Con el fallecimiento de Arthur Miller, en días recientes, desaparece una de las más fuertes personalidades de la literatura mundial. Su imponente prestigio, la influencia de su decoro personal, de su autoridad intelectual y su ascendiente ético, durante varias generaciones, se deben fundamentalmente a un hecho ajeno a su obra teatral: su actitud durante la […]
Con el fallecimiento de Arthur Miller, en días recientes, desaparece una de las más fuertes personalidades de la literatura mundial. Su imponente prestigio, la influencia de su decoro personal, de su autoridad intelectual y su ascendiente ético, durante varias generaciones, se deben fundamentalmente a un hecho ajeno a su obra teatral: su actitud durante la terrible época de intolerancia y persecución del macartismo.
La Comisión de Actividades Antiamericanas del Senado surgió en Estados Unidos como uno de los instrumentos represivos de la ultraderecha durante las etapas iniciales de la Guerra Fría. Trataba de amedrentar y descabezar a los liberales y a quienes mantenían una opinión autónoma, a los que no se sometían al sistema. Un reaccionario y alcohólico senador, Joseph McCarthy, encabezó el mecanismo inquisidor y citó a declarar a disidentes y heterodoxos.
En medio de una extendida histeria anticomunista 320 escritores, y artistas fueron encausados. Diez de ellos han pasado a la historia por haber rehusado responder las preguntas de la inquisitorial comisión; el compositor Aaron Copland fue uno de los más verticales. Bertolt Brecht fue citado al Senado pero escapó de Estados Unidos al día siguiente de su comparecencia. El escritor Budd Schulberg, el actor Lee J. Cobb y el director Elia Kazan delataron a colegas envueltos en actividades izquierdistas. Prevalecía en la intelectualidad una izquierda librepensadora, un liberalismo acendrado que la lucha contra el fascismo y la Guerra Mundial había profundizado, pero aún eso era demasiado para los intransigentes senadores del comité. Figuras de tanto relieve como Charles Chaplin, Orson Welles, Leonard Bernstein, Dashiel Hammet, Hans Eisler, John Garfield, Dorothy Parker, Lillian Hellman, Dalton Trumbo y Clifford Odets fueron investigados. Chaplin se marchó para siempre de Estados Unidos. Los diez fueron condenados a penas de prisión de un año.
De este período de incertidumbre y miedo salieron algunos libros memorables como «Tiempo de canallas» de Lillian Hellman. Varios intelectuales fallecieron a consecuencia de la inquisición. John Garfield murió de un ataque cardiaco y la creatividad de Clifford Oddets se arruinó, nunca más pudo volver a escribir. El entonces actor Ronald Reagan se destacó como uno de los implacables fiscales y encabezó las persecuciones.
Arthur Miller se negó a revelar nombres de otros intelectuales supuestamente involucrados en «actividades antiamericanas», no cedió a las presiones, desafió el riesgo de ir a prisión y salió del proceso con una honorable aureola de integridad. Fue declarado en rebeldía ante el Congreso y citado para ser procesado judicialmente. Tras dos años de acoso fue relevado de cargos.
Más tarde escribió «Las brujas de Salem», donde con audacia arremetió contra la intolerancia. Miller se atrevió a decir que el fanatismo rígido no pertenecía solamente a aquél tiempo. Los prejuicios, el sectarismo y la rigidez ideológica ya se habían experimentado en otras épocas. Tomó como núcleo argumental un proceso judicial ocurrido en el poblado de Salem, Nueva Inglaterra, derivado de la ofuscación oscurantista. El tema de la obra es la sustentación de la libertad de conciencia en una atmósfera de miedo.
Su aporte a la distensión y su denuncia del macartismo no fueron los únicos rasgos de audacia política de Miller. Ya en 1949 había escrito «Muerte de un viajante» que constituyó, según la crítica, una bofetada al rostro del capitalismo. Escrita en seis semanas fue traducida a 29 idiomas, poco después de su éxito inicial en las tablas. Willy Lohman, el carácter central de la obra, termina su vida en un estruendoso fracaso que le conduce al suicidio. Tras su búsqueda del éxito a toda costa advierte cómo su mundo se colapsa y él se hunde en una frustración insuperable. La ardua lucha por la vida, en el medio estadounidense, conduce a un implacable naufragio. Destrozado por sus propias limitaciones no entiende la inmensa tragedia de su existencia trunca y sin salida.
