La confluencia de estudiantes y obreros en los acontecimientos de mayo del ’68 en París es reducida a una forma de scoutismo o directamente negada por las posteriores interpretaciones. Sin embargo, está viva en el recuerdo de militantes cuyo testimonio coloca en un lugar central el placer de esa convivencia transformadora, que no se volvió a repetir
El relato de Martine Storti (2) no deja de evocar el costado fastidioso de la vida militante que, para ella, se cristalizaba en la técnica hoy obsoleta del mimeografiado (3); mucho más tarde (escribe hacia el final de los años 1980), el recuerdo de esta experiencia la sumerge en toda su riqueza sensorial y emocional el día en que descubre su madalena de Proust bajo la forma de un stencil no utilizado: «Plegado en medio de las hojas, como una reliquia, ese stencil virgen que debe tener como treinta años. Conservó su olor, ese olor de tinta, de papel carbónico, un olor particular, al mismo tiempo ácido y dulzón, picante y azucarado, el olor de las horas, los días y las noches pasadas copiando hojas en el mimeógrafo, con ese apuro de la catástrofe, ese miedo de ver llegar el momento en que el stencil se desgarrara, porque habíamos puesto demasiada tinta o porque el mimeógrafo había girado demasiado rápido. Después de haber tratado, la mayoría de las veces en vano, de recoger los pedazos rotos y de hacer girar lentamente el mimeógrafo a mano, esperando que el stencil resistiera hasta el final, había que resignarse a volver a tipear el texto en un nuevo stencil, con dos dedos en esa vieja máquina».
Su relato, como el de otros militantes, revela placeres múltiples, ligados a la transgresión física y social, pero también a la posibilidad de nuevas amistades o complicidades. Era un placer, precisa Storti, bien diferente de la reivindicación o de la consigna revolucionaria de Mayo («Gozar sin trabas») del que desconfía, por lo demás, muy particularmente, que tampoco era un fin en sí mismo y que, en ese momento, ni siquiera aparecía necesariamente como tal. El placer de superar las divisiones, físicas y sociales, era proporcional a la dureza de la segregación social urbana de la época; los diálogos entablados a pesar de esa segregación transmiten un sentimiento de transformación urgente, inmediata, vivido no como una recompensa futura sino instantánea.
Robert Linhart recordaba, en 1978 (4): «Hace unos quince años, las fábricas eran un mundo cerrado, y había que estar al acecho de los testimonios»; otra militante que trabajaba en la línea de montaje de una fábrica escribió que antes de su llegada y de la de otros intelectuales, «los obreros trabajaban en las afueras de París, y las fábricas parecían tan lejanas, tan inabordables como Argelia o Vietnam» (5). Incluso Jean-Pierre Thorn, realizador del documental Oser lutter, oser vaincre (Atreverse a luchar, atreverse a vencer), dedicado a la violenta huelga de la fábrica de Flins, recuerda una infancia y una adolescencia marcadas por una verdadera segregación social: «Hasta 1968 yo no era consciente de las fábricas o de la clase obrera. En esa época comencé a observar un mundo impresionante que existía alrededor de nosotros, y que tenía el poder de llevar al país a una parálisis dejando de trabajar. Las banderas rojas colgaban de las puertas de las fábricas. Yo tenía veinte años, y eso fue un shock» (6). Claire, que en 1968 enseñaba en un liceo parisino, expresa diez años más tarde la emoción experimentada al franquear por fin barreras sociales antes consideradas insuperables: «Me encontraba con obreros por primera vez. Nunca los había visto. No es broma, ni siquiera en el metro. (…) no había visto una fábrica (…). Y, de golpe, sólo vivía y trabajaba con obreros: con los antiguos miembros del partido y con inmigrantes más jóvenes. Los recuerdos de Mayo del ’68, los únicos verdaderos recuerdos que tengo, no son las manifestaciones sino, entre otros, las reuniones dos veces por semana con obreros. Las fábricas estaban en huelga, ocupadas, y nos reuníamos para ‘hacer teoría’. Y hacíamos teoría, pero como podía hacérsela en el ’68 (…). Me sentía bien. Y creía que todo eso iba a durar. No me imaginaba lo que hoy me veo obligada a constatar, y es que ya no volveré a ver obreros. (…) El piquete de huelga de la fábrica nos recibía sin problemas, y nos hacía entrar sin problemas a los talleres…» (7).
