No se trata de reducir todo a una visión esquemática de ricos malos y pobres buenos, sino a la inverosímil realidad de que las inmensas necesidades de unos son usufructuadas para bien de los descomunales caudales de otros. Nada más.
Dijo hace unos días Romeo Langlois, el periodista francés capturado por las FARC, en cuanto quedó libre y de cuantas maneras pudo, que el conflicto colombiano ha sido «invisibilizado». (1)
No dijo quién o quiénes lo invisibilizan, porque no hacía falta. Los conocemos bien: Han gobernado durante años afirmando que ni siquiera existe conflicto, posan de mártires de la justicia cuando alguien les cuestiona procederes y procedimientos, salen a diario por los medios sosteniendo que se requieren más misiles para aniquilar una guerra que no es.
Son expertos en otorgarle corporeidad a lo que no existe, como el crecimiento económico del país, el mejoramiento particular de muchos índices, el ascenso controlado y en poquísimos puntos porcentuales de la inflación, el significativo descenso en centésimas del costo de los combustibles, la ampliación general de las perspectivas bursátiles… Cuando lo muy real y campante es un escenario mundial de crisis y quiebras.
Y son buenos en el uso de toda clase de tropos: llaman seguridad a la violencia estatal; nombran como falsos positivos el asesinato sistemático de jóvenes y campesinos por parte de militares; hablan de confianza inversionista cuando las multinacionales incrementan el saqueo nacional.
Pero sí especificó Langlois, en cambio, la causa por la que el conflicto es invisibilizado: «pobres matándose entre pobres». Mejor y más breve no pudo haberlo dicho.
Por eso, sólo por eso, se puede decir que no pasa nada de nada en un país en el que se registraron 602.364 homicidios en los 33 años comprendidos entre 1975 y 2008 (2). O que no se ven los 2.267.348 desplazados que registró el propio Ministerio de Defensa entre 2002 y 2009, justamente, en los años de la Seguridad Democrática (3), y donde los datos del desplazamiento forzado señalan cinco millones de personas, que ubican a Colombia como el país con más desplazados en el mundo: el 10% de su población, donde una tercera parte corresponde a las minorías étnicas, negros e indígenas (4).
No se trata de reducir todo a una visión esquemática de ricos malos y pobres buenos, sino a la inverosímil realidad de que las inmensas necesidades de unos son usufructuadas para bien de los descomunales caudales de otros. Nada más.
Tampoco es una ilegalidad. Puede que sea un abuso, un atropello, pero se enmarca con precisión en leyes promulgadas para el efecto, en técnicos planes y programas gubernamentales, en acuerdos democráticos firmados entre instituciones y partidos. El trato es maltrato, y el maltrato es por contrato.
Donde la puesta en marcha de cada iniquidad fue bendecida con una misa y las escasas investigaciones efectuadas por algunos entes de control sólo han llevado a exoneraciones e indemnizaciones estatales. ¡Qué pena con los señores! ¡Mis disculpas, señor bandido!
Es un sino tan ágilmente desenfundado e infundado que quienes lo padecen además deben apreciarlo como una consecución. No hay que remontarse décadas o años atrás para corroborarlo, bastan unos días. Como el logro de los TLC, cualesquiera de ellos, con los Estados Unidos, con Europa, con Canadá, con Corea.
Una explotación que prospera de mil maneras en un entrecruce fatal: la gracia de las triquiñuelas usadas por unos con la desgracia de otros de asentarse y poseer durante generaciones tierras de gran riqueza.
En los resguardos indígenas están puestas las narices de las multinacionales mineras, porque es allí donde la tierra guarda en sus entrañas el oro, los hidrocarburos, el cobre, el uranio, el platino, el bronce, el coltán. Las comunidades negras están al centro de los desplazamientos masivos por otro tanto. Los campesinos y pequeños propietarios de la tierra son esclavizados o asesinados para que el país pueda salir adelante y desarrollar sus grandes proyectos ganaderos y agroindustriales. La naturaleza y las selvas se destruyen sin misericordia para que poderosas empresas reforesten sus capitales.
