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Su lección está viva a 40 años de su asesinato

Miguel Enríquez enfrentado a la muerte

Fuentes: Punto Final

Este 5 de octubre se cumplen 40 años de la muerte en combate de Miguel Enríquez Espinosa, secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). En esta oportunidad, Rebelión abre un apartado especial sobre esta gran figura de la historia revolucionaria latino-americana: www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=1&id=474. También publicamos, entre otros testimonios y análisis, el siguiente relato de Carmen […]

Este 5 de octubre se cumplen 40 años de la muerte en combate de Miguel Enríquez Espinosa, secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). En esta oportunidad, Rebelión abre un apartado especial sobre esta gran figura de la historia revolucionaria latino-americana: www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=1&id=474. También publicamos, entre otros testimonios y análisis, el siguiente relato de Carmen Castillo Echeverría, su compañera que lo acompañaba ese día. Este texto sale hoy conjuntamente en la revista Punto Final y en nuestro Portal.

Ese sábado 5 de octubre de 1974 en la casa N° 725 de calle Santa Fe permanece. A pesar de la nieve que cubre la memoria en general, ese recuerdo inamovible me obliga a dar testimonio. Ni «declaración verbal» ante la justicia, ni relato literario como en «Un día de octubre en Santiago» que refleja con exactitud lo que a fines de los 70 sentía y conocía. ¿Testigo falible? Asumo el riesgo.

Durante el gobierno de Salvador Allende para el pueblo se abría un horizonte de sentido, es decir una promesa de vida aun no alcanzada, pero imaginada, deseada. Una sociedad entera en estado de enamoramiento. Los obstáculos eran duros, pero nos fortalecían.

Frente al golpe de estado, el MIR toma la decisión de permanecer en Chile. No éramos héroes, solo militantes movidos por la convicción de que si valía la pena luchar para hacer la revolución. Frente al golpe de estado, nuestra decisión de organizar la resistencia a la dictadura implicaba la defensa de los derechos conquistados, la educación y la salud pública, los derechos sindicales, el derecho a la vivienda, la dignidad enarbolada, la democracia participativa. Era nuestra responsabilidad librar la batalla, resistir siempre ha sido resistir a lo irresistible. El precio a pagar fue alto, pero aún en ese contexto de represión, lo que vivimos era la vida simplemente.

La dictadura y su aparato represivo, la DINA, operativa desde noviembre del 73, definen su prioridad: aniquilar al MIR. No éramos un aparato militar compartimentado sino una organización política. Los «miristas» vivían en su gran mayoría al ritmo de las tareas políticas del movimiento social. «Crear, crear poder popular» en todos los frentes. La cacería tiene objetivos «visibles».

La maquina de matar funciona a full. El 21 de septiembre de 1974 se focaliza en una de las redes clandestinas directamente vinculada a Miguel. Lumi Videla, asesinada, Sergio Pérez, María Cristina Pacheco, desaparecidos, Rosalía Martínez, Julio Laks… sobrevivientes. La maquina enloquecida, tortura sin descanso. Los prisioneros amontonados en la casa José Domingo Cañas, cuartel principal de la DINA, cárcel clandestina, sueltan detalle insignificantes. La Agrupación Caupolicán, dirigida por el capitán Miguel Krassnoff Martchenko, bajo la autoridad del coronel Pedro Espinoza y Manuel Contreras , realiza un trabajo de inteligencia y define un perímetro geográfico donde podía estar nuestro refugio. Se inicia una labor de rastreo, «peinar» la zona. Los agentes de la DINA siguen la pista de un auto, una Renoleta roja, de una mujer embarazada y de dos niñas gemelas.

La amenaza se acerca. Lo sabíamos.

Miguel se encuentra al frente de las tareas de organización que la resistencia requiere. En primera línea. Indispensable en un comienzo, arriesgado pero sin alternativa y acorde con su deseo de proteger la vida de los otros compañeros, en las dos ultimas semanas de su vida.

