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Mi nombre es Salvador Allende

Fuentes: Rebelión

La primera referencia que tengo de Salvador Allende la asocio a mi abuelo, el padre de mi madre. Así, arrodillados junto a su cama, lo vemos morirse en su marquesa de bronce, la misma a la que le robábamos bolitas de perillas para jugar a la hachita y cuarta. Unas pocas horas antes, el mismo […]


La primera referencia que tengo de Salvador Allende la asocio a mi abuelo, el padre de mi madre. Así, arrodillados junto a su cama, lo vemos morirse en su marquesa de bronce, la misma a la que le robábamos bolitas de perillas para jugar a la hachita y cuarta. Unas pocas horas antes, el mismo nos había dicho a mí y a mi hermano Ricardo, que moriría contento porque ese día iba a ganar Naranjo en Curicó, y eso significaba que Allende ganaría la presidencia en el sesenta y cuatro. Yo sé que así como lo narro puede parecer dramático, pero créanme que no lo fue; de hecho, antes de que nosotros nos encogiéramos de hombros, como diciendo «y a nosotros qué nos importa», él prosiguió diciéndonos que se abrirían perspectivas inmensas, «sobre todo para los niños humildes de este país, incluyéndolos a ustedes chiquillos, que son aplicados y hermosos». La verdad es que yo no encontraba que fuéramos ni muy aplicados ni muy hermosos y, para ser sincero, ya que iba a morirse, habría preferido que nos contara alguno de sus cuentos que a nosotros nos gustaban tanto, tal vez ése cuento suyo nos habría quedado marcado en el alma -así son los niños-.

Pero ya que él se empeñaba en decirnos cosas «de grandes», lo escuchamos con respeto y permanecimos con él hasta que llegaron esos señores de negro que no habíamos visto jamás y lo pusieron sobre una tarima de madera negra con crucifijos y luces eléctricas, burdas imitadoras de velas. Cuento además que esa mesa, burda también, tenía tornillos por los costados y ningún ensamble cola de milano. El tata, maestro jubilado de un escuela industrial, nos había enseñado en su taller que la madera perdía su nobleza con clavos o tornillos y que los muebles nobles debían llevar sólo ensambles, tarugos y cola; sólo así su nobleza perduraba y se acrecentaba con los años. Lo recuerdo como ayer, a la salida del cuarto mientras yo trataba de encontrar una respuesta a por qué al tata recién muerto lo subían a esa mesa sin atributos de nobleza, y con crucifijos -mi tata no fue jamás a misa-, Ricardo me preguntaba por el significado de la palabra «humilde», y a qué se refería el tata con lo de Allende. Le contesté así nomás, escueto: «que ya no va a haber más niños pobres, porque cuando gane la presidencia, Allende se va a preocupar por ellos». Esa noche, muchachos más grandes y gente contenta, salió a gritar con bombos «¡Hoy Naranjo, mañana Allende!», y nosotros con Ricardo salimos a gritar con ellos, obvio; porque por algo ese Naranjo y el tal Allende eran los candidatos del tata, y el tata era el tata: no había nadie en el mundo mejor que el tata, eso no era algo que pudiera discutirse, y no importaba que ya estuviera muerto; la gente buena vive para siempre.

Digamos entonces que el tata se fue contento, convencido de que Allende sería presidente en mil novecientos sesenta y cuatro, y partió en un ataud sencillo porque él siempre estuvo con los humildes.

En mil novecientos sesenta y tres ganó Naranjo, pero al año siguiente no ganó Allende. Gente mala que habló por las radios diciendo que Allende convertiría al país en una desgracia y que por eso había que votar por un tipo de nariz prolongada que podía evitar esas desgracias. Así asustaron a la gente y evitaron que se cumpliera el sueño del tata. Esa gente mala puso carteles donde aparecían tanques disparando contra La Moneda.

