«El sarcasmo de Gerardo Deniz es el arte de abrir los ojos en medio del derrumbe», escribió Octavio Paz, con esa peculiar capacidad suya de valorar incluso aquello que le pone en duda, y por la que un día lo recuperaremos. Me llevaron estas frases a nuestra primera estancia en México en 1998: habíamos conocido […]
«El sarcasmo de Gerardo Deniz es el arte de abrir los ojos en medio del derrumbe», escribió Octavio Paz, con esa peculiar capacidad suya de valorar incluso aquello que le pone en duda, y por la que un día lo recuperaremos. Me llevaron estas frases a nuestra primera estancia en México en 1998: habíamos conocido a Deniz unos años antes, durante su único viaje a España, y en el reencuentro nos propuso a Olvido García Valdés y a mí dar un paseo por el centro antiguo de la capital mexicana; el itinerario anti-turístico siguió, con asombroso detalle y apenas indicándolas con un gesto, las huellas del terrible terremoto de 1985, perceptibles aún por todas partes para su mirada. Aquella inquietante antología de grietas y ausencias expresa bien el tipo de fuerza negativa que mueve toda su obra. Así, las metáforas degradadoras, como ese cielo rosa igual que la panza de un cerdito, o la investigación de los espacios vacíos que ocupan el corazón de bloques y manzanas urbanos, y cuya topografía ni siquiera las fotos aéreas consiguen registrar. Quizá es el mismo gesto de su lectura en Valladolid, cuando tuve que poner voz a sus poemas después de haberlo presentado, mientras él con memorables y precisas palabras dibujaba el marco para cada texto. Así, algunos títulos, como el de su poesía completa, Erdera, la palabra vasca que denomina a todas las lenguas que no sean el euskera, o los de sus libros de artículos, Red de agujeritos o Anticuerpos; pero también aquí un sesgo, una forma de nombrar no simplemente negativa. Red de agujeritos evoca, con el diminutivo que resta solemnidad, una descripción del Anónimo de Tlatelolco, crónica de los últimos días del imperio azteca: «Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros» -identidad, pues, en la privación y la derrota, legado de un vacío vivido. Anticuerpos: negación que salva, que al menos se esfuerza por curar.
Gerardo Deniz fue la firma poética de Juan Almela, que nació en Madrid en 1934 y, tras pasar por Suiza, llegó al exilio mexicano en 1942; en la Ciudad de México murió en diciembre de 2014. Su padre, un histórico del socialismo, le encargó corregir sus primeras pruebas de imprenta cuando tenía 14 años, y quizá desde entonces leer fue su biografía. Químico de extraordinaria formación autodidacta y traductor de exigentes estudios (Dumézil, Benveniste, Jakobson, Lévi-Strauss…), su erudición tendía sobre todo a esos modelos de saber: química o lingüística, un saber concreto, experimental, que pudiera excluir teorizaciones e ideología, que no consintiera en instrumentalizarse, fin en sí mismo. Que no separase el saber de la neutralidad de lo que existe: «‘Como yo’: // Me gusta de mi gata / que acepte lo inexplicable / sin renunciar al espíritu positivo» -aunque esto remitiera a su ciencia y no a su ánimo. Y el hilo que parte de lo biográfico, que ofrece en sus artículos la fascinación de insólitos recorridos (la lengua de los osetas o la prehistoria de la fórmula hexagonal del benceno), no ajenos a aquella lógica de las grietas, es quizá también el que ensarta las piezas de su inconfundible poesía.
Ya en su primer libro, Adrede (1970), se ve cómo las referencias históricas, literarias o científicas cristalizan en imágenes que persiguen la precisión de las sensaciones o los momentos evocados, y luego estas referencias van creciendo hasta que, por su amplitud y abigarrado origen, distorsionan fuertemente el texto: enfriamiento, distancia con lo sensorial en vez de ajuste de la lente, autonomía de los ingredientes, palabras que acaban significando su propia extrañeza, divorcio entre hablas… de modo que, a la manera barroca y a la manera moderna, el poema sigue varios cursos emocionales independientes, parece escindirse y dividirse de sí. Podría equipararse el fenómeno al que se da en el pensamiento de Deniz, cuando su hiperracionalismo sin objeto se abre a las preguntas del absurdo.
Ácido humor, sátira sin paliativos. Denuncia, demolición, implacables. De la fantasía y la moralización, de los tópicos y los prestigios infundados, de lo políticamente correcto, de ideales y sentimientos. Nada puede tomarse en serio, porque nada es serio: «el poema es, como debe, un absoluto choteo y desmadre». Pero algo sostiene la nítida convicción del tono, alguna clase de verdad debe subyacer a la fosa escéptica en que todo cae. No me atrevo a decir qué. Quizá lo muestra otra evidencia que surge al leer sus poemas: lo que más conduce y unifica la sátira es el empeño contra los mecanismos de pensamiento codificados en la cultura y en la lengua, contra todas las formas de un lenguaje poético que concentra de modo ejemplar tales mecanismos. Esta conciencia negativa forma el núcleo de la escritura de Deniz, como si recogiera en ella aquel diagnóstico cernudiano sobre el «dialecto poético» (pese a que Cernuda no esté en su canon) y no se anduviera con contemplaciones para la curación, para generar los «anticuerpos». Poesía contra la poesía y, en esa apuesta autodestructiva, una de las voces más fuertes de la poesía reciente en español. Después de un espeso silencio, muchos ya lo han reconocido. Una propuesta de lectura que, como las de los grandes poetas, reta a aprender a leer.
Porque ni lo destructivo ni el vario saber convocado actúan, al cabo, para excluir al lector del texto; Eduardo Milán ha visto el matiz tonal -«una dicción poética de lenguaje oscuro emitido en tono conversacional»- que trae la palabra de Deniz al espacio de lo cotidiano. Instantes de la vida de la ciudad, lugares y ruidos, el trajín de un ir y venir que se parece a la existencia, se integran en un hilo digresivo, afín en cierta medida al monólogo interior, como si de la contigüidad joyceana entre lo vulgar y lo mítico viniera también este rumbo errante del discurso. Ráfagas de la vida cotidiana que atraviesan la densidad del conocimiento y salen de ahí trasladadas a otro lugar, movidas. Nada se puede fijar. En un viaje posterior a México, me recuerdo, cerca ya de la despedida, queriendo hacerle una foto a Deniz; al pulsar, la mirada se quedó en negro; aunque se habían acabado las pilas de la cámara, ese negro inquietante quedó como la fórmula de lo que no se puede fijar. Escribe él: «esos puntos de luz que si te mueves se extinguen (aunque nazcan otros al lado)». Y quizá eso es lo perdurable en su escritura, esos puntos.
Lecturas.
Gerardo Deniz, Erdera. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
– Anticuerpos. México, Ediciones sin nombre, 1998.
– Red de agujeritos. México, Ficticia, 2012.
Eduardo Milán, No hay, de veras, veredas. Ensayos aproximados. Madrid, Libros de la Resistencia, 2012.
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