Era poco más de la una de la tarde del sábado 5 de octubre de 1974 cuando un equipo represivo de la DINA llegaba hasta las afueras de la vivienda de calle Santa Fé 725 de la comuna de San Miguel, en Santiago. Esa era la vivienda de Miguel Enríquez. Habían logrado dar con el […]
Era poco más de la una de la tarde del sábado 5 de octubre de 1974 cuando un equipo represivo de la DINA llegaba hasta las afueras de la vivienda de calle Santa Fé 725 de la comuna de San Miguel, en Santiago. Esa era la vivienda de Miguel Enríquez. Habían logrado dar con el paradero del máximo dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), del líder de la Resistencia a la dictadura, del hombre más buscado y perseguido del país desde el mismo día del golpe de estado, y aún antes, del 11 de septiembre de 1973. Esa tarde caería en combate luego de horas de enfrentamiento con los esbirros de la dictadura, poniendo fin a una vida de lucha y dando paso a un ejemplo que ha trascendido en la historia nacional.
Miguel Enríquez fue uno de los fundadores y dirigentes del MIR en agosto de 1965. Tenía entonces 21 años de edad. Dos años después, en 1977, asumía la dirección de esa organización revolucionaria al ser elegido secretario general. Desde muy joven, ya de su época de estudiante secundario, se destacó como un avezado cuadro político que a poco andar se convirtió en un líder sobresaliente de la izquierda chilena. Miguel Enríquez no sólo destacaba por su enorme capacidad teórica y de elaboración política, sino porque impuso a su práctica un sello caracterizado por el compromiso de lucha con el pueblo chileno, por la lealtad con los pobres y explotados, por la audacia y decisión conque abordó el que hacer revolucionario.
Esas características son las que lo llevan al cargo de jefe del MIR cambiándole el carácter a esta organización, convirtiéndolo en un partido de cuadros y de militantes comprometidos, con la idea rectora de transformar a ese partido en la vanguardia de las luchas de la clase obrera y el pueblo. A partir de entonces, es que el MIR se insertó en las luchas populares chilenas, particularmente en la franja social denominada por el propio Miguel como «los pobres del campo y la ciudad», donde el MIR creció y se convirtió en una organización política gravitante desde fines de los años 60 y comienzos de los 70.
En esa franja social es donde, conducidos por el MIR, se multiplicaron la toma de terrenos urbanos por parte de los pobladores sin casa, que dieron paso a la conformación de campamentos de pobladores que se extendieron por las principales ciudades y centros urbanos del país. En los campos y zonas rurales, se multiplicaron la toma de fundos, por parte de inquilinos y trabajadores agrícolas, y las corridas de cerco, por parte de comunidades mapuche que reclamaban la recuperación de las tierras ancestrales. En los centros industriales la inserción y crecimiento del MIR fue más lenta y dificultosa puesto que éstos eran reductos de fuerza de los partidos de la izquierda tradicional o reformista, con quienes los revolucionarios estaban en permanente disputa.
Fue esa irrupción explosiva y extensa del MIR como fuerza política radical en la escena nacional lo que convierte a esta organización en enemigos a muerte de las clases dominantes y poderosos del país, así como a sus dirigentes y cuadros en objetivos preferenciales de las labores de exterminio, una vez concretado el golpe de estado y emprendida la brutal represalia contra el pueblo chileno. Para Miguel Enríquez y el MIR era previsible esta actitud criminal de las clases dominantes, de la derecha política y de las fuerzas armadas a su servicio, pero esa previsión se tradujo en un mayor compromiso con los destinos del pueblo chileno. Eso explica que ante la inminencia y concreción del golpe de estado, y ante el desbande producido en las fuerzas de la UP y de la izquierda tradicional, Miguel haya definido la posición de que «El MIR no se asila», situando con ello en el territorio nacional y junto al pueblo el lugar donde debían permanecer sus dirigentes y militantes.
No solo se trató, para el MIR y Miguel Enríquez, de una actitud moralmente correcta de estar junto al pueblo en los aciagos momentos y circunstancias que acarreó el golpe militar y las represalias de la burguesía golpista, sino que también de la necesidad política de levantar una línea de resistencia popular al naciente régimen. Ya consumada la incapacidad del gobierno de Allende, de la UP, de la izquierda, del MIR y del pueblo chileno, de impedir el golpe de estado y de sostener efectivos focos de resistencia a los golpistas, lo que quedaba por hacer era comenzar a construir una nueva voluntad de lucha para oponerse y enfrentar a la dictadura que comenzaba a hacerse sentir por todo el territorio nacional.
