había extraído junto con Marx del resultado de la Guerra de Secesión norteamericana: frente a la amenaza del movimiento obrero y dejando aparte la utilidad económica para el capitalismo de la carrera armamentista, no ve ya otro interés en éste y en los Estados que el de desviar a la clase obrera de su lucha.

3. La actitud ante el pacifismo

Después de todo lo expuesto en los apartados anteriores, no es difícil adivinar cuál es el comportamiento de Marx y Engels ante el pacifismo, con mayor razón si tenemos en cuenta que sus polémicas se desarrollan fundamentalmente con discursos que podemos incluir dentro de un liberalismo internacionalista.

En efecto, la Liga Internacional por la Paz y la Libertad es heredera de los más antiguos proyectos de «paz perpetua» que han ido apareciendo a lo largo de la historia y que basan sus principales esperanzas en el logro de una federación de los pueblos europeos. Aspira, además, a agrupar en su seno a todas las corrientes de progreso que existen en Europa a mediados del siglo XIX. Por eso la AIT es invitada a participar en el Congreso que celebra la Liga en 1867.

La respuesta de Marx a esa iniciativa no se hace esperar y éste es un resumen del discurso que sobre esta cuestión pronuncia en el Consejo General de la AIT:

«Durante el voto el ciudadano Marx llama la atención sobre el Congreso por la Paz que ha de realizarse en Ginebra. Dice que sería deseable que el mayor número de delegados pueda asistir al Congreso a título individual, pero que no sería aconsejable que participaran oficialmente en él como miembros de la Asociación Internacional. El Congreso de la AIT es por sí mismo un congreso por la paz, puesto que la unión de la clase obrera de los diferentes países tiene que hacer finalmente imposibles las guerras entre naciones. Si los promotores del Congreso por la Paz en Ginebra hubieran comprendido el problema, habrían debido afiliarse a la Asociación Internacional.

El aumento actual de los grandes ejércitos europeos ha sido provocado por la revolución de 1848; los grandes ejércitos permanentes son el resultado necesario de la situación actual de la sociedad. No son mantenidos para hacer la guerra en el exterior sino para mantener sometida a la clase obrera. Pero, como no siempre hay barricadas que bombardear y trabajadores a los que ametrallar, es a veces posible fomentar querellas internacionales para mantener a los soldados en buena forma. Sin duda, el partido de la paz a cualquier precio se mostrará muy fuerte en el Congreso. Ese partido dejaría gustosamente a Rusia sola en posesión de los medios para hacer la guerra al resto de Europa, cuando la existencia misma de una potencia como Rusia bastaría para que todos los demás países mantuvieran intactos sus ejércitos»  8/ .

En esa intervención aparecen algunas de las ideas centrales comentadas antes. En primer lugar, la visión de los ejércitos permanentes y de su crecimiento por razones casi exclusivamente internas (si dejamos aparte la amenaza rusa), así como la reducción (en contraste con otros análisis suyos) de la competencia entre los Estados a «querellas internacionales para mantener a los soldados en buena forma». En segundo lugar, la reafirmación del internacionalismo obrero y su revolución social como única solución a las guerras, por lo que Marx considera innecesaria la construcción de organizaciones que se dediquen exclusivamente a la lucha por la paz. Por último, la crítica a la incomprensión por parte de los pacifistas de la Liga de la función reaccionaria internacional que ejerce el zarismo ruso.

Esas son las razones que impiden una colaboración con el pacifismo liberal, en opinión de Marx. Pero su posición es minoritaria dentro de la AIT, la cual decide acudir a la reunión de la Liga a condición de que ésta se comprometa a asumir la voluntad de transformación de la sociedad como garantía de paz. Sin embargo, ese intento de acercamiento no tiene éxito, como tampoco lo logra Bakunin en el siguiente Congreso de la Liga cuando solicita a ésta que acepte una declaración que sostenga que «sin la justicia, la libertad y la paz no son realizables».

