Con un grupo de sus compañeros, entre los que estaban Bautista van Schouwen, Luciano Cruz, mi hijo Edgardo, Andrés Pascal, y otros tres o cuatro más que no nombro voluntariamente para no exponer a sus familiares que todavía residen en Chile, formaron un grupo de estudio y trabajo. Leían, estudiaban, discutían horas enteras todas las […]
Con un grupo de sus compañeros, entre los que estaban Bautista van Schouwen, Luciano Cruz, mi hijo Edgardo, Andrés Pascal, y otros tres o cuatro más que no nombro voluntariamente para no exponer a sus familiares que todavía residen en Chile, formaron un grupo de estudio y trabajo. Leían, estudiaban, discutían horas enteras todas las noches. Analizaban y devoraban todo cuanto había ocurrido o estaba ocurriendo en Cuba. Fue así como formaron el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR, que rápidamente ganó adeptos entre los jóvenes universitarios, pero que, como era de esperar, fue también combatido enérgicamente por otros grupos y partidos políticos. Hubo cientos de asambleas y foros, realizados primero en Concepción y después en otras ciudades de Chile. En ellos, Miguel ganó fama de ser terrible adversario en la polémica, tanto en una discusión seria y profunda sobre política, economía o filosofía, ciencia o historia, como en una en que primara el ingenio, la respuesta rápida, ocurrente, oportuna, divertida, que aplanaba al contrario. Hombres fogueados, parlamentarios de gran experiencia, cometieron ese error, al verse perdidos en un debate razonado en que pretendieron defender la sinrazón de los poderosos. Quisieron salvarse mediante el chiste fácil, la postura en ridículo del adversario; ¡qué mal les fue siempre con Miguel en ese terreno!
Una vez, desesperados, los reaccionarios llevaron a una asamblea un centenar de muchachitas, hermosas todas, para que no lo dejaran hablar mediante gritos, consignas, etc. Miguel, en el centro de la sala, las contempló un minutos, dos. Enseguida avanzó hacia donde ellas estaban, y con esa sonrisa contagiosa que iluminaba su hermoso rostro, hizo un ademán de abrazarlas y besarlas a todas. Sorpresas, risas generales. Terminaron aplaudiéndolo a rabiar.
Muy pronto, ya nadie se atrevía a enfrentarle públicamente; sacerdotes, diputados, senadores, profesores universitarios, políticos, eludieron los foros en que Miguel participaba.
Un día llegó a Concepción el senador norteamericano Robert Kennedy. Lo acompañaba numerosa comitiva norteamericana de políticos, periodistas, guardaespaldas, operadores de cámaras de cine y televisión, etc. Se reunió con las autoridades, los intelectuales, los periodistas, los políticos, los delegados estudiantiles chilenos, en una amplísima conferencia. En un momento dado, mientras hablaba un chileno, el senador Kennedy tomó el micrófono de la grabadora e hizo un comentario en inglés que provocó la hilaridad de toda su comitiva. Miguel, que estaba en el fondo de la sala, avanzó resueltamente y en medio de la sorpresa general tomó con decisión el micrófono de manos del senador norteamericano y en perfecto inglés le enrostró su actitud: «Usted, le dijo, ha venido aquí no interesado por nuestros problemas ni a buscarles solución. Usted está trabajando su campaña para la presidencia de Estados Unidos. No le acepto que venga a utilizarnos a nosotros para fines personales suyos. Si quiere chistes y hacer reír, yo también puedo contarle varios que se refieren a Vietnam, o a la explotación de nuestros obreros por capitales y sociedades nacionales y extranjeras. Vamos a Pueblo Hundido, junto a las minas de carbón de Lota, y allí podrán reírse ustedes hasta las lágrimas viendo tanta miseria y abandono». Robert Kennedy se puso serio, algunos de sus guardaespaldas quisieron avanzar; él los contuvo con un gesto. Cambiando totalmente el tono y el nivel de la reunión, discutieron mano a mano con Miguel, en inglés, sobre diversos problemas nacionales. Entusiasmado y muy cordial lo invitó a visitar Estados Unidos con todos los gastos pagados. Miguel no aceptó y lealmente le recomendó que no fuera a una asamblea que tenía programada con los estudiantes.