Otro militante evoca encuentros análogos: «Al militar, en cambio, entraba en contacto con un montón de otras personas, diferentes socialmente (…) pero con el calor humano que había entre nosotros. Cuando eres militante, hay algo que te hace aceptar todo, y es encontrarte como esa mañana de buen tiempo, a las cuatro, con un motivo común que escapa a los otros, con esa felicidad de estar en un lugar donde no deberíamos estar, esa especie de complicidad» (8).
Otro placer, tal vez más accesorio, pero igualmente auténtico, acompañaba esos desplazamientos transgresores más allá de las fronteras sociales, del otro lado del «muro»: el de dejar todo detrás de uno, aligerarse de las vanas esperanzas y del peso muerto de las costumbres que anclan a la gente a un lugar o a un rol establecidos. Como lo señalan Jacques y Danielle Rancière (9), se trata de otro placer del que muchas veces no se habla en las descripciones miserabilistas post-68 de militantes que «se mezclaban con los trabajadores»: «El intelectual debía extirpar de su persona todo lo que, en sus hábitos, lo separaba del pueblo. Ideal contradictorio que una visión retrospectiva tal vez demasiado simplista ha asimilado a las figuras del scoutismo o de la ascesis. El cálculo entre los placeres y las penas no era deficitario en esa época. Dejar a los viejos partidos y a los jóvenes que hacían carrera el cuidado de cogestionar las universidades y de volver a dibujar el marxismo con los últimos colores epistemológicos o semiológicos, para penetrar en la realidad de la fábrica o en la amistad de los cafés y de los hogares de inmigrantes no tenía nada de lúgubre (lo sentiríamos en el momento del regreso). El servicio al pueblo no era, en cierto sentido, más que otro nombre del efectivo disgusto por la prosecusión de los ejercicios universitarios, desde la condición de docente o de estudiante. Así la transformación del intelectual pudo ser vivida como una real liberación».
RELEVO POLÍTICO
Si el placer fue saboreado a posteriori, y experimentado de manera indirecta y principalmente en el penoso momento de reanudar y regresar a las propias costumbres o al propio medio, no por eso fue menos fuerte. Entre los relatos de los «establecidos», intelectuales o militantes que a veces pasaron años trabajando en las fábricas, se encuentran muy pocos elementos que muestren ese otro estereotipo miserabilista que describe a militantes que adoptan el estilo de vida de los obreros, que padecen incluso una especie de necesidad patológica de volverse realmente uno de ellos. Tampoco se encuentran huellas del discurso más utópico de Gilles Deleuze sobre el devenir -devenir-animal, devenir-máquina, devenir-obrero- concebido como deseo de metamorfosis. Por el contrario, un establecido señala: «Lo único que me interesaba era encontrar obreros para garantizar el relevo político. De ninguna manera quería ponerme en su lugar» (10). «Para nosotros el trabajo en la fábrica no fue nunca una medida de purificación, fue una medida política» (11). «Yo me sentía bien en la fábrica; no fui a ella para olvidar mi condición de intelectual sino para hacer que se encontraran personas de orígenes diferentes. Quería trabajar desde el interior y, sobre todo, no quemar mis naves en cuanto había llegado» (12).
A veces, como ocurrió a principios de mayo, se descubría que la distancia que separaba a los obreros de los estudiantes no era tan grande: «Mayo del ’68 había llegado. El mundo estudiantil estaba ya lejos después de esos meses pasados en la fábrica. Después de la manifestación del 13 de mayo, Renault entró en huelga; el 15 o el 16 se decidió la ocupación de nuestra fábrica. (…) Una verdadera pequeña guerra desde el interior, que duró seis semanas. Yo me sentía particularmente cómodo en esa atmósfera de la época en que los obreros ‘se intelectualizaban’; y nos encontrábamos a mitad de camino de nuestros respectivos trayectos. Los jóvenes de la fábrica iban a la barricada y a la Sorbona» (13).