Quizás Miller haya sido el más manifiestamente político de los escritores de su generación y, a diferencia de Truman Capote y Norman Mailer, logró enjuiciar al monstruo más conspicuo del sistema: la crueldad de la subsistencia cotidiana en un medio hostil. La brutal decepción que sufre el protagonista al enfrentarse a su propia incapacidad para vencer la adversidad, para sobresalir de su mediocridad, la insuficiencia de sus recursos humanos para imponerse en un medio antagonista lo asfixia mientras se debate para sobrevivir. Al no alcanzar su objetivo opta por aniquilarse.
Esa obra fue un paso importante hacia la inmortalidad. El consagratorio Premio Pulitzer, el Premio de la Crítica Teatral neoyorquina y el acreditado Premio Tony que recibiera por ella contribuyó a consolidarle como uno de los gigantes literarios de Estados Unidos cuando sólo contaba treinta y tres años de edad.
Una nueva etapa en la consolidación del prestigio moral de Arthur Miller comenzó con su obra «Después de la caída». Su matrimonio con la actriz Marylin Monroe duró cuatro años y culminó en un fracaso. Normal Mailer saludó aquél matrimonio como «la unión del gran cerebro americano con el gran cuerpo americano». La Monroe había sido amante del director Elia Kazan, quien se la pasó a Miller y éste no pudo escribir durante el período en que duró el matrimonio, dedicado a los reclamos neuróticos de la diva. «Después de la caída» trata sobre la responsabilidad, sobre la búsqueda de comprensión y abrigo entre humanos, sobre el desastre de una pareja donde una de las partes se encamina a la autodestrucción por su narcomanía. Muchos vieron en la obra un calco fiel de su relación con la Monroe.
Arthur Miller escribió diecisiete obras de teatro que lo situaron junto a Eugene O´Neill, Tenessee Williams y Edward Albeee como el gran cuarteto del arte dramático norteamericano. Comenzó como vástago de un próspero comerciante de ropa de Manhattan que enviaba a su hijo a la escuela en un auto con chofer. La Gran Depresión de 1929 arruinó al padre y la familia tuvo que mudarse a un humilde barrio de Brooklyn, donde Miller fue ayudante de panadero. Más tarde trabajó como obrero en una fábrica de piezas de automóvil y durante la Segunda Guerra Mundial fue asalariado en un astillero. Tras el éxito espectacular de «Muerte de un viajante» comenzó su carrera literaria.
En 1968 fue electo presidente del Pen Club Internacional, desde cuya posición logró la liberación del dramaturgo Wole Soyinka de la dictadura nigeriana que lo mantenía en prisión. Miller viajó Cuba, junto al también escritor William Styron, y descubrió en la isla una nueva forma de solidaridad humana que se mantenía pese a la austera severidad del «período especial». Sus impresiones cubanas las dejó consignadas en un largo ensayo sobre aquella visita. Miller también se opuso a la guerra en Vietnam. Fue activista político del Partido Demócrata y asistió como delegado a la convención general de 1968.
Conocí a Arthur Miller en octubre de 1986 cuando, por auspicios del novelista kirguizio, Chinguiz Aitmatov, recibimos una invitación de Mijail Gorbachov a visitarle en el Kremlin y un grupo de intelectuales, entre quienes nos hallábamos el propio Miller, el novelista negro James Baldwin, el Premio Nobel Claude Simon, el dramaturgo Peter Ustinov, y el futurólogo Alvin Toffler. Gorbachov planteó la necesidad de abrirse a una nueva mentalidad, a una cultura de la armonización que lograse la unidad dentro de la diversidad. Aun no había formulado las bases teóricas de la «perestroika» y el «glasnost». Constituimos un grupo de reflexión que fue reuniéndose en diversas partes del mundo con el fluir de los años. Aún no se habían sufrido las consecuencias de las desastrosas concesiones de Gorbachov al orbe capitalista occidental y la torpeza de su conducción.
En nuestras reuniones me impresionaron la moderación de las reacciones de Miller, la sobriedad de su gesticulación, la parquedad de sus expresiones. Era un introvertido y esa sequedad exterior coincidía con su aspecto magro de hidalgo fatigado, con su vestimenta de intelectual en vacaciones y la calidez de su comunicación con el prójimo. Contaba con una implacable racionalidad y sabía situar categorías, cartesianamente, en su correspondiente lugar. Su rostro huesudo, los grandes pliegues que enmarcaban su boca, su semblante de hosco puritano podían distenderse en una sonrisa apacible. No era hombre de exclamaciones sino de ponderados susurros. No parecía padecer las consecuencias de las grandes conmociones éticas por las que había atravesado. Portaba con ligereza su honorabilidad.
La noche en que se conoció la noticia de su muerte las marquesinas de todos los teatros de Hollywood se apagaron durante unos minutos como homenaje al autor que supo decir que no a los poderes de la coerción, mantener sus convicciones éticas y no permitir al sistema absorber su conciencia.