En diciembre de 1973, luego de la caída de Bautista Van Schouwen, nos instalamos en esa casa de fachada azul cielo del barrio San Miguel. Una amiga que partía exiliada a Inglaterra la compró con el dinero del MIR. Se estableció un contrato de arriendo. La «leyenda» que montamos para la propietaria y los vecinos era simple. Obligado a instalarse en Santiago un cierto tiempo para seguir un tratamiento médico, una enfermedad a los riñones, junto a su esposa y sus hijas, compartiríamos la casa con una pareja de familiares que nos apoyaría. Gente de clase media, en labores comerciales pero sin trabajo estable dadas las circunstancias. Con recursos puesto que disponíamos de dos autos. Una renoleta roja que yo manejaba, un Fiat 125 que Humberto Sotomayor utilizaba. Ambos, en las raras ocasiones en que Miguel debía salir por «razones médicas», lo conducíamos. Miguel tenía el cabello levemente ondulado, su frente despejada, la piel afeitada y anteojos. Usaba camisas bien planchadas, corbata y pantalones oscuros.

La casa muro frontal tenía tres entradas. La puerta, una reja lateral garaje que cubrimos de una lámina de metal, y una reja estrecha colindante con la casa de nuestra vecina Anita Mirlo. Desde la primera visita de cortesía Anita me contará que es actriz, que vive sola con su hijo pues su marido, periodista, se encuentra preso en Chacabuco. Cesante, ella, cesante nuestro vecino del otro lado, nos ingeniaremos en darles pequeños trabajos. Por ejemplo, para Anita, buena costurera, diseñar vestidos para las niñas de 5 años, Camila y Javiera.

Desde el exterior de la casa, para los vecinos, la vida de esta familia, es normal. Cierto, dos parejas, dos niñas y en marzo de 1974, un perro, no es habitual. Pero el traslado a Santiago en urgencia y la enfermedad del caballero, hacen coherentes las particularidades. Las niñas son alegres, el perro crece, el enfermo reposa y trabaja en su casa. Los familiares lo apoyan. Entran y salen, se abastecen en el almacén de la esquina, la señora Ximena, mi nombre clandestino, visita a la vecina de al frente, Gladys, conversa con los unos y los otros en la vereda, siempre impecable. Las ventanas tienen cortinas de lona blanca, los pocos muebles son coloridos, un estante de libros y un gran escritorio. Desde la puerta puede también percibirse los tres cuartos alineados y al fondo un patio de baldosas negras y un parrón incipiente.

En la casa, el espacio vibra alrededor del trabajo político. Una pequeña colmena. Miguel escribe, estudia y devora todo lo que se encuentra a su alcance. Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lenin camuflados bajo tapas anodinas, Víctor Serge, Víctor Hugo, García Márquez, Cortázar, William Reich y los estudios de neurología, la enciclopedia británica … Nutre su pensamiento político con la Historia, la Ciencia y la poesía , como es su costumbre. Yo transcribo a maquina sus textos. Marilú García los fotografía en el taller instalado al fondo del patio. Humberto Sotomayor, su esposo, asume la mayoría de las tareas al exterior. Miguel cocina, le cuenta cuentos a las niñas y los domingos ven algunas series de televisión infantil. Risas y juegos. Una vida cotidiana normal. En nuestro dormitorio dos bolsos de ski rojo, unos AK esperando ser distribuidos. Miguel tiene la suya, con un cargador especial de 40 tiros. Ningún fetichismo por las armas. Yo salía desarmada, pero con una capsula de cianuro en el bolsillo. Luego supimos que no estaban activas. Miguel y Humberto andaban armados.

Mas allá de todas las tensiones, durante meses, vivimos días y noches tranquilos. La clandestinidad fue para mí vigor y color.

Las medidas de seguridad se respetaron en las pocas salidas de Miguel a reuniones. Y en las dos visitas de compañeros de la dirección que se realizaron cuando ya estábamos preparando el repliegue.

El repliegue estratégico, si, la dirección había tomado la decisión de «congelar» a Miguel. Sacarlo de la primera fila, construir un lugar inaccesible, montar una leyenda que le permitiera salir y entrar al país.

Luego de visitar varias propiedades en venta, me decidí por una parcela. En los limites de La Florida, dos pequeñas casitas, un vasto jardín protegido por un muro de adobe. Miguel la visitó, fue nuestra única salida juntos. Encontramos el palo blanco para comprarla y Rosa, mi compañera fiel desde el nacimiento de Camila, estuvo de acuerdo en vivir con nosotros. El contacto directo con el partido sería muy espaciado y sometido a rigurosos chequeos y contra chequeos. «La Parcela», el lugar para comenzar otra vida.

Debíamos separarnos de las niñas. Con precaución se monto el operativo para asilarlas en la Embajada de Italia. Frente al embarazo, se organiza un parto clandestino . A mediados de septiembre, las niñas protegidas, Marilú y Humberto se trasladan a otra casa de seguridad.