«Qué suerte que el tata hubiera muerto antes de que derrotaran a Allende, así por lo menos no tuvo la pena de saberlo», nos dijimos con Ricardo. Y pasaron unos pocos años, Allende vino a La Serena para apoyar a candidatos a diputados que se eligirían ese año, y con mi hermano fuimos a verlo. «Buenas noches compañeros, mi nombre es Salvador Allende», así empezó su discurso. Lo único que me nace decir de aquel encuentro, fue que todo eso maravilloso que Allende exponía ahí adelante era sólo comparable con las cosas de que nos hablaba el tata. Hablo de un proyecto de país majestuoso, tanto que parecía irrealizable. «Yo los invito a luchar por esto que parece una utopía, pero no se engañen, porque está utopía está cerca, a la vuelta de la esquina». Así decía Salvador Allende y mi hermano me preguntaba «¿qué es una utopía?». Yo sin estar muy seguro le respondía «algo hermoso pero casi imposible de obtenerse». Una brigadista de pañoleta al cuello que estaba al lado nuestro agregó sin que nada le hubiéramos preguntado: «pero es algo tan hermoso que aunque no se obtenga vale la pena el luchar por obtenerlo, porque ya esa lucha es maravillosa». Pero eso no fue todo. Al término de esa ceremonia que no podré dejar de volver a sentir en el corazón, vendría otra también muy sublime, pero que tenía un sentido diferente -aunque tal vez no-. En cuatro años los niños cambian mucho, y yo había cambiado. Mi hermano no todavía, pero yo sí, y esa brigadista que me había ayudado a definir «utopía», que por lo demás, reconozco que yo me había quedado pensando en ella, vino a preguntarme por la calle Pedro Pablo Muñoz, «no la conozco porque no soy de La Serena, sino de Coquimbo». Así me dijo, y mi hermano debió devolverse solo hasta nuestra casa. Yo acompañé a la niña brigadista que quiso sentarse un rato a mirar la puesta de sol desde el parque y, después de que yo, torpemente le hiciera el amor debajo de unos matorrales, se despidió diciendo «sabes poco de mujeres, pero eres rico».

Cuando Salvador Allende era el candidato de la Unidad Popular para ser presidente, el grupo político al que yo pertenecía no quería apoyarlo, pero no porque no lo quisiéramos a él particularmente, sino porque ese grupo de mentes brillantes que éramos nosotros, no creía en elecciones. Sin embargo discutíamos intensamente sobre la posibilidad de apoyarlo con fuertes detractores y también gente que pensaba que el pueblo tenía una oportunidad y que había que aprovecharla. Yo que estaba entre los primeros y defendía mis argumentos con vehemencia, fui el que abrió la puerta después de que escucháramos en ella tres golpes bien dados. Mi hermano Ricardo, comunista, apareció en el vano junto a un hombre no muy alto que de mirada muy serena, pidió pasar diciendo «buenas noches compañero, mi nombre es Salvador Allende» y, ante el mutismo en que yo había caído, agregó: «¿me permite entrar?». Y entró mientras yo murmuraba un tímido «adelante», se presentó brevemente y luego, en unas cuantas frases sobrias, nos explicó porqué el pueblo tenía en mil novecientos setenta una oportunidad con él como presidente. Yo no pude menos que apoyarlo. Y no sólo yo, se acordó decretar libertad de acción, y de esa manera casi todo el MIR votó por él contribuyendo a su victoria, y a una de las pocas victorias verdaderas que ha logrado celebrar el pueblo chileno. Esa noche de septiembre de mil novecientos setenta, mi hermano me preguntó si había votado por el Compañero Allende, tal vez en homenaje a nuestro tata. Le respondí que no, aunque mucho de eso había sin duda, no puedo negarlo.

