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Evocaciones desde Cazorla

Mitología nacional (católica)

Fuentes: Insurgente

«Las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» (Miguel de Cervantes, Jonathan Swift y otros discípulos de su calaña). Cierto que estoy malito y carezco del sentido de la realidad -entre otros más que no vienen a cuento-, pero anda que con estos aires turbios de calima como hila también el personal. Leo uno de […]

«Las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos»
(Miguel de Cervantes, Jonathan Swift y otros discípulos de su calaña).

Cierto que estoy malito y carezco del sentido de la realidad -entre otros más que no vienen a cuento-, pero anda que con estos aires turbios de calima como hila también el personal. Leo uno de esos artículos de viaje a los que la prensa veraniega es tan propensa -pido disculpas por el involuntario trabalenguas-. Va sobre los encantos de la sierra de Cazorla, cuyo autor debe bien conocer, pues no en balde, según reza la firma ha publicado un libro adentrándose en leyendas y cuentos del lugar. Me animo a seguir a tan ilustre guía que espera el ocaso radiante «sobre el olivar verde y plata» que contempló apenado el poeta viudo de Leonor desde Baeza. Imagino a galope, tal como me sugiere, a Jorge Manrique camino de Segura de la Sierra, su ciudad natal (Incluso regresando al funeral de su padre y componiendo in mente las primeras estrofas de sus bien afamadas coplas). Y porqué no al Adelantado de Cazorla, Ximénez de Rada de la mitra de Toledo, en tan luengo viaje. Por último, el sherpa me susurra casi al oído que también Isabel I de Castilla, mucho más conocida por la Católica, yendo hacia Baza cruzó estas tierras (aunque tal vez con las miras mucho más altas, como para fijarse en el paisaje, dicho sea de paso). Y que para salvar el Guadalquivir alevín, pero ya brioso, «le construyeron un puente en una noche». Pues mira, le dije, yo aquí me apeo del burro y no lo paso. A propósito, detenido, admiré la bella factura de su arco y sus piedras: por mucho empeño por la toma presta de Granada no me creo yo que esta ingeniería fuese obra de un día -o ni eso- y conservada hasta los de hoy. ¡Qué la chapuza nacional y con nocturnidad no da para tanto! Por consiguiente, podría cobrar más fuerza de razón que este prodigio se debiera a un auténtico milagro, de aquellos ángeles protectores de la reina, que mientras ésta echaba una cabezadita ellos lo levantaban en un suspiro para proseguir la conquista del último reino infiel. Esta versión no desmiente la celeridad de la construcción -verdadero punctum dolens de la discusión- y da sostén con la fe allá donde la anterior hipótesis falla. Así que la Iglesia barrió pro domo sua y se anotó un tanto que aún restalla en el marcador.

Cuánta inventiva sobre una realidad más parda. El puente de las herrerías, que así es conocido aunque no lo nombre, tuvo un origen más industrioso y seguramente ya existía previamente al paso de las huestes cristianas. Como su nombre indica daba servicio a las herrerías instaladas en sus proximidades, con el fin de facilitar el transporte del hierro extraído en las minas entonces en explotación. En aquellas se cortaba en barras y se limpiaba de impurezas. Dado que el metal logrado no debía ser de gran calidad no tardaron en abandonarse y el susodicho puente pasaría a dar más utilidad a los rebaños de las mestas, que desde Castilla llegaban, o viceversa, que de Andalucía retornaban.

¡Ay, pero mientras nos reímos de los mitos vecinos (nacionalismos periféricos, si se quiere entender), qué bonitos son los nuestros! Ahora que se viene de celebrar el día de Santiago, patrón de España en detrimento de la más culta Teresa de Ávila (gracias en parte a los trabajos del caballero de la Orden Francisco de Quevedo), porqué no recordarlo una vez más, espadachín en la batalla de Clavijo.

En fin, que por estas cosillas discutí con mi cicerone, me aparté y seguí solo el resto del camino. Y qué cosas, la más tonta de todas rebasó mi no mucha paciencia. ¡Ale!, puestos a evocar, se acordó de otro poeta, Miguel Hernández «en las tierras de su esposa Josefina (Manresa), en la cercana Quesada». Que éstas fueran sus tierras, por el simple hecho de nacer en ellas -su padre era guardia civil a la sazón-, cuando lo cierto es que en su infancia pronto conoció otros traslados y que su familia era toda de Cox, vecina a Orihuela, a la que volvió en cuanto pudo; mal está decir que me soliviantó. También don Manuel Bartolomé Cossío, pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza nació en mi ciudad, por parecidas razones, dado que su padre ocupaba la plaza de juez en espera de un mejor destino. Y por mucho que un instituto de la localidad lleve su nombre no le veo yo paisano (aunque no me desagradaría). Se ve que somos muy dados a prohijar hijos ilustres y a desterrar a otros que lo son menos. Y en cuestiones de turismo si hace falta al Pisuerga lo pasamos por Reolid (Albacete) que lo necesita más, ya que estamos.
Total, que ése que digo me demuestre con testigos si quedan que el poeta de aceituneros altivos de Jaén, se paseó con su amada por esa campiña de tonos cálidos*. Que bien que los cantara miliciano en guerra desde El Altavoz del Frente Sur de la capital xauenense , pero no en Quesada por necesidades turísticas, como señalaba. Y no pretenderá que sea yo quien demuestre lo contrario. Probatio diabolica, me temo.

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* Días después de escribir lo anterior, releyendo Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, (Josefina Manresa, Ediciones de la Torre, Madrid, 1980) compruebo lo siguiente, que cito (págs. 69 y 70):

«Siempre he tenido presente en mi imaginación Quesada, mi pueblo de nacimiento. Yo tenía tres años cuando me sacaron de allí, pero mis padres me describían el pueblo, con sus fachadas encaladas de blanco y sus gentes buenas, con habla graciosa. Les oía comentar que vivieron a gusto allí, que únicamente sentían la distancia que había de su tierra y la familia;(…)»

Curiosidad y azar, sí, pero sin raíces familiares. En cuanto a paseos con el poeta, seguidamente, despeja la no desdeñable posibilidad:

«Estando en Jaén, con Miguel, le expresé mi deseo de ir a conocer mi pueblo, y a él también le ilusionaba conocerlo y complacerme, pero resultó estar Quesada más lejos de Jaén de lo que nosotros creíamos, y no había un medio fácil para ir, y por mi precipitada estancia allí nos quedamos con ese deseo».

Lo siento por los dos: ni en eso tuvieron suerte. Lo (re)conoció 45 años después del tiempo en que lo disfrutó y abandonó en su primera infancia. Fue el 6 de septiembre del 1964, por invitación del ilustre paisano Cesáreo Rodríguez-Aguilera, (uno de los participantes en el prohibido y reprimido homenaje a Machado en Baeza, dos años más tarde) durante las fiestas del año, con la romería de la Virgen de María de Tíscar. Y, desgraciadamente, sola, a pesar del agasajo y homenaje de los quesadeños; porque no pudo pasear por sus calles gatunas y morunas con «quien más quería», Miguel Hernández Gilabert, el poeta del pueblo, «el puro y verdadero…el más real de todos…el no desaparecido» (Vicente Aleixandre dixit).