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Violencia y clasismo en la revuelta popular en la historia

Nadie es tan pobre como para no tener fósforos, ni nadie tan rico como para no tener miedo

Fuentes: Revista Pleyade

Clase, en su uso heurístico, es inseparable de la noción de ´lucha de clases´. […] En realidad lucha de clases es un concepto previo así como mucho más universal. […] las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en modos determinados (crucialmente, pero no exclusivamente, en relaciones de producción), experimentan la explotación (o la necesidad […]

Clase, en su uso heurístico, es inseparable de la noción de ´lucha de clases´. […] En realidad lucha de clases es un concepto previo así como mucho más universal. […] las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en modos determinados (crucialmente, pero no exclusivamente, en relaciones de producción), experimentan la explotación (o la necesidad de mantener el poder sobre los explotados), identifican puntos de interés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el proceso de lucha se descubren como clase, y llegan a conocer este descubrimiento como conciencia de clase. La clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico. E. P. Thompson

El estudio de la evolución histórica de las revueltas (es decir, el seguimiento de los cambios y continuidades entre cada uno de los estallidos, protestas y asonadas populares que la caracterizan) es uno de los métodos más comunes desde cierta historia social y también de la teoría de los nuevos movimientos sociales. En este breve escrito me gustaría reflexionar sobre dos elementos permanentes en la historia de las revueltas en Chile, y que resaltan claros en los hechos de octubre de 2019 con interesantes novedades, como son la violencia y el clasismo. Estas permanencias aparecen como identidad y como medio para los protagonistas de la revuelta, y no solo del lumpen o la militancia radicalizada (por lo menos durante los momentos ascendentes del ciclo que caracteriza las revueltas). El reaparecer intempestivo del clasismo y la violencia popular en el presente permite volver a mirar transformaciones de importancia en nuestra historia. Así, violencia y clasismo son una constante en la revuelta popular en Chile, más allá de que le memoria inmediata culpe a Fuenteovejuna.

El clasismo

El clasismo no es sino la clase en forma práctica, de masas y expresada ante su enemigo. Para Ellen Meiksins-Wood las clases solo son visibles cuando luchan como tales, es decir, cuando actúan de forma clasista[1]. En las revueltas, el clasismo es intuitivo para las masas, y por lo mismo ambiguo y amplio. Es un «descubrirse como clase» de lo abigarrado en el cual capas medias, trabajadores y lumpen conforman una mayoría social momentánea pero políticamente efectiva, unidos por demandas que los oponen a propietarios y poderosos. Es lucha de clases en sentido básico, referenciada en identidades amplias, pero de antagonismos claros (la tan mentada figura de «el chileno de a pie»), y que encuentra referencia en pasados similares. Las cacerolas sonando espontáneamente desde el viernes 18, o las canciones de Víctor Jara como himnos de la revuelta, son prácticas llenas de experiencia histórica de lucha, militante y de base. «Aprendizaje, viniendo de lo hondo»[2]. En este octubre de 2019, la disposición social de los protagonistas de la revuelta encontró identidad en los objetos arqueológicos del clasismo de izquierdas y popular del siglo XX. Esto a pesar de ser, en su mayoría, sujetos que se formaron lejos de las instituciones clasistas del siglo pasado, como fueron sindicatos o partidos. Se identifican así con una multitud de víctimas del neoliberalismo presente, pero en la cultura cotidiana de la revuelta, en la experiencia extrema de la represión a balazos, se reconocen también en las «generaciones vencidas» y los «antecesores esclavizados»[3].

Los obreros porteños de 1903 que reclamaban mejoras salariales se vieron acompañados de pobladores pobres de los cerros, y se lanzaron entonces al ataque del diario de los poderosos de Valparaíso, El Mercurio, para luego incendiar su principal empresa, la SudAmericana de Vapores. Las masas se reconocían por negación en los patrones, y sus rostros más visibles se disolvieron en los ríos de revuelta que bajaron de los cerros: desde ladrones hasta obreros portuarios, desde mujeres dueñas de casa hasta jóvenes dubitativos entre el trabajo y la lumpenización[4]. La cesantía y la crisis de la década de 1980 unificó detrás de neumáticos humeantes, y contra Pinochet y el modelo proempresarial, a capas medias y obrerismo rojo (enemigos hasta 1973), en una forma ideológica mucho menos densa. Esa articulación clasista amplia no es nueva. La novedad en 2019 está en que ésta reaparece denominándose «pueblo» después de décadas de derrota total de su universo cultural, el movimiento popular y la izquierda, y es una unidad amplia que parece venir, como todo lo intuitivo, desde abajo.

