Recomiendo:
0

Memoria y transacciones: para un debate más íntegro sobre la «para-política» y las alternativas

Fuentes: Rebelión

Hace una semana, el 17 y 18 de abril, se realizó en Bruselas, en auditorios del Parlamento Europeo, la II Conferencia Internacional sobre los Derechos Humanos en Colombia. Doce años después de la primera. De 1995 a 2007, ríos de sangre han anegado este país. La primera obedeció a la necesidad de interpelar tanto al […]

Hace una semana, el 17 y 18 de abril, se realizó en Bruselas, en auditorios del Parlamento Europeo, la II Conferencia Internacional sobre los Derechos Humanos en Colombia. Doce años después de la primera. De 1995 a 2007, ríos de sangre han anegado este país. La primera obedeció a la necesidad de interpelar tanto al propio Estado colombiano, como a la denominada comunidad internacional, a Europa, principalmente, para activar y comprometer los mecanismos que permitieran, entre otras necesidades, desmontar las estructuras paramilitares y el andamiaje de la impunidad. Ya para ese entonces, desde 1987, el gobierno colombiano había hecho gala de una enorme capacidad discursiva y de sucesivas maniobras inteligentes para contrarrestar los más graves efectos que pudieran desprenderse de la denuncia de organismos de derechos humanos, sindicatos, víctimas y organizaciones internacionales. Foros como la Comisión de Derechos Humanos de la ONU se convirtieron en campos de una dialéctica que debía arrojar claridad entre la niebla de la diplomacia.

Eduardo Umaña Mendoza fue uno de los valiosos e inolvidables defensores de derechos humanos que allí en Ginebra y en otros puntos del planeta, durante años y a través de enormes esfuerzos, demostró la responsabilidad del Estado colombiano en crímenes de lesa humanidad y la impunidad reinante para con una sagaz estrategia de guerra sucia. En 1987, tras una gira en Europa, inició un debate sobre las acciones y guías institucionales del paramilitarismo. Este pasado 18 de abril cumplimos nueve años del asesinato de Eduardo. Apenas fue recordado públicamente allí por dos europeos, uno de ellos su amigo, el profesor belga François Houtart. Para la mayoría de la concurrencia, la referencia de este recuerdo se diluyó. La memoria hace lo suyo, lo que puede, no contra el olvido sino contra la indiferencia, y a veces contra las transacciones.

 

La memoria, entre la materia humana de la que nace, también hace a veces recapitular para exhumar los nacimientos. Quizá por eso no se borra todavía el domingo 19 de abril de 1998, un día después del asesinato de Eduardo, cuando cientos de asistentes a las exequias se congregaron para convertir el hacer en porvenir. La semana que siguió anudó la política y el sueño a un cadáver que ya no estaba allí en la Universidad Nacional, no físicamente, aunque diera lugar a una vertiente de lo que luego se denominó algo así como un Frente social y político, que a su vez legó energías a otras convergencias.

 

Precisamente, coincidente con la conferencia de Bruselas, uno de los más destacados líderes del Polo Democrático Alternativo, el senador Gustavo Petro, realizó en el Congreso un debate sobre la denominada para-política: la demostración de los nexos de políticos de los círculos tradicionales con la estrategia paramilitar y sus crímenes. Siendo tan grave lo allí expuesto, vuelven a aquietarse ciertas aguas, pasada ya una semana, conocidas las respuestas de Uribe Vélez, cabecilla de aquella, aludido en el debate, además de las reacciones de diversos sectores del país y también fuera, más en los Estados Unidos que en Europa, que sigue callando como sabe hacerlo.

 

El debate sobre la para-política, que creímos un libro apenas abierto, de sendos capítulos y anexos, parece que ha tenido con esa escenificación una especie de epílogo, que termina lo que levemente comenzaba a descubrirse, de cara al mundo, que es en gran parte lo que desde hace muchos años las víctimas y organismos de derechos humanos ya testificaban y documentaban sin mayor eco.