Pero desde mediados del siglo XIX otro tipo de pacifismo, el que tiene un contenido social, se va abriendo camino dentro de la AIT y, más tarde, en la Segunda Internacional. Los debates en el Congreso de 1868 son ya un buen ejemplo: la aprobación de una resolución que propone la convocatoria de una Huelga General en caso de guerra entre Estados europeos («recomienda sobre todo a los trabajadores que dejen todo trabajo cuando llegue a estallar una guerra en sus respectivos países» y asegura que «cuenta mucho con el espíritu de solidaridad que anima a los trabajadores de todos los países para esperar que no faltará su apoyo en esta guerra de los pueblos contra la guerra») «es una muestra de que un nuevo antimilitarismo está surgiendo en el movimiento obrero. Con esta corriente también Marx y Engels tienen fuertes polémicas: el problema de la determinación de las causas de las guerras en el capitalismo, la confianza o no en la educación y la objeción al servicio militar como medios para luchar contra las guerras, así como los debates sobre la conveniencia o no de la huelga general son cuestiones controvertidas sobre las que no llegan a ponerse de acuerdo.

Diferencias con una corriente antimilitarista similar se reproducen dentro de la Segunda Internacional, ya desde sus primeros Congresos. Esa organización, proclamada «el verdadero y único partido de la paz», adopta en su Congreso de Zurich en 1893 una resolución en la que se pide a los parlamentarios de todos los partidos obreros que voten en contra de los gastos militares gubernamentales. Pero esta medida no parece suficiente a militantes como Ferdinand Domela Nieuwenhuis, antiguo pastor protestante influido por Tolstoi, quien insiste en denunciar la penetración del nacionalismo y del militarismo dentro de la Internacional, reivindica la vigencia de la Resolución de 1868 de la AIT y exige un pronunciamiento a favor de una huelga general, que debería extenderse además a los reservistas y a las mujeres. La respuesta de Plejanov a su discurso expresa, sin embargo, la opinión mayoritaria de la Internacional: una huelga en tiempo de guerra es utópica porque «hace falta fuerza, mucha fuerza, hace falta que los ejércitos obedezcan a la voz de la democracia socialista»; y, además, la propuesta de poner en práctica esa medida sería reaccionaria, ya que no sería aplicable en Rusia y, por tanto, favorecería al zarismo (Pastor, 1991).

Se iría confirmando así la tendencia al predominio de un «fatalismo optimista», representado principalmente por Kautsky, que no llegará a verse contrarrestado por las diferentes posiciones que en los siguientes Congresos de la Segunda Internacional irán defendiendo Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg en Alemania, Jean Jaurès en Francia o Lenin y Trotsky en Rusia, todas ellas alertando sobre al carácter imperialista de la guerra que se acerca e insistiendo en la necesidad de una movilización para impedirla.

4. Violencia y revolución social

La concepción materialista de la historia y de la función de la violencia y de las guerras en ella conduce lógicamente a Marx y Engels a considerar que también éstas pueden contribuir al advenimiento de una nueva sociedad convirtiéndose en un «mal necesario». En este sentido la interpretación del Estado que se ha expuesto sucintamente, a través de distintos trabajos, en los anteriores apartados, implica la necesidad de concebir la revolución como un acto de fuerza. La conclusión del Manifiesto Comunista es suficientemente rotunda: «Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas e intenciones. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar».

Esta tesis fue extraída con mayor fundamentación tras la experiencia de la derrota de la Comuna de París en 1871 cuando Marx ve confirmado en La Guerra Civil en Francia su análisis de la naturaleza de clase del Estado y defiende la necesidad, por tanto, de destruirlo para emprender el camino hacia una sociedad en clases en cuyo marco el nuevo Estado-Comuna fuera extinguiéndose. Engels sostiene también, en un escrito publicado dos años después, que «una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios» (Marx y Engels, 1977: 400). Y en 1878 insiste: «El señor Dühring no sabe una palabra de que la violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario; de que, según la palabra de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas políticas enrigidecidas y muertas» (Engels, 1968: 177).

