En la actual revuelta de Chile se ha hablado mucho de miedo. Sobre todo, miedo de una intervención militar, miedos que surgirían de la memoria traumática de la dictadura de Pinochet, hace ya más de treinta años. Hay personas mayores que cuentan sus experiencias o, los que estuvieron en el exilio, las experiencias que escucharon […]
En la actual revuelta de Chile se ha hablado mucho de miedo. Sobre todo, miedo de una intervención militar, miedos que surgirían de la memoria traumática de la dictadura de Pinochet, hace ya más de treinta años. Hay personas mayores que cuentan sus experiencias o, los que estuvieron en el exilio, las experiencias que escucharon de otros. Hay jóvenes que cuentan las experiencias que les trasmitieron sus padres. La memoria traumática de un Chile que vivió bajo el miedo a la dictadura.
Sin embargo, hay dos cuestiones que deberían hacernos reflexionar sobre estos miedos y, sobre todo, sobre el argumento del miedo en las actuales circunstancias políticas. La primera es la evidente inviabilidad de una solución militar para la situación desencadenada por la revuelta popular en Chile. Piñera especuló con el espectro de la dictadura, esperando disuadir y ni siquiera el propio Comandante en Jefe del Ejército estuvo dispuesto a respaldarlo. Se vio obligado, haciendo el ridículo, a retirar las tropas de las calles, a suspender el toque de queda. Luego especuló llamando a sesionar al Consejo de Seguridad Nacional, en que hay una importante presencia de los jefes de las Fuerzas Armadas, y el Contralor General de la República, que también lo integra, declaró públicamente que no correspondía convocarlo porque la seguridad nacional no estaba en peligro. Hay que considerar, en esta misma línea, que en ninguno de los procesos de golpe contra gobiernos democráticos llevados a cabo en los últimos años en América Latina se ha recurrido al golpe militar. No ocurrió en la destitución de Dilma Rousseff, ni el golpe contra Evo Morales, tampoco contra Daniel Ortega, o como amenaza a lo largo de los juicios contra Lula, Correa, Cristina Fernández. En el extremo, ni siquiera se ha podido usar esa carta en el larguísimo boicot contra Nicolás Maduro.
Hay algo más profundo en todo esto, particularmente en Chile: un cambio histórico en la composición, número y espíritu de las Fuerzas Armadas. En 1983 Pinochet podía sacar 50.000 militares a las calles para sofocar las protestas, en 2019 no se alcanzan a reunir 12.000 militares y se piensa incluso en reforzarlos con reservistas. Las Fuerzas Armadas han perdido el horizonte de la guerra fría, del constante peligro comunista, y el terrorismo islámico, por lo menos por estos lados, no logra constituirse como un símbolo de unidad y misión ante el peligro. Por lo demás, ante semejante escasez de enemigos realmente temibles, la alta oficialidad no ha tenido más remedio que ocuparse en la especulación inmobiliaria con los locales de los regimientos, a usufructuar de los altísimos salarios y las ventajosas pensiones y, sobre todo, a aprovechar la absoluta falta de fiscalización sobre sus gastos que impera por obra y gracias de los gobiernos «democráticos». Se ha constituido de esta manera una casta militar en que la alta oficialidad es casi hereditaria, que está fuertemente protegida por su estatuto de autonomía respecto de la autoridad política, fuertemente enajenada en sus privilegios y que, con bastante seguridad, no está dispuesta a pasar sus últimos días en prisiones, aunque sean de lujo, cuando la clase dominante, una vez pasada la emergencia, les vuelva a dar la espalda.