De esta forma, la revuelta sincera inmediata pero todavía ambiguamente la lucha de clases. La desigualdad experienciada realmente es, entonces, el «santo y seña» de la revuelta, que permite reconocerse a un colectivo negado por la retórica nacional. «Aquí estamos uno a uno, como el año treintaiuno», gritaban los trabajadores con los estudiantes mientras se dirigían a la revuelta de 1949, recordando su símil de 1931. El grito volvió en «La Batalla de Santiago» en 1957[5]. Cada vez que hay revuelta, el clasismo como discurso identifica a nuevos grupos sociales que se suman a la política. Y así como la lucha pobladora y el derecho a voto para las mujeres las involucraron a ellas en política para que protagonizaran en sus propios términos (los de la reproducción material de la vida) la revuelta de 1957[6], así también los hechos de 2019 no se pueden comprender sin el masivo ingreso de mujeres trabajadoras al protagonismo del malestar organizado tras el ciclo 2011 – 2019[7]. Esas masificaciones acumulan historia y sirven como base de sentido en la política que define a las revueltas. Resulta, así, del todo interesante que, en su memoria propia, la revuelta de 2019 recurra a las protestas de 1983-86, se salte 1973 para detenerse brevemente en el entusiasmo de 1970, y luego pase directo a 1949. Se reconoce más en la ofensiva popular masiva que en su derrota.

Las demandas de las revueltas siempre denotan empobrecimiento. Se gatillan por una pequeña reforma que afecta a las mayorías, y que sirve de vórtice de todo su malestar. En la revuelta de 1905 fue el alza de la carne, en 1919 la crisis de la vivienda y la alimentación, en 1931 la crisis económica global, en 1949 y 1957 fue el pasaje del transporte público. En 2019, el alza del pasaje del metro desata una revuelta contra una asfixiante mercantilización de los servicios sociales y el encarecimiento del costo de la vida. No se necesita ir mucho más allá para ver que quienes han sentido necesidad de la revuelta ha sido una parte de la población y no toda. La revuelta pertenece a la parte popular de la historia y sus agentes más activos lo saben. Eso sí, nada dura para siempre. Cuando la revuelta pasa, afloran contradicciones de clase potentes, específicamente aquellas entre las capas medias y los grupos sociales más pobres o explotados. Así, la revuelta dibuja una mayoría clasista, pero la política que le sigue y la intenta administrar tensiona sus diferencias sociales, esto es, sus contradicciones, y es por ello tal vez que de las revueltas siempre surge un gobierno reformista, pero también de ellas deriva la disolución del frente social que se hacía mayoría en la revuelta. Esa es la tragedia que va de la revuelta de 1957 al golpe de estado de 1973, hechos de signo opuesto, pero ambos con apoyo mesocrático. Lo que media es la política clasista, moderna y de fines declarados, que desarma el frente común y crea otros más estrictos. Pero eso ya nos queda fuera de este análisis.

La violencia

La revuelta en la historia no es otra cosa que una insubordinación violenta de masas, pero no una violencia ciega y enajenada, como se suele repetir. En el comienzo de la revuelta de 2019, la autodefensa frente a la policía fue más bien mínima. A los gases y palos los estudiantes respondieron masificando la insubordinación. En general, las grandes revueltas han sido precedidas por largas manifestaciones pacíficas que son desoídas por las autoridades al mismo ritmo que suman multitud. Antes del 2 de abril de 1957, hubo protestas por meses, y la única respuesta fue la represión, con la muerte a palos del obrero Manuel Rojas en febrero de este año[8].

En algún momento, la revuelta alcanza una masividad en la cual las acciones populares toman la ofensiva. La policía y el ejército reciben buena parte de la furia, pero solo cuando deciden impedir la revuelta, no antes. En 2019 los ataques fueron contra estaciones de metro, supermercados, microbuses, grandes comercios. En general en la historia no se presentan casos de saqueos sin incendios ni destrucción, y no hay enfrentamiento con la policía que no utilice materiales arrancados a la calle o al gran comercio[9]. Esa violencia es su marca. A la luz de los hechos es bastante clasista, aunque aquello a veces implique disponer de enemigo a todo aquel que posee un negocio. Ahí es cuando se fricciona su amplitud, especialmente en las capas medias, que se debaten entre ser leales con el malestar en revuelta o con el orden social que los constituye. En los saqueos posteriores al terremoto de 2010 hubo asaltos a galpones, supermercados y comercios, pero no se presentaron ataques a viviendas, a pesar de los rumores que circularon[10]. En las revueltas por pasajes como ésta, se han atacado siempre vagones y buses del transporte, pero nunca pasajeros, y escasamente se ha dañado a choferes. La violencia popular es feroz, masiva, pero nunca homicida; traza fronteras y tensiona al límite la unidad de base de la revuelta.