La importancia que daba a la dimensión práctica militar llevó incluso al propio Engels a dedicarse muy tempranamente a esos asuntos, movido por el convencimiento de que, como escribió a Marx en 1851, «no puedo hacer nada mejor que proseguir mis estudios militares hasta que al menos uno de los civiles pueda estar a la cabeza de ellos (los militares) en la teoría»  9/ . Esto se reflejaría en su estudio de los pensadores militares clásicos y de su tiempo, destacando entre ellos Clausewitz, en su implicación personal en la revolución alemana de 1848-1849 y hasta en su elaboración a fines de 1870 de un plan para el pueblo parisino que le permitiera rechazar la invasión alemana  10/ ; no en vano sería apodado «el general» por sus amigos. Marx tampoco le fue a la zaga, siendo buena prueba de ello sus escritos sobre «España revolucionaria» en 1854 y «Revolución en España» en 1856, en donde encontramos amplios comentarios sobre la cuestión militar y las distintas etapas de la guerrilla  11/ .

Sus tesis sobre la necesidad de la revolución como un acto de fuerza -ya que ésta es la que puede decidir cuando se enfrentan derechos formalmente iguales- no les impedían valorar los avances que se estaban produciendo a medida que se iba extendiendo el sufragio universal, o reconocer las posibilidades que se abrían con los nuevos regímenes parlamentarios, como manifestarían expresamente en relación con Gran Bretaña o como comprobaría especialmente Engels en el caso alemán ante el ascenso electoral de la socialdemocracia alemana. Precisamente éste escribiría en 1895 un prólogo a la obra de Marx Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 que sería especialmente controvertido. En esa introducción observa cómo «las instituciones estatales en las que se organizaba la dominación de la burguesía ofrecían nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones» y cómo los viejos métodos de lucha callejera de 1848 habían entrado en crisis frente a los distintos cambios que se estaban dando en la configuración de las ciudades y de los ejércitos: «La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha enseñado la historia de los últimos cincuenta años. Y para que las masas comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y perseverante. Esta labor es la que estamos haciendo ahora, y con un éxito que sume en la desesperación a sus adversarios». Tras poner ejemplos de ese «éxito» en distintos países precisa, sin embargo: «Huelga decir que no por ello nuestros camaradas extranjeros renuncian, ni mucho menos, a su derecho a la revolución. No en vano el derecho a la revolución es el único ‘derecho’ realmente ‘histórico’, el único derecho en que descansan todos los Estados modernos sin excepción…» (subrayado en el original) (Marx y Engels, 1977: 201-205).

La publicación mutilada de ese prólogo en la prensa del partido socialdemócrata alemán por Wilhelm Liebknecht provocó ya el malestar de Engels: según éste, el dirigente alemán «ha cogido de mi introducción a los artículos de Marx sobre Francia 1848-1850 todo lo que ha podido servirle para apoyar la táctica a toda costa pacífica y anti-violenta que le gusta predicar desde hace algún tiempo, sobre todo en este momento en que preparan leyes coercitivas en Berlín»  12/ . En realidad, como sostiene Bo Gustafson, «no tenía nada de especialmente significativo que Engels predicase en 1895 la necesidad de aprovechar el parlamentarismo: éste era ya entonces un instrumento muy eficaz para los esfuerzos de la Socialdemocracia. El mensaje de Engels hubiese sido reformista si en él hubiese aconsejado a la Socialdemocracia que pusiese toda su confianza en el sistema parlamentario establecido. Pero Engels no hizo tal cosa. En la introducción se leía, ciertamente, que la clase obrera tenía que dirigirse a la meta a través de una áspera guerra de posiciones. Pero con ello sólo se ponía de relieve que la victoria no se podía obtener ‘de un solo gran golpe'» (Gustafsson, 1975: 85)  13/ . De cualquier forma, ese «testamento» del compañero y amigo de Marx se convertiría en objeto de disputas dentro de la socialdemocracia alemana sobre la conveniencia o no de la revolución, y de la violencia, para avanzar hacia el socialismo.

