El hijo del único periodista que en los ’70 denunció las desapariciones en el Buenos Aires Herald reconstruye esos años negros, y recalca que para Robert nunca hubo una noción «heroica»: «Siempre pensó qué sólo estaba haciendo su trabajo».
«Los diarios argentinos fueron cómplices de la dictadura. El Herald no.» Lo dice Robert Cox en el prólogo del libro que no pudo escribir, Guerra sucia, secretos sucios (Sudamericana), la historia de un pequeño diario en inglés que informó lo que la prensa argentina silenciaba: los secuestros, torturas y desapariciones. Su hijo David es el encargado de contar la historia que había que contar. La de su padre, ese periodista que siempre creyó en el periodismo impersonal, en el cronista de impermeable raído que pasa inadvertido y no firma sus artículos. Por trillado que parezca, Robert repite una y cientos de veces que se limitaba a hacer su trabajo. Escribía artículos sobre los desaparecidos -quiénes eran, dónde vivían, cuándo los habían visto por última vez-; publicaba las listas con los nombres. A pesar del riesgo personal que corría, sabía que la prensa podía desempeñar un papel clave a la hora de salvar vidas. Los familiares hacían colas en la redacción del Herald; Robert -que vivió veinte años en la Argentina- entrevistaba la mayor cantidad de gente que humanamente podía. Desde las páginas del diario lanzó una campaña para salvar a Jacobo Timerman. También presionó para que liberaran a Alfredo Bravo. Fue el primero en publicar una nota sobre las Abuelas de Plaza de Mayo. Y enfrentó a los militares con un halo de inocencia que -bajo el prisma de la distancia- se parece mucho al coraje.
David, el autor de Guerra sucia, secretos sucios, admira a Robert, el hombre que dirigió el Buenos Aires Herald. Los ojos de este periodista y escritor se pavonean cuando dice «mi padre». Su padre revela en el prólogo del libro que no pudo escribir que la lección más importante que aprendió de esos años turbulentos fue la respuesta a una pregunta que lo inquietaba profundamente: «¿Cómo fue posible que los nazis exterminaran a millones de personas sin que los alemanes comunes y corrientes, los alemanes decentes, pusieran el grito en el cielo? Para decirlo con todas las letras: cómo era posible que las personas decentes, sobre todo las que vivían al lado de un campo de concentración, negaran lo que era obvio». Lo que Robert vivió en la Argentina le sirvió para encontrar certezas ante esos interrogantes. «Los seres humanos evitan la realidad y niegan lo obvio, especialmente cuando se sienten amenazados por actos de terror. El pueblo argentino no quería conocer los secretos sucios de su gobierno, y la prensa le daba el gusto no informando lo que ocurría.» En el libro, el hijo -que ha sido corresponsal del Miami Herald, el Sunday Times y Perfil- compara las prácticas de la dictadura con las empleadas por Hitler en Alemania. «Las autoridades capturaban a los así llamados ‘criminales’ y nadie los volvía a ver jamás. No se reconocían los arrestos y jamás se llevaba a cabo un juicio. Los sospechosos simplemente desaparecían y nunca se volvía a saber de ellos. La meta era paralizar de miedo.»
-Después de leer el libro, su padre parece un héroe, aunque él mismo aclare que se limitó a «hacer su trabajo». ¿Por qué ese «hacer su trabajo» fue la excepción?
-Todos los valores periodísticos colapsaron con la dictadura. El desafío de mi padre, ante la situación, fue tomar el camino correcto de contar las historias de los familiares de desaparecidos. Es difícil entender por qué los periodistas del diario La Nación y Clarín no hicieron su trabajo… evidentemente hubo un tipo de complicidad muy generalizada. Se empezó con una omisión gradual de las desapariciones y después no hubo retorno. No se podía volver atrás. Mi padre siempre creyó que los cambios se hacen pacíficamente; nunca con la violencia. Pero algunos grandes intelectuales del país entonces pensaban que la violencia era la manera de cambiar la historia. Muchos, con buenas intenciones, tomaron las armas. Pero mi padre nunca creyó que la violencia fuera posible. Cuando comenzaron las desapariciones, él se dio cuenta de que al publicar el nombre de una persona podía salvarle la vida. La publicación de los nombres era clave para que se salvaran, para que no siguieran desaparecidos. Mi padre sintió las desapariciones como si estuvieran desapareciendo a su propia familia…
-Usted cita en el libro un editorial bastante profético que escribió su padre en el Herald, el que recordaba una frase de Nietzsche: «Si miras a los ojos a un dragón, corres el riesgo de transformarte en dragón».