La guerra está invisibilizada, sí, y por eso también los grandes medios invisibilizaron casi todas las molestas palabras de Langlois. De todo lo que dijo, que en pocas palabras fue algo, los dos canales privados de televisión, RCN y Caracol, ambos coligados a poderosos e interesados grupos económicos, extractaron con finura quirúrgica aquello que dijo contra una de las partes del conflicto, la guerrilla, y ni siquiera mencionaron lo que dijo contra la otra, los militares, que fue bastante.
Poco importa si lo que dijo contra unos o contra otros es cierto o no, o, mejor, si lo compartimos o no. Lo detestable es la utilización descarada de sus palabras para armar sin untarse el discurso a conveniencia. Para manipular, desde luego.
Y ni así, con la alocución edulcorada, se salvó el periodista de que el ex presidente Álvaro Uribe dejara de preferirlo muerto a liberado. Quizás gracias a esa suavización mediática pueda seguir vivo y seguir ejerciendo luego su profesión en Colombia, como dijo que lo hará. ¿O será que tergiversaron, mutilaron y malinterpretaron los medios sus palabras para salvarlo?
Apenas un canal de noticias de cable transmitió las improvisadas palabras a las que debió darle vuelta el francés durante un mes; porque parecían lo uno pero eran lo otro. Y porque, como bien lo expresó el columnista Ramiro Bejarano, el francés no tiene un pelo de tonto. (5) De todas formas, una parcialización informativa que no nos es extraña, pues es a la vez reflejo (y motivación, claro está) de la vida parcializada que degustamos a diario sin disgusto.
Mientras Romeo Langlois decía lo que decía, llamando la atención sobre verdades que no aguantamos, mencionando sujetos que no aceptamos o subrayando hechos que atentan contra nuestras buenas mentiras y malas costumbres, los canales mencionados se regodeaban en estúpidos concursos en los que el ama de casa gana una olla arrocera y el aprendiz de bruto gana un televisor de 19″ para apoyarlo en sus objetivos.
País espectáculo, en el que los medios son sensacionalismo, los muertos trofeos, los lisiados cifras, la realidad ganancias, y donde la única tradición que no se pisotea es la de la violencia, tal vez porque los autores principales son los merecedores de respeto de príncipes, con su hablado en inglés, sus títulos de Harvard, sus caballos de paso fino, sus tufos Blue Label. O tal vez porque sus millones de víctimas no existen, no son reales, al contrario de las cifras que salen bajo la manga, a toda costa ciertas.
No tantas veces, como ahora, los pobres han sido culpables de tanto. Y esa culpabilidad es de las pocas cosas que en estas tierras los hace perceptibles: Son culpables malhechores cuando vuelven en busca de sus tierras, de las que fueron despojados a sangre y fuego, engatusados por la Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.
Son culpables cuando tienen memoria y narran, en documentales independientes, como los del propio Langlois, o en programas de televisión marginales, pero indispensables, como los de Hollman Morris, el asesinato despiadado de sus seres queridos, pretendiendo hacerse visibles a fuerza de hacerle recordar sus muertos al país. Unos desgraciados.
El admirado país del Norte nos lleva más de un siglo en la solución de sus contrariedades. Un ejemplo. Los indios de las praderas fueron erradicados de un tajo por la fiebre del oro y de su memoria apenas nos llega el nombre del teniente coronel George Custer, su infausto victimario y un típico hampón. Si alguien exalta la resistencia de Tatanka Yotanka (Toro Sentado), Shi-Kha-She (Cochise) o Goyathlay (Gerónimo) puede ser porque es un terrorista, allá en los Estados Unidos o acá en Colombia.