5. Algunos apuntes finales

Del estudio que hemos hecho a lo largo de las reflexiones y las sucesivas tomas de posición de Marx y Engels sobre los principales problemas de su tiempo se puede encontrar un hilo conductor: el de la progresiva elaboración de una concepción materialista de la historia y de los Estados que recuerda los orígenes violentos del capitalismo y, a la vez, manifiesta su convicción de la necesidad -y la posibilidad- de la revolución, a medida que el desarrollo de las fuerzas de producción entre en contradicción con las relaciones capitalistas de producción, como único camino para acabar con las guerras. En ese sentido, la violencia aparece como «partera de la historia» y como el medio con el cual el nuevo movimiento obrero también tiene que contar para sentar las bases de una nueva sociedad.

Pero su distinción de origen hegeliano entre naciones «con historia» y «sin historia», entre «civilizadas» y «bárbaras» y su visión progresista del proceso de construcción de grandes Estados nacionales «civilizados» como el marco más adecuado para el avance de la clase trabajadora aparecen también como un criterio táctico fundamental a la hora de tomar posición respecto a las guerras y conflictos que van surgiendo entre los distintos Estados y pueblos.

Sin embargo, en la medida que en esas guerras y conflictos emerja el movimiento obrero de forma autónoma, como se ve ya en 1848 y, sobre todo, en la Comuna de París de 1871, o irrumpan pueblos colonizados u ocupados, como Irlanda y Polonia primero y, luego, las revueltas en Asia o Africa, Marx y Engels -salvo excepciones como su actitud ya mencionada ante los conflictos entre México y Estados Unidos de América- irán superando lo que algunos han definido como «eurocentrismo» (que incluía, como hemos visto, «rusofobia») y tratarán de aplicar consecuentemente, a raíz sobre todo de la experiencia de la historia irlandesa y de sus efectos negativos en el proletariado inglés, la lección de «lo desastroso que es para una nación el haber subyugado a otra nación» 14/ .

Su concepción de la «guerra justa» aspira a ir articulando así lo nacional y lo internacional pero siempre aspirando a convertir al movimiento obrero en una nueva «potencia» independiente de los gobiernos y los Estados, como hemos podido ver en los debates suscitados dentro de la AIT y, luego, la Segunda Internacional. No obstante, para ellos la lucha por la paz tiene que ir dirigida contra el capitalismo como tal y, por tanto, estar subordinada a la lucha por la revolución y el socialismo; por eso no ven, frente a lo que propone la Liga por la Paz y la Libertad, la necesidad de un movimiento específico por la paz, entendida como mera ausencia de guerras sin denunciar que sus causas están en el capitalismo. Esta posición será matizada posteriormente por Engels a medida que se van acelerando los preparativos para una guerra europea, pero siempre confiando en que la revolución pueda llegar antes de que ésta pueda producirse. Por eso tampoco él ve la necesidad, frente a posiciones como la de Domela Nieuwenhuis, de una lucha específica contra la guerra mediante una huelga general; una postura que, sin embargo, se verá rectificada en el Congreso de Stuttgart de la Segunda Internacional en 1907  15/ .

Finalmente, su idea de la violencia como «partera de la historia» también es aplicable a la revolución necesaria para la destrucción del Estado y la creación de una sociedad sin clases. Esto les lleva incluso a preocuparse por las cuestiones militares y a estudiar de cerca las experiencias insurreccionales de su tiempo. Pero tampoco les impide reconocer las posibilidades que se abren al movimiento obrero mediante la extensión del sufragio universal e incluso la función contradictoria que puede tener el servicio militar obligatorio; sin renunciar, eso sí, al «derecho a la revolución» frente a la resistencia que puedan oponer la burguesía y su Estado.

Como conclusión de este recorrido, podemos coincidir con Paco Fernández Buey (2000: 164) cuando resume el punto de vista «clasista» que se desprende del cuerpo teórico fundamental marxista en los términos siguientes:

«Cuando se dice que la violencia es la comadrona de la historia conviene precisar: lo es en aquellas sociedades que están preñadas ya de lo nuevo, que llevan en su seno un nuevo mundo; si no hay preñez, el discurso teórico y la discusión sobre la violencia social salen sobrando. Y en todo caso, el reconocimiento del papel de la violencia en la historia no incluye, para esta concepción, la justificación de la violencia individual con fines políticos, ni lo que se puede llamar ‘terrorismo’ individual, ni la justificación de la pena de muerte, ni tampoco la justificación en abstracto de las guerras».

