¡Y si sabes quién te mató a tu hijo, te has de callar! ¡Y si sabes quienes te violaron, te has de callar! ¡Y si sabes quién te robó tu casa, te has de callar! ¡Y si sabes quién te robó y vendió a tus hijos te has de callar!
Durante años y años, soñó que llegaría un día, cuando se volviese a instaurar la democracia, que se haría justicia sobre las terribles atrocidades y crímenes cometidos durante el franquismo. Pero se acababan de firmar «Los Pactos de la Transición» entre la derecha y la «izquierda», tras la muerte de Franco. En ellos se pactaba el silencio sobre los crímenes del genocidio franquista y la destrucción de sus pruebas, la impunidad para los responsables y colaboradores y el olvido de las víctimas. Era el año 1977 y se acababa de promulgar la Ley de Amnistía que daba cuerpo legal a aquellos ignominiosos Pactos.
Decía estas cosas y otras apretando los puños, cayéndole las lágrimas una a una a pesar de la rabia contenida y el esfuerzo para no llorar: era la representación de la impotencia. Habían matado a su compañero y a ella rapado el pelo al cero, y obligado a tragar aceite de ricino mediante el procedimiento de meterle un embudo en la boca, en el que volcaban media garrafa. Muchas se ahogaban en su propio vómito de sangre debido a las heridas provocadas por la «colocación» del embudo. Después, la unieron a otras y obligadas por la Guardia Civil a caminar de pueblo en pueblo, para exponerlas en las plazas, sucias por la descomposición y la gastroenteritis producidas por el ricino, deshidratadas, desfallecidas, todas las moscas pegadas a ellas, incluso a veces desnudadas en público para que todos/as se rieran y burlaran, e incluso les tirasen piedras, en un intento brutal de aniquilarlas moral y físicamente. ¡Y ojo con el que no lo hiciese! Todos estaban vigilados y se tomaba puntual nota de los que no las humillasen con el suficiente entusiasmo. Muchas veces, entre los «espectadores», estaba la propia madre de alguna de las mujeres, obligada a asistir al espectáculo con la impotencia y el desgarro en el alma al ver a su hija en semejantes circunstancias. ¿Y todo por qué? En el caso de nuestra protagonista, por haber pertenecido al Socorro Rojo durante la II República y realizar trabajos humanitarios.
Las supervivientes de aquellas «excursiones» eran llevadas a la cárcel (conventos habilitados casi siempre), en las que muchas morían por hambre, desnutrición, falta de agua e higiene, hacinamiento, epidemias de piojos, sarna, tuberculosis…, en las filas del patio en el que eran obligadas a permanecer horas y horas, formadas de pie para ser contadas, para coger la comida, para lo que fuera, acabando en un estado de delgadez tal, que muchas tenían la última vértebra al descubierto, por lo que sólo podían sentarse de lado, aguantando un reglamento interno que las llevaba al límite de la supervivencia psíquica y física. Las humillaciones a las que se las sometía alcanzaban niveles de total deshumanización. No había día en que no sacaran a varias para llevarlas a fusilar, en ocasiones tras una parodia de juicio (Consejo de Guerra Sumarísimo), y otras veces, directamente ejecutadas extrajudicialmente. Y las que conseguían librarse, si podían, acababan marchándose de sus pueblos al no poder resistir la vergüenza y humillación por las vejaciones sufridas, rechazadas por todos, dado que las represalias para con quien las acogiese eran terribles.
El general Queipo de Llano llamaba a las violaciones masivas, llegando a decir textualmente «nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombres. De paso han enseñado también a sus mujeres, que ahora por fin han conocido hombres de verdad, y no esos castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará». Así pues, con semejantes instrucciones, el ejército, la falange y las divisiones marroquíes, pusieron en marcha la caza de «rojas», siendo también secuestradas y utilizadas como rehenes para forzar la aparición del marido, padre o hermano huido o combatiendo en la guerrilla, a veces muerto ya. Ser mujer y haber sido republicana, y sobre todo cuando el marido o compañero había muerto en el frente o en la cárcel, fusilado «legalmente» o ejecutado extrajudicialmente, daba carta de naturaleza para que cualquier falangista o adicto al régimen pudiese violarlas cuantas veces se le antojase. Al final, algunas, «las que tenían ese privilegio», se casaban con uno de ellos y así conseguían tener a un solo violador.
