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Nacionalismo universalista

Fuentes: Novas da Galiza

Una de las aparentes paradojas del discurso abstracto contra los «nacionalismos», sostenido por los filósofos más ilustrados, los analistas más sutiles y los gobernantes más humanitarios, es la de su extraordinaria tolerancia, al mismo tiempo, hacia los desmembramientos, divisiones y diferencias «nacionales». La misma Europa enemiga de particularismos cuya estabilidad se había confiado a la […]

Una de las aparentes paradojas del discurso abstracto contra los «nacionalismos», sostenido por los filósofos más ilustrados, los analistas más sutiles y los gobernantes más humanitarios, es la de su extraordinaria tolerancia, al mismo tiempo, hacia los desmembramientos, divisiones y diferencias «nacionales». La misma Europa enemiga de particularismos cuya estabilidad se había confiado a la intocabilidad de las fronteras, ha visto surgir en los últimos quince años, muy complacida, una plaga de nuevas naciones como no se conocía desde la I Guerra Mundial: baste pensar -cito algunas de memoria- Eslovenia, Croacia, Macedonia, varias Bosnias, República Checa, República Eslovaca, Estonia, Lituania, Letonia, Georgia, Ucrania, Armenia, Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajistán, y un interminable tantán de ex-repúblicas soviéticas. Algunas de estas naciones no habían existido nunca o habían tenido sólo una existencia fugaz y, sin embargo, hasta tal punto se consideró justa e inexcusable su generación que no se dudó en ayudarlas a nacer con apoyo financiero, militar y propagandístico, cuando no bombardeando las ciudades, puentes y fábricas del enemigo centralista y jacobino. El antinacionalismo nacional de los franceses, los alemanes, los españoles, los italianos y -claro- los estadounidenses demostró y demuestra un gran entusiasmo por la idea de «nación» y una gran perspicacia para los límites. Chechenia no, Palestina no, el País Vasco no, Cataluña no, Córcega tampoco. A poco que se piense en las razones de esta diferencia de trato, se entenderá sin demasiadas dificultades que los grandes discursos de principio contra los «bucles melancólicos» y los «fanatismos primitivos» se hacen una y otra vez desde los propios intereses nacionales, que es lo más fácil de olvidar del mundo -inconsciente territorial y cultural- cuando se tiene la fuerza suficiente.

Hace unos días el simpar Berlusconi justificaba su apoyo a la invasión de Iraq con estas palabras: «Los productos italianos tienen más aceptación en los EEUU que los franceses y españoles gracias a nuestra política de alianza con Bush». La tranquilidad con la que se hace esta afirmación y la seguridad de que va a ser bien recibida por parte de los votantes expresa con la misma contundencia que un tiro en la nuca esa forma de nacionalismo nada moribunda en virtud de la cual los productos italianos (ni siquiera los italianos mismos) son más importantes, más valiosos, más respetables, que el derecho internacional, la paz mundial y la vida de millones de iraquíes. Por su parte Josá María Aznar, mientras clausuraba periódicos, ilegalizaba partidos y cerraba los ojos ante la tortura, se hacía fotografiar en las Azores jacatándose de haber «sacado a España del rincón de la historia». Es de todos conocida la hermosa frase en la que Montesquieu invoca el bien de la familia por encima del propio bien, el de la patria por encima del de la familia y el del género humano por encima del de la patria. Hoy hemos descubierto que el bien de la Humanidad sólo puede defenderse a través del ejército estadounidense, de las multinacionales estadounidenses y de la cultura estadounidense. «Justo en el momento en el que los europeos», dice Robert Kagan, inspirador indeológico de la administración Bush, «liberados de las obligaciones y miedos de la Guerra Fría, han empezado a establecerse en su paraiso postmoderno y a hacer proselitismo de sus doctrinas del derecho y las instituciones internacionales, los estadounidenses han comenzado a caminar en la otra dirección, (…) de vuelta a su tradicional política de independencia, hacia esa forma genuinamente estadounidense de nacionalismo universalista«. Este «nacionalismo universalista» ha sido el responsable de muchos millones de víctimas en los últimos sesenta años y hace pocas semanas, mediante la resolución 1546, ha convertido definitivamente a la ONU en el juguete de una nación invasora y expansionista. Por contraste, la verdad, el nacionalismo vasco se me antoja la cosa más simpática, honrada e inocente de la tierra.

La plaga de naciones surgida en los últimos quince años -qué casualidad- fue vomitada desde dentro por los que fueran los enemigos de Occidente durante la Guerra Fría. Nunca se dijo que hubiera que fragmentar Yugoslavia y la Unión Soviética porque fueran socialistas sino porque no eran «democráticas». Si Serbia hubiese sido «democrática», ¿no habría hecho falta bombardear Belgrado para liberar Bosnia y Croacia? ¿O habría habido que bombardear Bosnia y Croacia para mantenerlas ligadas a Serbia? Si algo hemos aprendido a lo largo del último siglo es que en nombre del humanitarismo, la civilización o la democracia se pueden cometer crímenes semejantes o peores que los que se han cometido en nombre de la patria. Si algo hemos aprendido a lo largo del último siglo es que el humanitarismo, la civilización y la democracia son el excipiente más moderno, el más fácil de tragar, del nacionalismo más trasnochado: la empresa colonial, el nazismo, el militarismo globalizador de hoy enhebran con hilo rojo una sucesión de hegemonías fanáticamente nacionales en el contexto de un capitalismo imperialista mucho menos novedoso de lo que imaginamos. Frente a él el «separatismo» no sólo no es criminal sino que constituye un imperativo ético, humanista y democrático; y si a ese imperativo lo llamamos también a veces nacionalismo -por una homonimia casi aleatoria- es sólo porque, en el marco fijado por el «nacionalismo universalista», hay que arrancar inevitablemente de un territorio definido y asediado; y porque, si hay una vía posible -entre otras- de la democracia a Guantánamo, también hay una vía posible -entre otras- del nacionalismo al ciudadanismo.

(Conclusión a pie de página: en la península ibérica podría haber más de dos democracias si hubiese realmente dos democracias).