 

Si acaba acá esa denuncia en la tribuna del Congreso, quizá otras tribunas, y mejor, otros tribunales, y quizá otras trincheras sociales, deberán acoger lo que no puede o no debe seguirse ocultando más; lo que forcejea como relato en la memoria histórica para la resignificación y dignificación, para procesos de resistencia ante crímenes e inmunidades concedidas a los verdugos y a los beneficiarios de una guerra contra los movimientos populares, que aún no se doblegan del todo.

 

Es en ese horizonte, de unas resistencias al terror y en las afirmaciones y aspiraciones de lucha, por verdad, justicia y reparación, y más: por construir condiciones para las alternativas, que lo tantas veces puesto de manifiesto, ahora recogido y dicho la semana pasada en Bruselas por Carlos Gaviria, Presidente del Polo, le compromete a él, como dirigente de una fuerza política, como representante decente de un montón de personas que, junto con otras fuera del Polo, en otros campos, apuestan por construir un proceso desde el cual Colombia pueda recobrar esperanzas de justicia. Decía él para referirse al deplorable curso de la anti-democracia que triunfa con respaldos foráneos, que ella es producto de una maquinaria de propaganda, de una «estrategia perversa para fingir democracia«, mientras la violación de los derechos humanos continúa.

 

Escuchadas esas palabras, acompañadas de la promesa de constituir una fuerza política no contaminada, recordados los esfuerzos de cientos de mujeres y hombres asesinados por hacer frente a ese régimen, viene a la mente la memoria, y a la memoria la pregunta: ¿hay en esto un compromiso serio, que honre a un hombre y a una organización política?

 

Nos enseñaron que no se pone necesariamente, ni a priori, en el mismo nivel penal, a quienes un día permitieron matar, de los que ordenaron y mataron (se lee hoy en la prensa colombiana, 25 de abril, en El Tiempo, cómo los paramilitares «se entrenaban para matar picando campesinos vivos«). Ya lo sabíamos. Se lee esto y se recuerda aquello. Se hace memoria de palabras, de hace una semana apenas, y de lo vivido hace años, entre muertes, desapariciones y exilios, y se pregunta otra vez: ¿dónde están hoy gran parte de los y las que permitieron cientos de crímenes? ¿dónde están los que desde altos cargos del Estado, confeccionaron, desarrollaron y blindaron tal «estrategia perversa para fingir democracia«?

 

El senador Petro ofertó una ambigua propuesta de acuerdo nacional por la verdad. No debe pedirse peras al olmo. Los políticos y los empresarios poderosos de hoy, que han servido al paramilitarismo y que se han lucrado con sus crímenes, debieran responder, mejor no en tribunas, sino en tribunales, sería preferible, pero no es a ellos a los que corresponde oír esta derrotada interpelación. Es a otros, que debieran asumir la cuestión de la para-política con mayor autoridad moral, emprendiendo una coherente corrección ética a su interior.

 

La palabra colusión existe, y tiene entre sus sinónimos: complicidad, connivencia, contubernio, pacto, alianza, componenda. La ética para la política, demanda un debate más a fondo de todas las expresiones de la para-política. La condición sine qua non de la guerra sucia en Colombia, de la democracia genocida, como la llama acertadamente Javier Giraldo, ha sido lo que Carlos Gaviria nos recuerda como «estrategia perversa para fingir democracia«, la cual ha sido hecha no en los puestos de mando militar, sino en cómodos despachos de funcionarios civiles, la mayoría cercanos a la Casa de Nariño, en Bogotá, a metros del oído del presidente.

 

Por allí decenas de veces cientos y cientos de amenazados por los grupos paramilitares y militares, dejaron sus testimonios y sus días. Anduvieron de oficina en oficina. Muchos fueron asesinados o desaparecidos. Otros lograron salvarse huyendo de su región y los más privilegiados emprendiendo un éxodo que los llevaría, al final, al mismo lugar. Cuando se reventaban y desgarraban el estrellarse contra un sólido muro de silencio y tergiversación levantado en foros internacionales por Gobiernos y poderes cómplices, en Ginebra, Bruselas, Londres o Madrid, donde los exitosos resultados de esa estrategia perversa se hicieron sentir, fruto de la administración de una sofisticada maquinaria que ha logrado, sin cesar, neutralizar cualquier medida contundente contra el régimen de terror que se escuda en la ficción de la democracia.

