Por estos días nuevamente se escucha una noticia aterradora, los medios hablan del «monstruo» de Monserrate, quien engañaba a mujeres habitantes de calle para satisfacer sus deseos sexuales y cuando se negaban, las asesinaba y violaba. El «monstruo» confesó que habría abusado, asesinado y enterrado entre la basura a más de 18 mujeres. La fiscalía […]
Por estos días nuevamente se escucha una noticia aterradora, los medios hablan del «monstruo» de Monserrate, quien engañaba a mujeres habitantes de calle para satisfacer sus deseos sexuales y cuando se negaban, las asesinaba y violaba. El «monstruo» confesó que habría abusado, asesinado y enterrado entre la basura a más de 18 mujeres. La fiscalía ya ha recuperado 11 cuerpos, y hasta el momento solo uno ha sido identificado. En sus confesiones el monstruo justifica sus actos, señalando que las mujeres son infieles, desordenadas, etc. Básicamente que se merecían lo que les hizo. Y enfatiza: «Yo no soy un monstruo, no me gusta que me digan así. Tampoco soy un asesino en serie». Hace tres años era noticia en Bogotá otra historia igualmente atroz, el monstruoso asesinato de Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional.
¿Son Monstruos quienes comenten estos hechos? Según la real academia de la lengua monstruo es un «ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie». ¿Es en realidad una anomalía o lo definimos de esta manera para poder seguir pensando que la normalidad de la sociedad está bien? ¿Lo nombran monstruo para diferenciarlo y exorcizarnos de la responsabilidad social en estos hechos?
La pregunta realmente es: ¿qué hace posible que estos «monstruos» existan? En realidad no son anomalías sino una clara expresión del patriarcado. En Colombia «cada seis horas matan a una mujer, cada media hora violan a una y cada 10 minutos a alguna le pegan en la casa» [1]. Son una expresión más de esa misma violencia cotidiana.
No son monstruos, las cosas por su nombre: son feminicidas. El «monstruo» de Monserrate se llama Fredy Valencia, violaba y asesinaba mujeres entre los 18 y los 25 años desde 2010. Una muestra más de los mecanismos complejos que intervienen en la violencia contra las mujeres.
La violencia contra la mujer se define como «todo acto de fuerza física o verbal, coerción o privación amenazadora para la vida, dirigida al individuo mujer o niña, que cause daño físico o psicológico, humillación o privación arbitraria de la libertad y que perpetúe la subordinación femenina» [2]. Debemos mirar detenidamente el objetivo que tiene esta violencia: perpetuar la subordinación femenina y, en la estructura social, reforzar el patriarcado. Hablar de «monstruo» oculta que en realidad es un acto que refuerza una constante en nuestras sociedades: el patriarcado.
Este se expresa en formas variadas que combinan violencia psicológica, económica, física y sexual. Como el caso de Monserrate donde se incluyen varias modalidades de agresión y abuso contra estas mujeres. Esta violencia expresa un continuo de control y el dominio hacia las mujeres, que fluye entre los espacios públicos y privados, en un intento por menoscabar sus habilidades de autodeterminación.
Estos hechos van más allá de la violencia contra las mujeres, para evidenciar la idea de violencia falocéntrica, la cual «facilita la compresión de las diversas formas de violencia que reproducen los paradigmas simbólicos que garantizan la supremacía de los hombres en tanto productores de cultura y orden social» [3].
Es necesario reconocer la violencia contra las mujeres como una forma histórica de relaciones sociales, vinculadas con la desigualdad de género. Más allá de «mounstroficar» la sociedad debe identificar los mecanismos que operan antes, durante y después de estos eventos de violencia para proteger efectivamente a las mujeres. Nuestro modelo de sociedad tolera, invisibiliza o cataloga de «anormal» la violencia contra la mujer, cuando de hecho sucede cotidianamente.