Pocos meses después nació mi hijo mayor. Vivíamos rápido en esos tiempos, demasiado rápido. Estudiaba en la universidad y hacía clases en la Escuela Industrial de Maipú. Mi compañera se multiplicaba también trabajando y estudiando. No ganábamos mucho pero a ese chiquillo jamás le faltó su leche. Una vida humilde y comprometida. Tenía razón el tata, había gente pobre en el país, pero que las cosas mejoraban era algo evidente, y en esas mejoras la más importante que hago notar es la de la esperanza, y lo explico así muy sencillo: con Salvador Allende, sobre todo en ese primer año suyo, se pudieron concretar medidas importante que más allá de aportar beneficios inmediatos, dejaron ver en los humildes posibilidades que aportaban esperanza; y esa esperanza, un sentimiento nuevo en las inmensas masas de postergados, se podía ver, oler y sentir en los barrios, en los campos, en las escuelas, en los cordones industriales.

Mi partido creía sin embargo que la gente rica no podría soportar así no más que le arrebataran el poder y sus privilegios, y que algo tendrían que hacer al respecto, y ese «algo», no iba ser noble ni bueno, e iba a comprometer a las fuerzas armadas de todas maneras. «Son el brazo armado de la burguesía», decíamos nosotros, claro que mi hermano no creía en eso y me porfiaba diciendo que la nobleza de Salvador Allende iba a imponerse. Yo quería creer en esas palabras suyas, pero me parecía demasiado evidente que no bastaba con la nobleza y las buenas intenciones de un gobernante por muy querido que éste fuera: tarde o temprano lo ricos iban a querer seguir siendo ricos y, derrotados en las elecciones de diputados del setenta y dos, al parecer tuvieron claro que no podrían recuperar la presidencia por métodos legales, ni tampoco por acciones semi legales como el acaparamiento y el desabastecimiento, o las huelgas patronales; tendrían por eso que dar un golpe. Fueron días terribles en que nos preparábamos para una resistencia que no tenía una real posibilidad de parar una asonada si ésta lograba convocar a la totalidad de las fuerzas armadas, que fue lo que ocurrió.

Cuando unos días después del golpe, ya con el Compañero Salvador Allende derrotado, pudimos por fin encontrarnos con mi hermano, le enrostré entonces su equivocación, y la equivocación del tata y la del propio Compañero Allende: «ustedes con su postura legalista inmovilizaron al pueblo». Por supuesto, Ricardo se defendió y me sacó en cara el que nosotros habíamos apurado el proceso. Nuestra conversación se convirtió en una discusión estéril que jamás tuvo término; además, ya qué importaba: la tiranía nos había derrotado, eso era lo único verdadero y concreto, y nunca sabríamos quién tuvo la razón, o si los dos la tuvimos en parte; pero sí digo que aquella escena de los carteles con tanques disparando a La Moneda puestos por la gente mala en el sesenta y cuatro, no sólo se había hecho realidad, sino una realidad multiplicada por bombarderos desde el aire. Aunque los tanques y los aviones no perenecían ni a Allende ni a los soviéticos, como lo mostraban aquellos carteles mentirosos, sino a lo militares chilenos, servidores de esos hombres malos.

Hoy, tras todos estos años, y viendo cómo la figura del Compañero Allende se agiganta y, en paradoja, la del tirano que lo derrocó se envilece, no puedo sino asegurar que la utopía que Allende representaba continúa más vigente que nunca, y que más allá de maderas nobles, todo indica que el Compañero Salvador Allende estaba hecho también con tarugos y ensambles, y que el dictador con certeza tenía la cabeza llena de clavos y tornillos cuyo destino no era otro que oxidarse. Allende era de madera noble como el tata, y como Ricardo que se fue temprano en el setenta y cuatro. Se fue pero continúa vivo como el tata y como Allende. Se fue triste mi hermano, se fue en el peor momento represivo de la dictadura. Sólo espero que si el cielo existe se haya encontrado allá con nuestro abuelo, pero antes, al llegar junto a la puerta hipotética ese cielo hipotético, un hombre no muy alto y de mirada serena, tras abrirle, le haya dicho: «mi nombre es Salvador Allende, adelante compañero».