Nuestra partida se aproxima. La casa se hunde en el silencio, la tensión aumenta con la caída de Lumi el 21 y de Sergio Pérez, su compañero, el 22, la cadena continua. Abandonamos la Renoleta roja. Continuo mi trabajo de enlace a pie.

La tortura hace su trabajo, los compañeros resisten como pueden. Nos toca a nosotros asumir la tarea de no caer, de imaginar lo inimaginable y acelerar el cambio de casa. Es nuestra responsabilidad alejarnos del peligro, vivir.

El dinero de la solidaridad internacional llega a tiempo, podemos ejecutar la compra de La Parcela.

El día 4 de octubre confirmamos la caída de nuestro enlace directo, Cecilia Jarpa.

Cecilia no entregó los dos puntos de contacto del 3 de octubre. Si ella hubiese sucumbido a las aplicaciones de electricidad, si hubiese cedido ante el dolor y el miedo, yo hubiese sido detenida, torturada e ignoro como habría reaccionado. Nunca lo sabré pues ella no habló.

Movidos tal vez por la loca esperanza de que no hubiese caído decidimos ir al punto de rescate del día 4, en avenida Grecia. Al salir Miguel me detiene. Él y Humberto Sotomayor, en auto, pasarán una primera vez frente al lugar. Cecilia, el cuerpo dislocado pero la mente íntegra, los alerta del peligro. Los torturadores la golpean y disparan. Miguel responde, Humberto acelera. Logran escapar de la emboscada. Inmediatamente abandonan el auto y se sumergen, gracias al gesto de Cecilia.

A las 16 horas de ese mismo día 4 de octubre constatamos que la compañera que debía comprar la parcela contesta el teléfono de forma extraña. Cada llamada telefónica significaba un desplazamiento engorroso y largo. Ese atardecer Miguel deduce, cuando le cuento el intercambio de palabras, que la DINA está esperando mi llegada con el dinero para la compra.

Miguel se desplaza por las calles de Santiago, da la orden de vaciar la casa de seguridad adonde se encontraba mi hermano Cristian, Margarita Marchi y José Bordaz. Se ocupa personalmente de rescatar a Mary Ann Beaussire de un punto de contacto peligroso. ¿Cuántas otras acciones, movimientos, ejecuta en esos días? Aún no lo sé.

El 4 de octubre regresa a la casa con José Bordaz. Habían decidido pasar la noche ahí. ¿Existían otras posibilidades? Si, pero nos parecieron más arriesgadas.

El sábado 5 de octubre la urgencia es extrema, hay que dejar la casa antes de la noche. Necesitamos un refugio, aunque sea precario. Nos distribuimos las tareas. Me toca buscar un lugar. Ellos, entre otras cosas, tienen puntos de contacto para difundir la alerta a los «ayudistas» y al conjunto de las redes clandestinas, salvar el material del aparato de documentación, esconder los documentos… Antes de despedirnos nos damos cita en la casa a las 17 horas.

Subo por la calle Santa Fe hasta Santa Rosa, consciente del peligro, atenta al más mínimo movimiento extraño en el barrio. En Santa Rosa, un bus, luego un taxi. Puedo instalarme adonde una señora, amiga de mi madre, para estudiar los arriendos disponibles de inmediato. No lo dudo, voy a conseguirlo. Dispongo de dinero y papeles falsos.

A las doce tenía las llaves de una casa. Misión cumplida, ligero alivio. No detecto nada anormal en el camino de regreso. Solo una onda eléctrica -¿qué emana de mí?- en la atmósfera. Morder el miedo, seguir con la esperanza entre los dientes.

Miro la hora antes de abrir la reja continua a la vecina Anita. Eran las 13 horas. Dejo el paquete de provisiones en la cocina y empujo la puerta que conecta el patio con el pasillo interior. Sorpresa, Miguel me acoge. Esta armado. Nos vamos, dice. Le informo la dirección del lugar entrando en nuestro dormitorio, el tercero en la línea de las habitaciones, el que da al jardín. Desde ahí percibo a Sotomayor y Bordaz que vigilan la calle desde las ventanas que dan a la vereda. Un instante de conversación. Hay movimientos extraños, tenemos que irnos, ahora, dice. La voz de uno de los compañeros nos interrumpe: «¡Aquí están!»