Miguel Enríquez se constituye entonces en el principal impulsor de una política de resistencia. Cuando la mayoría de los principales cuadros políticos de la izquierda tradicional se entregaban detenidos a los golpistas o se refugiaban en embajadas para salir del país, Enríquez permanecía activo en la clandestinidad, conduciendo el repliegue de sus militantes, reorganizando sus fuerzas, definiendo una línea política de resistencia para enfrentar a la dictadura hasta lograr derrocarla, restablecer las libertades públicas e instaurar un gobierno democrático, popular y revolucionario.
En la oscura realidad represiva del Chile post golpe, el MIR era la única fuerza política activa de la izquierda chilena que intentaba desarrollar acciones contra el naciente régimen. Ese hecho, hace que para las fuerzas armadas y policiales, para los aparatos represivos de la dictadura, la destrucción del MIR y sus dirigentes se transforme en una prioridad estratégica. Y en esa dirección orientan sus criminales esfuerzos. Dentro de ello, la cacería de Miguel Enríquez se torna en una carrera de terror y muerte, y en una competencia macabra entre los diversos entes represivos en que se sostenía el régimen dictatorial.
Los golpes represivos sobre el MIR se convirtieron en una cuestión selectiva para los aparatos de seguridad. Especializaron unidades, grupos, equipos y agentes para acometer la tarea de exterminio. Determinaron lugares secretos de detención, de tortura y de muerte para desatar en secreto su criminal labor. Contaron con la colaboración activa y obsecuente de tribunales de justicia y medios de prensa para acicatear la cacería y silenciar la masacre. Tejieron redes de sapos y soplones, reclutaron traidores y felones, sembraron el temor y la desconfianza para aislar a los revolucionarios y limitar sus acciones.
El 13 de diciembre de 1973 las garras represivas de la DINA llegan hasta el entorno inmediato de Miguel Enríquez con la captura y asesinato de Bautista van Schouwen. En febrero de 1974 un nutrido grupo de dirigentes y cuadros es capturado por los servicios represivos de la fuerza aérea. Durante todo el 74 los golpes represivos se suceden uno tras otro diezmando de manera considerable la capacidad orgánica y de maniobra de los miristas. A pesar de eso, Miguel Enríquez seguía a la cabeza de los esfuerzos tendientes ahora a preservar las bases que estaban sobre llevando de mejor forma los embates represivos y de esbozar actividades de propaganda que mantuvieran viva la presencia de la resistencia y la continuidad clandestina del MIR.
A mediados de septiembre de ese año la actividad represiva de la DINA golpea al núcleo encargado de las tareas de organización nacional del MIR y con ello se acerca a las redes más próximas a Miguel. Se produce entonces el embate brutal de torturas salvajes para llegar al ataque definitivo. Eso condujo al día 5 de octubre y el cerco final sobre la casa de calle Santa Fé. Se ponía así término a una implacable y macabra cacería emprendida por los aparatos represivos del régimen tras los pasos del dirigente revolucionario. En el camino habían sido detenidos decenas de dirigentes, cuadros, militantes, colaboradores, amigos; se había producido una larga estela de dolor, de tortura, de sufrimiento, de desaparición y muerte de personas que alguna eventual relación pudiera haber tenido alguna vez con el buscado dirigente o con su círculo más cercano.
El ataque sobre la vivienda comienza con un nutrido fuego de los agentes represivos y se tradujo en un enfrentamiento de proporciones inusitadas. Al interior de la vivienda estaban junto a Miguel, además de su compañera Carmen Castillo, los dirigentes miristas José Bordas Paz y Humberto Sotomayor. Éstos últimos emprenden la evacuación de la vivienda por los sitios posteriores; Miguel no los sigue en la retirada puesto que su compañera había resultado herida con las primeras descargas y se niega a dejarla sola. Luego de horas de resistir el ataque al interior de la vivienda, Miguel es abatido en el patio de una casa vecina. La sed de venganza de la DINA y su banda de criminales uniformados no tuvo límites ni reparos en su afán de exterminio del MIR y sus máximos dirigentes. Descubrir el paradero exacto de Miguel Enríquez fue para los agentes del terror un triunfo de incalculables proporciones; terminar con su vida fue un logro represivo festejado con medallas y premios.
La caída en combate de Miguel Enríquez resultó ser un duro golpe para el MIR y sus militantes, del que probablemente jamás lograron recuperarse. Miguel murió cuando tenía apenas 30 años de edad; pero en su corta vida había dejado un ejemplo de consecuencia, de capacidad, de compromiso revolucionario.
Fue sepultado en el Cementerio General de Santiago al amanecer del 7 de octubre de 1974. Esa mañana, solo unas pocas personas de la familia fueron autorizadas para acompañar su entierro. El cementerio fue copado por centenas de militares armados. Ni sus compañeros ni el pueblo pudieron estar entonces presentes. Sin embargo, la dictadura no pudo impedir que su enseñanza y su ejemplo quedaran grabados a fuego en la memoria colectiva del pueblo por el que luchó y dio su vida.
Foto: Carmen Castillo, compañera de Miguel al momento de su caída.