-Sí, es muy increíble que mi padre haya anticipado lo que vendría. La prensa alemana durante el nazismo también fue cómplice. Si los medios de comunicación hubieran informado sobre las desapariciones, la dictadura no hubiera durado tanto. Pero los medios colapsaron…
David reconstruye los pasos de su padre -que nació en Londres, el 4 de diciembre de 1933- en el país. Llegó en 1959 para trabajar como periodista en el Herald. Aquí se casó y formó una familia. De la Argentina se tuvo que exiliar a fines de 1979, amenazado por la dictadura. «Mi padre no pudo escribir este libro por el tremendo dolor del que quedó cautivo después del exilio», cuenta el hijo que desde muy chico supo lo que estaba sucediendo. Tempranamente aprendió a deletrear de-sa-pa-re-ci-dos, esa palabra que una y otra vez surgía de la máquina de escribir de su padre y «reverberaba en las paredes de la cocina como un eco venido de la oscuridad de una caverna interminable», recuerda. «Mi madre también quería que escribiera el libro, todos queríamos que lo escribiera. Pero mi padre no pudo. Le costó muchísimo recordar algunos episodios, algunos casos en los que trató de ayudar. El insistía en que se publicaran los nombres porque ésa era la única manera de salvarles la vida. Pero muchas familias tenían temor; sentían que publicar sus nombres era una manera de condenarse a la muerte. Mi padre piensa que en algunos casos tendría que haber tratado de hacer más de lo que hizo… Y esos recuerdos todavía son difíciles de digerir para él.» Se nota que para el hijo también es compleja la digestión de esos recuerdos transferidos durante la escritura del libro.
No bien asumió Videla con sus planes de «restaurar el orden», mientras los otros periodistas tomaban nota y asentían, el inglesito del Herald salía con los tapones de punta: «Pero, señor presidente, las desapariciones continúan. ¿Acaso no piensa detenerlas?». Robert preguntaba por los desaparecidos; hacía su trabajo. Cuando todos los diarios, dócilmente, aceptaban la información bajada por los militares, Cox presionaba. Criticaba. Después de una conferencia de prensa, el periodista pidió hablar con Albano Harguindeguy. El entonces ministro del Interior se quejó por los artículos publicados: «Nos da bastante duro». El hombre del Herald, que grabó la conversación, le retrucó: «Hay sesenta periodistas desaparecidos». El sarcasmo de la respuesta del general pronto llegó: «¿Nada más que sesenta?». Cox le exigió que se ocupara del «problema gravísimo». Que lo resolviera. Que lo ayudara. Hay páginas imperdibles en las que se recuperan situaciones en las que Cox está cebadísimo contra diversos interlocutores uniformados de alto rango. «Hubo cierta inocencia de mi padre que quizá le salvó la vida», plantea David. «El se enfrentaba con los militares, que lo miraban preguntándose ¿quién es esta persona? Los militares le tenían miedo a mi padre, pero él no temía a la hora de decirles que no podían seguir desapareciendo personas. No se esperaban que les dijera esas cosas en la cara. Un bruto como Harguindeguy creía que mi padre era una especie de enigma. Era como un profesor que les dice: «Estás haciendo las cosas mal, pibe», o algo así. Si mi padre hubiera perdido la fe en lo que estaba haciendo, que lo que hacía no podía salvar vidas, creo que él no hubiera seguido».
-¿Cómo hizo su padre para conjurar el miedo, para tener coraje?
-El sabía que la dictadura estaba matando y que tenía que hacer todo lo posible para salvar vidas. Mi padre no piensa que tuvo coraje… El lo hizo sin pensar en ningún tipo de gloria ni nada por el estilo. Mi padre es una persona tremendamente humana… Pero no quiero caer en el cliché del heroicismo; mi padre afirma con todas las letras que lo único que hizo fue hacer su trabajo. Siempre supo que el miedo es un factor paralizante que genera indiferencia hacia el sufrimiento ajeno. Creo que fue Churchill el que dijo «no tengas miedo al miedo». Mi padre sabía que si se entregaba al miedo, perdería la racionalidad, la humanidad… El terrorismo es la peor forma del miedo.
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