Es la misma fiebre del oro que cruza ahora la médula de los mismos espíritus voraces contra los mismos pueblos indígenas. No sucede hoy en el oeste estadounidense, sino en el oeste, el este, el norte y el sur colombianos. No son los colonos desperdigados gringos, sino las multinacionales gringas organizadas y con todos los avales gubernamentales. Gracias al ferrocarril se esfumaron los bisontes que alimentaban a los indios de las praderas, gracias a la locomotora minera de Santos no van a quedar muchos ríos sin arsénico ni cianuro para calmar la sed de las comunidades indígenas y campesinas asentadas en medio país.
Y si los numerosos pueblos indígenas del norte fueron invisibilizados, o, más grave aun, visibilizados como demonios por Hollywood, ¿qué puede esperarle a nuestros indígenas, que sobreviven sólo gracias a la inercia de sus culturas acorraladas y existen menos aun que los pobres fantasmagóricos del resto de regiones?
«Tenemos que seguir cubriendo este conflicto», dijo al final Langlois, de seguro convencido de que ese es un buen camino para que lo descubramos. Saber apenas de oídas de la guerra le hace creer a buena parte de la población que la paz es algo opcional, que es una llave que tiene un presidente en el bolsillo o una cerradura que tienen unas guerrillas bajo un palo de chachafrutos.
Mostrarlo desde abajo puede ser un paso para entender y luchar por lo contrario, por la obligatoriedad de la búsqueda de esa paz esquiva, y por la importancia de no dejarla en manos de matones ni guerreros. Del mismo modo que ni unos ni otros son causa de nada, tampoco pueden ser solución de algo.
Otra mentira que creemos y que a muchos alegra que así sea. La guerra particular de este país no se frena a punta de acercamientos o en una mesa de diálogo, ni con unos protocolos bien escritos y firmados, ni a través de comunicados esperanzadores, ni le bastan unas cuantas voluntades, aunque sean sinceras y conlleven el asentimiento de muchos de los actores, extras y figurantes involucrados.
De la misma manera que el conflicto se volvió invisible, se ocultan siempre las premisas para su resolución y cada quien trata de hacer impalpables las exigencias de la paz. Porque son estructurales, porque hay miedo de airearlas, porque no es apenas cuestión de enemigos de carne y hueso, porque políticamente quién sabe, porque y los ases para el final qué, porque sí.
Esta guerra sólo la paran asuntos molestos, por decir lo menos. Nocivos para los indicadores de la economía; pervertidos para el insepulto Consenso de Washington; infames para la tríada FMI – BM – BID; delirantes para la oligarquía criolla. Pero improrrogables.
En tanto que las cosas sigan marchando tan bien, la nave va y va y no habrá puerto a la vista. En ese contexto, debería preocuparnos mucho la afirmación insistente de que las cosas están bien.
Pues está mal que la inversión extranjera aumente. Muy mal que la minería avance a pasos agigantados. Malísimo que el TLC marche sobre ruedas. Pésimo que la banca esté recuperando utilidades y las bolsas sus valores. Una desgracia mayúscula que los medios digan que el país no deja de mejorar.
Porque todas esas buenas nuevas lo que indican es que cada vez vivimos menos en el país donde por suerte o desgracia nos tocó rematar cada día de la existencia.
(*) Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y realizador de cine y televisión colombiano.
NOTAS:
(1) Portal de Telesur. «Langlois denunció que han invisibilizado conflicto armado colombiano». 30 de mayo de 2012. http://bit.ly/LJEDfS
(2) PÁEZ TORRES, Magda. «Aumenta la violencia en el país». Agencia de Noticias UN. Universidad Nacional de Colombia. http://bit.ly/M9dJ1c
(3) MEDINA GALLEGO, Carlos. «Las estadísticas de la guerra». 14 de enero de 2011. Red de DD.HH. http://www.ddhh-colombia.org/
(4) Colombia es el país con mayor número de desplazados internos del mundo: Codhes (http://www.elpais.com.co/elpais/colombia/noticias/colombia-pais-con-mayor-numero-desplazados-internos-del-mundo-codhes)
(5) BEJARANO GUZMÁN, Ramiro. «El romeo francés». Notas de Buhardilla. El Espectador. 3 de junio de 2012. http://bit.ly/K00P7s
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