No fue incluido en el Informe Valech. La Agrupación de Ex Menores de Edad Víctimas de Prisión Política y Tortura, llevará su caso ante organismos internacionales. Quiere reparación por el horror que vivió a los nueve años, cuando fue detenido junto a sus abuelos, desde entonces desaparecidos. Para él no hay perdón. Tampoco olvido. La […]
No fue incluido en el Informe Valech. La Agrupación de Ex Menores de Edad Víctimas de Prisión Política y Tortura, llevará su caso ante organismos internacionales. Quiere reparación por el horror que vivió a los nueve años, cuando fue detenido junto a sus abuelos, desde entonces desaparecidos. Para él no hay perdón. Tampoco olvido.
La casa de la calle Sorrento 629, en la comuna de Lo Prado, huele a años 70. Están intactos el comedor, las sillas, los muebles del living, el refrigerador, un espejo. En el dormitorio principal todavía está guardada la ropa de Bernardo y María. Enfrente de la puerta de calle están sus fotos. ¿Dónde están?, pregunta un papel amarillento y gastado que, sin embargo, permite ver sus rostros perfectamente. No cabe duda. Ésta es su casa todavía, aunque el próximo año se cumplen tres décadas desde que el matrimonio Araya-Flores fuera llevado hasta un cuartel en Vivaceta. Y de ahí hacia la nada.
El relato todavía emociona a Eduardo Araya, de 38 años, su nieto. Lo emociona porque vivía con ellos, porque lleva casi 28 años de su vida buscándolos. Lo emociona porque él estaba con ellos la noche que los sacaron de su casa en Quintero. Lo emociona porque ha tenido que revivir crudamente los olores, la oscuridad y la soledad, al defender el derecho a la reparación a los niños de la dictadura.
Araya no calificó para ser incluido en el Informe Valech. La primera vez, porque no fue a declarar y le dijeron que nadie lo mencionó. La segunda vez tampoco, aunque envió sus antecedentes. No sabe por qué no tomaron en cuenta su relato. Ahora intentará que la justicia lo incluya junto a otros miembros de la Agrupación de Ex Menores de Edad Víctimas de Prisión Política y Tortura. Y están dispuestos a golpear puertas de organismos internacionales de derechos humanos.
Un paseo negro
Todo ocurrió el 2 de abril de 1976, en la casa de Quintero, a las diez y media de la noche. Se encontraban Ninoshka, Vladimir y Eduardo. Los primos ya estaban con pijama cuando tocaron a la puerta. Cuatro hombres entraron preguntando por María Olga Flores Barraza y Bernardo Araya Zuleta, un conocido dirigente de la Central de Trabajadores de Chile. Los niños despertaron con la bulla. A Eduardo y sus abuelos los hicieron abordar un vehículo. A Ninoshka y Vladimir los subieron a un segundo automóvil, un taxi. Les dijeron que iban a dar un paseo. Viajaron desde Quintero hasta la calle Vivaceta, en Santiago, con el aliento pegado al suelo, sin moverse, sin hablar, aterrados, aunque no lloraron. Eduardo tenía 9 años, la misma edad que su prima. Vladimir, el mayor, tenía 15 años entonces. Por su edad, hizo el viaje con los ojos vendados.
«Nos daban pastillas, nos decían que no lloráramos. Ahí estábamos nosotros, juntos. Esa noche nos dejaron con mi abuelita. Ella sabía que la iban a matar. Si me lo preguntan ahora, puedo decir que siempre lo supo. Teníamos miedo», cuenta Eduardo. Y ese mismo miedo, a él le provocaba todavía más miedo. Y rabia y pavor y soledad y desamparo. Eduardo quedó huérfano, o se sintió huérfano, al menos. Hasta ese 2 de abril había vivido siempre con sus abuelos. Lo mismo que sus otros primos.
Y esa noche se quedaron solos
«No sé cuántos días pasaron. Pero creo que fue minutos después de esa noche. O un día después, no lo recuerdo bien. Nos separaron de mi abuela y nos fueron a dejar a la calle Osorno con San Pablo. Era de noche, hacía frío. Pero ahí nos dejaron a los tres primos. Nos dijeron que no miráramos para atrás, que siguiéramos caminando no más».
Eduardo habla de pie, frente a la mesa del comedor que era de sus abuelos. «Nosotros no hemos movido nada. Está todo igual. Mira», dice, y muestra el clóset enorme que ocupa casi toda una pared del dormitorio principal. Allí, detrás de afiches de sus abuelos y de un enorme «¿Dónde están?», sigue guardada la ropa de Bernardo y María. Los muebles del comedor están intactos, como hace 30 años. La radio de Bernardo, sus sillones. Incluso en el patio de la casa está lo que queda de la silla de playa donde se sentaba por las tardes a tomar sol.
La vida según Eduardo
¿Por qué guardar todo igual?, pregunto, ¿qué ha pasado en estos casi 30 años? «A nosotros, la dictadura nos arruinó la vida. Esta casa está llena de recuerdos. No sabemos dónde están mis abuelos, nadie nos ha dicho nunca nada, y más encima tengo que vivir con el recuerdo de esa noche. Con el miedo. Mi familia se deshizo. Me fui al exilio. Escuchamos hablar de los derechos humanos, y lo que yo siento no se lo doy a nadie. Todo esto ha sido una burla».
Eduardo no lloró aquella noche remota. Pero ahora sí: llora de rabia.
Más tarde se volvieron solos a la casa en la que habían vivido antes con sus abuelos. Al número 629 de Sorrento en Lo Prado. Y, salvo sus años en el exilio, no se ha movido de ese lugar.
Cree que es una injusticia que su caso, y el de muchos otros niños, no se hayan incluido en el informe. «Éramos niños. Me cagaron la infancia. Pero en la agrupación vamos a permanecer unidos, esperando que nos consideren. Que reconozcan el dolor de haber perdido todo».
Todos los 2 de abril son especiales en la casona de Lo Prado. Hacen comidas y homenajes para recordar, una y otra vez, lo que pasó. El lugar está ahora habitado por uno de los hijos del matrimonio Araya-Flores. Eduardo y su primo Jaime Vivanco montaron una empresa de diseño publicitario en las piezas que alguna vez ocuparon. Nadie los moverá de ahí. Alguna vez trataron de comprar la casa de Quintero, pero no estaba a la venta. Mientras tanto, se conforman con un mural que hizo José Balmes en la pared de la casa en Santiago. Ahí dice: «Bernardo y María. 1976-1999», recordando el tiempo de dolor entre la noche de su desaparición y la fecha de la pintura. Y ellos lo cuidan como si en eso se les fuera la vida.