Aunque no existe una definición consensuada en la izquierda para referirse al actual «ciclo político», parece ser uno de esos dichos que se legitiman por su uso pero que esconden su trasfondo. En todo caso, si nos aproximamos a una comprensión de su significado, habrá que situarlo a partir de los objetivos que se proponen […]
Aunque no existe una definición consensuada en la izquierda para referirse al actual «ciclo político», parece ser uno de esos dichos que se legitiman por su uso pero que esconden su trasfondo. En todo caso, si nos aproximamos a una comprensión de su significado, habrá que situarlo a partir de los objetivos que se proponen quienes han decretado su apertura.
Esos objetivos son diversos y pese a ello, la mayoría de las fuerzas políticas -incluidas aquellas emergentes desde el campo del socialprogresismo universitario- confluyen en el grado de importancia que se le asigna a la administración del régimen político actual, bajo el supuesto de que la institucionalidad representa un punto neurálgico para modificar, transformar o conservar las condiciones de la gobernabilidad democrática y de la economía en nuestra sociedad.
Al menos tres grandes tesis han acompañado el posicionamiento de este particular concepto: 1.- Que la apertura de un nuevo ciclo político es el resultado de las movilizaciones de los últimos años, marcadas por las demandas estudiantiles; 2.- Que el cumplimiento del programa de reformas del gobierno de la Nueva Mayoría podría determinar la apertura de un nuevo ciclo político, dotando de mayores espacios de participación democrática a los movimientos sociales y a la ciudadanía; 3.- Que la derecha intentó inaugurar un nuevo ciclo político «de carácter neoliberal» pero la pujanza de la movilización social se lo impidió.
Hay que considerar, primero, que un ciclo político específico comprende objetivos y tareas enmarcadas en un arco temporal mucho más amplio que el de una coyuntura, por lo que la asociación de su eventual apertura con la movilización del 2011 es de una severa miopía. Segundo, una caracterización global del actual periodo histórico nos indica que existe un movimiento popular desarticulado organizativamente, con debilidad ideológica y despolitizado, esto último como elemento transversal que afecta al conjunto de la sociedad chilena, por lo cual resulta irrisorio afirmar que las diversas formas de movilización pudieran resquebrajar los cimientos de la gobernabilidad, menos cuando se aprovechan para ejercer oposición y maniobrar (en desprecio de las demandas), como fue el 2011-2012 que devino en la rearticulación de la centroizquierda y se tradujo posteriormente en sendos triunfos electorales para la Nueva Mayoría.
Asimismo, las demandas estudiantiles (y lo estudiantil propiamente tal) aparecen sobreestimadas en la medida que, por ejemplo, la gratuidad se corresponderá con una variación en la forma de pago de los aranceles, los que además no desaparecerán, por lo que será el Estado quien los subvencionará. Que la reforma tributaria financiará los recursos para emprender esta iniciativa, como si se tratase de una verdadera expropiación financiera a los más ricos para solventar los costos de una nueva política pública en el ámbito educativo, «más justa e igualitaria», es una fantasía que poco y nada se condice con la realidad. No se les puede olvidar a quienes afirman semejantes disparates que la educación en si misma es un nicho de acumulación financiera, y que en último caso lo que se ha hecho es sacar plata de los excedentes de un negocio (FUT) para subsidiar el desarrollo de otro.
Ambos bloques de fuerza en el poder constituyen un solo bloque dominante situados sobre la base de un sólido consenso estratégico de carácter neoliberal e inalterable. No hay indicios de pugnas interburguesas (factibles de aprovechar) que puedan cimentar el camino hacia una ruptura democrática, salvo en la cabeza de quienes pretenden hacer coincidir la realidad con sus deseos.
Los movimientos de transformación, conservación, restauración o ruptura en una sociedad, se constituyen a través de proyectos políticos que logran consolidar cierto grado de hegemonía, pudiendo así influir en la variación de la correlación de fuerzas. De hecho, cuando se alude a la intromisión de partidos como la Democracia Cristiana y los acuerdos con la derecha para la reforma tributaria, no se trata de una decisión azarosa y coyuntural sino de la capacidad que tienen dichos sectores de incidir en el debate de las políticas públicas a partir de una posición favorable (expresión de la correlación de fuerzas) dentro de la institucionalidad, fruto de su soporte material al interior de la clase burguesa.
En ese sentido, lo que debe preocupar a la izquierda no es contar con la aceptación de los partidos del bloque dominante o con la venia de los medios de prensa sino que con la legitimidad del pueblo, la cual se consigue construyendo junto a este la alternativa que tanto se agita y por la cual tan poco se trabaja, y no desde el púlpito mediático o de vez en cuando poniéndose a la cabeza de las numerosas marchas para visibilizarse, y que pese a lo masivas que son, no alcanzan a representar más que un ínfimo porcentaje de la totalidad del movimiento de masas y tampoco son un indicador válido para medir conciencia y organización por su carácter episódico.
Lo político, como concentración de intereses económicos, y lo económico, es decir el modo de producción dominante, el carácter de su régimen de propiedad y la estructura social determinante de las relaciones de producción, no se pueden mecánicamente separar, por lo que las acciones y apuestas en el escenario político siempre estarán motivadas y supeditadas a los intereses de las clases fundamentales, que en el capitalismo neoliberal siguen siendo -y aunque moleste a los liberales y progresistas renovados- la burguesía y los trabajadores.
Por eso la izquierda debe dejar de hablar de superación de la pobreza, de redistribución y ascenso social, ideas que no hacen más que reproducir los lineamientos teóricos, políticos e ideológicos de la doctrina socialdemócrata y de la sociología académica, ambas estrechamente ligadas a los intereses capitalistas, que han creado nuevos actores sociales desde la errática concepción de que las relaciones de producción ya no serían el eje determinante de las contradicciones y el cambio social sino que las relaciones de dominación política. Los conceptos de ciudadanía y movimientos sociales, han aportado a solapar aún más la lucha de clases y, con ello, el estado real del movimiento popular, de cuya lectura dependerá definir las tareas fundamentales que demanda el actual periodo histórico, superando así los delirios de grandeza y triunfalismos que han sometido a la izquierda a una práctica aislada de las masas populares y la han relegado a la marginalidad.
En lo concreto, el actual ciclo político consiste, y contrariamente a las aspiraciones de algunos sectores de la izquierda, en profundizar las condiciones del neoliberalismo a través de su modernización, lo cual requiere una institucionalidad capaz de procesar la conflictividad social de los últimos años (que definitivamente no es antagónica) y ampliar su capacidad de cooptación en el escenario político, lo cual de por si pone en entredicho la viabilidad de una Asamblea Constituyente, ya que las condiciones políticas (incluyendo la correlación de fuerzas) son desfavorables y ello se debe asumir con madurez política, no perdiendo de vista el objetivo fundamental que es la construcción del movimiento popular como fuerza material con incidencia en el escenario político, pues cuando se hace referencia a los cerrojos autoritarios de la dictadura, no hay que olvidar que estos no se ubican tanto en el aspecto legal como en la propia subjetividad del pueblo, sujeta a la iniciativa ideológica y económica del empresariado, que a fin de cuentas constituye la viga maestra sobre la cual se sostiene el sistema de dominación y permite reproducir la gobernabilidad.
Es un error apreciar estos hechos bajo la idea de que lo que se está haciendo es «redefinir la gobernabilidad neoliberal», supuestamente desbordada por los movimientos sociales que además, como definición teórica y práctica política, lejos están de parecerse a un movimiento popular organizado y luchando en defensa de sus intereses de clase.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 814, 3 de octubre, 2014