Este siglo que apenas comienza se distingue por dos realidades centrales: uno, la decadencia de Estados Unidos; y dos, la militarización de los Estados. Naturalmente ambos fenómenos están coligados. La declinación de la hegemonía estadunidense apuntaló el creciente protagonismo de los pueblos otrora sometidos a la agenda de las intrusivas compañías norteamericanas; pero el costo […]
Este siglo que apenas comienza se distingue por dos realidades centrales: uno, la decadencia de Estados Unidos; y dos, la militarización de los Estados. Naturalmente ambos fenómenos están coligados. La declinación de la hegemonía estadunidense apuntaló el creciente protagonismo de los pueblos otrora sometidos a la agenda de las intrusivas compañías norteamericanas; pero el costo fue la sustitución de la relación comercial por otra con acento militar. Europa consiguió unificarse política, financiera y comercialmente; aunque al final esta unión acarreara un desastre para las economías menos prósperas, como Grecia o España. En Asía, la acelerada tecnologización e industrialización de algunos países (China, Corea del Sur, India) redundó en un posicionamiento geoestratégico visiblemente favorable para la región. Sudamérica conquistó una soberanía política y económica insospechada, tras un siglo de subordinación a los imperativos de la Doctrina Monroe. El poder geopolítico de ciertos estados como Rusia, China, Indonesia, Brasil, Corea, Sudáfrica, India, (BRICS et al.) es cada vez más notorio e inexorable. Y aún en Oriente Medio, las grandes potencias occidentales, comandadas por Estados Unidos, encuentran una resistencia más tenaz entre los pueblos de esta castigada región. Allí reside justamente el valor estratégico de Israel, y la explicación lógica de su alianza íntima con Estados Unidos: es un enclave vital para el control político de la mayor zona petrolera del mundo. La resistencia en Palestina es la resistencia de todos los pueblos que se oponen a la agresión occidental. En este contexto de agitación global y reconfiguración del poder internacional, la desestabilización es la norma. Sólo en un renglón la supremacía de Estados Unidos sigue ilesa: la fuerza militar. Por eso la solución a los problemas que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadunidense se ciñe tercamente a la vía militar, que trae consigo guerras de agresión, cuyos presuntos enemigos cobran distintas fisonomías: el populismo latinoamericano, la amenaza amarilla, el terrorismo islámico, el narcotráfico internacional, etc. Pero estos seudoproblemas son tan sólo la envoltura mística de un problema objetivo: a saber, la decadencia del poder estadounidense. Toni Negri no yerra en su juicio: «Cuando un coloso se derrumba deja una estela de devastación con su caída». La militarización no es únicamente una solución a este ocaso occidental: es la expresión más visible de la crisis de un comando imperial, que conscientemente se ampara en el recurso militar para conservar la supremacía.
Cabe recuperar un refrán de la dinastía Qing: «El pueblo le teme a los gobernantes; los gobernantes le temen a los demonios extranjeros; los demonios extranjeros le temen al pueblo». En esta atmósfera de temor, en el que predomina el temor de los sectores apoltronados en el poder y el privilegio, se incuba el fundamento material e ideológico de todas las políticas de seguridad, cuyo vértice es la militarización. Hemos sido testigos de la universalización de ciertas políticas que se traducen prácticamente en más gasto militar. Este gasto militar tiene una doble función: uno, ocupar o llenar el vacío político que supuso el reordenamiento neoliberal de los territorios, y dos, desplazar el gasto social, a cuyo efecto redistributivo y democratizador temen tanto las elites. Es difícil encontrar un sector dinámico de la economía estadounidense que no se apoye abrumadoramente en el elemento militar. «Lo que está en cuestión -advierte la politóloga Pilar Calveiro- es precisamente una disminución de la gubernamentalidad de Estado«. Esta merma en la soberanía estatal es remediada con una gestión militar de los asuntos públicos. No es accidental que las erogaciones estatales se canalicen cada vez más acentuadamente al rubro militar. Cabe hacer notar que el presupuesto militar de Estados Unidos representa cerca del 50 por ciento del gasto militar total en el mundo.
México no es la excepción en esta coyuntura de militarización. En el libro «México a la deriva: y después del modelo policiaco ¿qué?», el jurista Pedro José Peñaloza registra el ascenso y preeminencia del gasto militar: «[En el sexenio pasado] la Secretaría de la Defensa Nacional ‘acaparó’ cerca del 40 por ciento, del total del presupuesto destinado anualmente a seguridad: de los 112 mil millones de pesos autorizados para ese renglón en 2010, los militares concentraron 38.9 por ciento. Desde el inicio del sexenio de Calderón, los recursos [registraron] un incremento del 61 por ciento (43 mil millones de pesos)…»
En México -una solícita sucursal de la declinante hegemonía estadounidense- es especialmente visible la conversión de los problemas sociales y políticos en asuntos de seguridad militar. Acá el narcotráfico es el subterfugio justificatorio de las políticas de militarización.
Llama la atención que los discursos y textos académicos, así como las fútiles discusiones en la esfera pública, concedan centralidad al concepto de «democracia» en sus sesudos análisis. Y en cierto sentido, este es un primer acercamiento a un enfoque cuya propuesta es desplazar esos debates ideológicos, y dotar de centralidad a las realidades fundamentales de nuestro siglo: el declinar de Estados Unidos, y la militarización total de la vida pública.
Fuente: http://lavoznet.blogspot.mx/2014/08/militarizacion-la-cifra-dominante-de.html