Atendiendo las noticias que nos llegan desde Chile, a la Argentina, especialmente las que circulan de hermano a hermano, de amigo a amigo, se puede sostener que lo que está en juego es también eso: un tipo de relación. La decisión de no delegar. De tomar cada cosa en mano. Entre ellas, la información. ¿Cómo […]
Atendiendo las noticias que nos llegan desde Chile, a la Argentina, especialmente las que circulan de hermano a hermano, de amigo a amigo, se puede sostener que lo que está en juego es también eso: un tipo de relación. La decisión de no delegar. De tomar cada cosa en mano. Entre ellas, la información. ¿Cómo vamos a informarnos? Consultando a aquellos en los que tenemos confianza. «Yo te pregunto a vos y vos me entregas a mí tu visión. Porque tu visión importa. Y porque tu visión puede ser -hemos tenido la prueba- más informada, más lucida, que la de personas que se creen más preparadas». Nada está en su sitio. Los que debieran saber, han demostrado su incompetencia. Los supuestos incompetentes han cambiado en pocos días las reglas del juego en Chile. Porque a ese juego, el juego diseñado por los dueños del país, no se quiere jugar más. No va más.
Como bien se ha dicho: no son treinta pesos, son treinta años. Quizás haya que decir que son 47. Porque no se trata de un gobierno que ha revelado sus límites ni de un gobernante. Por más que ese gobernante sea, en su calidad de jefe de Estado, responsable de lo que acontece en el país y deba responder por todos y cada uno de los ciudadanos faltantes, víctimas de la represión asestada en estos días. Se trata de una forma de gobernar que se fundó en la expulsión de los sectores populares y en la confiscación de la política en manos de unos cuantos. Unos cuantos que podían ser de derecha o de izquierda. Unos cuantos cuyas diferencias pasaron a ser irrelevantes desde el momento en que el hecho de participar se convirtió en un fin en sí mismo y que, aun animados de las mejores intenciones (cuando las hubo…), no estaban en condiciones de revertir los acuerdos sobre los que se fundó la sociedad chilena desde el 11 de septiembre de 1973 en adelante. Y no importa que los grandes pactos que nos aquejan sean posteriores y haya que ir a buscarlos a mediados de los años 1980. El golpe de Estado de 1973 vuelve posible lo que sigue: es condición. Sin golpe de Estado, sin terrorismo de Estado, sin los que faltan, sin la desestructuración de las antiguas fuerzas políticas, sin el hundimiento de otras fuerzas políticas que no llegaron a desarrollarse, esos pactos no hubieran sido posibles. También se hicieron con los ojos puestos en el pueblo chileno, en sus capacidades, en su coraje: pueblo que a inicios de los 80 salió a las calles y no las abandonó hasta que políticos supuestamente responsables, competentes, tomaron a cargo los asuntos diciendo representar a… ¿Quiénes?
¿Qué es lo que está estallando en Chile? Quizás no solamente un tipo de sociedad donde, por cierto, no es que «no se logró»… Sino que jamás hubo gobierno desde 1973 en adelante que se propusiera asegurar las necesidades básicas de sus mayorías. Al contrario, se priorizó abiertamente por la minoría que constituyen los poderosos, poniendo todo un país al servicio de sus necesidades. Eso es lo que estalla y es quizás también un modo de pensar y de hacer política que consiste en delegar. En confiar en que otros podrán hacerse cargo de nuestras aspiraciones. Una forma de democracia llamada representativa que no puede subsistir ahí donde no existe la más básica cuota de confianza. En Chile, como en todas partes, la clase política ha hecho profesión de hablar en nombre de otros. ¿Qué pasa cuando las personas se niegan a que hablen en su nombre? Se construye quizás otra relación, otra forma de relacionarse, como escribía en estos días, una compañera desde Valparaíso. Y también desde Valparaíso era la voz que decía: «¿recuerdas cuando nos decían que todo aquello no era posible? Resultó que sí… era posible». Vale decir que lo mejor, todo aquello que venimos anhelando, todo aquello que nos venimos entregando como legado de pobres, de generación en generación, tanto sueño de justicia, tanto sueño de hermandad, es todavía posible en Chile.
Y si uno ha escuchado bien los mensajes enviados por familiares y amigos, cabe plantear que se está ante una oportunidad histórica. Para refundar relaciones. Para repensar roles. Para proponer nuevas formas de organización. Vale decir para interrogarse -una vez más- sobre las condiciones de posibilidad de otra forma de hacer política. Con otros fines, valga la redundancia, otros valores, otros actores, otras estructuras, otras formas de asociación.
Hace ya muchos años, un personaje de novela supo decir en medio de una barricada: «el siglo XIX es grande, pero el siglo XX será feliz». No fue así. A lo mejor, desde Chile, está cobrando forma otro tipo de anhelo: un siglo nuevo que, por fin, pueda ser justo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.