Kennedy no siguió su consejo y se debe haber arrepentido de ello, porque allí recibió violenta y bulliciosa contramanifestación estudiantil.
VIAJES Y ESTUDIOS
Sin descuidar sus estudios de medicina, pues sabía distribuir su tiempo en forma admirable, viajó por Chile, Perú, China, Checoslovaquia, Cuba, Francia, Hong Kong, etc. Todavía no llegaba a sexto año de medicina, y ya había conversado con los más altos exponentes de la política nacional y muchos líderes internacionales, especialmente cubanos. En Perú, seguido de cerca por la policía, sostuvo larga entrevista con un dirigente que estaba en la clandestinidad, y en China se reunió muchas horas con médicos y líderes obreros y políticos distinguidos.
Cuando fue a Santiago a rendir su examen de médico, ya era conocido como dirigente revolucionario. Tenía 23 años de edad. Debió enfrentar comisiones de examinadores reaccionarios, algunos de los cuales hicieron cuanto les fue posible para perjudicarlo. Podría contarles, por ejemplo, su examen de clínica obstétrica, en el cual el profesor debió aprobarlo con distinción ante todo el auditorio contrario a Miguel, que se había reunido en la sala para ver cómo ese médico reconocidamente derechista despedazaba y postergaba a ese joven y equivocado dirigente rojo. Sin perder la calma ante los gritos e interrupciones del examinador, Miguel lo obligó a confesar que no había asistido al último congreso de obstetricia en que se había debatido extensamente la enfermedad de que padecía la paciente que le habían entregado minutos antes, y terminó recomendándole que adquiriera y leyera la última edición de la obra de un famoso obstetra en la que éste preconizaba el tratamiento propuesto por Miguel y rechazaba, en cambio, con fundadas razones científicas y experimentales, el que estaba proponiendo el examinador. «Señor profesor, terminó Miguel, en el capítulo tal del tratado puede usted encontrar lo que le estoy diciendo. Pero cuide de que sea la última edición, la de hace seis meses, y no la anterior, de hace años, que parece es la que usted posee». Todo el auditorio aplaudió entusiasmado.
Obtuvo su título de médico recién cumplidos los 24 años. Fue aprobado con distinción máxima. En concurso nacional, ganó una beca en el Instituto de Neurocirugía, del profesor Alfonso Asenjo y Héctor Valladares. Cumplía con brillo las exigencias de su especialización cuando el presidente Frei inició la persecución policiaca al MIR. En junio de 1969 pasó a la clandestinidad y debió, así, abandonar prácticamente la medicina.
Aceptó el sacrificio, pero debo declarar que la última vez que estuve en su casa, poco antes del golpe de septiembre de 1973, me mostró los libros de medicina que había adquirido no hacía mucho «para mantenerme al día». Aunque agregó que «como están las cosas en el mundo actual, solamente por la vía revolucionaria será posible lograr el bienestar y la liberación de las mayorías. Es a esa labor a la que debo dedicar toda mi atención, y la hago poniendo en ello todo el calor de mi vida».
Tendría tanto más que contarles de Miguel, ese médico revolucionario e idealista que fue nuestro hijo. Hablarles de su amor a la vida, de sus ansias por alargar y multiplicar las horas para alcanzar a hacer todo lo que él quería. «Un día, no se cuándo, solía decir, voy a caer. Mis huesos quedarán por ahí, tal vez blanqueándose al sol. Mi temor es no haber alcanzado a hacer cuanto he planeado».
