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Más justicia, menos caridad

Fuentes: El Periódico

Nos parece una ficción que el 80% de la humanidad viva en la miseria, y aún nos creemos solidarios

Desde la bonanza de la vida en estas latitudes la miseria en la que viven el 80% de los habitantes del mundo nos parece una ficción, aunque queramos tomar conciencia de la magnitud del problema, para lo cual disponemos de toda clase de informaciones, cifras, estadísticas e imágenes.

Así debe ser porque si se nos humedecen los ojos a la vista de la depauperación en la que vive un pariente o un amigo que la sociedad ha expulsado de su seno, ¿no deberíamos llorar lágrimas amargas hasta la desesperación si fuéramos de verdad conscientes no sólo con la certeza intelectual con que conocemos las profundidades del mar o el perímetro de la Tierra, de lo que supone para los 831 millones de seres humanos desnutridos que hay en el mundo, o para los 1.100 millones que viven con menos de un euro al día, la lucha diaria por una vida que de todos modos tienen perdida?

¿SE NOS ocurre pensar alguna vez que con lo que tiramos a la basura podrían vivir familias enteras de miserables, o que con el agua que desperdiciamos dejando abierto el grifo a todas horas o regando campos de golf para solaz de unos pocos, muchas mujeres que viven en zonas desérticas no tendrían que caminar varias horas para cargar con un cubo de agua con que solventar un día entero las míseras necesidades del consumo familiar? Sí, ya sé, se me dirá que estoy haciendo demagogia, pero no es cierto, lo único que hago es poner dos ejemplos que marcan las más profundas diferencias en el cumplimiento de las necesidades vitales entre los que tenemos un nivel de vida aceptable y la mayoría de los humanos, los miserables.

Y sin embargo somos muchos los que nos consideramos solidarios. ¿En qué consiste pues nuestra solidaridad? Las instancias superiores que tienen como misión velar por el bien de todos los ciudadanos, intentan hacernos tomar conciencia del problema con mil recordatorios y celebraciones del día de la pobreza, de la vacunación, de la desigualdad. Un día más para nosotros, que justificamos nuestra falta de sensibilidad por la magnitud de las múltiples carencias que tiene el mundo que se nos cuentan cada día y damos la situación por hecha, o por perdida, porque nos parece, y con razón, que una limosna se pierde en el marasmo del dolor del mundo.

Otra cosa es nuestra reacción frente a un desastre natural –terremotos, inundaciones, desmoronamientos de tierras o de edificios– cuyas imágenes en la televisión conmueven nuestra sensibilidad y enviamos una aportación a una cuenta bancaria cuyo número viene en la pantalla. O colaboramos con una ONG que se ha movilizado para asistir en la medida de sus posibilidades a los supervivientes. O nos apuntamos como voluntarios a una asociación cuyos miembros se trasladan al lugar del desastre y le ofrecemos nuestro tiempo y nuestro trabajo.

Pero la miseria la consideramos endémica e irremediable hasta el punto de vivir con ella como un mal inevitable. La miseria de los países menos desarrollados, es cierto, pero también la de los nuestros, los llamados países ricos, que mantienen una población que vive por debajo del nivel de la pobreza. Es inevitable, nos decimos, son perezosos, no quieren trabajar, les falta imaginación o se han dado a la droga o a la delincuencia. Pero al fin, pobres son también como los de Guinea Bissau, Burundi, Malí, Níger o Sierra Leona. No olvidemos que, según un estudio realizado por la OCDE, España tiene un índice de pobreza del 11%, y en EEUU la cifra alcanza el 15,8%, tanto más vergonzoso por cobijar también fortunas inmorales tan desmesuradas que con ellas podrían arreglarse de una vez las miserables economías de unos cuantos países pobres.

SÍ, TODO LO QUE hacemos está bien, no digo que no. Pero no se trata de caridad sino de justicia. Es la aplicación de la justicia la que ha de solucionar los problemas de la miseria del planeta que ahora, en lugar de disminuir, como dicen los que defienden las políticas neoliberales que hoy invaden el mundo, va en aumento.
Pero cuando se habla de justicia ya no pensamos en los miserables ni nos abocamos a la solidaridad. ¿Acaso no protestamos cuando nuestros ministros y ministras no consiguen que la Unión Europea imponga a los productos que nos pueden hacer la competencia unos aranceles tan elevados como para que ni Sudán pueda entrar cacao, ni Argentina carne, ni Colombia café? Y al mismo tiempo defendemos, como hacen los neoconservadores, una globalización que sólo lo es para los que disponen de los elementos para llevarla a cabo en beneficio propio. ¿De qué globalización podemos hablar a los países pobres que carecen de los sistemas financieros y de las nuevas tecnologías que les permitirían transacciones en tiempo real de un país a otro, especulaciones financieras como las que hacemos nosotros? ¿De una globalización que nos les autoriza a montar sus negocios en otros países, ni su residencia, ni vender sus productos, cuando nosotros podemos instalarnos de por vida donde y cuando queramos?

La miseria es la legalización de la injusticia entre países y entre individuos y los ciudadanos nos escudamos en que no comprendemos esos procesos económicos de los que nace la injusticia planetaria, aunque sí entendemos que un país no crezca por el aumento del precio del petróleo. En cualquier caso no hemos sido los ciudadanos sino el Gobierno socialista el que ha aumentado el gasto en cooperación hacia el 0,7 del PIB, en lo cual se acerca a una justicia que tantas iglesias, tantas morales trasnochadas y tantos países quieren sustituir por la caridad.

¿Cómo negar que nos deja indiferente la pobreza que nos rodea, si aceptamos los bloqueos económicos sabiendo que sólo empobrecen a la población y no a los líderes que se pretende castigar? ¿No es así en los casos de Cuba y de Irak, castigados por no ser democráticos mientras se da estatuto preferencial a las relaciones económicas con China, cuya falta de democracia y libertad y cuya aplicación de la pena de muerte por delitos políticos no parecen impresionar a nadie?

La miseria, además de ser la legalización de la injusticia, es el castigo que los países ricos aplican sin ninguna mala conciencia a miles, a millones de seres inocentes. Así es este mundo nuestro. Así somos nosotros.

   
 
Rosa Regàs es escritora y directora de la Biblioteca Nacional