La II República legisló para lograr la igualdad de la mujer con el hombre en los terrenos social, laboral, económico y político. Esta situación fue de inmediato aprovechada por las mujeres para ser las protagonistas de su propia historia, algo que más tarde el franquismo les haría pagar muy caro, convirtiéndolas en blanco preferente de la represión. Aquel protagonismo iba en contra de la nueva ideología que las quería anular y relegar al cuidado de los hijos y el marido, y ello porque les tenía reservado el papel de transmisoras de la ideología franquista y de los «valores» de la Santa Madre Iglesia Católica a través de la familia. Pero para conseguir estos fines había que domesticar como fuese a aquella generación de mujeres que ya habían conocido la libertad y la igualdad. Por ello, a las mujeres que lucharon por la defensa de la II República, se les aplicó una represión específica, en grado máximo de perversidad, que en muchos casos fue mucho más cruel que la aplicada a los hombres. Lo primero que hicieron fue abolir todas las leyes que las equiparaban con el hombre. Conocían la fuerza revolucionaria que significaba la incorporación de la mujer a la vida política, y para anularlas, promulgaron leyes que las ponían en el mismo plano que a los menores de edad, a los sordomudos y a los incapacitados mentales. Toda la demagogia del franquismo en cuanto a que la mujer y la infancia debían ser objeto de especial protección, no les impidió maltratarlas, torturarlas, violarlas, encarcelarlas y asesinarlas. El desprecio del franquismo hacia las mujeres era tal que no aceptaba su papel como luchadoras políticas, justificando muchas ejecuciones extrajudiciales como muertes naturales y manchando su nombre falseando la causa de la detención, acusándolas de delitos comunes como asesinato, robo, prostitución y hurto.
La cárcel
En materia de política carcelaria, mientras que a los hombres se les encarcelaba solos, no debiendo preocuparse dentro de la cárcel más que de sí mismos, a las mujeres se las encarcelaba con sus hijos, teniendo que vivir la impotencia, el desgarro y la locura de verlos morir por carencias de todo tipo: agua, comida, medicinas, ropa… las criaturas morían en las cárceles como moscas por el hambre, la deshidratación, el frío, la tiña, los piojos, la tuberculosis, las gastroentiritis y la sarna. La mayor parte de los días no había ni agua, debiendo secar la ropa y los pañales sucios para ponérselos otra vez, con lo que eran presa de toda clase de bacterias, bichos y epidemias. Llegaron a crear cárceles específicas para mujeres con hijos e hijas, llamadas eufemísticamente «prisiones para madres lactantes», en realidad verdaderos «apartheids» pensados para aniquilar a las mujeres y a sus hijos. Fue tristemente famosa «la maternal» de Segovia, cuya directora, María Topete, falangista, se distinguió por el trato inhumano que dio a las presas y a sus hijos. No se conoce exactamente el número de criaturas que pudieron llegar a morir allí dentro, no se conoce un registro de las que encarcelaron, pero se cuentan por cientos, atribuyendo a la directora la responsabilidad directa de sus muertes. Sólo las dejaba con sus madres el tiempo imprescindible para darles la escasa comida y asearlos; después los llevaban al patio donde los dejaban todo el día sin agua ni comida, incluidos los lactantes, al margen del tiempo que hiciese, sometidas a malos tratos por cualquier cosa, en pleno invierno, a bajo cero. Supervivientes atestiguaron que cada día, al meterlas dentro para pasar la noche, muchas habían quedado muertas en el patio por el frío, el hambre o la deshidratación.