Este texto ha sido presentado en el Congreso Pensar con Marx hoy, celebrado en Madrid del 2 al 6 de octubre de 2018, en el grupo de trabajo «Marx, la geopolítica y el imperialismo». Es una nueva versión del capítulo titulado «Marx y Engels. La violencia, partera de la historia», publicado en el libro Paz para la paz. Prolegómenos a una filosofía contemporánea sobre la guerra, de Fernando Quesada (coord.), Ed. Horsori, Barcelona, 2014.

Notas 

1/ Recordemos su famosa sentencia: «Entre derechos iguales decide la fuerza» (Marx, 1984: 282). Véase también Bensaïd (2009) para su relación con el debate contemporáneo sobre la violencia.

2/ Carta de Marx a Engels de 25 de septiembre de 1857 (disponible en http://es.wikisource.org/wiki/Carta_de_Marx_a_Engels_(25_de_setiembre_de_1857 )

3/ Para un comentario de las distintas interpretaciones de frases como la citada: Rosdolsky (1992).

4/ Rosdolsky (1981) ofrece uno de los mejores estudios críticos de estas tesis. En relación con este debate entre Marx y Engels, por un lado, y Bakunin, por otro, parece acertado el juicio de Francisco Fernández Buey (1984: 114) cuando considera que se trataba de una polémica entre «dos idearios revolucionarios nacientes que, en ambos casos, apuntaban hacia una concepción internacionalista de la revolución sin poder superar todavía el peso de las propias tradiciones nacionales».

5/ Marx llega a afirmar en 1853, ante el eco de la rebelión china, que «se puede augurar sin temor que la revolución china echará la chispa en la mina, presta a estallar, del presente sistema industrial y desencadenará la crisis general que hace tiempo se venía acumulando, la cual, cuando se propague al extranjero, será seguida inmediatamente de revoluciones políticas en el continente». Marx. K., Sobre el colonialismo. Pasado y Presente: Córdoba, 1973, 7-9.

6/ Como también recuerda Rosdolsky (1981: 139), «los inmigrantes de los Estados Unidos que en 1836 se alzaron en Texas contra México eran plantadores y propietarios de esclavos negros, y la principalísima razón de su alzamiento consistió en que en México había sido abolida la trata de esclavos en 1829. (Por la misma razón la anexión de Texas en 1845 pudo imponerse también en el Congreso norteamericano)».

7/ Si esa iniciativa fuera tomada por Alemania, ésta «aparecería como impulsora de la paz sin ningún lugar a dudas. Se declararía a ir por delante en el camino del rearme, como corresponde por derecho al país que dio la señal de salida de la carrera del rearme» (traducido de Engels, F., «Kann Europe abrüsten?», Marx-Engels Werke. Dietz Verlag: Berlín, 1977, Vol. 22, 371.

8/ » Procès-Verbaux du Conseil Génèral «, Le Conseil Génèral de la Première Internationale. Progrès : Moscú, 1973, 125-126.

9/ Correspondance Karl Marx-Friedrich Engels. A. Costes: París, 1948, 123-124. Citado por Clemente Ancona (1979: 11).

10/ Gustav Mayer (1979: 560) recuerda que en sus papeles póstumos se encontró un borrador de dicho plan

11/ Existe una antología más completa de los trabajos de Marx y Engels en castellano en Escritos sobre España (estudio preliminar de Pedro Ribas). Trotta: Madrid, 1998.

12/ Carta de Engels a Paul Lafargue, 3 de abril de 1895, Correspondance Engels-Paul et Laura Lafargue. Editions Sociales, París, 1959, Tomo III, 404.

13/

14/ Engels a Marx, 24 de octubre de 1869, en Marx y Engels, 1979:174.

15/ Desarrollé un análisis de los posteriores debates dentro de la Segunda y la Tercera Internacional sobre estas materias en el capítulo IV de Guerra, paz y sistema de Estados, , Ediciones libertarias, 1990.

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Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article14231