El 15 de enero de 2018 se derrumbó el puente de Chirajara, en la vía Bogotá-Villavicencio, como resultado de lo cual murieron 10 trabajadores, a los que deben sumarse otros 5 que están desaparecidos. Lo que sucedió es una nueva masacre laboral, cuyo responsable principal es el «hombre más rico de Colombia», Luis Carlos Sarmiento […]
El 15 de enero de 2018 se derrumbó el puente de Chirajara, en la vía Bogotá-Villavicencio, como resultado de lo cual murieron 10 trabajadores, a los que deben sumarse otros 5 que están desaparecidos. Lo que sucedió es una nueva masacre laboral, cuyo responsable principal es el «hombre más rico de Colombia», Luis Carlos Sarmiento Angulo, dueño del grupo AVAL (o ¿ANAL?).
Cada vez es más frecuente que se derrumben como castillos de naipes obras estrafalarias y mueran aplastados trabajadores colombianos, cuya vida no vale nada para los inversionistas del capital financiero, que han convertido a la construcción en una burbuja que les produce fabulosos beneficios. El colapso del edifico Space en Medellín, dejó once muertos, y la caída de otro en Cartagena, en abril de 2017, mató a veinte trabajadores.
Después de la masacre vienen las justificaciones, las cuales traslucen tal descaro e ignorancia que muestran el carácter de las clases dominantes de este país. Jorge Humberto Botero, uribista confeso, y quien preside el gremio de las aseguradoras del país (Fasecolda), ha dicho que el puente se cayó por acción de la gravedad, porque «la ingeniería es una técnica para derrotar la ley de la gravedad y a veces los ingenieros pierden ese reto«. Sí, pero quienes pagan por esa «desobediencia» de la gravedad son los trabajadores y no los «magnos» ingenieros y menos los empresarios y el capital financiero.
Rodrigo Lara, representante a la Cámara por Cambio Radical (el partido de Germán Vargas Lleras, precandidato presidencial, que presume de haber impulsado obras como la que se derrumbó), quien ha dicho que el puente se pudo desplomar porque «hay lluvia que puede ablandar el terreno». Si un puente de esta magnitud no resiste la lluvia, pues debieron haberlo construido en un planeta donde nunca llueva.
Juan Martín Caicedo Ferrer, presidente de la Cámara Colombiana de Infraestructura, sostuvo que «Colombia tiene una tradición puentera exitosa. […] Se trata de un caso aislado». Desde luego, la tradición puentera exitosa debe ser la de los puentes de fin de semana, puesto que Colombia es uno de los países del mundo que más fiestas de esas celebra, porque en materia de puentes y edificios materiales los derrumbes tienden a convertirse en la norma y no en la excepción.
Con independencia de las estupideces mencionadas, esos «sesudos» opinologos no mencionan a los trabajadores masacrados, como si no existiesen, y con sus afirmaciones irresponsables justifican el crimen cometido y encubren a los responsables.
El asunto es simple y no requiere mucha sapiencia: el afán de lucro, aupado por la corrupción generalizada de los círculos dominantes de este país, conduce a que las obras se hagan mal desde el comienzo, cuando se hacen los estudios de suelos. Esto lleva a que se compren los peores materiales, que el Estado le otorgue concesiones a los grandes grupos monopólicos («Carruseles de contratación»), los que a su vez hacen concesiones a otras empresas para abaratar costos y evitar responsabilidades, que se falsee información… y un largo etcétera. Un elemento central de este proyecto de construcción destructiva (para contradecir a Josep Shumpeter quien hablaba del capitalismo como un sistema de «destrucción creativa») radica en el empeoramiento de las condiciones laborales de los trabajadores, cada vez sometidos a peores salarios, sin protección de ninguna clase, sujetos a accidentarse o a perder la vida, todo para enriquecer a los grandes especuladores y criminales de cuello blanco, que se benefician con el sudor de esos colombianos humildes.
Y cuando sucede lo previsible, se derrumban como castillos de naipes las «grandes obras», y mueren albañiles, soldadores, maestros de obras… ni siquiera sus nombres aparecen en la crónica de los medios de desinformación masiva. Eso se evidencia en el caso de Chirajara, porque los nombres de los trabajadores masacrados ni se mencionan. Solo aparece la información que empieza a halagar, como si hubiera que agradecerles por su carácter criminal, a los dueños de las empresas concesionarias. De manera vergonzosa, y haciendo una apología del crimen, la revista Semana dice, por ejemplo, que «el hecho de que las principales firmas involucradas pertenezcan a la organización de Luis Carlos Sarmiento augura el cumplimiento del contrato, independientemente de su costo«. ¿Allí se incluye el costo humano? Parece que no, porque eso no cuenta, ya que los muertos son colombianos pobres, cuya vida no tiene valor si se le compara con los «hombres de bien» de este maltrecho país.
Y uno de esos «hombres de bien» es Luis Carlos Sarmiento Ángulo, quien acompañó a Juan Manuel Santos el 17 de noviembre en el puente de Chirajara, de lo cual quedó una foto como testimonio de la infamia. Ese día Santos dijo con arrogancia unas palabras, que en vista de lo sucedido dos meses después, sólo pueden verse como afirmaciones cínicas: «Esta es una demostración de la calidad de nuestra ingeniería colombiana, […] Y eso es también una obra de ingeniería maravillosa que nos debe producir mucho orgullo a todos los colombianos, pero sobre todo a los ingenieros que lo están construyendo». Claro, la calidad de la ingeniería colombiana queda rubricada con la sangre de quince trabajadores, subcontratados por una de las firmas de las que se valió Coviandes, responsable del proyecto, la cual había sido galardonada con el Premio Nacional de Ingeniería y se le había concedido, en lo que aparece no solo como un mal chiste sino como un oxímoron, con el premio a la Excelencia en Responsabilidad Social Empresarial.
Tampoco se dice que ese puente faraónico es innecesario, ya que solamente ahorra cinco minutos de tiempo en el trayecto y además conecta con el oriente del país, donde Luis Carlos Sarmiento Angulo tiene grandes extensiones de tierras, en las que invierte en cultivos de exportación. Como quien dice es concesionario de una parte de una carretera, con cuya construcción ha obtenido miles de millones de pesos de ganancia, la cual acelera la comunicación con sus propias tierras, para sacar más rápidos la palma aceitera hacia el exterior. Un negocio redondo, en el que poco importa la suerte de los trabajadores, cuya explotación es la que finalmente genera esas grandes ganancias. Porque como al fin y al cabo lo acaba de afirmar Oxfam en su informe 2018 -como decir que el agua moja- que «el trabajo mal pagado mantiene a las grandes fortunas».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.