El proyecto de Ley de Espacios Libres de Humo, o Ley anti-tabaquismo, que fue «retocado» en la Cámara de Representantes de Colombia incorporándosele algunas modificaciones que consentían la creación de zonas de fumadores y la publicidad del cigarrillo, proponía todo lo contrario de lo que quería el gobierno del presidente Uribe y que estableciera en […]
El proyecto de Ley de Espacios Libres de Humo, o Ley anti-tabaquismo, que fue «retocado» en la Cámara de Representantes de Colombia incorporándosele algunas modificaciones que consentían la creación de zonas de fumadores y la publicidad del cigarrillo, proponía todo lo contrario de lo que quería el gobierno del presidente Uribe y que estableciera en la resolución 1956 del Ministerio de la Protección Social que prohíbe tajantemente el consumo de cigarrillos en «sitios públicos cerrados». Ahora bien, como los propósitos del «retoque» me simpatizaban cuando proclamaba el deber de los ciudadanos y las autoridades de respetar y tolerar a los adultos fumadores rechazando la discriminación y los abusos que se derivaban de la prohibición a que se les sometía, dada mi simpatía hacia este «retoque» y para no pasar a engrosar la lista de los «aliados del terrorismo tabacalero» o «afectos al tabaquismo fariano (de FARC-EP)», me voy a permitir hablar sobre mi propia experiencia con el cigarrillo. Ella de por sí, eso espero, me eximirá de tan letales -y en boga- calificativos que el gobierno uribista se empeña en darle a todo aquel que disienta de su autocrático mandato.
Hace algunos años el diario EL TIEMPO de Bogotá reprodujo de un renombrado Portal de Internet un artículo mío titulado «Fumadores del mundo, ¡uníos!» y lo publicó en su página editorial el mismo día en que se celebraba la jornada universal de los ¡no fumadores! Tan osada fue la decisión tomada por el Editor del diario, como virulentas fueron las reprimendas que recibí de numerosos lectores por haberme atrevido a intentar una -para ellos-, «peripatética» apología del tabaco. Mientras la preocupación social era entonces y lo es en mayor grado ahora, cómo superar el humo, y la gubernamental y parlamentaria, cómo reprimirlo, aparecía este fumador empedernido proponiéndole a sus «homólogos» en todo el orbe la unión para enfrentar aquella arrolladora embestida que, aparte de discriminarnos, nos estaba aislando forzándonos a celebrar nuestro rito vital a hurtadillas, dentro del «closet» o, cual prostituta errabunda, en las aceras de una calle cualquiera.
Recuerdo que en aquella entusiasta convocatoria a mis colegas fumadores para defender al que llamaba «vilipendiado cigarrillo», exponía entre otros puntos:
«Soy consciente del mal que puede causar el cigarrillo en el organismo humano, pero también pienso que peor que la intención suicida implícita en quien conserva el vicio, es el patíbulo y la picota pública a la que lo están conduciendo. Su afán persecutorio está alcanzando el nombre de inquisición… Y, sin embargo, los enemigos del tabaco, mientras achican nuestro espacio social, distraen su oficio de censores cuando se trata de ensanchar sus estómagos glotones con ciertos alimentos y bebidas mil veces más peligrosas para su salud…»
Más tarde, en octubre de 2005, y en respuesta a una pregunta de la revista Carrusel respecto de las mañas, excesos o vicios que algunas personas no tienen ningún empacho en exhibir, dije:
«Me aferro a la magia del cigarrillo… ¿y qué? Aunque acepto que me atemoriza el desafío de hacer el papel de «modelo del mal». Estamos entre el escarmiento social y las consecuencias fatales, aunque posiblemente no, tal vez nos burlemos de este destino advertido y terminemos muriendo de algo que nada que ver… Mi oficio de escritor, por alguna razón, me amarró al cigarrillo. Todo lo que percibo visual o mentalmente, el cine, la lectura, la música, el arte, todo, pero fundamentalmente la escritura, me exige el humo como hilo conductor para alcanzar su discernimiento y disfrute. Soy un fumador compulsivo y consciente de su poder destructor que, no obstante, acepta con entusiasmo las normas que lo prohíben y aconseja a los otros no seguir su ejemplo…»
Pues bien, lo anterior, amigo lector, lo he traído a cuento en esta ocasión por cuanto estoy por cumplir un largo año de haber renunciado al cigarrillo tras disfrutarlo y sufrirlo durante décadas. Fue mi inflexible decisión personal, libre de cualquier apremio legal, familiar o social, y la fe en unas pequeñas pastillitas azules que terminé desechando porque no veía que pudieran aportarle nada a la musculatura propia de mi tesón, lo que me dio fuerzas para vencerlo.
En definitiva, abandoné uno de los más grandes placeres que se nos pueda ofrecer en esta vida, para abordar otro, el inmenso placer de vivir en sana paz con mi salud.
Y, sin embargo, si algún fumador me dijera, ¿qué me aconseja?, simplemente le diría:
«Vea a ver a usted cuál placer le place más… y quédese con él».