 

Por eso se pregunta, a propósito de la para-política, en todas sus formas; a nueve años del asesinato de Eduardo Umaña; a una semana de la declaración de Carlos Gaviria en Bruselas y del debate de Petro en el Congreso en Bogota; y tras más de doce o diez años de eficaces campañas del Gobierno colombiano. Se pregunta: ¿dónde están las palabras que reconocen el error y el horror y con las que se puede pedir perdón a las víctimas por decenas de omisiones eficientes que hicieron posible la entronización del paramilitarismo y de la impunidad? ¿Dónde está la ética que mira al futuro, de personas del Polo Democrático Alternativo que cumplieron altas e importantes gestiones funcionales a la política de un Estado que en el tiempo de sus mandatos consumó una estrategia de genocidio y de impunidad?

 

Se busca y no se halla por ninguna parte, todavía, declaraciones de contrición, por ejemplo de Carlos Vicente de Roux, nada menos que el Consejero Presidencial de Derechos Humanos de los presidentes Gaviria y Samper, o de María Emma Mejía, Canciller de este último, ambos hoy destacados políticos del Polo. La memoria evoca, desentierra y reconstruye cientos de casos en los que nos correspondió vivir no sólo su desplante, sino el cinismo de sus acciones en el marco de la perversión del sistema de impunidad que los contrataba. Campesinos, sindicalistas, indígenas, activistas sociales, defensores de derechos humanos, que con su digna lucha sobreviven a las consecuencias de ese arrasamiento, no olvidan la infamia del oficio de quienes se emplearon en el encubrimiento de esa política-para.

 

A la para-política y su complejidad, le hacen falta más capítulos, entre los que deberá escribirse uno ya no sólo sobre el papel de políticos y empresarios, colombianos y extranjeros, sino de periodistas y de algunos pastores o de algunas agencias de la iglesia, que siguieron de retorno hasta Europa la mediación que socializó gran parte de las rentables proposiciones de los paras.

 

La supuesta buena lección de discreción aprendida, de los tres monos sabios, que con las manos se tapan los ojos, los oídos y la boca, debe ser minada por la lucidez y la honradez de una memoria para las alternativas. «No vieron», «no oyeron», «no hablaban». Pero si hablaron. Tenemos ante sí los discursos del ex consejero presidencial de Roux o de la ex canciller Mejía, y de varios más, y las terribles exculpaciones que beneficiaron al Estado, en una época de crímenes atroces. El silencio de entonces, cuando no su abierta defensa de una lógica de coartadas y evasivas que supieron transmitir desde sus cargos civiles, debe exhortarnos a invertir el valor moral de aquella máxima: «Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras«. Ellos, los que transigieron y agraciaron crímenes desde el Estado, son esclavos de sus silencios. Bertrand Russell se refirió a los «criminalmente ignorantes de las cosas que tienen el deber de saber«. Y también que «es imposible mantener la dignidad sin el coraje para examinar esta perversidad y oponerse a ella«.

 

Tomamos nota de sus importantes palabras, doctor Gaviria, no para un mañana en ciernes, sino para el deber de un hoy que forja complicidades o rupturas, no medias tintas (cuando en Medellín acaban de matar a una militante del Polo), y del estado de un debate, senador Petro, que sugiere que sí es posible conocer la verdad, enmendar con humildad y aportar al esclarecimiento señalando, los que conocen, por haberlos utilizado, qué mecanismos han hecho posible la barbarie y la impunidad que hoy nos repugnan.

– Carlos Alberto Ruiz es jurista colombiano y defensor de los derechos humanos.