Cecilia se encuentra en uno de los autos que se detienen. Ninguna lógica en esa presencia. Solo que ese 5 de octubre les «suelta» un falso punto de contacto: «Mediodía, en Departamental con Gran Avenida». Dos autos, 4 agentes de la DINA por vehículo. Después de lo sucedido el día anterior en Avenida Grecia, desconfían y van bien armados.

Cecilia, sin venda, de pie, en ese punto. Por supuesto nadie se presenta, ese contacto no existe. La golpean, la empujan dentro del auto. No le vuelven a colocar la venda. Se dirigen de regreso al cuartel. Ella escucha, ve. Junto a ella van Miguel Krassnoff, Osvaldo Romo, agente civil reclutado en el lumpen y Teresa, una de las feroces mujeres de la DINA. Todavía tienen tiempo, antes de almorzar, para rastrear una vez más el perímetro sospechoso que por casualidad no se encuentra lejos. Recorren Gran Avenida y luego circulan por las calles interiores, del lado este. Los dos autos se siguen, los agentes comunican de un vehículo al otro por radio. Cecilia los escucha, piensa haber reconocido la voz de Marcelo Moren Brito, pero no sabe con certeza.

Cazadores olfateando a su presa, al acecho ante el mínimo indicio. Se detienen frente a una lavandería, un almacén… Se topan con la calle Santa Fe continúan interrogando a jóvenes que juegan a la pelota, luego Romo le habla a una mujer, la mujer señala desde lejos, varias cuadras, la casa. Por radio se comunican con el cuartel de José Domingo Cañas. «Es lo último que alcancé a escuchar: la instrucción de pedir refuerzos. Eso, antes de que me sacaran y me llevaran a esa casa, tan pobre, como yo la recuerdo, donde me dejaron amarrada mientras se efectuaba el allanamiento y el tiroteo», me dice Cecilia.

« En una operación conjunta de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas fue allanada en el día de hoy a las 13:30 horas, una edificación ubicada en … La operación registró una fuerte resistencia desde el interior de la casa con armas automáticas. A las 15:30 horas las fuerzas pudieron ingresar al lugar encontrando el cuerpo sin vida del dirigente mirista Miguel Enríquez y con heridas de gravedad a Carmen Castillo Echeverría » Declaración oficial de la Dirección Nacional de Comunicación Social del Gobierno. Otras informaciones de prensa señalan las 13:15 horas como inicio del operativo.

Esa es para mí la hora en que Humberto Sotomayor y José Bordaz nos avisan «¡Allí están!». Miguel y yo estamos en el cuarto. Es de ahí que él sale, con el AK en la mano, ya engatillada, pues escuchamos el primer intercambio de ráfagas de metralletas. Es ahí donde tomo la Scorpio y apunto desde la ventana, al frente solo hay un muro colindante con la vecina Anita, no puedo ver la calle. El me había dicho: «No te muevas de aquí». Obedezco, carente de emociones.

Comienza el enfrentamiento. Para nosotros se trataba de alcanzarlos, de obligarlos a retroceder, de forzarnos un paso para escapar del cerco, ejecutar el plan de escape mil veces estudiado.

Y lo conseguimos. Después de un corto momento de intercambio de tiros, se alejan. Ese primer tiempo del enfrentamiento no duró más de 15 minutos. Son entonces entre las 13:30 y las 13:45.

En el instante mismo en que ninguna bala roza la casa, Miguel da la orden de salir. Entra en la habitación, toma uno de los dos bolsos de dinero, yo el otro, caminamos rápido, él delante, yo detrás, a un metro. Nos dirigimos hacia el auto, por esa salida lateral de la gran pieza donde hay una puerta ventanal ubicada frente al Fiat.

Justo en ese momento una granada explota. ¿Quién la tiró?¿Adónde cayó? Aún no lo sabemos. No aterrizó demasiado cerca de nosotros, nos hubiera matado, no demasiado lejos, quedamos heridos.

Pequeños trozos de acero puntiagudos me seccionan la arteria y los nervios del brazo derecho a la altura del músculo superior, algunos se incrustan en la parte alta del pecho, y también, lo sabré mucho tiempo después, dos minúsculos llegan hasta la pared del pulmón. Todavía estoy parada cuando José Bordaz se cruza conmigo. Después me desplomo lentamente.

Miguel también fue alcanzado, está en el suelo.