SU SENSIBILIDAD
Quisiera contarles de su preocupación, de su amor por los niños. Cada vez que podía pasaba horas enteras con ellos; los escuchaba, jugaba, contestaba con seriedad sus interminables preguntas, les enseñaba a silbar, a imitar animales. Ellos lo adoraban, se le subían a las rodillas, estaban de fiesta en cuanto él llegaba. Me gustaría hablarles de su dolor ante el sufrimiento de los pobres y desvalidos. La mujer enferma y abandonada, la mujer embarazada, la mujer con un niño en brazos, la que estaba dando a luz, la que pedía limosna para sus hijos, era para Miguel el primer deber de la revolución. Niños y mujeres, enfermos y jóvenes privados de toda posibilidad de estudiar y progresar, merecían para él atención preferencial. «Por ellos luchamos», me dijo en más de una ocasión. Era, en cambio, implacable con los flojos y remolones, con los patrones que explotaban a sus obreros y empleados, con los profesionales preocupados de hacer dinero, especialmente con los médicos pendientes de comprar el último modelo de automóvil, con los arbitrarios, con los oportunistas -candidatos eternos a mayores facilidades y ventajas-, con los que perdían el tiempo y las posibilidades. Odiaba la injusticia, la crueldad, la torpeza, la ignorancia, la hipocresía política. Con éstos, con los falsos políticos, era terrible y despiadado. «A usted, le dijo un día a uno de ellos en una asamblea, después de haberlo desenmascarado públicamente, sólo le queda retirarse de esta sala, de rodillas, avergonzado y pidiendo disculpas por toda una vida de engaño e hipocresía». Se trataba nada menos que de un senador que, haciendo alardes de indignación, se retiró sin embargo, humilde, resignado y precipitadamente. Admiraba a los luchadores de todos los tiempos. Con qué entusiasmo leía cuanto había sido escrito por ellos y sobre ellos. Conocía detalles de sus vidas y sus pensamientos ignorados aun por sus connacionales y especialistas.
LA MUERTE DEL CHE
Cuando murió el Che sufrió intensamente, se puso enfermo. Pero, con esa voluntad que lo distinguía y caracterizaba se recuperó de inmediato y organizó actos en homenaje a tan sobresaliente luchador. Recordó en ellos su vida ejemplar de revolucionario, lo que había significado para la liberación de Cuba, cuánto habían influido sus pensamientos y doctrinas en la formación de él mismo, de Miguel y del grupo de muchachos que habían creado el MIR. «Su muerte, dijo, priva a la liberación americana y a los oprimidos del mundo entero, de las armas más eficaces y poderosas: la preclara inteligencia, la voluntad indomable del Che. Pero, agregó, aún después de muerto, el seguirá luchando con nosotros. Su ejemplo guiará nuestras acciones revolucionarias. Su muerte misma, luchando, nos ha señalado un rumbo, dado un ejemplo, que ninguno de nosotros podrá olvidar cuando llegue el momento». Lo escuchaban silenciosos y emocionados Bautista van Schouwen, a quien también he querido como un hijo, Sergio Pérez, José Bordaz, Fernando Krauss, Alejandro de la Barra, Juan Carlos Perelmann y muchos otros. Todos ellos, y él mismo, habían de vivir, años después, los momentos que esa tarde Miguel vaticinaba, y todos supieron cumplir sin vacilación alguna con la norma que voluntaria y racionalmente se habían impuesto. Racionalmente he dicho, y sé por qué lo digo. Un día, no hace mucho, revisando y ordenando los papeles de Miguel, encontré una hoja en sus apuntes. Tenía fecha 1º de enero de 1962. Está escrita de su puño y letra y firmada por él. «Juro, decía en ella, que viviré sin temor ni pusilanimidad, siguiendo sólo los dictados de mi conciencia, sin temor al ridículo, al qué dirán o a la opinión ajena. Si no fuera constitucionalmente valiente, me haré valeroso por la vía racional». Tenía 17 años cuando escribió esto. Quienes lo conocieron saben que siempre vivió de acuerdo a ese pensamiento, haciéndose valeroso por la vía racional, no dejando nada entregado a la casualidad o a los instintos. Así se explica que, amando la vida tan intensamente, estuviera exponiéndola cada vez que su razón le indicaba que era necesario. Personalmente cumplía las acciones más riesgosas, pese a las protestas de sus compañeros.