Pero con todo, la peor pesadilla de las presas fueron las carceleras monjas, pertenecientes a órdenes religiosas de mujeres dedicadas ex profeso a este fin. El trato de ellas recibido era infinitamente más cruel que el de las funcionarias, pertenecientes a la Sección Femenina. Llegó hasta tal extremo esa crueldad que en el año 1945 fueron expulsadas de la cárcel de Ventas por denuncias del personal civil, según cuenta Soledad Díaz a Giuliana di Febo. Hay que destacar por su crueldad a las órdenes religiosas Hijas de la Caridad, Mercedarias de la Caridad, Hijas del Buen Pastor, la Orden de las Cruzadas, creada especialmente para reeducar a las mujeres en las cárceles, la Orden de San Vicente de Paul (a la que pertenecía Sor María de los Serafines, alemana, que había pertenecido a la GESTAPO), tristemente famosa por la saña con la que trató a las presas y a sus hijos. Precisamente, en el año 2005, nuestro Gobierno, que no ha dado un solo paso para la rehabilitación jurídica de las víctimas del franquismo, y mucho menos en materia de acabar con la impunidad de que gozan los responsables de aquellos terribles crímenes, concedió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, dependiente del Ministerio de Justicia, a esta última Orden religiosa de carceleras citada, caracterizada como ya se ha expresado, por su extrema crueldad.
Sin embargo, las presas, a pesar de aquellas terribles condiciones, fueron capaces de crear cadenas de solidaridad para ayudar a las más necesitadas, de desarrollar actividades recreativas y culturales y de organizar huelgas de hambre y plantes. Las más preparadas daban clases de alfabetización, matemáticas e historia, y todo ello sin libros, sin mesas, sin pizarras, sin nada; marcaban sobre unas tablitas con trozos de lápices que ellas mismas conseguían. Llegaron a editar publicaciones y crearon bibliotecas, incluso compusieron canciones que cantaban con voz queda en las largas horas de patio para no perder la moral, y afrontaban la pena de muerte con dignidad y valor. Celebraban el 1º de Mayo y el 14 de Abril. Precisamente ese día, en 1940, en el convento de Santa Clara, en Valencia, Águeda Campos Barrachina, junto a otras dos presas, fabricó una bandera republicana que pasearon por el convento, lo que le valió la celda de castigo y el fusilamiento, junto a su marido, Amando Muñiz Vedalles, el día 5 de abril de 1941 en Paterna (Valencia).
Aquí en Valencia la represión fue terrible (aunque también lo fue en el resto del Estado), precisamente por haber resistido hasta el último momento. Los tribunales de guerra, los interrogatorios en comisarías y centros habilitados al efecto y las ejecuciones sumarias y extrajudiciales se sucedían a ritmo frenético, siendo el número de mujeres detenidas, torturadas y asesinadas altísimo, precisamente por haber participado activamente en la defensa de la ciudad. Muchas siguieron la lucha en la clandestinidad, organizando la resistencia; precisamente aquí se creo la «Unión Femenina de Valencia», grupo pionero en la ayuda pro-presos, creado en las colas de las puertas de la cárcel La Modelo, extendiéndose luego por toda España. Organizaban manifestaciones, recogían fondos para ayudar a los presos y presas, organizaban fugas, escondían a perseguidos y pasaban fugados por la frontera. También fueron las responsables de los principales puntos de apoyo a la guerrilla, actividades que las convertían en objeto de detención, fusilamiento y toda clase de violencias, como la aplicación del «pacto del hambre», consistente en no dejar que recibiesen ningún tipo de ayuda o asistencia, condenándolas a ellas y a sus hijos a la miseria más absoluta, muriendo de hambre, desnutrición o enfermedades oportunistas, pasando a ocupar un espacio en la fosa común. Sobre estos episodios de terror y represión aún hoy hay un muro de silencio y se sabe que mucha documentación ha sido destruida.
Para las mujeres de mi generación, que somos las herederas de su historia, la lucha de las republicanas y resistentes antifranquistas ha sido el referente en el que nos hemos apoyado en nuestra propia lucha contra la dictadura y por la libertad. Ellas nos enseñaron con su ejemplo a resistir y a seguir adelante, y también a luchar por nuestra propia dignidad personal, para hacernos merecedoras de su legado. A fin de cuentas ellas lucharon y murieron para que heredásemos un mundo más libre, más digno y más igualitario.
* Amparo Salvador Villanova es presidenta del Fòrum per la Memòria del País Valencià. Este artículo fue publicado originalmente en la versión escrita de la Revista Pueblos en su número 34, de Septiembre de 2008.