Además, en el caso del monstruo de Monserrate se entrecruzan diversos ejes de poder y de subordinación. Las mujeres pobres no cuentan para las estadísticas, menos aún las indigentes. El «monstruo» de Monserrate sabía que eran mujeres invisibles, escogía a sus víctimas sabiendo que nadie preguntaría por ellas ni se preocuparía, pues identificaba mujeres que careciesen de redes de apoyo familiar.
La indigencia es de por si una consecuencia de la violencia en sus diferentes manifestaciones. Es una expresión de violencias estructurales como la pobreza extrema, la desintegración familiar, el abandono, el hambre, discriminación, la miseria, la marginación. Violencia que conlleva a la expulsión no únicamente del núcleo familiar sino de la vida social, por tanto a habitar las calles.
En condición de indigencia por no contar con un lugar donde vivir y deambular por las calles también se vive violencia cotidianamente, acoso, persecución de la policía, «limpieza social», segregación, olvido. Los y las habitantes de la calle son actores anónimos, sin nombre, sin función útil, sin producción económica, totalmente ignorados. La violencia es parte de su existencia cuando los referentes de seguridad de las sociedades modernas: el Estado y la Familia, les dan la espalda. Las mujeres son más vulnerables a la pobreza.
Estos crímenes también evidencian cómo las ciudades son modeladas por los hombres, la ciudad como espacio de propiedad patriarcal, de violencia, y zonificadas por estereotipos de género. La ciudad se ha construido zonificada según los roles de género. Mujeres y hombres no acceden al espacio público en los mismos términos. «Las mujeres saben que el espacio urbano realmente no les pertenece. Saben que la mayoría de las urbes son peligrosas, que solo pueden utilizar zonas concretas y a ciertas horas, y que incluso en esos espacios en que se les permite estar (como invitadas) han de comportarse de una determinada manera. Las mujeres están excluidas de muchos sitios y a otros a lo mejor se les permite el acceso, pero todo el entorno hace que no se sientan bien recibidas… igualmente la ciudad es más peligrosa para ciertas mujeres que para otras» [4]. Es algo que sucede en toda la ciudad, pero que hoy lugares como el Parque Nacional y Monserrate nos lo recuerdan y las mujeres caminan por la ciudad sabiéndolo.
La sistematicidad de la violencia contra las mujeres se hace evidente en otros casos como la violencia intrafamiliar, y en Colombia en las afectaciones en el marco del conflicto armado. Siendo constante «el uso de la violencia sexual como arma de guerra y los ataques contra las mujeres por sus ejercicios de organización y liderazgo» [5]. Como lo expresó la Corte Constitucional en el Auto 092 de 2008: «la violencia sexual contra las mujeres es una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible en el contexto del conflicto armado colombiano».
El caso del «monstruo» de Monserrate conjuga violencia, olvido y segregación. En temas como los de los habitantes de la calle, la solución no es la «limpieza social» ni dar monedas por caridad, sino adelantar políticas públicas sobre la indigencia con perspectiva de género. Pero también combatir la violencia contra la mujer de manera estructural. Este año fue legislada la Ley Rosa Elvira Cely, la cual tipifica el crimen del feminicidio, pues es uno de los crímenes con más altos niveles de impunidad. Esperemos que, después de que pase el amarillismo de los medios, el caso de Monserrate no quede también en el olvido y la impunidad.
[1] Catalina Ruiz. El largo camino de la no violencia contra las mujereshttp://www.
[2] Heise, I. (1994). Violencia contra la mujer. La cara oculta de la salud. Washington, D.C., Organización Panamericana de la Salud. pág. 3
[3] Huacuz, E. M. G. (2009). ¿Violencia de género o violencia falocéntrica?: Variaciones sobre un sis/tema complejo. México, D.F: Instituto Nacional de Antropología e Historia. pág. 16.
[4] Booth, C., Darke, J., & Yeandle, S. (1998). La vida de las mujeres en las ciudades: La ciudad, un espacio para el cambio. Madrid: Narcea. pág. 117
[5] Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2013). ¡Basta ya!: Colombia: memorias de guerra y dignidad. Colombia. Pág. 26.
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