Amaba a sus dos hijos con ternura conmovedora. La mayor, Javiera, de cinco años, que ahora vive con nosotros en Inglaterra, y sabe de su muerte heroica siempre está recordándolo. «Toda las noches, me dijo un día, sueño con papá Miguel». «¿Cómo?, le pregunté extrañado. ¿Sueñas con él cada vez que te duermes?». «No, abuelo, me explicó, es que todavía no me he dormido cuando recuerdo las veces que estábamos juntos y el jugaba conmigo. Se tendía a mi lado en el suelo o en mi cama, me explicaba todo, me leía, me abrazaba, así, abuelo…». Y mientras hablaba ella me apretaba tiernamente con sus bracitos. En la última carta que de Miguel recibimos, nos hablaba de su compañera Carmencita, y de su felicidad porque ella esperaba un hijo suyo. Amando tanto la vida, quedándole tanto por hacer, seguro como estaba del triunfo final… «Vamos a derrotar a esos carniceros. No te quede duda alguna de ello, padre», me decía en esa su última carta. Sin embargo, a pesar de todo eso, prefirió continuar y organizar la lucha desde el interior de Chile. Sabía, naturalmente, que en esa forma estaba arriesgándose temerariamente. Se lo dijeron sus compañeros y amigos del exterior. No quiso irse. Se negó.
SU CAIDA EN COMBATE
Murió combatiendo, luchando por sus ideales y la causa de los oprimidos y postergados la tarde trágico y gloriosa a la vez del 5 de octubre de 1974.
Luchó dos horas, la mayor parte de ellas completamente solo, contra cientos de soldados, numerosos carros blindados y helicópteros. Herido por las bombas y las balas siguió combatiendo. Su compañera yacía en el suelo, también gravemente herida. Le hablaba, trataba de reconfortarla, pero seguía disparando, resistiendo.
24 horas después, por gestiones personales de un obispo católico, a quien no he tenido el honor de conocer para agradecerle el gesto generoso, nos entregaron su cuerpo desnudo y destrozado. (No sé todavía si sus asesinos se jugaron sus ropas ensangrentadas a la suerte, o se las disputaron como trofeos de guerra). Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la última, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo.
Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije a mi mujer, su madre: «Quienes le dispararon sabían que aunque desfiguraran su hermoso rostro y destruyeran su cerebro privilegiado no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificadores ideales».
Con él no moriría su causa, ni su doctrina liberadora, ni el movimiento arrollador, visionario, incontenible, que él, junto a un grupo de jóvenes chilenos, había creado y que ya ha traspasado las fronteras de Chile. Lo prueban los cientos, los miles de mártires que, antes y después de él, han caído luchando contra la opresión la injusticia, la tiranía, la barbarie.
El 7 de octubre de 1974, a las 07:30 horas de la mañana fuimos a sepultarlo. Sólo autorizaron a ocho miembros de nuestra familia para que nos acompañaran hasta el cementerio. Había, en cambio, policía armada y carros blindados en todas las bocacalles y lugares estratégicos del recorrido. Nos rodeaban más de cien carabineros armados con ametralladoras, numerosos agentes de Investigaciones (que expulsé violentamente de mi casa cuando pretendieron entrar a ella en los momentos anteriores a la partida), y varios oficiales del ejército, vestidos de civil. Muchas ametralladoras nos apuntaban. El coronel y los oficiales de carabineros que dirigían el «operativo», no se atrevían a dar la cara.
«Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, dijo su madre con voz entera en el momento en que depositaba el único ramo de flores permitido, hijo mío, tu no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo».
Confusión, inquietud en las filas policiales, sorpresa en los rostros; temor en los plexos vegetativos abdominales; contracciones espasmódicas en las víceras. Miraron al coronel, éste bajó la vista (no digo avergonzado, porque sería suponer un mínimo de conciencia).
Y su madre tenía razón. Ella había interpretado el pensamiento de millones de chilenos. Miguel sigue viviendo en el corazón y en la mente del pueblo, de los estudiantes, de los profesionales, de los artistas, de los intelectuales, de todos aquellos, en fin, que quieren un mundo mejor y más justo para todos, y no sólo y exclusivamente para un grupo de privilegiados
(*) El Dr. Edgardo Enríquez fue rector de la Universidad de Concepción y ministro de Educación del Presidente Salvador Allende.