Pero, más allá de esto, examinando el fondo histórico de los miedos actuales, lo que encontramos en una gran construcción mítica: el pueblo chileno le perdió el miedo a la dictadura de Pinochet en 1983. Aun con 50.000 militares en las calles, aun con disparos hacia las casas y allanamientos masivos en las poblaciones, aun con asesinatos brutales que pretendieron disuadir por el temor, Chile se incendió cada mes durante casi dos años. Cientos de miles de personas en la calle, miles y miles de barricadas aun en los barrios de clase media, voceros públicos de la oposición llamando a manifestarse, pocos, pero muy valientes y muy difundidos medios de comunicación expresando la gran revuelta de Chile contra el poder militar. Una situación que mostró muy claramente una lección política y militar de fondo: una ciudad, en ese entonces con cuatro millones de habitantes, no se puede controlar con una ocupación permanente de militares en las calles. Un país que protesta masivamente no se puede controlar con una ocupación militar permanente. Pero también, una situación que muestra otra clara lección política: cuando el conjunto del pueblo está masivamente indignado, las soluciones militares solo contribuyen a agravar el conflicto. Y no es eso, desde luego, lo que quisieran los defensores más interesados en mantener el actual modelo económico.
Y, justamente por eso, la lección política se hace más profunda, y conlleva consecuencias más graves. ¿Qué puede hacer el poder dominante si el conflicto ha escalado hasta el punto en que ya no puede ser reprimido? Es muy claro: ceder y negociar. Mantener la amenaza con una mano, y negociar con la otra. Hay que reparar, sin embargo, en el hecho de que la amenaza es impracticable, y los actores políticos más lúcidos, tanto a la izquierda como a la derecha, lo saben. ¿Qué hacer entonces, si se tiene en la mano una amenaza materialmente impracticable?: apelar a su peso simbólico, usar todos los medios de comunicación para hacerla creíble. Y, sobre todo, contar con actores políticos dispuestos a aceptarla como si fuese real, aunque sepan que no lo es, y dispuestos a negociar en esos términos. Esa fue la tragedia de Chile en 1989. Un centro político, incluso una amplia centro «izquierda», dispuesta a negociar, a aceptar avanzar solo «en la medida de lo posible», aun sabiendo que tenía un poderoso respaldo para ir más allá. Una coalición de centro «izquierda» capaz de aceptar volver a la democracia manteniendo plenamente el modelo económico heredado, sin investigar los fraudes, robos y crímenes del gobierno anterior, manteniendo, e incluso defendiendo al dictador cuando se encontró en apuros.
Treinta años después podemos desembocar en la misma situación. Por un lado, una salida militar abiertamente inviable y por otro, aun sabiendo esto, un discurso del miedo que nos fuerce a aceptar soluciones «en la medida de lo posible». Pero, desde luego, no basta con ese discurso del miedo, sobre todo si hay cientos de miles de personas indignadas en las calles. Es necesario un triunfo, grande o pequeño, que pueda ser presentado como un triunfo histórico, por ejemplo, una nueva Constitución. Agitar el miedo, por un lado, ofrecer un gran triunfo por otro, manipular el resultado para mantener la continuidad del modelo económico. Esa fue la gran tragedia de Chile en 1989. Y esa puede ser, una vez más, nuestra tragedia.
La cuestión crucial es, en esos términos, si el modelo económico neoliberal puede sobrevivir a pesar de la redacción y aprobación de una Constitución nueva. La respuesta contundente es: por supuesto que sí. El modelo puede sobrevivir, aunque la Constitución consagre el reconocimiento de los pueblos originarios, aunque consagre plenos derechos reproductivos, aunque esté repleta de declaraciones en torno a derechos económicos y sociales, aunque sea presentada como «la primera Constitución anti neoliberal de América Latina». Puede sobrevivir porque no es difícil redactar una Constitución impracticable. Porque no es difícil traducir los enunciados populistas a políticas eficientemente neoliberales. Esa es nuestra tragedia a lo largo de los últimos treinta años: enunciados «progresistas», incluso a veces populistas, para medidas que no han hecho sino profundizar el modelo económico hasta enquistarlo en cada aspecto y cada gesto de la vida cotidiana.