Cuando la revuelta llega a su cenit, las balas del ejército y la policía terminan de dejar claro a quién pertenece la revuelta y a quién el orden. El Estado sí es homicida y su misión está determinada por el interés oligárquico y también por el de los más ricos de las capas medias. La violencia popular, que en toda revuelta se reduce a piedras y fuego, se ve rápidamente superada por la munición de guerra y los tanques. A veces la restauración del orden demora varios días, como en 2019 o en 1905; a veces es cuestión de horas, como en 1957. Los féretros de los muertos solo se cargan en las poblaciones, mientras en los barrios ricos con suerte llega el eco de las balas. Los muertos no son pocos, nunca[11]. En 1905 los asesinados por la represión de la «huelga de la carne» se calculan en 200, los de 1957 fueron una veintena y ahora en 2019 ya vamos por sobre esa cifra. Además, en todos los casos se cuentan entre los muertos a personas que solo observaban o que han sido baleadas en sus hogares, lo que muestra el indiscriminado uso de armas de fuego sobre la ciudad a la hora de reprimir. Sobrevivir no garantiza nada. Las torturas y arbitrariedades a los presos de las revueltas se repiten en todos los casos, y desde hace un tiempo ya sabemos que casi no hay apremios sin abuso sexual por parte de la represión estatal. Se registran en las protestas de la década de 1980, también en las movilizaciones de 2006 a 2019. La violencia estatal sinonimia así el orden social con el disciplinamiento traumático de los revoltosos. Y ese traumatismo puede ser eficaz por décadas, pero también siembra un resentimiento feroz.

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Las permanencias de la violencia y el clasismo en las revueltas populares trazan una otra historia de Chile, en que la política de reforma social se aleja de una comprensión republicana autocomplaciente. La desigual relación con las armas de fuego, la extracción social de las víctimas y las razones de la revuelta son elementos que, vistos en los hechos pasados, develan una pesada recurrencia. Así como queda claro en 2019, el hilván histórico de todas las revueltas es la «incomodidad existencial»[12] de las clases populares, y su corolario es la violencia nerviosa y asesina para reimponer el orden de la oligarquía chilena. El estudio del pasado muestra a la revuelta como instrumento soberano de las clases populares cada vez que emprenden un ciclo político largo de reforma social; y muestra asimismo a la violencia estatal como primer y último recurso ante el mismo. Suena fuerte, pero a estas alturas de octubre, a estas alturas de la historia, ya nada lo es.

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[1] Ellen Meiksins Wood, «El concepto de clase en E. P. Thompson», Cuadernos Políticos 36 (1983); también «La clase como proceso y como relación», en Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico (Ciudad de México, Siglo veintiuno editores, 2000).

[2] Gabriel Salazar, Movimientos Sociales en Chile. Trayectoria histórica, proyección política (Santiago: Editorial Uqbar, 2012), 394.

[3] Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia (Buenos Aires: Editorial Terramar, 2007).

[4] Peter Deshazo, «The Valparaíso maritime strike of 1903 and the development of a revolutionary movement in Chile», Journal of a Latin American Studies 2, no. 1 (1979).

[5] «Empezó la pelea contra la carestía. Manifestaciones en la Plaza de Armas», en El Siglo, 8 de enero de 1957, 1. También Pedro Milos, Historia y memoria. 2 de abril de 1957 (Santiago, Lom ediciones, 2007), 72-4.

[6] Julieta Kirkwood, Ser política en Chile. Las feministas y los partidos (Santiago, Ediciones FLACSO, 1986), 91.

[7] Carolina Olmedo C., «Feminismo en Chile: una crítica sistémica desde el sur». Revista ROSA 1 (2019).

[8] «Uno de los apaleados anoche en la manifestación contra las alzas murió hoy de un ataque cerebral». Las noticias de última hora, 8 de febrero, 1957, 16.

[9] Gabriel Salazar, Violencia Política Popular en las Grandes Alamedas. Santiago de Chile 1947-1987: una perspectiva histórico-popular (Santiago: Editorial Sur, 1990).

[10] Juan A. Guzmán, «Saqueadores post terremoto II: La horda que nunca llegó a las casas», en CIPER, 19 de julio de 2010. Consultado en noviembre de 2019, disponible en: https://ciperchile.cl/2010/07/19/saqueadores-post-terremoto-ii-la-horda-que-nunca-llego-a-las-casas/.

[11] Luis Thielemann H., Ley Hinzpeter: el fantasma de la violencia estatal en Chile. El Mostrador, 7 de agosto de 2013.

[12] Sergio Grez Toso, «Prólogo a la segunda edición», en De la regeneración del pueblo a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810 – 1890) (Santiago, RIL editores, 2007), 33.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.