Tal vez Daniel Bensaïd (14) tenga razón cuando sugiere que todas las vestimentas simbólicas del comienzo de Mayo (manifestaciones pseudo insurreccionales, bosques de banderas negras, barricadas, ocupaciones de campus), claramente inspiradas en las tradiciones de la lucha obrera, deben entenderse como un conjunto semántico, un lenguaje por medio del cual el movimiento estudiantil buscaba dirigirse a los obreros sin tener que pasar por los líderes burocráticos, creando una comunicación entre dos mundos hasta ese momento cerrados el uno para el otro, y llegar a la clase obrera mediante un largo proceso de círculos concéntricos. Incluso una consigna como «CRS (Compañías Republicanas de Seguridad) = SS», que los estudiantes cantaron desde el 3 de mayo, aunque sólo los gendarmes habían sido llamados a la Sorbona y todavía no se había visto a ningún CRS, bien podría interpretarse como una conjura. En un sentido, los estudiantes hacían más negra la situación, ya que los CRS no estaban todavía allí, con lo que aceleraban las cosas o las llevaban a un extremo. Pero también interpelaban a los trabajadores, ausentes todavía, y para eso tomaban prestado su idioma específico. En efecto, los estudiantes no habían inventado esa consigna. Fue utilizada por primera vez en 1947-1948 por mineros en huelga, justo después de la creación de los CRS por el ministro del Interior socialista, que había recurrido a esas nuevas fuerzas para poner fin a la huelga.
Al comienzo de la huelga general, a mediados de mayo, el comité de acción Trabajadores-Estudiantes de los alrededores de Censier (15) se dedicó a la tarea específica de crear vínculos entre la universidad y las fábricas. Censier estaba fuera de los caminos trillados recorridos por los periodistas, que se interesaban más en la Sorbona y en el teatro Odeón, esos grandes anfiteatros del delirio verbal. Los documentos elaborados por su comité de acción durante todo el mes de mayo y junio confirman la existencia de una cooperación entre jóvenes estudiantes y obreros durante la huelga. Pero en Censier, el desplazamiento funcionó en el otro sentido: no eran los estudiantes los que iban hacia los obreros, sino a la inversa. Los obreros se sentían atraídos por las enormes posibilidades materiales que ofrecían las sedes estudiantiles: locales abiertos a toda hora, máquinas para mimeografiar, mano de obra constantemente disponible para contactos, trabajos de imprenta, debates, etc. Era un espacio distinto al de la vida sindical en las fábricas, donde los obreros estaban confrontados a inexplicables prohibiciones, reticencias, controles, vigilancias y maniobras de todo tipo. A fuerza de redactar informes, de designar voceros, de brindar una ayuda material a los huelguistas, Censier se convirtió en un centro de coordinación y de unión cuya eficacia fue a veces real. Su existencia impide cualquier negación irónica de la mitología obrera con frecuencia atribuida a Mayo, de la misma manera que mina la opinión según la cual la huelga se desarrolló de manera autónoma, sin ningún vínculo con el movimiento estudiantil, afirmando que su simultaneidad fue una pura coincidencia.
Kristin Ross
Profesora de literatura comparada en la Universidad de Nueva York. Este texto está extraído de su libro Mai 68 et ses vies ultérieures, Complexe, París, 2004.
Traducción: Lucía Vera
Notas:
1 Psicoanalista. Autor de «Mai 68 raconté aux enfants. Contribution à la critique de l’inintelligence organisée», Le Débat, Nº 51, septiembre-noviembre 1988.
2 Militante en 1968, y luego periodista de Libération, Martine Storti escribió Un chagrin politique: de Mai 68 aux années 80, L’Harmattan, París, 1996.
3 El mimeógrafo servía para reproducir textos o figuras grabados en una lámina de papel especial (el «stencil»), a través de cuyas incisiones pasaba la tinta mediante la presión de un cilindro metálico (N. de la T.)
4 «Evolution du procès de travail et lutte de classe», Critique communiste, 1978. Dirigente maoísta, Robert Linhart escribió, a partir de sus vivencias fabriles, un libro titulado L’Établi, Editions de Minuit, París, 1978.
5 Jenny Chomienne, citada por Virginie Linhart, en Volontaires pour l’usine, Vies d’établis, 1967-1977, Seuil, París, 1994.
6 Jean-Pierre Thorn, citado por Linhart, en Volontaires…, op. cit.
7 Claire, maestra, citada por Libération, 19-5-1978.
8 Militante anónimo, citado por Bruno Giorgini, en Que sont mes amis devenus? (mai 68-été 78, dix ans après), Savelli, París, 1978.
9 Danièle y Jacques Rancière, militantes maoístas y luego filósofos, «La légende des philosophes (les intellectuels de la traversée du gauchisme)», Révoltes logiques, 1978.
10 Nicole Linhart, citada por Linhart, en Volontaires… op. cit.
11 Georges, obrero-ingeniero, citado por Michèle Manceaux, en Les Maos de France, Gallimard, París, 1972.
12 Yves Cohen, citado por Linhart, en Volontaires, op. cit.
13 Danièle Léon, citada por Linhart, en Volontaires, op. cit.
14 Militante trotskista y filósofo.
15 Barrio parisino.