Veo en El Mostrador (24-02-17) el cortometraje «Miño», de Rodolfo Abud, que cuenta el suicidio de un trabajador frente a la casa de gobierno, en abril del 2001. Me conmueve profundamente y trae a mi memoria un artículo que escribí, en esa época, a propósito de ese caso dramático. Ahora, lo reproduzco, aunque su título […]
Veo en El Mostrador (24-02-17) el cortometraje «Miño», de Rodolfo Abud, que cuenta el suicidio de un trabajador frente a la casa de gobierno, en abril del 2001. Me conmueve profundamente y trae a mi memoria un artículo que escribí, en esa época, a propósito de ese caso dramático. Ahora, lo reproduzco, aunque su título era otro: «Estamos tocando el fondo».
«El acto de inmolación de Eduardo Miño nos estremeció el corazón. Nada puede ser más conmovedor que un ser humano, un padre de familia, atente contra su propia vida, acribillado por la miseria y la desesperanza. Pero, lo que más duele, es que un rebelde como él haya dicho basta porque se cansó de esperar y de pelear. Por ello, la decisión de Miño constituye un golpe demoledor no sólo para su familia y amigos, sino para toda la sociedad chilena.
Miño fue un luchador contra la dictadura y el sistema que ésta engendró. Sin embargo, la democracia que se esmeró en construir no fue capaz de darle empleo y tampoco le alivió la asbestosis que la empresa Pizarreño le provocó a él y a su padre. También su rabia contra la globalización resulta comprensible, ya que mientras ésta es aplaudida por los poderes del país, se acentúan las desigualdades sociales.
Al final, no pudo soportar más ¿Para qué seguir viviendo? Las certezas se habían acabado hace algún tiempo y las pocas esperanzas que quedaban se esfumaban día a día. El suicidio de Eduardo Miño debiera servir para algo. Su carta-testamento, llena de humanidad, dice que no vale la pena vivir en un sistema económico en que el ser humano se ha convertido en una cosa. Ni la reducción de los salarios, mediante la flexibilización del empleo, ni el crecimiento, a cualquier costo, son los caminos para construir el Chile que anhelamos.
Los trabajadores de nuestro país se merecen algo más. La tesis de que los asalariados debieran aceptar cualquiera condición impuesta por los empresarios, porque así lo exige el mercado y la globalización, conduce inevitablemente a la tragedia. Tampoco, como suele insistir el gobierno, basta con el crecimiento para resolver nuestros problemas, ya que el empleo no se está generando automáticamente. Ya basta de historia y de cuentos. Crecimiento sin empleo no es desarrollo. Crecimiento sin protección de los trabajadores y del medio ambiente no es desarrollo. Crecimiento con desigualdades no es desarrollo.
También el suicidio de Miño es un testimonio definitivo de que la salud en Chile se ha convertido en un negocio que atenta contra los pobres. El mal trato que recibió Miño tanto por los dueños de Pizarreño como por la propia mutual de seguridad es la expresión manifiesta de que sólo la plata le asegura a los enfermos no ser condenados a la tramitación o al olvido.
La muy reciente legislación, que impide la utilización del asbesto, es un aporte a la salud de los chilenos y un avance en favor de la ética ciudadana, pero no restituye los pulmones de los cientos de trabajadores que, muertos o impedidos, se convirtieron en fuente de ganancias de empresarios inescrupulosos. Una compensación monetaria y una disculpa pública resultan indispensables.
El último acto de lucha de Miño, su suicidio, frente a La Moneda, podrá convertirse en victoria sólo si la estrategia de desarrollo vigente en Chile se reformula. Ello significa que la hora de las desigualdades debiera terminar o, al menos, hay que apuntar a reducirlas, mediante un Estado que supere su parálisis y compense a los perdedores de la globalización, con oportunidades reales.
Ello significa también enfrentar radicalmente un sistema de salud que hace agua por los cuatro costados, mientras las Isapres llenan con edificios modernos las avenidas del barrio alto. Si no nos replanteamos la estrategia de desarrollo de Chile, colocando al ser humano en su centro, la inmolación de Miño habrá sido en vano y su desesperanza, que lo empujó a la tragedia, se extenderá hacia todos nosotros».
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