Sostiene Fabio Castillo en el ya clásico Los jinetes de la cocaína que la de Pereira es una sociedad cerrada, un lugar donde los dineros sucios parecen moverse con la misma facilidad que se ocultan sus propietarios. La ciudad del dejar hacer y del dejar pasar, que acoge a cualquiera, por eso mismo está acostumbrada […]
Sostiene Fabio Castillo en el ya clásico Los jinetes de la cocaína que la de Pereira es una sociedad cerrada, un lugar donde los dineros sucios parecen moverse con la misma facilidad que se ocultan sus propietarios. La ciudad del dejar hacer y del dejar pasar, que acoge a cualquiera, por eso mismo está acostumbrada a preguntar poco.
Con aquella incógnita Juan Miguel Álvarez emprende su investigación sobre el sicariato -punta sangrienta de un iceberg de negocios oscuros y flujos de ilegalidad- en esta que por muchas décadas ha sido la capital más pujante del centro occidente del país, y también, la más violenta. En los días que Juan Miguel conversaba con adolescentes asesinos de las barriadas de Cuba y Dosquebradas, Pereira ostentaba el récord en tasas de homicidio, superando a Cali y Medellín.
Hay que abonarle a este reportero ser de las pocas plumas jóvenes dedicadas al periodismo investigativo de largo aliento, inmerso en un panorama donde escasea el rigor y la profundidad. Nos saturan las agendas noticiosas inmediatistas de escándalo y chabacanería. Álvarez, reportero obsesivo con la precisión del dato, encadena hechos importantes que explicarían el origen de las primeras bandas de matones a sueldo de contrabandistas y mafiosos allá en la temprana década del sesenta, con los muertos de la confrontación bipartidista todavía frescos. Cuando Pablo Escobar andaba robando espejitos de automóviles, en Pereira ya existía una próspera burguesía dedicada al contrabando por la vía de Panamá, donde según Jorge Child los primeros traficantes colombianos -paisas casi todos- entablaron contacto con las mafias cubanas que en la década del cincuenta inventaban el negocio de la droga en los Estados Unidos.
Pero lo relevante no será comprobar quién voló cargado primero, sino demostrar que los antepasados mafiosos del Cartel de Medellín, con «la madrina» Griselda Blanco a la cabeza, tuvieron desde el comienzo un fuerte vínculo con narcotraficantes pereiranos. Así las primeras bandas de matones organizadas para ajustar cuentas y recuperar cobros, incluyendo una amplia operación criminal en Nueva York y Miami, fueron precisamente bandas de asesinos de Pereira: los hermanos Sepúlveda, la escuela de sicarios fundada por Olmedo Ocampo en la Virginia, o los bandidos que respaldaban a Antonio Correa, uno de los narcotraficantes más poderosos del país durante los 70 y parte de los 80, que falleció tranquilo y millonario, retirado del negocio sin que la justicia le pisara jamás los callos.
El libro establece una línea de continuidad entre estas precursoras «oficinas de cobro» y los delincuentes posteriores que se entroncan en las disputas de las organizaciones mafiosas, primero del Cartel de Cali con el de Medellín, más adelante las reyertas del Cartel del Norte del Valle, y al final la emergencia de los grupos paramilitares donde destaca otro pereirano tan enigmático como poderoso: Carlos Mario Jiménez «Macaco».
Leyendo a Álvarez no habrá rastro de la psicología de los asesinos que entrevista, ni un intento decidido por modelar personajes, ambientes o una trama consistente que rodee el desarrollo temporal de su relato, lo que luego tampoco hace falta cuando los propósitos de la investigación pasan por revelar hallazgos que tracen la evolución del fenómeno, no su recreación literaria. En ese sentido Juan Miguel Álvarez escribe próximo al estilo de autores como Ramón Jimeno, Olga Behar o Gerardo Reyes. Periodismo investigativo puro y duro (y a veces demasiado plano para nosotros, lectores habituados al derroche narrativo de la escuela latinoamericana).
«Balas por encargo» parece más una historia no contada de la mafia en Pereira, que una radiografía del sicariato. Y es que con perspicacia Álvarez indaga si «¿realmente la tasa de homicidios era la más importante (…) a la hora de sopesar y juzgar la seguridad y la convivencia en una ciudad colombiana? ¿Qué pasaría si la sociedad en general virara su preocupación hacia la cantidad de asesinos? ¿Por qué no tener como línea base del diagnóstico de la seguridad y la convivencia la cantidad de muchachos que se dedican al asesinato como forma de vida?» (pág. 232). El reportero defiende la idea de que unas dinámicas económicas hondamente enraizadas son las culpables del fenómeno de sicariato en la ciudad.
Pero ahí, justamente, se embolata la pista. Porque si conocemos los nombres de Olmedo Ocampo, de Antonio Correa, del clan Pugliese o los hermanos Sepúlveda, muertos todos y pertenecientes a un pasado turbulento, no queda clara la conexión con las altas esferas del poder político y militar de la región, una complicidad que el libro sugiere en general aunque sin señas particulares. Si sabemos que una cuarta parte del dinero oscuro blanqueado en el país pasa por Pereira, nunca se exhibe el entramado económico y empresarial beneficiado con ello. En esos parentescos de buenos apellidos, que muchos conocen pero jamás se atreverían a repetir en público, radica la clave de que Pereira siga siendo hoy una sociedad cerrada, favorable a los negocios por lo alto.
Juan Miguel Álvarez, Balas por encargo, Rey Naranjo, Bogotá, 2013.