¿Es evitable que la gran indignación, la gran protesta, sea administrada de esta manera?: sí, es plenamente evitable. Tenemos la fuerza social suficiente para evitarlo. La cuestión está en encontrar los actores políticos que estén dispuestos a enfrentar y oponerse a esa administración. Para evitarlo es esencial tener perfectamente claro qué disposiciones constitucionales, expresas, directas, pueden atentar contra la profundización neoliberal, pueden poner freno a su continuidad. Un pueblo en la calle, no dispuesto a tolerar un nuevo fraude con apariencia de triunfo, voluntad política, claridad programática. Esas son las tres condiciones para que la ira de Chile no conduzca nuevamente al fraude del arco iris.
Y las cuestiones directas, explícitas, que es necesario incorporar al texto constitucional, y que atentan contra el centro de la continuidad neoliberal, no son muy difíciles de formular. Un estatuto constitucional que establezca directa y explícitamente la propiedad y dominio absoluto, excluyente, inalienable, imprescriptible sobre la explotación y usufructo de la gran minería y sobre los recursos naturales estratégicos como el agua, el espectro radioeléctrico y la energía. Un estatuto constitucional que establezca de manera directa y explícita la prohibición al Estado de respaldar en cualquier forma, directa o indirecta, al capital financiero privado. Un estatuto constitucional que establezca, de manera directa y explícita, la obligación de someter a plebiscito cualquier tratado internacional que pueda comprometer la soberanía nacional. Un estatuto constitucional que obligue explícitamente a desarrollar sistemas estatales de salud, educación y pensiones que sean capaces de cubrir el cien por ciento de la demanda en cada caso. Disposiciones constitucionales explícitas que obliguen a formar una administración pública única, con una escala de salarios única, fuertemente descentralizada en el financiamiento y la gestión presupuestaria, que termine con los estatutos de autonomía financiera de las empresas y organismos del Estado. Disposiciones constitucionales explícitas que prohíban al Estado financiar, directa o indirectamente, a partidos políticos o credos religiosos.
Por supuesto hay muchas otras reivindicaciones que es necesario y urgente contemplar. La autonomía de los pueblos originarios, los derechos medio ambientales, los derechos reproductivos. Por supuesto que es necesario asegurar por la vía constitucional mecanismos democráticos como los plebiscitos vinculantes, la iniciativa popular de ley, la defensoría del pueblo, la revocatoria de mandatos, los presupuestos municipales abiertos y participativos. Lo que me importa en este texto, sin embargo, es una cuestión de fondo o, si se quiere, un gran miedo de fondo: cómo impedir que la nueva Constitución se convierta en otro modo más para administrar la continuidad del modelo económico.
En estos días, en los cabildos ciudadanos y en los ambientes políticos, es frecuente oír hablar del miedo. De recuerdos traumáticos y amenazas en ciernes. Habría, al parecer, un miedo bastante difundido a la guerra. Pero yo le tengo mucho más miedo a la paz.
Primero, porque no estamos en guerra, ni siquiera el comandante en jefe del ejército está en guerra. Estamos en medio de la expresión masiva de la indignación acumulada por treinta años de violencias y abusos. Y tenemos pleno derecho a expresar esa indignación y a exigir cambios. Pero también, en segundo lugar, porque no debemos aceptar que nuevamente se levante el argumento del miedo para conducirnos a una negociación indigna. Ni en 1989, ni en 2019, es el pueblo el que tiene miedo. El argumento del miedo es propio de los políticos de derecha, porque tienen mentalidad fascista, de los políticos de centro, porque siempre están dispuestos a negociar y, también, de la llamada «centro izquierda», cuyos «miedos» no son sino indignidad y complicidad encubierta.
Estamos dando una gran batalla contra las violencias acumuladas desde hace más de treinta años. Es necesario prepararnos también para la gran violencia, silenciosa e indigna, que puede traernos la paz.
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