Sotomayor pasa junto a él, cree que Miguel está muerto. Una herida en la cabeza, dice. En ese instante, entonces, Humberto está convencido de que Miguel yace herido de muerte. Bordaz contará esa noche que al escucharlo él también lo cree. Continúan entonces a abrirse camino para romper el cerco y escapar. Saltan los muros hacia la calle Veras Mena… Lo logran.

Nunca he emitido un juicio sobre aquel hecho u otros. He gritado contra el destino pero no me he detenido en los «si… tal cosa…» La tragedia se asume entera o nada puede desprenderse de ella. Exigir un balance político y sacar lecciones es indispensable. Lamentar no.

Ese 5 de octubre aprendí y para siempre que «aquel que no ha sufrido el miedo, que no ha convivido con él ni negociado con él las condiciones de su sobrevida, no puede, no debe ni comprender ni juzgar. Solo respetar lo que se le escapa.» Privilegiada, la historia me adjudica el buen papel, pero solo la entereza de los otros evitó mi posible derrumbe. Lo sé.

Mientras Humberto y José se alejan, unos segundos después de desplomarme veo a Miguel, del otro lado de la puerta ventanal, a menos de un metro de distancia. Su cuerpo extendido en el suelo, su rostro mirando hacia el cielo, su torso fuerte agitado al ritmo acelerado de su respiración. Un hilo fino de sangre corre de su mejilla izquierda. Vive.

Unos minutos después abro nuevamente los ojos y allí está, de pie, en posición de tiro, el ojo en el visor de su AK. Dispara, protegido de los proyectiles que chiflan tras el muro saliente, al costado del auto.

Recién comienza entonces el segundo tiempo del enfrentamiento.

La DINA reforzada lanza una nueva embestida. Aullidos que son órdenes, ráfagas de metralletas, lanzacohetes, granadas… Violencia desatada. Los vecinos lo contarán, los prisioneros de la Casa José Domingo Cañas vivirán la histeria y los chirridos de las camionetas desde la oscura pieza donde se encuentran amontonados. Cuando Cecilia es extraída al fin de su prisión provisoria escuchará todavía el ruido de los helicópteros sobrevolando el lugar.

Como lo revelan los medios, la dictadura está convencida de que en ese combate participan varios militantes. Augusto Pinochet Manuel Contreras Pedro Espinoza Marcelo Moren Miguel Krassnoff… los jefes militares y sus comanditarios civiles NO pueden concebir que quien se enfrentó a su Poder fue UN solo hombre, Miguel Enríquez.

Tiene 30 años, dos hijos, es médico, militante e intelectual revolucionario. Va a morir, pero todo recomenzará. «La revolución nunca se acaba.»

Ese lapsus de tiempo, dos horas. Intentemos imaginar: sus desplazamientos al interior de la casa, sus gestos precisos, la extrema concentración de su mente para ejecutarlos. Maestría en el combate. El enemigo aumenta su número de hombres y armamento. Maestría en la resistencia. Segundo tras segundo, Miguel actúa. Su vida entera, toda su razón, todos sus deseos y sueños, todo su pensar y su amor por los otros se concentran en ese instante. El acto libre de un hombre libre.

El coraje político nada tiene que ver con el sacrificio, sí con el querer y la fuerza. El valor se juega su existencia en el instante del hecho, nunca se sabe de antemano.

Ese 5 de octubre, una última ráfaga lo acalla. Se ha replegado hacia el patio, se encarama al muro divisorio de la casa de San Francisco 5959. La vecina Isabel protege a sus hijas bajo un catre, asoma la cabeza y lo ve, de pie sobre la pandereta: «Estaba herido y empuñaba un arma. Lanzó un grito : Hay una mujer embarazada herida, paren el fuego ! Los tiros continuaron. Su cuerpo cayó junto a la artesa, el suelo era de tierra» .

La autopsia indica las 15:30 como la hora de su muerte.

Edgardo Enríquez, su padre escribirá: «Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la última, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo. Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije a mi mujer, su madre: ‘Quienes le dispararon sabían que aunque desfiguraran su hermoso rostro y destruyeran su cerebro privilegiado no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificadores ideales’.»

Aprehender la vida de Miguel, un revolucionario, el equipaje de sus sueños, su pensamiento, sus penas, su sentido del humor.

Recordar su fuerza, la realidad de sus esperanzas y continuar a llevarlas, con él.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 814, 3 de octubre, 2014

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